Cuando el Señor Parra quedó ciego, no perdió sin embargo el sentido de orientación aún en las extensiones dilatadas y en las e



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Tenía la edad de la Patria…
Había nacido el 15 de febrero de 1811 y bautizado Faustino Valentín. Su madre, Doña Paula Albarracín, concibió más de un docena de hijos, de los cuales sobrevivieron Francisca Paula, Vicenta Bienvenida, Faustino Valentín, María del Rosario, Procesa Carmen. Su padre, José Clemente, fue peón, arriero y soldado, inspirado de pasión patriótica, combatió en Tucumán en 1812 con Belgrano y en Chacabuco en 1817 con San Martín.

Meses antes de su natalicio, en Buenos Aires, el gobierno provisional de una Junta revolucionaria juraba ante Dios, nuestro Señor y los Santos Evangelios, en nombre de un rey avasallado por el poder napoleónico, guardar de sus augustos derechos y continuar obedeciendo sus órdenes y decretos, así como no atentar directa ni indirectamente contra su autoridad, propendiendo pública y privadamente a su seguridad y respeto. El compromiso se hacía extensivo al virrey destituido y a su familia, así como a los inevitables adversarios de la víspera. El pensamiento de establecer juntas gubernativas, que administrasen en nombre de Fernando VII, lo había sugerido la España misma en las juntas provinciales que surgieron de todas partes para organizar las resistencias locales contra la invasión de las armas francesas. A su tiempo, comentaría el señor Parra:


“…Pero en América era esta mutación una de aquellas ficciones que ocurren a los pueblos esclavizados de largo tiempo, para arribar a los fines que se proponen. Las juntas gubernativas se reunían en presencia de las guarniciones españolas. Buenos Aires tenía en pie, en 1810, un ejército de catorce mil hombres, compuesto de cuerpos españoles de la Península y de americanos. Montevideo estaba igualmente guarnecido para resistir a una nueva tentativa de la Inglaterra, que en 1806 y 1807, había estado a punto de apoderarse de las bocas del Plata. Pero las juntas gubernativas comenzaban con este o aquel motivo, por separar de la administración a los españoles, sustituir americanos en el mando de las tropas, hasta que al fin se declaraban en verdaderas comisiones de salud pública, tomando medidas enérgicas y terribles para asegurar la Revolución.”
Temprano se oiría en Buenos Aires los argumentos del Secretario de Gobierno, Mariano Moreno, vertidos en “La Gazeta”, periódico de su fundación:

“Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, y cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que se le debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y después de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres, será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos sin destruir la tiranía.”


Acorde a estos sentimientos se reorganizaba el ejército con el fin de expandir la revolución. Aun los dos únicos españoles de la junta, Domingo Matheu y Juan Larrea, contribuirían de su peculio a armar esas huestes y una escuadra. Serían enviadas expediciones a Córdoba, Alto Perú, Paraguay y la Banda Oriental, informando al interior los sucesos de mayo y solicitando la designación de representantes que habrían de agregarse a la Junta por orden de su llegada a la capital para formar un Congreso General. No todos los delegados estaban imbuidos del espíritu revolucionario, para la mayoría, entre algunas otras alternativas la, cuestión era seguir fieles a Carlos IV, a Fernando VII o a su hermana Carlota Joaquina, si obedecerían a Napoleón y a su hermano José I Bonaparte o aceptarían el protectorado de Gran Bretaña. Las divergencias y distancia del sentido libertario, fue motivo de un conflicto interno para la integración de aquellos provincianos, polarizado entre el Secretario Mariano Moreno y el Presidente, Cornelio Saavedra, más moderado y tradicionalista que intentaba contener el fuego revolucionario de aquél.

Como lo señalara el señor Parra, la actitud liberal de algunos hombres más radicalizados por las ideas nuevas que nacieron en Europa se oponía al espíritu autoritario conservador, a las poblaciones rurales colonialistas y al caudillismo no ilustrado, impulsándolos a la liberación con fuerte tendencia centralista. Mas esta tendencia hegemónica no estaba libre todavía de la concepción de una forma de gobierno monárquica constitucional. El colonizador, para estos colonizados, detentaba los valores culturales, morales y religiosos de los que parecían carentes los revolucionarios y la barbarie territorial.

