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- LA NATURALEZA DE LA BASE



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2 - LA NATURALEZA DE LA BASE


Nuestro punto de partida ha sido la doctrina psicológi­ca "Eso eres tú". La pregunta que ahora se presenta harto naturalmente es metafísica: "¿Qué es el Eso al cual el tú puede descubrirse afín?"

A esto, la Filosofía Perenne plenamente desarrollada ha dado en todos los tiempos y en todos los sitios la misma respuesta. La divina Base de toda existencia es Un Absoluto espiritual, inefable en términos del pensa­miento discursivo, pero (en ciertas circunstancias) sus­ceptible de ser directamente experimentado y adverti­do por el ser humano. Este Absoluto es el Dios sin forma de la fraseología mística hindú y cristiana. La última finalidad del hombre, la razón final de la exis­tencia humana, es el conocimiento unitivo de la divina Base —el conocimiento que puede llegar tan sólo a los que están decididos a "morir para el yo" y de tal modo a hacer sitio, por así decirlo, a Dios. De cualquier generación de hombres y mujeres, muy pocos podrán alcanzar la finalidad última de la existencia humana; fiero la oportunidad para llegar al conocimiento unitivo será, de uno u otro modo, continuamente ofrecida hasta que todos los seres sensibles adviertan Quiénes son realmente.

La Base Absoluta de toda existencia tiene un aspec­to personal. La actividad de Brahm es Isvara, e Isvara se manifiesta también en la Trinidad hindú y, en grado más distante, en las otras deidades o ángeles del pan­teón indio. Análogamente, para los místicos cristianos, la inefable Divinidad sin atributos se manifiesta en una Trinidad de Personas, de las cuales es posible afirmar ciertos atributos humanos tales como la bondad, sabi­duría, misericordia y amor, pero en grado eminentí­simo.

Finalmente, hay una encarnación de Dios en un ser humano, que posee las mismas cualidades de carácter que el Dios personal, pero que las exhibe bajo las limitaciones necesariamente impuestas por el confina­miento dentro de un cuerpo material nacido al mundo en un momento dado del tiempo. Para los cristianos ha habido y, ex hypothesi, sólo puede haber una encarna­ción divina; para los indios puede haber y ha habido muchas. En la cristiandad, como en Oriente, los contemplativos que siguen el camino de la devoción conciben la encarnación, y, en realidad, la perciben directamente, como un hecho de la experiencia, cons­tantemente renovado. Cristo está perpetuamente sien­do engendrado dentro del alma por el Padre, y el drama de Krishna es el símbolo seudohistórico de una eterna verdad de la psicología y la metafísica —el hecho de que, con relación a Dios, el alma personal es siempre femenina y pasiva.

El budismo mahayánico enseña estas mismas doctri­nas metafísicas en términos de los "Tres Cuerpos" de Buda: el absoluto Dharmakaya, conocido también por el Buda Primordial, o Mente, o la Clara Luz del Vacío; el Sambhogakaya, que corresponde a Isvara o al Dios personal del judaismo, el cristianismo y el Islam; y final­mente el Nirmanakaya, el cuerpo material, en el que el Logos es encarnado en la Tierra como un viviente, histórico Buda.

Entre los sufíes, Al Haqq, el Real, parece ser considera­do como el abismo de la Divinidad en que descansa el Alá personal, mientras que el profeta es sacado de la historia y mirado como la encarnación del Logos.

Alguna idea de la inagotable riqueza de la naturaleza divina puede obtenerse analizando, palabra por palabra, la invocación con que empieza el Padrenuestro: "Padre nuestro que estás en los cielos". Dios es nuestro —nues­tro en el mismo sentido íntimo en que nuestra conciencia y vida son nuestras. Pero tanto como inmanentemente nuestro, Dios es también trascendentemente el Padre, que ama a sus criaturas y a Quien éstas deben a su vez amor y fidelidad. "Padre nuestro que estás": cuando lle­gamos a considerar el verbo aisladamente, percibimos que el Dios personal inmanente-trascendente es también la inmanente-trascendente Unidad, la esencia y principio de toda existencia. Y finalmente el ser de Dios está en el cielo; la naturaleza divina es otra que la de las criaturas en que Dios es inmanente, e inconmensurable con ella. Por esto podemos alcanzar el conocimiento unitivo de Dios únicamente cuando nos hacemos en cierto grado semejantes a Dios, únicamente cuando dejamos que el reino de Dios venga, haciendo que nuestro reino de cria­turas mortales se vaya.

