Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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Discurso sobre el origen de la desigualdad  

entre los hombres

Jean-Jacques Rousseau



Advertencia del autor sobre las notas

     Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he añadido algunas 

notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del asunto algunas veces, por lo cual 

no son a propósito para ser leídas al mismo tiempo que el texto. Por esta razón las he 

relegado al final del Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el 

camino más recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura 




pueden entretenerse en distraer su atención hacia las notas, intentando una ojeada sobre 

ellas. En cuanto a los demás poco se perdería si no las leyesen.



Dedicatoria

A la República de Ginebra

     Magníficos, muy honorables y soberanos señores:

     Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su patria aquellos 

honores que ésta pueda aceptar, trabajo hace treinta años para ser digno de ofreceros un 

homenaje público; y supliendo en parte esta feliz ocasión lo que mis esfuerzos no han 

podido hacer, he creído que me sería permitido atender aquí más al celo que me anima 

que al derecho que debiera autorizarme.

     Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, ¿cómo podría meditar acerca de la 

igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres y sobre la desigualdad 

creada por ellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabiduría con que una y 

otra, felizmente combinadas en ese Estado, concurren, del modo más aproximado a la 

ley natural y más favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a la 

felicidad de los particulares? Buscando las mejores máximas que pueda dictar el buen 

sentido sobre la constitución de un gobierno, he quedado tan asombrado al verlas todas 

puestas en ejecución en el vuestro, que, aun cuando no hubiera nacido dentro de 

vuestros muros, hubiese creído no poder dispensarme de ofrecer este cuadro de la 

sociedad humana a aquel de entre todos los pueblos que paréceme poseer las mayores 

ventajas y haber prevenido mejor los abusos.

     Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad 

de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la 

posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie 

hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido 

encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las 

obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las 

miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del 

amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos.

     Hubiera querido nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen más 

que un solo y único interés, a fin de que los movimientos de la máquina se encaminaran 

siempre al bien común, y como esto no podría suceder sino en el caso de que el pueblo 

y el soberano fuesen una misma persona, dedúcese que yo habría querido nacer bajo un 

gobierno democrático sabiamente moderado.

     Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido a las leyes, que 

ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo, ese yugo suave y benéfico que 

las más altivas cabezas llevan tanto más dócilmente cuanto que están hechas para no 

soportar otro alguno.




     Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender hallarse por encima 

de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al Estado su reconocimiento; porque, 

cualquiera que sea la constitución de un gobierno, si se encuentra un solo hombre que 

no esté sometido a la ley, todos los demás hállanse necesariamente a su merced

 (1)

; y si 


hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división que hagan de su 

autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado esté bien 

gobernado.

     Yo no hubiera querido vivir en una república de reciente institución, por buenas que 

fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los ciudadanos el gobierno, tal vez 

constituido de modo distinto al necesario por el momento, o no conviniendo los 

ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado quedase sujeto a quebranto y destrucción casi 

desde su nacimiento; pues sucede con la libertad como con los alimentos sólidos y 

suculentos o los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los 

temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, dañan y embriagan a los 

débiles y delicados que no están acostumbrados a ellos. Los pueblos, una vez 

habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, se 

alejan tanto más de la libertad cuanto que, confundiendo con ella una licencia 

completamente opuesta, sus revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no 

hacen sino recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos 

libres, no se halló en situación de gobernarse a sí mismo al sacudir la opresión de los 

Tarquinos

 (2)


. Envilecido por la esclavitud y los ignominiosos trabajos que éstos le 

habían impuesto, el pueblo romano no fue al principio sino un populacho estúpido, que 

fue necesario conducir y gobernar con muchísima prudencia a fin de que, 

acostumbrándose poco a poco a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas 

enervadas, o mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmente 

aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de carácter que hicieron del romano 

el más respetable de todos los pueblos.

     Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tranquila república cuya 

antigüedad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los tiempos; que no hubiese 

sufrido otras alteraciones que aquellas a propósito para revelar y arraigar en sus 

habitantes el valor y el amor a la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo 

acostumbrados a una sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas también 

dignos de serlo.

     Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del feroz espíritu de 

conquista, y a cubierto, por una posición todavía más afortunada, del temor de poder ser 

ella misma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocada entre varios pueblos 

que no tuvieran interés en invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en 

impedir a los demás que la invadieran; una república, en fin, que no despertara la 

ambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en caso 

necesario. Síguese de esto que, en tan feliz situación, nada habría de temer sino de sí 

misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado en el uso de las armas, hubiese 

sido más bien para mantener en ellos ese ardor guerrero y ese firme valor que tan bien 

sientan a la libertad y que alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su 

propia defensa.

     Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los 

ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les 




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