Cuando el Señor Parra quedó ciego, no perdió sin embargo el sentido de orientación aún en las extensiones dilatadas y en las e



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De mi defensa

En 1843 el señor Parra publica en querella a Domingo S. Godoy, quien lo ha calumniado; lo que quizá sea la primera autobiografía de un argentino y el derecho a réplica de un hombre libre.


“Lanzado repentinamente en la vida pública, en medio de una sociedad que me ha visto surgir en un día, sin saber de dónde vengo, quién soy, y cuáles son mi carácter y mis antecedentes; en dónde he templado las armas con que me he echado de improviso en la prensa, combatiendo con arrojo a dos partidos, defendiendo a otro; sentando principios nuevos para algunos; sublevando antipatías por una par­te, atrayéndome por otra afecciones; complaciendo a veces, chocando otras, y no pocas reuniéndolos a todos en un solo coro de aprobación o vituperios; predicando el bien constantemente y obrando el mal alguna vez; atacando las ideas generales sobre literatura; ensayando todos los géneros; infringiendo por ignorancia o por sistema las reglas; impulsando a la juventud, empujando bruscamente a la socie­dad, irritando susceptibilidades nacionales; cayendo como un tigre en una polémi­ca, y a cada momento conmoviendo la sociedad entera, y siempre usando un len­guaje franco hasta ser descortés y sin miramiento; diciendo verdades amargas sin otro título que el creerlas útiles; empleado por el Gobierno, rentado y colocado al frente de una creación nueva que exige aptitudes conocidas y con menoscabo de las esperanzas de muchos; gozando, en fin, de una colocación social al parecer aventa­jada y llena de porvenir, el público ha debido preguntarse mil veces, ¿quién es este hombre que así hace ocuparse de él a tantos, que comete tantos desaciertos, sin dejar alguna vez que otra de merecer simpatías? ¿Qué fascinación, qué misterios y qué tramas ocultas lo han hecho aceptable a los que mandan? ¿Cuáles son sus títu­los literarios y las aulas que ha cursado para tomar un lenguaje tan afirmativo? ¿Por qué se le presta este apoyo que parece hijo de un espíritu de favoritismo, obra del capricho de un Ministro? ¿Quién es en fin? ¿Quién lo introdujo? ¿Quién lo conoce?”

“Nadie, sin embargo, responde a estas preguntas; todos se miran sin saber qué pensar de esta aparición, y de esta elevación caprichosa. Algunos rumores corren sobre su origen, su patria, su educación, y en manera ninguna satisfacen la expecta­ción pública. El espíritu de resistencia natural en todos los hombres, y el de partido, a que ha causado algún mal, se apoderan de algunos rumores vagos que le desfavo­recen; pero inciertos aún, confusos, aunque de un carácter odioso. En un rincón de la sociedad se halla sin embargo un hombre que dice a todos los que se le acercan: “Yo he conocido a este individuo en su propio país, es un miserable, despreciado allí de todos, un hombre corrompido, un criminal, un sin amigos; es un detractor, un infame; yo lo conozco como a mis manos, sé toda su historia; puedo probar lo que digo, es sabido de todo el mundo”. Y esta solución a todas las dudas, repetida diariamente, cayendo sobre el ánimo de los que le escu­chan como una gotera de veneno, está disolviendo poco a poco la reputación del individuo en cuestión, exacerbando las prevenciones que ha suscitado, resfriándole las simpatías que ha logrado arrebatar, quizás mal de su grado.”