Dios puede ser adorado y contemplado en cualquiera de sus aspectos. Pero persistir en adorar sólo un aspecto con exclusión de todos los demás es exponerse a un grave peligro espiritual. Así, si nos acercamos a Dios con la idea preconcebida de que El es exclusivamente el personal, trascendental, todopoderoso regente del mun­do, corremos el riesgo de quedar enzarzados en una religión de ritos, sacrificios propiciatorios (a veces del carácter más horrible) y observancias legalistas. Es así inevitablemente, pues si Dios es un inabordable poten­tado que está allá fuera, dando órdenes misteriosas, esta ciase de religión es enteramente apropiada a la situación cósmica. Lo mejor que puede decirse del legalismo ritualista es que mejora la conducta. Hace poco, sin embargo, por alterar el carácter y nada de por sí por modificar la conciencia.

Las cosas marchan mejor cuando el trascendente, om­nipotente Dios personal es mirado también como un Padre amante. El culto sincero a tal Dios cambia también el carácter, así como la conducta, y algo hace por modificar la conciencia. Pero la completa transformación de la conciencia que es "esclarecimiento", "liberación", "salva­ción", llega sólo cuando se piensa en Dios como la Filosofía Perenne afirma que es —así inmanente como trascendente, así suprapersonal como personal— y cuando las prácticas religiosas están adaptadas a esta concepción.

Cuando Dios es considerado como exclusivamente in­manente, el legalismo y las prácticas externas son aban­donados y hay una concentración en la Luz Interior. Los peligros son entonces el quietismo y el antinomianismo, modificación parcial de la conciencia que es inútil y aun dañosa, porque no va acompañada por la transformación del carácter que es el necesario requisito previo de una transformación de la conciencia, total, completa y espiritualmente fructífera.

Finalmente, es posible considerar a Dios como un ser exclusivamente suprapersonal. Para muchas personas, esta concepción es demasiado "filosófica" para suminis­trar un adecuado móvil por hacer algo práctico acerca de sus creencias. De ahí que, para ellos, no tenga ningún valor.

Sería un error, naturalmente, suponer que aquellos que veneran un aspecto de Dios con exclusión de todos los demás deban ineludiblemente caer en las diferentes clases de desazón descritas antes. Si no son demasiado obstinados en sus preconfeccionadas creencias, si se someten con docilidad a lo que les sucede en el curso de su culto, el Dios que es a la vez inmanente y trascenden­te, personal y más que personal, puede revelárseles en su plenitud. Con todo, queda el hecho de que nos es más fácil alcanzar nuestra meta si no nos estorba un juego de creencias erróneas o inadecuadas acerca del recto modo de llegar a ella y la naturaleza de lo que estamos buscando.

¿Quién es Dios? No se me ocurre mejor respuesta que "Aquel que es". Nada es más apropiado a la eternidad que Dios es. Si llamas a Dios bueno, o gran­de, o bendito, o sabio, o cualquiera otra cosa de tal clase, está todo incluido en las palabras "Él es".

San Bernardo


El fin de todas las palabras es ilustrar el significado de un objeto. Cuando se oyen, deberían permitir al oyente comprender este significado y ello según las cuatro categorías de sustancia, actividad, cualidad y relación. Por ejemplo, vaca y caballo corresponden a la categoría de sustancia. Cocina u ora corresponden a la categoría de actividad. Blanco y negro corresponden a la categoría de cualidad. Tener dinero o poseer vacas corresponde a la categoría de relación. Ahora bien, no hay clase de sustancia, no hay género común al cual corresponda el Brahm. No puede, pues, ser designado por palabras que, como "ser" en el sentido ordinario, significan una categoría de cosas. Tampoco puede ser designado por la cualidad, porque no tiene cualidades, ni tampoco por la actividad, porque no tiene actividad; "descansa, sin papel ni actividad", según las Escritu­ras. Tampoco puede ser designado por la relación, porque "no tiene segundo" y no es el objeto de nada sino de sí mismo. Por tanto, no puede ser definido por palabra ni idea; como dice la Escritura, es Aquel "ante el cual retroceden las palabras".