A tres meses de la revolución se organizó un levantamiento en Córdoba iniciado por el Gobernador de la provincia Gutiérrez de la Concha. De los conjurados reunidos en el cabildo provincial el único que desaprobó la actitud contrarrevolucionaria fue el deán de la catedral, Gegorio Funes a quien le replicarían:
” ¡Todo el que adhiera a lo hecho por la Junta revolucionaria y apruebe la deposición del virrey deberá ser tenido por traidor a los intereses de la nación, pues la conducta de los de Buenos Aires con la Madre Patria, en la crítica situación en que se halla debido al atroz usurpador Bonaparte, es igual a la de un hijo que viendo a su padre enfermo, pero de un mal que probablemente se salvaría, lo asesina en la cama para heredarlo!”
Ni un solo voto reunió el deán a favor de la idea de que se reconociese simplemente a la junta gubernativa de Buenos Aires. Enfatiza el señor Parra, en las páginas biográficas que le dedica a su ilustre pariente, que el voto único de este sabio americano era el voto de los pueblos. El deán Funes, no pudiendo convencerlos, abandonó al grupo e informó a Buenos Aires sobre el complot. Mandó ejemplares de su voto a todas las provincias y también a Lima, sede del más poderoso de los virreinatos, desmintiendo lo que el virrey Abascal declaraba en sus proclamas y gacetas, de que la revolución de Buenos Aires había sido hecha por unos cuantos perdidos, por algunos salvajes criollos. La conciencia pública de un extremo a otro de la América repetía el nombre del doctor don Gregorio Funes, cancelario de la Universidad de Córdoba, que había educado en las nuevas ideas una generación de atletas.

Para el Secretario de la junta la sedición era inaceptable; en el ínterin su gobierno ya había expulsado al virrey y a los ministros de la Real Audiencia, embarcándolos en un buque inglés hacia las islas Canarias. “La Gazeta” denunciaba que los destituidos conspiraban con gente de Montevideo instalar allí la capital del Virreinato y someter al gobierno de Buenos Aires. Receloso de los núcleos conservadores del interior, de la resistencia realista y su intransigencia frente a la ruptura del orden colonial, Moreno, por la necesidad de consolidar el poder político que garantizara el éxito del movimiento revolucionario, envió una expedición a Córdoba a fin de dominar el levantamiento con instrucciones secretas de dar muerte a los sediciosos.

Ante la superioridad numérica de los comisionados, los cabecillas empezaron a retirarse hacia Santiago del Estero pero, por la información del deán Funes en desconocimiento de aquellas instrucciones de ajusticiamiento, fueron alcanzados y tomados prisioneros. Comunicadas la disposición de exterminarlos, el subalterno duda: se trata de ejecutar nada menos que a Santiago de Liniers y Bremond, Caballero de la Orden de San Juan y de la Orden de Malta, Capitán de navío de la Real Armada, Comandante General de Armas de Buenos Aires, héroe de la Reconquista y posterior Defensa de Buenos Aires, ex Virrey del Río de la Plata, nombrado como galardón por su actuación frente a los ingleses. Junto a él debía morir el propio gobernador de Córdoba, que había luchado también al lado de Liniers durante aquellas invasiones. Los restantes prisioneros eran el obispo, un presbítero, un prestigioso abogado y otros meritorios.

Transcribe el señor Parra oficios que el deán dejó consignados en escritos posteriores, bajo el título “Bosquejo de nuestra revolución”:


“La Junta había decretado cimentar la revolución con la sangre de estos hombres aturdidos, e infundir con el terror un silencio profundo en los enemigos de la causa. En la vigilia de esta catástrofe puede penetrar el misterio. Mi sorpresa fue igual a mi aflicción cuando me figuraba palpitante tan respetables víctimas. Por el crédito de una causa que, siendo tan justa, iba a tomar desde este punto el carácter de atroz, y aún sacrílega en el concepto de unos pueblos acostumbrados a postularse ante sus obispos, por el peligro de que amortiguase el patriotismo de tantas familias beneméritas, en fin, por lo que me inspiraban las leyes de la humanidad yo me creí en la obligación de hacer valer estas razones ante don Francisco Antonio Ocampo y don Hipólito Vieytes, jefes de la extinción suplicándoles suspendiesen la ejecución de una sentencia tan odiosa. La impresión de estos motivos y otros que pudo añadir mi hermano don Ambrosio Funes, produjo el efecto deseado pocas horas antes del suplicio”.
Ante estos reclamos y ruegos de gente importante de Córdoba, cediendo a sus escrúpulos, en lugar de cumplir el mandato, Ocampo comunica a Buenos Aires la captura y envía bajo custodia los rehenes para ver que se les haga justicia, sumando a su notificación una prédica sobre la dominación de los pueblos “no por la fuerza sino por el amor”.