“Repite este tal sus ataques cada vez más virulentos, a medida que los primeros se han mostrado menos eficaces, hasta estallar por la prensa en un diluvio de im­properios, los más espantosos que han podido caer sobre la cabeza de un individuo, y como la luz pública no ha visto jamás; derramando el oprobio a manos llenas, sublevando todo género de pasiones y prodigando las acusaciones con una brutali­dad sin ejemplo. ¿Qué fenómeno es éste, qué insano furor? ¿Qué encono tan invete­rado hay entre estos dos hombres? ¿Será posible, ¡Dios Poderoso!, que el escritor que algunas veces ha dejado traslucir sentimientos nobles y elevados, que tanto interés ha manifestado por la cosa pública en Chile, que tanta afición ha mostrado a la difusión de la enseñanza primaria; que el individuo, en fin, que sin sus escritos viviera ignorado, pues que sus acciones jamás han llegado a llamar la atención de nadie y a quien todos han creído un hombre moral a toda prueba, y algunos virtuo­so, sea tan hipócrita que haya conseguido engañar a una sociedad entera, y esta sociedad sea tan ciega, sus hombres públicos tan inocentes, que han sido todos el juguete de un truhán, despreciado en una pobre provincia, y que viene a alzarse en la capital y enrolarse con los escritores?”

“¡Este hombre, este miserable, este hipócrita soy yo! Yo el redactor de varios dia­rios y periódicos en Chile; yo el autor de algunos opúsculos sobre asuntos de utili­dad pública; ¡yo en fin, el Director de la Escuela Normal!”

“Presentado bajo una luz tan siniestra, denigrada mi vida presente con el sucio tizne de mi vida pasada, ¿no me será permitido presentar al público estos dos frag­mentos de un mismo todo, y hacerle cotejar el que conoce con el que se le oculta o se le desfigura? ¿No me será permitido explicarme a mi modo, cuando me ponen en el disparador, cuando tantos otros lo han hecho sin necesidad tan urgente? Enrolado en esta sociedad por simpatía, por intereses, por gratitud, por necesidad en fin, ¿no me será dado presentar mi fe de bautismo, mi hoja de servicio? Para conservar el aprecio de tantos hombres respetables que me favorecen con su distinción, ¿no pue­do, no debo intentar, si es posible, vindicarme? ¡Oh, no! Yo sé que puedo y que debo decir todo lo que a mi buen nombre interesa, para satisfacer a los que bien me quie­ren; para disipar las prevenciones de los que alucinados por las calumnias que con­tra mí se vierten, o la indiscreta franqueza de mi lenguaje escrito, han formado opiniones erradas con respecto a mi carácter; para desarmar y confundir, en fin, a los que cuentan con mi silencio, con la imposibilidad en que, al parecer, me hallo de justificarme y de parar sus tiros. Yo me debo a mí mismo estos cuidados, estoy solo contra muchos; necesito, ya que la generalidad no tiene motivos para distinguirme, que nadie me desprecie, aunque haya muchos que se sientan impulsados a aborre­cerme. “Me haré, pues, en bien y en mal justicia, como decía madama Roland, con igual libertad; el que no se atreve a darse buen testimonio a sí mismo, es casi siem­pre un infame que sabe y teme el mal que puede decirse de su persona; el que no acierta a confesar sus extravíos, no tiene fuerzas para vindicarlos, ni medios de hacérselos perdonar”.

“No sé hasta dónde haya jactancia en decir que todos los que me aborrecen, no me conocen personalmente, pero es muy larga la lista de hombres cuyas prevencio­nes han caído a mis pies, cuando se han acercado a mí sin mala intención.”