Shankara
De lo innominado surgieron el Cielo y la Tierra; lo nombrado no es más que la madre que cría las diez mil criaturas, cada una según su especie. En verdad, "sólo aquel que para siempre se libra del deseo puede ver las Esencias Secretas".

El que nunca se libró del deseo sólo puede ver los Resultados.

Lao Tse
Uno de los más grandes favores concedidos al alma en esta vida es la facultad de ver distintamente y sentir hondamente que no puede comprender a Dios en modo alguno. Esas almas se parecen en ello a los santos del cielo, donde los que le conocen con más perfección perciben clarísimamente que Él es infinita­mente incomprensible pues aquellos que tienen una visión menos clara no perciben tan claramente como esos otros cuán grandemente trasciende su visión.

San Juan de la Cruz

Cuando salí de la Divinidad a la multiplicidad, todas las cosas proclamaban "Existe un Dios" (el Creador personal). Esto no puede hacerme venturoso, pues por ello advierto que soy una criatura. Mas en la penetra­ción soy más que todas las criaturas, no soy Dios ni criatura; soy lo que era y continuaré siendo, ahora y para siempre jamás. Ahí recibo un impulso que me lleva más alto que todos los ángeles. Por ese impulso llego a ser tan rico que Dios no es suficiente para mí, en cuanto El es solamente Dios en sus obras divinas. Pues en tal penetración, percibo lo que Dios y yo somos en común. Ahí soy lo que era. Ahí ni crezco ni menguo. Pues ahí soy lo inmovible que mueve todas las cosas. Aquí el hombre ganó de nuevo lo que es eternamente y será siempre. Aquí Dios es recibido en el alma.

Eckhart

La Divinidad lo cedió todo a Dios. La Divinidad es pobre, está desnuda y vacía como si no fuera; no tiene, no quiere, no desea, no trabaja, no obtiene. Es Dios quien tiene en sí el tesoro y la novia; la Divinidad es tan vacua como si no fuera.



Eckhart
Podemos comprender algo de lo que está más allá de nuestra experiencia considerando casos análogos que se hallan dentro de ella. Así, las relaciones subsistentes entre el mundo y Dios y entre Dios y la Divinidad pare­cen ser análogas, en cierto grado por lo menos, a las existentes entre el cuerpo (con lo que lo rodea) y la psique, y entre la psique y el espíritu. A la luz de lo que sabemos sobre las segundas —y lo que sabemos no es, infortunadamente, mucho— acaso seamos capaces de formarnos algunas nociones, no demasiado inadecua­das, de las primeras.

La mente afecta al cuerpo de cuatro modos: sub­conscientemente, mediante la inteligencia fisiológica, increíblemente sutil, que Driesch hipostatizó con el nom­bre de entelequia; conscientemente, por actos premedi­tados de la voluntad; subconscientemente también, por la reacción, en el organismo físico, de estados emotivos que no tienen nada que ver con los órganos o procesos sobre los cuales reaccionan; y, sea consciente o sub­conscientemente, en ciertas manifestaciones "supranormales". Fuera del cuerpo, la materia puede ser influida por la mente de dos modos; primero, por medio del cuerpo y, segundo, por un proceso "supranormal", re­cién estudiado en condiciones de laboratorio y descrito como "el efecto PK". De modo similar, la mente puede establecer relaciones con otras mentes, ora indirecta­mente, ordenando a su cuerpo emprender actividades simbólicas, tales como hablar o escribir; o "supranormalmente", por la vía directa de la lectura del pensa­miento, telepatía, percepción extrasensoria.