Al recibir la nota, contrariado, el Secretario redacta un manifiesto reafirmando la decisión de fusilar a los conspiradores y envía una columna para que se cumpla la orden en el mismo lugar donde se los encuentre. El fusilamiento se consuma en el monte de Los Papagayos, en la posta de Cabeza de Tigre, Córdoba, exceptuándose al obispo y al presbítero por respeto a sus investiduras.

 Pese haber sido el deán responsable de la captura de los sediciosos, escribió desde Córdoba al Secretario del Gobierno su protesta:
“Convénzase, doctor; convénzase y convenza también a los otros señores miembros de la Junta: la sangre vertida sin sustento termina ahogando a aquellos que la decretan.”
Inscríbense estas ejecuciones como “el inicio de una guerra de exterminio que justifica la eliminación del enemigo vencido con el solo pretexto de la opinión adversa.”

Esta hipótesis, es considerada por algunos historiadores como producto de una sensibilidad rayana en lo pueril, conjeturando que unos y otros defenderían con igual vehemencia sus respectivas posiciones, conscientes de que en ello se jugaban la suerte futura de la causa elegida.

La sensibilidad del normalista se excita en esta encrucijada de decisión, con una conmoción nueva que no le habían provocado los relatos de la historia hasta entonces.

A las tres de la tarde del 26 de agosto de 1810, formado el pelotón ejecutor, los reos fueron alineados en posición de rodillas, a cara descubierta y de frente como gracia pedida por ellos. El sable del jefe cortó el aire y el estruendo de fusilería quebró la paz lugareña. El ex Comandante General de Armas de Buenos Aires y el gobernador de Córdoba, quedaron sólo heridos y procedió Domingo French, otro ex camarada, a la trágica misión de ultimarlos mediante sendos pistoletazos en la sien, con aquella misma mano que de colegial imaginara repartiendo escarapelas.

Una semana antes Juan Martín de Pueyrredón había sido recibido por el pueblo de Córdoba como gobernador.

La revolución se endurece. Ni el Paraguay, ni el Alto Perú, ni la Banda Oriental han aceptado la instalación del gobierno revolucionario, lo que precipitará el proceso bélico que culmina al fin con la Independencia de todas estas regiones.

Desde el inicio de esta gesta, los miembros de la Junta fueron incrementando sus problemas internos. El señor Parra habría de narrar en sus “Recuerdos de Provincia” estas desavenencias en las cuales tuvo participación protagónica el deán Funes, como delegado por la ciudad de Córdoba. Diversos pareceres y encontradas posiciones dividió a los bandos en provincialistas y ejecutivistas, germen ya de la cuestión de federales y unitarios, que habrían de engendrar, según su pluma, al monstruo híbrido del señor Rosas.

En el curso de estos sucesos y en actitud reivindicatoria, el 24 de octubre de 1810, Mariano Moreno intenta congratularse con deán Funes, ofreciéndole la responsabilidad de redactar la Gazeta. Éste lo rechaza y responde con política ironía:


“Muy señor mío y de todo mi aprecio, doy a usted las más debidas gracias por el pronto y favorable despacho que han tenido los asuntos del colegio. Creo que usted se ha equivocado atribuyendo al público el concepto de que en mis manos tendría la mejor suerte la Gazeta del gobierno. Yo juzgo lo contrario, que el público, así como yo mismo, contamos con una de nuestras mejores glorias la de hallarse este periódico a la sabia dirección de un genio dotado de amenidad que las gracias inspiran, y de cuantos conocimientos hermosean a la razón misma. Que usted no lo conozca es una prueba más de esta verdad. El mérito, siempre modesto, sólo encuentra sombras cerca de sí y cuando todos aplauden sus talentos, y él solo lo ignora. La Gazeta no puede desempeñarse con más decoro y dignidad, y cualquier pincelada mía no haría más que degradarla. El empeño está fuera del tiro al que llegan mis alcances, y me costarán no pocos ratos de humillación. Con todo, cuando se trata de complacer a usted y servir a la patria, todo sacrificio es pequeño. Su más fino y fiel amigo.”1
Pero todavía le espera al deán Funes otras complicaciones al inculpársele participación en un complot que fue aplastado y motivó su encarcelamiento. El suceso reavivó en Córdoba el rencor contra Buenos Aires. Su clero, la Universidad y el Colegio de Montserrat, a despecho de los ejecutivistas que estaban en el gobierno, enviaron sus respectivas diputaciones a Buenos Aires a pedir la libertad de a quién llamaban su padre común. Se reactiva en consecuencia el conflicto entre Moreno y Saavedra, afín este último al deán Fumes. Su punto culminante ocurre durante la celebración de la victoria de Suipacha en el cuartel de los Patricios, tras un episodio infausto que desatará la tormenta:

Un oficial hizo varios brindis a la salud del Presidente de la Junta, llamándolo rey y emperador, simulando entronizarlo con una corona de azúcar que formaba parte del decorado de la mesa. El aludido, asumiendo connivencia, entregó el confite a su esposa. El secretario no estaba presente, ni se le habría permitido entrar al salón por considerarse el festejo exclusivo de los militares y de sus familias, pero enterado, se enfureció de tal manera que redactó un decreto de “Supresión de los honores del presidente”.


… Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a que canten himnos a la libertad; y este cántico maquinal es muy compatible con las cadenas y opresión de los que lo entonan. Si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad. ¿Si me considero igual a mis conciudadanos, por qué me he de presentar de un modo que les enseñe que son menos que yo? Mi superioridad sólo existe en el acto de ejercer la magistratura, que se me ha confiado; en las demás funciones de la sociedad soy un ciudadano, sin derecho a otras consideraciones, que las que merezca por mis virtudes…”

“Por desgracia de la sociedad existen en todas partes hombres venales y bajos, que no teniendo otros recursos para su fortuna que los de la vil adulación, tientan de mil modos a los que mandan, lisonjean todas sus pasiones, y tratan de comprar su favor a costa de los derechos y prerrogativas de los demás. Los hombres de bien no siempre están dispuestos ni en ocasión de sostener una batalla en cada tentativa de los bribones; y así se enfría gradualmente el espíritu público, y se pierde el horror a la tiranía. Permítasenos el justo desahogo de decir a la faz del mundo, que nuestros conciudadanos han depositado provisoriamente su autoridad en nueve hombres, a quienes jamás trastornará la lisonja, y que juran por lo más sagrado que se venera sobre la tierra, no haber dado entrada en sus corazones a un solo pensamiento de ambición o tiranía; pero ya hemos dicho otra vez, que el pueblo no debe contentarse con que seamos justos, sino que debe tratar de que lo seamos forzosamente. Mañana se celebra el Congreso, y se acaba nuestra representación; es, pues, un deber nuestro disipar de tal modo las preocupaciones favorables a la tiranía, que si por desgracia nos sucediesen hombres de sentimientos menos puros que los nuestros, no encuentren en las costumbres de los pueblos el menor apoyo para burlarse de sus derechos. En esta virtud ha acordado la junta el siguiente reglamento, en cuya puntual e invariable observancia empeña su palabra y el ejercicio de todo su poder:…”


Volvieron al normalista aquellas palabras de las enseñanzas de su infancia que sintetizaban el fundamento moral de la proclama: “¡ni ebrio ni dormido!”, palabras depositadas como mandato indeclinable en el fondo de su conciencia regulando los deberes para con la patria y el respeto con los seres queridos.

Saavedra consideró el agravio como un despliegue de emulación y envidia y una vengativa y baja burla, recrudeciendo su odio por la interpretación maliciosa, que a su ver, le hiciera el secretario por la actitud encendida de un borracho.


“Trató se me prendiese y aun se me asesinase”, le escribió a otro miembro “y si no lo hizo es porque no halló apoyo en ninguno. Entonces fue que salió con el reglamento de la Gazeta que habrás visto, y yo accedí por hacerles ver su ligereza e inicuo modo de pensar. En efecto, conseguí lo que me propuse. El pueblo todo (el sensato digo) elogió mi modo de obrar y ha mirado con execración a este Demonio del infierno; de aquí resultó la incorporación de los diputados de las ciudades interiores y conocer se le acababa el preponderante influjo que tenía en la junta. Hizo dimisión a su cargo. Yo fui el primero en no admitirlo.”
De la disputa, el Presidente consiguió el triunfo del sector conservador y la formación de la Junta grande -que a su vez promovió, por obra del deán Funes, la formación de juntas provinciales- y hasta la renuncia del secretario a su cargo, que presuntuosamente Saavedra rechazaría, solicitándole entonces aquél, se lo envíe a Londres encargado de misiones diplomáticas. Así se dispuso, despachándoselo como representante ante los gobiernos de Río de Janeiro y Londres.