“Un hecho hay notable en mi existencia que, atendido mi carácter y mi posición, me lisonjea en extremo. Yo he excitado siempre grandes animadversiones y profun­das simpatías. He vivido en un mundo de amigos y enemigos, aplaudido y vitupe­rado a un tiempo. Mi vida ha sido desde la infancia una lucha continua; menos debido esto a mi carácter, que a la posición humilde desde donde principié, a mi falta de prestigio, de esos prestigios que la sociedad recibe como realidades, y a un raro concurso de circunstancias desfavorables. Los que creen que hace dos años que principió esta lucha con las resistencias, con la sociedad, con las preocupaciones, y que es debida a mis indiscreciones solamente, se engañan mucho. Es mi vida entera un largo combate, que ha destruido mi físico sin debilitar mi alma, acerando y forta­leciendo mi carácter. Lo que me sucede en Santiago, me ha sucedido en mi tierra natal: siempre se me han presentado obstáculos para embarazarme el paso; nunca me ha faltado un oficioso que, no alcanzándome a los hombros, se me ha prendido en la cintura para que no me levante, y la corta carrera que he podido andar, me la he abierto a fuerza de constancia, de valor, de estudios y sufrimientos. ¡Ah, la mitad del tiempo lo he perdido en estos trabajos, tan improductivos como inevitables! Cuando he logrado surgir para mi patria, ella se hunde bajo mis pies, se me evapo­ra, se me convierte en un espectro horrible. Cuando he querido adoptar otra y he llamado a sus puertas, sale a recibirme un perro rabioso que me desconoce, me salta a la cara, me muerde y me desfigura a punto de quedar hecho un objeto de asco o de compasión. ¡Oh, no! Déjenme que hable al público como a una numerosa concu­rrencia, que explique una corta vida que se arrima, como una planta de débil tallo, a otras más fuertes, y que ha sido trasplantada en diversos terrenos. A los que pre­guntan dónde he estudiado para tomar un lenguaje tan positivo, les mostraré mis aulas y mis títulos de suficiencia. A los que quieren de buena fe conocer mi carácter privado, les presentaré una vida llena de vicisitudes que he atravesado sin contraminarme. Los que quieran saber, en fin, cómo soy escritor, cómo Director de la Escuela Normal, óiganme una vez y júzguenme enseguida. Quizás caigan muchas preocu­paciones, quizás se desvanezcan errores graves. No es una novela, no es un cuento; me apoyaré en cuanto pueda en testimonios que aún puedo usar aquí. En lo demás, desafío a mis enemigos privados y políticos que me desmientan.”

“He sido tan terriblemente atacado que no me queda excusa para callar por más tiempo. Estoy solo en medio de hostiles prevenciones; donde yo baje la voz, nadie se creerá obligado a alzarla por mí. Y si aún merezco tener una reputación, la nece­sito como una fortuna para mi propio bienestar, y enseguida ofrecerla a la socie­dad, para cimentar y difundir la educación a que he dedicado mis esfuerzos.”

“Perdóneme el público lo que halle de jactancioso, de petulantes, o de mezquino en mis escritos. Voy a recorrer las épocas de mi vida, porque necesito salvar de un naufragio mi reputación, que hace ya mucha agua, en fuerza de las andanadas que me disparan. Mostraré cómo me he educado, cuáles son mis tendencias y más prin­cipios, de dónde nacen los extravíos mismos que me atraen tantas enemistades. ; “¿Quizás gane algo en este empeño?”



Los tiempos del Señor Rosas


A partir de mayo de 1835 el pueblo acepta la obligatoriedad del cintillo punzó, el Himno de los Restauradores, los epígrafes insultantes, la ridiculización del enemigo y los juramentos de fidelidad al gobernante y a la “federación”, término que se hizo sinónimo de”Nación”,”patria”, “República Argentina”,”Confederación Argentina” Era como si la Divina Providencia le habría otorgado la dignidad de “Santa Federación” y el arbitrio homogenizador.

En octubre de 1835 restablece el convento de Santo Domingo condicionando a los miembros de esa orden a ser adictos fieles y decididos por la causa nacional de la Federación bajo cuyo cumplimiento se les aseguraba la protección del gobierno; a su vez el señor Rosas reclamó el derecho de patronato y mantuvo fuera del país la jurisdicción papal.

El 30 de mayo de 1836 Rosas dispone por decreto la liquidación del Banco Nacional, último refugio del partido unitario y lo reemplaza por la Junta de la Administración de la Moneda, conocida como la Casa de la Moneda y presidida por don Bernabé de Escalada. Destituyó a jueces y funcionarios de la administración para reemplazarlos por funcionarios absolutamente partidarios, no sólo en Buenos Aires sino en las gobernaciones provinciales. Contaba con las unidades militares de Santos Lugares, del Ejército del Norte, el del Sur y del Centro, y la fuerza auxiliar de la República Oriental, al mando, respectivamente de los generales Mansilla, Prudencio Rosas, Pacheco y Oribe. Su ideología fundamentalista y hegemónica comprendía el control de la prensa y el vínculo entre las provincias según el Pacto Federal de 1831.