Consideremos estas relaciones algo más detalladamen­te. En ciertas esferas, la inteligencia fisiológica obra por iniciativa propia, como cuando dirige, por ejemplo, la incesante función respiratoria, o la asimiladora. En otras, actúa a requerimiento de la mente consciente, como cuando tenemos la voluntad de cumplir alguna acción, pero no actuamos ni podemos actuar los medios muscu­lares, glandulares, nerviosos y vasculares que llevan al fin deseado. El acto, aparentemente simple, del remedo, ilustra bien el extraordinario carácter de los hechos realiza­dos por la inteligencia fisiológica. Cuando un loro (em­pleando, recordémoslo bien, pico, lengua y garganta de ave) imita los sones producidos por los labios, dientes, paladar y cuerdas vocales de un hombre que articula palabras, ¿qué es lo que precisamente sucede? Respon­diendo de algún modo, todavía enteramente incomprendido, al deseo de la mente consciente, de imitar algún suceso recordado o inmediatamente percibido, la inteligencia fisiológica pone en marcha gran número de músculos y coordina sus esfuerzos con tan exquisita des­treza que el resultado es una copia más o menos perfecta del original. Obrando en su propio plano, la mente cons­ciente, no ya de un loro, sino del ser humano mejor dotado, se hallaría completamente desconcertada ante un problema de complejidad comparable.

Como ejemplo del tercer modo en que nuestras mentes afectan la materia, podemos citar el familiarísimo fenó­meno de la "indigestión nerviosa". En ciertas personas hacen su aparición síntomas de dispepsia cuando la men­te consciente está turbada por emociones negativas como temor, envidia, ira u odio. Estas emociones van dirigidas a sucesos o personas del ambiente externo; pero de algún modo afectan adversamente la inteligencia fisiológica, y este desarreglo da por resultado, entre otras cosas, la "indigestión nerviosa". Se ha descubierto que, de la tu­berculosis y la úlcera gástrica a enfermedades del corazón y aun caries dentales, numerosas dolencias físicas están estrechamente relacionadas con ciertos indeseables esta­dos de la mente consciente. Recíprocamente, todo médi­co sabe que un paciente tranquilo y animado tiene más probabilidades de reponerse que el que se siente agitado y deprimido.

Finalmente, llegamos a ocurrencias tales como la curación por la fe y la levitación —ocurrencias "supra-normalmente" extrañas, sin embargo apoyadas por montones de testimonios que es difícil descontar com­pletamente. Ignoramos cómo la fe cura enfermedades (sea en Lourdes o en el despacho del hipnotizador) o cómo San José de Cupertino pudo prescindir de las leyes de la gravitación. (Pero recordemos que nuestra ignorancia no es menor acerca de la manera como mentes y cuerpos están relacionados en las más ordi­narias actividades cotidianas.) Del mismo modo, no podemos formarnos idea alguna del modus operandi de lo que el profesor Rhine llama el efecto PK. Sin embargo, el hecho de que la caída de los dados puede ser influida por los estados mentales de ciertos indivi­duos parece haberse establecido ya fuera de toda posi­bilidad de duda. Y si el efecto PK puede demostrarse en el laboratorio y medirse por métodos estadísticos, es obvio que la credibilidad intrínseca de las esparcidas pruebas anecdóticas de la influencia directa de la men­te sobre la materia, no solamente dentro del cuerpo sino fuera, en el mundo externo, es por ello notable­mente aumentada. Lo mismo ocurre con la percepción extrasensorial. Aparentes ejemplos de ésta se presen­tan constantemente en la vida ordinaria. Pero la cien­cia es casi impotente para habérselas con el caso parti­cular, el ejemplo aislado. Elevando su ineptitud metodológica al rango de criterio de la verdad, científi­cos dogmáticos han estigmatizado todo lo que se en­cuentra más allá de la esfera de su limitada competen­cia como irreal y aun imposible. Pero cuando las prue­bas de la ESP pueden repetirse en condiciones regula­rizadas, la materia entra en la jurisdicción de la ley de probabilidades y logra (¡contra qué apasionada oposi­ción!) cierto grado de respetabilidad científica.

Tales, muy breve y escuetamente expuestas, son las cosas más importantes que sabemos de la mente acerca de su capacidad para influir la materia. Fundándonos en este modesto conocimiento sobre nosotros mismos, ¿qué tenemos derecho a concluir respecto al divino objeto de nuestra casi total ignorancia?