El Secretario embarca en la goleta Misletee (la misma que había traído ejemplares de la Gazeta de Londres noticiando el derrumbe español) que lo traslada a la fragata inglesa Fame, contratada por los agentes de Saavedra.

Los conflictos se cierran con un hecho trágico, la muerte de Moreno en alta mar, en marzo de 1811, sospechosa de envenenamiento. El secretario tenía 32 años.

La cuestión merece una revisión: fundamentos de la sospecha, posibles implicados, trama, motivos. Basados en palabras de su hermano, que lo acompañaba en el viaje, se reconstruyen las circunstancias.

No fue extraño en los tiempos del normalista adulto, que los hombres de ideas radicales sufrieran el acoso de amenazas anónimas, como prolegómenos de un asalto directo. Esto ocurrió con Mariano Moreno, atemorizado hasta el punto de salir a la calle disfrazado de fraile para librarse de un atentado. En esa atmósfera inició su viaje. Durante el mismo, enfermó, sufrió mareos y vómitos hasta el punto de solicitarse al capitán del barco que se detuviese unos días en Río de Janeiro, cosa que el marino desestimó. El suceso no quedó allí. Al hallarlo solo y postrado durante el viaje, el capitán le administró sin consentimiento una alta dosis de tártaro de potasa y antimonio que, al conocer el enfermo la cantidad que se le había dado, se reputó hombre muerto.

Según su hermano vio venir su deceso con la serenidad de Sócrates tras beber la cicuta.

Conforme a ello tuvo tiempo de prepararse anímicamente para lo inevitable, dar instrucciones a sus dos jóvenes secretarios de cómo debían continuar la misión, exhortarlos a cumplir los deberes para con su país, implorar una bendición para su hijo de cinco años y declarar que moría con “confianza en la Santa Religión de Jesucristo” expresando como últimas palabras: “Viva mi patria aunque yo perezca”. El capitán inglés nunca volvió a Buenos Aires.

Cuando Saavedra supo la noticia de este fallecimiento, dijo francamente aludiendo al temperamento de Moreno y a que fuera su sepulcro la mar:


“Tanta agua era menester para apagar tanto fuego.”
En cuanto atribuir a Cornelio Saavedra el encargo del envenenamiento, justo es tomar en cuenta la existencia de otros enemigos de los que da cuenta la historia: desde Pedro José Agrelo, acusador de Martín de Álzaga y adulador de Saavedra, hasta el mismo Bernardino Rivadavia, según interpretaciones del historiador Enrique de Gandía.

Suma el normalista otros testimonios en torno a estos hechos:


“Los buenos ciudadanos, amigos o extraños, tuvieron este acontecimiento por calamidad general. Todos se presentaron a la casa del finado a dar su pésame a la viuda, y deplorar el infortunio que consideraban común a la familia americana. Todos lamentaban la pérdida temprana del hombre que mostró tanto celo en defender la libertad: compadecían su destino, igualmente como el lugar en que había acabado, arrojado su cuerpo al mar, y lloraban que el suelo patrio no pudiera al menos recoger los huesos de su hijo más ilustre y darles el postrero asilo.”
María Guadalupe Cuenca, esposa de Mariano Moreno, escribió tras la partida de su esposo, durante meses, por lo menos once cartas que se fueron apilando en algún lugar de Londres, sin que nadie las abriera. En 1967, recopiladas por Enrique Williams Álzaga, fueron publicadas bajo el título de “Cartas que nunca llegaron.”