El Pacto suscripto en Santa Fe por esta provincia, Entre Ríos y Buenos Aires , a las que se sumaría Corrientes y a lo largo de 1832 otras provincias, establecía una alianza ofensiva y defensiva para hacer frente a la recientemente formada Liga Unitaria.

La independencia de Jujuy respecto de Salta, declarada a fines de 1834 y aceptada de mala gana por el resto del país, posibilitaba negociaciones con los unitarios proscriptos en Bolivia y con el dictador Mariscal Andrés de Santa Cruz, viejo guerrero del ejército de Bolívar que había tomado el control del Perú decretando la unión entre ambas repúblicas y aspirando continuar un proceso de expansión hacia el sur. Su pretensión era la formación de una confederación de repúblicas americanas. Sus fuerzas habían comenzando a incursionar sobre el norte de Argentina y Chile, lo que motivó las protestas de ambos gobiernos, a pesar de lo cual continuaron las incursiones. Sus contactos con el presidente de la Banda Oriental, Fructuoso Rivera, enemigo del señor Rosas, era para éste una razón más de inquietud.

Advertido Alejandro Heredia, gobernador de Tucumán, de una conspiración antirrosista comandada por Francisco Javier López, su derrocado antecesor, consulta a Rosas la decisión a tomar. Pide auxilios, pues con los escasos recursos que tenía sólo podía neutralizar posibles trastornos en las provincias de Salta y Jujuy, pero no oponerse a las fuerzas de Santa Cruz si éste atacaba. Rosas desestima las apreciaciones de Heredia sobre el poder de Bolivia, afirmando que una declaración de guerra a esa República sería suficiente para hacerlo bambolear.

Heredia insistió. El 28 de agosto de 1835 hizo conocer a Rosas partes, noticias y comunicaciones que había obtenido por diferentes vías, relativos a los proyectos de Javier López "para derrocar su presente administración y obtener la agregación de estas provincias a la República boliviana, que es el recurso favorito que han adoptado los proscriptos y enemigos de la causa de los pueblos..."

Rosas no envió refuerzos y Heredia se lanzó a la invasión con los propios. Somete y fusila a López, domina al gobernador de Catamarca, aliado de López, y lo reemplaza por Juan Nicolás Gómez. Éste será reemplazado por Fernández Villafañe y a su vez, por José Cubas en noviembre del mismo año. Al fin y ante el avance de la infiltración unitaria, Rosas envía tropas con las cuales Heredia invade Salta, depone a la autoridad y la sustituye con su hermano Felipe Heredia.

Con el pretexto de las numerosas provocaciones de las fuerzas bolivianas bajo el régimen de Santa Cruz en la frontera con las provincias del norte, Rosas declaró por decreto el 13 de febrero de 1837 cerrada toda comunicación comercial, epistolar y de cualquier género entre los habitantes de la República Argentina, los de Perú y Bolivia, y que "en consecuencia nadie podría pasar del territorio de la primera al de las segundas bajo pena de ser considerado como traidor a la patria". La opción bélica era una herramienta de cohesión política interna que desconocía la declarada prescindencia del gobierno boliviano. Designó al caudillo tucumano Alejandro Heredia como “General en Jefe del Ejercito Argentino Confederado de Operaciones contra el tirano General Santa Cruz", cargo que excedía sus posibilidades de control

A la postre, Alejandro Heredia será derrotado el 24 de junio de 1838 en Cuyambuyo y poco después, mientras se dirigía a Los Lules, muerto por partidas del ejército en Tucumán, derrumbándose con él toda la estructura de poder que había montado en las provincias norteñas. Su hermano, en Salta, es reemplazado en diciembre por Manuel Solá Tineo. Simultáneamente en Cuyo son sojuzgadas conspiraciones unitarias contra la vida del gobernador de Mendoza, Félix Aldao, que contaban con apoyo del dictador chileno Diego Portales, a cambio de la anexión de Mendoza y San Juan a Chile. En Jujuy es derrocado Pablo Alemán por gobiernos federales. En cuanto a Santa Cruz fue derrotado por los chilenos en Yungay el 20 de enero de 1839 y Bolivia, tras su caída, entró en un período de gran confusión política. Las relaciones diplomáticas continuaron suspendidas durante diez años más.