Primero, en cuanto a la creación: si una mente humana puede influir directamente la materia, no solamente den­tro de su cuerpo, sino también fuera de él, puede presumirse que una mente divina, inmanente en el universo o trascendente hacia él, será capaz de imponer formas a un preexistente caos de materia amorfa, o aun, quizá, de dar, con su pensamiento, existencia a la sustan­cia, así como a las formas.

Una vez creado o divinamente informado, el universo ha de ser sustentado. La necesidad de una continua recreación del mundo se pone de manifiesto según Des­cartes, "cuando consideramos la naturaleza del tiempo, o la duración de las cosas; pues ésta es de tal carácter que sus partes no son mutuamente dependientes y nunca son coexistentes; y, por tanto del hecho de que somos ahora no se sigue necesariamente que seremos después, de no ser que alguna causa, a saber, la que primero nos produ­jo, vaya, por así decirlo, reproduciéndonos constante­mente, esto es, nos conserve". Parece que tenemos aquí algo análogo, en el plano cósmico, a la inteligencia fisio­lógica que, en los hombres y los animales inferiores, realiza vigilantemente la tarea de hacer que nuestros cuerpos funcionen como es debido. En el hecho, la inteli­gencia fisiológica puede plausiblemente considerarse como un aspecto especial del general Logos recreador. En la fraseología china es el Tao según se manifiesta en el plano de los cuerpos vivientes.

Los cuerpos de los seres humanos son afectados por el buen o mal estado de sus mentes. De modo análogo, la existencia, en el corazón de las cosas, de una sereni­dad y buena voluntad divinas puede considerarse como una de las razones por las que la enfermedad del mun­do, aunque crónica, no ha resultado fatal. Y si, en el universo psíquico, hubiese otras conciencias, más que humanas, obsesionadas por pensamientos de maldad, egoísmo y rebelión, ello explicaría quizás algunas de las más extravagantes e improbables perversidades de la conducta humana. Los actos queridos por nuestras men­tes se cumplen sea por medio de la inteligencia fisiológi­ca y el cuerpo o, muy excepcionalmente y en limitada extensión, por medios directos supranormales de la va­riedad PK. Análogamente, las situaciones físicas queri­das por una Providencia divina pueden ser dispuestas por una Mente perpetuamente creadora que sustenta el universo —y en este caso la Providencia cumplirá su tarea por medios completamente naturales, o en otro caso, de modo muy excepcional, la divina Mente puede actuar en forma directa sobre el universo desde fuera, por así decirlo— y en este caso las obras de la Providen­cia y los dones de la gracia aparecerán como milagro­sos. De modo análogo, la divina Mente puede decidir comunicarse con mentes finitas, sea manipulando el mundo de los hombres y las cosas de manera que la mente particular que ha de ser alcanzada en aquel mo­mento hallará significativas; o, en otro caso, puede ha­ber comunicación directa por algo parecido a la transmi­sión del pensamiento.

Según la frase de Eckhart, Dios, el creador y perpetuo recreador del mundo, "deviene y desdeviene". En otras palabras, El es, hasta cierto punto al menos, en el tiempo. Un Dios temporal podría tener el carácter del tradicional Dios hebreo del Antiguo Testamento; o podría ser una deidad limitada de la clase descrita por ciertos teólogos filosóficos del presente siglo, o bien un Dios emergente, partiendo, no espiritualmente, del Alfa y haciéndose gra­dualmente más divino en el rodar de las edades hacia una Omega hipotética. (No se sabe realmente por qué el movimiento deba ser hacia más y mejor y no hacia menos y peor, hacia arriba más bien que hacia abajo o en ondulaciones, hacia adelante más bien que en círculos. Parece no haber razón alguna para que un Dios que es exclusivamente temporal —un Dios que meramente deviene y no está basado en la eternidad— no esté tan completamente a merced del tiempo como la mente indi­vidual, considerada aparte del espíritu. Un Dios que deviene es un Dios que también desdeviene, y el desdevenir puede prevalecer en último término, de modo que el estado final de la deidad emergente puede ser peor que el primero.)