  Una de ellas, fechada el 14 de marzo de 1811, decía:


“Nuestro hijo sigue en la escuela, siempre flaquito, le he dado en casa el vino y sólo cuando le digo que tome a tu salud lo toma. Te reza al levantarse y al acostarse y me dice; mi madre, todo lo que rezo en la escuela lo ofrezco para mi padre, y el modo de ofrecer es diciendo estas oraciones: te ofrezco para que le des buen viaje y lo traigas pronto.”
Años después, ya coronel, este hijo, bautizado con el mismo nombre de su padre, refirió al doctor Adolfo Saldías que al día siguiente de haberse embarcado en La Fama , su joven madre
“recibió un cofrecillo dentro del cual había una abanico negro, un pañuelo de luto y un papel anónimo en el que terriblemente se le anticipaba que “habría de usar esos objetos.”
Objetos que pueden contemplarse en el museo histórico de Morón.
En el segundo semestre de 1810 un Ejército Expedicionario se había dirigido hacia el Alto Perú, al mando de Antonio González Balcarce y Juan José Castelli. Un levantamiento en Cochabamba a favor de la Junta había sido sofocado por los generales Nietos y José de Córdoba con un poderoso ejército que aguardaba en Santiago de Cotagaita el arribo de los patriotas. La acción de estos últimos fue efectiva; con la participación de Martín Güemes, en Suipacha el 7 de noviembre, brindó el único triunfo militar en el intento de recuperar el Alto Perú.

Tristemente no fue noble la acción de los vencedores con los vencidos, empañando las esperanzas de libertad del pueblo alto peruano por la ejecución sumaria e innecesaria de los españoles José Córdoba, Francisco de Paula Sanz y Vicente Nieto, decisión ordenada desde Buenos Aires que suponía generar terror. Chocó contra el espíritu de los pobladores de la ciudad de La Paz la entrada del ejército revolucionario durante los días de la Semana Santa con actitudes impiadosas y de las cuales tuvo alta responsabilidad Bernardo de Monteagudo, actitudes que nada bueno presagiaban de la declarada acción libertadora. Tampoco lo fue para ellos el que se apropiaran del rico contenido de las reales cajas de Potosí y caudales encontrados en Chuquisaca, conducidos a Salta por el Coronel Juan Martín de Pueyrredón, entonces gobernador de Charcas, para incorporarlos a los fines revolucionarios.

Negociaciones ordenadas desde Buenos Aires retardaron el avance de las tropas, aprovechando los realistas para rearmarse y meses más tarde derrotar al ejército en Huaqui, el 20 de junio de 1811, por el general Goyeneche, con lo que se perdió el Alto Perú militar y moralmente. Los realistas y moradores sublevados, refractarios a la acción de los patriotas, los apedrearon y acuchillaron. Sin armas y con la deserción de soldados, el desbande del resto de la tropa intentó la huida hacia el sur perseguidas por Goyeneche, buscando refugiarse en Potosí, lográndolo al fin en Jujuy.

Antonio González Balcarce y Juan José Castelli fueron relevados y juzgados. El mismo Monteagudo asumió la defensa. De Güemes poco se dijo. Como consecuencia del desastre, Buenos Aires debilitada debió pactar una tregua con Montevideo, por el temor a verse atacada en dos frentes al mismo tiempo.

El nacimiento de Parra coincide con estos claroscuros del despertar de la ciudadanía. En tanto su espíritu era nutrido en el seno del hogar materno sin ambigüedades. Criado en un santo horror por la mentira, narraba haber sido distinguido por su veracidad ejemplar, hasta el punto que sus maestros le recompensaban poniéndolo de modelo ante los otros alumnos y citándolo con encomio; virtud que él habría de fortalecerla cada vez más y más en su propósito de ser siempre veraz.

Para los protagonistas de la historia, sólo en sus mentes antes que en la realidad adquieren validez sus acciones. Objetividad de los hechos y validación de las interpretaciones son dos pretensiones que no pueden satisfacerse fácilmente. Para el normalista era prudente, ante estos mismos claroscuros, pretender una cierta porción de coherencia entre la crónica y las creencias que la sustentaban, en lugar de la mera predicación oficial de la probidad.

En palabras de Bartolomé Mitre:
“El Secretario de la Primera Junta había subordinado la realización de la Revolución a su genio y visión libertaria; fue el hombre de las reformas atrevidas, de la iniciativa y de la propaganda revolucionaria en todo sentido, y no había estado solo. Entre los que lo acompañaron, otro infatigable obrero de la libertad y el progreso se había puesto a su servicio: Manuel Belgrano, el hombre de los detalles administrativos, de la labor paciente, dispuesto igualmente a ser héroe o mártir de la Revolución según lo ordenaba la ley inflexible del deber.
Mientras, en San Juan germinaba la conciencia de una nueva generación.


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