Estanislao López, que había protegido a los Reinafé, fue acusado indirectamente por Rosas del asesinato de Quiroga, la acusación de los sobrevivientes de la matanza pone fin al mandato de José Vicente. En su lugar, Pedro Nolasco Rodríguez inicia su defensa y consigue se los declare inocentes, pero el señor Rosas, invocando el Pacto Federal de 1831, que en los hechos funcionaba como Constitución de la Argentina, pide que comparezcan en Buenos Aires. Al no obtener respuesta, sitia a Córdoba con el apoyo de López, que en el futuro apenas podrá sostener su prestigio, y consiguen que Rodríguez, bajo al presión del bloqueo, arreste a los inculpados y a Santos Pérez. Llevados a Buenos Aires, tras un nuevo proceso judicial que duró dos años, se los declaró culpables y en octubre de 1837 fueron ajusticiados.

Resume el señor Parra estos antecedentes con apuntes singulares que bien pudieran ser ficticios.


“Largo tiempo fue Santos Pérez perseguido por la justicia, y nada menos que cuatrocientos hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafés lo llamaron, y en la casa de Gobierno fue recibido amigablemente. Al salir de la entrevista, empezó a sentir una extraña descompostura de estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo, quien informado por él de haber tomado una copa de licor que se le brindó, le dio un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución, el Comandante Casanova, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el escuadrón de que el Comandante Casanova era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta en la puerta y le dice: "Aquí estoy; ¿qué quería decirme?" "¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese." "¡No! ¿Para qué me ha hecho llamar?" El comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: "¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido para convencerme no más." Cuando se dio orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil. Había dado de golpes a la querida con quien dormía: ésta, sintiéndolo profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las pistolas, y no encontrándolas: "Estoy rendido", dice con serenidad, "¡me han quitado las pistolas!" El día que lo entraron a Buenos Aires, una muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa de Gobierno. A su vista gritaba el populacho: ¡Muera Santos Pérez!, y él, meneando desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud, murmuraba tan sólo estas palabras: "¡Tuviera aquí mi cuchillo!" Al bajar del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: "¡Muera el tirano!" y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca como la de Danton dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.”

“El Gobierno de Buenos Aires dio un aparato solemne a la ejecución de los



asesinos de Juan Facundo Quiroga, la galera ensangrentada y acribillada de

balazos estuvo largo tiempo expuesta al examen del pueblo ; y el retrato de

Quiroga como la vista del patíbulo y de los ajusticiados fueron litografiados y

distribuidos por millares, como también extractos del proceso que se dio a luz, en un volumen en folio. La historia imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo al instigador de los asesinos.”




Los proscriptos
En julio de 1830 regresa a Buenos Aires de Europa, Esteban Echeverría. Tiene 24 años y se publican unos versos suyos en la Gaceta Mercantil, muy pobres en comparación con la Cautiva que aparecería en 1835. Durante tres años lidera al grupo de universitarios enucleados en la casa de Miguel Cané (padre). Concurren Juan M. Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Carlos Tejedor, José Mármol, Vicente López. En 1937 la sede será la librería de Marcos Sastre como Salón Literario. No fueron al principio contrarios a las ideas del señor Rosas de consolidar una soberanía nacional que reuniera las soberanías provinciales. Pero el señor Rosas advirtió que por la formación e ideales del grupo, hispano fóbicos y afrancesados, reformistas y regeneradores, pronto los tendría en su contra.