La base en que arraiga la psique ligada al tiempo, es un advertimiento simple, sin tiempo. Haciéndonos pu­ros de corazón y pobres de espíritu podemos descubrir este advertimiento e identificarnos con él. En el espíritu no solamente tenemos, sino que somos, el conocimiento unitivo de la Base divina. Análogamente, Dios en el tiempo se basa en el eterno ahora de la Divinidad sin modo. Es en la Divinidad donde las cosas, vidas y men­tes tienen su ser; a través de Dios tienen su devenir, un devenir cuya meta y designio es volver a la eternidad de la Base.
Entretanto, os lo ruego por la verdad eterna e imperecedera, y por mi alma, considerad: compren­ded lo inaudito. Dios y la Divinidad son tan distintos como el cielo y la tierra. El cielo está mil millas por encima de la tierra, y así está la Divinidad sobre Dios. Dios deviene y desdeviene. A quien compren­da esta doctrina, le deseo bien. Mas, aunque aquí no hubiera nadie, lo habría debido predicar al cepillo de pobres.

Eckhart
Como San Agustín, Eckhart fue hasta cierto punto víctima de su propio talento literario. Le style c'est l'homme. Sin duda. Pero lo recíproco es también par­cialmente cierto. L'homme c'est le style. Por tener cierto don para escribir de cierto modo, nos convertimos, has­ta algún punto, en nuestro modo de escribir. Nos mol­deamos a semejanza de nuestra marca particular de elocuencia. Eckhart fue uno de los inventores de la prosa alemana y se vio tentado, por su recién hallada maestría en la expresión vigorosa, a comprometerse en posiciones extremas; a ser doctrinalmente la imagen de sus poderosas y enfáticas frases. Una afirmación como la precedente nos llevaría a creer que despreciaba lo que los vedantistas llaman el "conocimiento inferior" de Brahm, no como la Base Absoluta de todas las cosas, sino como el Dios personal. En realidad Eckhart, como los vedantistas, acepta el conocimiento inferior como conocimiento genuino y considera la devoción al Dios personal como la mejor preparación para el conocimien­to unitivo de la Divinidad. Otro punto que debe recordarse es que la Divinidad sin atributos del Vedanta, el budismo mahayánico, el misticismo cristiano y el sufí es la Base de todas las cualidades poseídas por el Dios personal y la Encarnación. "Dios no es bueno, yo soy bueno", dice Eckhart a su modo violento y excesivo. Lo que realmente quería decir era: "Yo soy humanamente bueno; Dios lo es eminentísimamente; la Divinidad es, y su 'esidad' (istigkeit, en el alemán de Eckhart) contiene bondad, amor, sabiduría y todo lo demás en su esencia y principio." En consecuencia, la Divinidad no es nunca, para el expositor de la Filosofía Perenne, el mero Abso­luto de la metafísica académica, sino algo más puramen­te perfecto, que debe ser adorado más reverentemente todavía que el Dios personal o su encarnación humana; un Ser hacia el cual es posible sentir la más intensa devoción y con respecto al cual es necesario (si se quiere llegar a ese conocimiento unitivo que es la finalidad última del hombre) practicar una disciplina más ardua e inflexible que cualquiera que pueda ser impuesta por la autoridad eclesiástica.

Hay distinción y diferenciación, según nuestra ra­zón, entre Dios y la Divinidad, entre acción y reposo. La naturaleza fructífera de las Personas obra siempre en una diferenciación viviente. Pero el simple Ser de Dios, según su naturaleza, es un eterno Reposo de Dios y de todas las cosas creadas.

Ruysbroeck
En la Realidad unitivamente conocida por el místico, no podemos hablar ya de Padre, Hijo y Espíritu Santo, ni de ninguna criatura, sino sólo de un Ser, que es la sustancia misma de las Personas Divinas. Allí éramos todos uno antes de nuestra creación, pues ésta es nuestra superesencia. Allí la Divinidad está en simple esencia sin actividad.

Ruysbroeck


La santa luz de la fe es tan pura que, comparada con ella, las luces particulares no son más que impurezas, y aun las ideas de los santos, de la bendita Virgen, y la vista de Jesucristo en su humanidad son obstáculos en el camino de la visión de Dios en Su pureza.