Se edita el semanario "La Moda" dirigido por Corvalán y Alberdi. Al no hacerse eco de la censura al bloqueo francés, Rosas dirigió una inspección policial hacia el diario. El 13 de abril de 1838 desaparece “La Moda” optando los integrantes del salón literario por la clandestinidad. En julio de 1838 Echeverría apela a la creación de un organismo secreto: la Asociación de la Joven Argentina. La policía rosista pronto la descubre y los integrantes emigran a Montevideo. En los comienzos de 1839 sólo permanecían en Buenos Aires un pequeño grupo denominado Club de los Cinco: Enrique Lafuente, Santiago Rufino Albarracín, Jacinto Peña, Carlos Tejedor y Rafael Corvalán, que secretamente promoverían la gestión militar de Lavalle contra Rosas. Nicolás Martínez Fonte la descubre e informa a Rosas que aguarda el momento oportuno para actuar.

Muchos fueron los proscriptos, que como el señor Parra, salvaron su verba gracias a tomar la distancia del exilio y soportar el precio del dolor de la expatriación. Asumieron como un deber social apremiante su rebeldía: agitar, remover, conspirar, proponer otras formas de vida.

El fervor cívico fue también un corazón virginal. La nostalgia del hogar, de amores frustrados, la crisis sangrienta como deriva de los fallidos ensayos de organización nacional, las pasiones del alma; su desazón, generaría una expresión nueva de sesgo romántico, una producción noble, aventurera, desgarrada.

Identificados con los ideales revolucionarios, los jóvenes que se habían asociado en su tierra en reuniones consagradas a trabajar por la patria, habían interpretado con sensibilidad nueva y ciertamente ingenua los odios irreconciliables de las facciones políticas que se despedazaban en luchas fratricidas: los federales, vencedores, que habían llegado al colmo de sus ambiciones y se apoyaban en las masas populares siendo la expresión genuina de instintos sanguinarios; los unitarios, minoría vencida, con buenas tendencias pero sin bases locales de criterio socialista y con arranques soberbios de exclusivismo y supremacía, replegados en el destierro, fraguando intrigas oscuras.

Así rezaba el dogma de esta generación comprometida a implicarse en una revolución moral pero ellos también terminaron, avanzando la década, sufriendo la aparente futilidad de sus intenciones y perentoriamente obligados a protegerse en el exterior, al cabo, fuera de la realidad histórica, por lo que el señor Parra expresaría: “Rosas era más historia que ellos”.

Consecuentes con sus ideas, la obligada necesidad de combatirlo desde el exilio para la preservación de sus vidas, es suficiente prueba condenatoria contra el régimen. El señor Parra compondría una lista de los expatriados de la cual bastan los agrupados por la letra "A" para tener una idea de su número. Apenas se ahonda en la resistencia que ejercieron, puede imaginarse los lazos de ideal y solidaridad que los unían.

Aberastain, Antonino

Agote, Pedro

Agüero, Julián

Alberdi,Juan B.

Almando, Lino

Alsina, Valentín

Alvarado, Rudecindo

Alvarado, Ramón

Alvarado, Roque

Álvarez, Zacarías

Álvarez de Arenales, J.

Álvarez, Crisóstomo

Álvarez, Condarco

Aquino, Pedro

Arana, Diego

Ascasubi, Hilario

Álvarez, Francisco

Álvarez, Ignacio

Álvarez Jonte

Álvarez Thomas, Pascual

Aldao, Francisco

Anchoris, Ramón

Andrade, Telésforo


La lista continúa... aunque a muchos omite. Al litoral se expatriaron Echeverría, Mármol, Gutiérrez, Mitre, Alsina, Lavalle, Cané, Madariaga, asimilados a Montevideo. Desde Cuyo pasaron a Chile, el mismo señor Parra, Godoy, Carril, Laprida, Videla, Zapata; del Norte, Bustamante Gorriti, Zorrilla, Zuviría, Wilde, Colombres. Bolivia fue también tierra de emigración, y Guayaquil, Río, Europa... Sufrieron proscripción protagonistas de las primeras facciones de Mayo, como Saavedra, Las Heras, Bustamente, Agrelo, Gorriti, Oro, Rodríguez Peña, Rivadavia, y los de los ejércitos libertarios y de la guerra civil, como Paz, Arenales, Lamadrid, Lavalle, Espejo, Hornos, Pringles. También Gainza, Paunero, Gelly y Obes y muchos otros.

Figuró entre ellos el mazorquero José Rivera Indarte, cordobés que todavía despierta polémicas: se educó en Buenos Aires donde fue acusado de apropiarse de libros de la Biblioteca Nacional y la corona de la Virgen de la Merced, fraguando posteriormente una entrega de dinero a la Banda Oriental, por lo que fue desterrado. A su regreso, se unió a Rosas hasta que se enemistaron y como periodista de La Gaceta Mercantil inició una campaña contra él.

Importa indagar en sus escritos, a despecho del descrédito a su figura. Considerado uno de los escritores antirrosistas más talentosos. Autor de “Tablas de sangre· y “Rosas y sus opositores”, publicadas en Montevideo en 1843, fueron reeditadas por Bartolomé Mitre en 1953.

El señor Parra tuvo la oportunidad de alternar con aquellos proscriptos. Por ese entonces sus voces se unían sin disonancias ni polémicas. La lírica, el drama, la novela, el periodismo resonaban como una sinfonía donde cada instrumento armoniza pese a la diferencia de timbres sonoros. Como en aquella calle aflautada de sus primeras confrontaciones los proscriptos execraban a un enemigo común. En tierra extranjera la misma pasión que abominaba del señor Rosa, los identificaba sobre cualquier discrepancia y sumaba la adhesión por la cual salvaban necesidades materiales y se instruían recíprocamente.




  • Cuando recibí en la cárcel y en los grillos de Rosas- escribió uno de ellos- el bautismo cívico destinado por él a todos los argentinos que se negaban a prostituirse en el lupanar de sangre y vicios en que se revolcaban sus amigos; con llama de unas velas carbonicé unos palitos de yerba mate para escribir con ellos sobre las paredes de mi calabozo, los primeros versos contra él y los primeros juramentos de mi alma de diecinueve años, de hacer contra el tirano y por la libertad de mi patria todo cuanto he hecho y sigo haciendo en el largo período de mi destierro.

El señor Parra gracias a sus viajes pudo indemnizar sus angustias de proscripto reencontrando en sus compatriotas la ardiente pasión, la intimidad y la mansedumbre en pláticas animadas. A Esteban Echeverría lo encuentra en Montevideo en 1846, sin salud, y desanimado, perdidos sus vínculos con Alberdi y Gutiérrez, emigrados a Europa y al fin a Chile, casi ajeno a los radicados en la ciudad; Mitre y unos pocos lo visitan. Aprecia sus poemas, las escenas de la Cautiva que engalana las pampas, su interés por las cuestiones políticas y sociales, sin que desdeñe en sus intercambios descender, con la dignidad de un estadista americano, al tema de la enseñanza primaria, cuya investigación era el objetivo del viaje del señor Parra.


“Echeverría no es ni soldado ni periodista; sufre moral y físicamente; y aguarda sin esperanza que encuentren las cosas un desenlace para regresarse a su patria, a dar aplicación a sus bellas teorías de libertad y de justicia. No entraré a examinarlas por lo que puede ser que trasluzca algo en un trabajo que prepara para ver la luz pública bajo el nombre del Dogma Socialista.”.
Narra el señor Para, y continúa:
“El poeta vive a través de estas serias lucubraciones. Echeverría es el poeta de la Desesperación, el grito de la inteligencia pisoteada por los caballos de la Pampa, el gemido del que a pie y solo se encuentra rodeado de ganados alzados que rugen y cavan la tierra en torno suyo, enseñándole sus aguzados cuernos. ¡Pobre Echeverría! Enfermo de espíritu y de cuerpo, trabajado por una imaginación de fuego, prófugo, sin asilo, y pensando donde nadie piensa: donde se obedece o se sublevan, únicas manifestaciones posibles de la voluntad. Buscando en los libros, en las constituciones, en las teorías, en los principios la explicación del cataclismo que lo envuelve, y entre cuyos aluviones de fango, quisiera alzar aún la cabeza, y decirse habitante de otro mundo y muestra de otra creación. Echeverría tiene escrito un poema que reasume todos aquellos desencantos, aquella inquietud de ánimo y aquel desesperar sin tregua que forma el fondo de sus cavilaciones. “El Ángel Caído”, es una beldad que ha pecado, y que se arrepiente; pero en el título sólo ¡quién no ve a la patria de sus sueños, sólo que no se atreve a hacerla prostituta impúdica, como Jeremías el cantor hebreo! La tiene lástima todavía, y pide perdón por ella.”