J. J. Olier

Viniendo, como viene, de un devoto católico de la Contrarreforma, esta afirmación puede parecer algo cho­cante. Pero debemos recordar que Olier (que fue un hombre de santa vida y uno de los maestros religiosos más influyentes del siglo XVII) habla aquí de un estado de conciencia que pocas personas alcanzan. A los que se hallan en los planos ordinarios del ser, les recomienda otros modos de conocimiento. A uno de sus penitentes, por ejemplo, se le aconsejó que leyera, como correctivo a San Juan de la Cruz y otros expositores de pura teología mística, las revelaciones de Santa Gertrudis acerca de los aspectos encarnados, y aun fisiológicos, de la deidad. En opinión de Olier, como en la de la mayoría de directores de almas, sean católicos o indios, era pura locura reco­mendar el culto de Dios sin forma a personas que se encuentran en condiciones de comprender solamente los aspectos personales y encarnados de la Base divina. Es ésta una actitud perfectamente sensata y está justificado el adoptar una línea de conducta de acuerdo con ella, siempre que recordemos claramente que su adopción puede ir acompañada de ciertos peligros y desventajas espirituales.

La naturaleza de estos peligros y desventajas será ilus­trada y discutida en otra sección. Por el momento, bastará citar las palabras advertidoras de Filón: "El que piensa que Dios tiene alguna cualidad y no es el Uno, no daña a Dios, sino a sí mismo."

Debes amar a Dios como no Dios, no Espíritu, no persona, no imagen; debes amarlo como es, el puro Uno absoluto, separado de toda dualidad y en quien debemos eternamente hundirnos de nada en nada.

Eckhart

Lo que Eckhart describe como el puro Uno, el absoluto no Dios en quien debemos hundirnos de nada en nada, se llama en el budismo mahayánico la Clara Luz del Vacío. Lo que sigue es parte de una fórmula dirigida por el sacerdote tibetano a una persona en el acto de la muerte.

Oh bien nacido, llegó para ti la hora de buscar el Camino. Tu respiración va a cesar. En el pasado tu maestro te puso cara a cara con la Clara Luz; y ahora estás a punto de experimentarla en su Realidad en el estado Bardo (el "estado intermedio", que sigue inme­diatamente a la muerte, en que el alma es juzgada —o más bien se juzga a sí misma escogiendo, de acuerdo con el carácter formado durante su vida en la tierra, qué clase de otra vida ha de tener). En este estado Bardo todas las cosas son como el cielo sin nubes, y el desnudo, inmaculado Intelecto es como un vacío tras­lúcido sin circunferencia ni centro. En este momento, conócete a ti mismo y permanece en ese estado. Tam­bién yo, en esta hora, te pongo cara a cara.

Libro de los Muertos tibetano

Retrocediendo aun más en el pasado, hallamos en uno de los primeros Upanishads la clásica descripción del Uno Absoluto como Superesencial No Cosa.


La significación de Brahm es expresada por neti neti (no así, no así): pues más allá de esto, que decís que no es así, no hay ya nada. Su nombre, sin embargo, es "la Realidad de la realidad". Es decir, los sentidos son reales, y el Brahm es su realidad.

Brhadaranyaka Upanishad

En otras palabras, hay una jerarquía de lo real. El múltiple mundo de nuestra experiencia cotidiana es real con una realidad relativa que es, en su propio plano, indiscutible; pero esta realidad relativa tiene su ser dentro y a causa de la Realidad absoluta, la cual, por la incon­mensurable alteridad de su naturaleza eterna, jamás po­demos tener la esperanza de describir aunque nos es posible aprehenderla directamente.