……
“He aquí al verdadero poeta, traduciendo sílaba por sílaba su país, su época, sus ideas. El Hudson o el Támesis, no pueden ser cantados así; los vapores que hienden sus aguas; las barcas cargadas de mercaderías, aquel hormiguear del hombre, aforradas sus plantas en cascos, no deja ver esta soledad del Rio de la Plata, reflejo de la soledad de la Pampa que no alegran alquerías, ni matizan villas blanquecinas, que ligan al cielo las agujas del lejano campanario. No hay astilleros, ni vida, ni hombre, hay sólo la naturaleza bruta, tal como salió de las manos del Creador, y tal como la perpetúa la impotencia del pueblo que habita sus orillas. Y si fuera posible aturdirse con la esperanza de mejores tiempos, cuando las ciudades broten, y los astilleros atruenen con los golpes del hacha y del martillo, y los vapores jaspeen el aire con bocanadas de humo, -y las naves se apiñen a la entrada de los docks, para burlar la furia del Pampero ¡Pero no! En la imaginación española, no entra el progreso rápido, súbito que trasforma en los Estados Unidos un bosque en una capital, un eriazo en una provincia que manda dos diputados al congreso. Lo que antes fue, será siempre, y tienen razón: el rey, y la República, la libertad y el despotismo; todos pueden pasar sobre los pueblos españoles, sin cambiar la fisonomía árabe, berberisca, estereotipada indeleblemente.”


El señor Parra no podía con su genio, ya sea por presunción o temperamento, y arrojaba de pronto en sus notas comentarios casi injuriosos sobre aquellos exiliados. Imputaba, tras las depuradas manifestaciones románticas del proscripto, debilidades del espíritu, y no le importaba contener su intolerancia ante lo que consideraba blando, quejoso o enfermizo, falto de sentido práctico. Como ha hecho con Mármol.

Proscriptos fueron los partidarios de las primeras doctrinas, ciudadanos de filiación unitaria, militares, intelectuales, románticos, clérigos, políticos, periodistas, elementos liberales, apóstatas del régimen, perseguidos; todos los imaginables contra el señor Rosas, seres anhelantes de libertad. En tierra extranjera renovaron la acción y fue haciéndose más heterogénea la composición del grupo. Con la ruptura generacional pocos quedaban en Buenos Aires.

Mermaron notablemente las publicaciones como no fueran de imprentas oficialistas y autores innominados, transcripciones de documentos oficiales, anuncios de comercio, actividades teatrales y circenses, arengas exaltadas.

Es interesante destacar que contra la eficacia periodística y literaria del señor Parra frente al régimen, el señor Rosas intentó acallarla con una voluminosa revista costeada con ese solo objeto, pero sin hallar, lamentándolo, la pluma combativa a la altura del “Facundo”.

El sistema controlaba las librerías que intentaran nutrirse de obras extranjeras al servicio de la cultura de los porteños, o de algún trabajo infiltrado por un resquicio de la censura. La Universidad soportó como pudo la exclusión presupuestaria y sus promociones debieron esperar otros climas para desarrollar sus convicciones. El tiempo habría de llegar para los que escribían y guardaban producciones si antes no los alanzaba la muerte.


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