El pasaje que sigue es de gran importancia histórica, pues principalmente a través de la "Teología mística" y los "Nombres divinos" del autor del siglo quinto que escribía con el nombre de Dionisio el Areopagita la cris­tiandad medieval estableció contacto con el neoplatonis­mo y así, a varios grados de distancia, con el pensamien­to metafísico y la disciplina de la India. En el siglo nono, Escoto Erígena tradujo los dos libros al latín y de ese tiempo en adelante su influjo en las especulaciones filosó­ficas y la vida religiosa de Occidente fue extenso, profun­do y benéfico. Era la del Areopagita la autoridad a que apelaban los expositores cristianos de la Filosofía Peren­ne, siempre que se veían amenazados (y a cada momento lo eran) por aquellos cuyo principal interés estaba en el rito, legalismo y organización eclesiástica. Y como Dionisio era erróneamente identificado con el primer converso ateniense de San Pablo, su autoridad era consi­derada como casi apostólica; por lo tanto, según las re­glas del juego católico, la apelación a tal autoridad no podía ser fácilmente desconocida, aun por aquellos para quienes los libros significaban menos que nada. A pesar de su enloquecedora excentricidad, los hombres y mujeres que seguían el sendero de Dionisio habían de ser tolerados. Y una vez dejados en libertad para producir los frutos del espíritu, cierto número de ellos llegaba a un grado tan conspicuo de santidad que se hacía imposible, aun para los jefes de la Inquisición española, condenar el árbol de donde tales frutos habían brotado.

Los simples, absolutos e inmutables misterios de la Verdad divina están ocultos en la luminosísima tiniebla de ese silencio que revela en secreto. Pues esa tiniebla, aunque de la más profunda oscuridad, es con todo radiantemente clara; y, aunque fuera del alcance del tacto y la vista, llena a rebosar nuestras ciegas mentes con esplendores de trascendente belleza... Deseamos ardientemente morar en esa traslúcida tiniebla y, por medio de no ver ni conocer, ver a Aquel que esta más allá de la visión y el conocimiento —por el hecho mismo de no verle ni conocerle. Pues esto es en verdad ver y conocer y, mediante el abandono de todas las cosas, alabar a Aquel que está más allá y por encima de todas las cosas. Pues esto no es desemejante al arte de los que esculpen en la piedra una imagen con apariencia de vida; quitando de en torno de ella todo lo que impide una clara visión de la forma latente, revelando su oculta belleza con sólo quitar. Pues es, creo yo, más adecuado alabarle quitando que atribu­yendo; pues le adscribimos atributos cuando partimos de los universales y descendemos, por los intermedios, a los particulares. Pero aquí apartamos de El todas las cosas, subiendo de los particulares a los universales, para poder conocer abiertamente lo incognoscible, que está oculto en y bajo todas las cosas que puedan conocerse. Y contemplamos la tiniebla que está más allá del ser, escondida bajo toda luz natural.

Dionisio el Areopagita
El mundo, según aparece al sentido común, consiste en un número indefinido de acontecimientos sucesivos y, según se presume, relacionados casualmente, los que envuelven un número indefinido de cosas, vidas y pensa­mientos separados, individuales, constituyendo el con­junto un cosmos presumiblemente ordenado. Para descri­bir, discutir y manejar este universo del sentido común, se han desarrollado los lenguajes humanos.

Cuando quiera que, por la razón que sea, deseamos pensar sobre el mundo, no según se presenta al sentido común, sino como un continuo, nos encontramos con que nuestra sintaxis y nuestro vocabulario tradicionales son completamente inadecuados. De ahí que los mate­máticos se hayan visto obligados a inventar sistemas de símbolos radicalmente nuevos expresamente a tal objeto. Pero la divina Base de toda existencia no es meramente un continuo; está también fuera del tiempo, y es diferen­te, no solamente en grado, sino en especie, de todos los mundos para los que el lenguaje tradicional y los de las matemáticas son adecuados. De ahí, en todas las exposi­ciones de la Filosofía Perenne, la frecuencia de la parado­ja, de la extravagancia verbal, a veces aun de la aparente blasfemia. Nadie inventó todavía un Cálculo Espiritual, en cuyos términos podamos hablar coherentemente acer­ca de la Base divina y del mundo concebido como su manifestación. Por ahora, pues, debemos ser pacientes con las excentricidades lingüísticas de aquellos que se ven obligados a describir un orden de experiencia en términos de un sistema de símbolos, cuya pertinencia lo es a hechos de otro orden completamente distinto.

Hasta ahora, pues, en lo que concierne a una expre­sión plenamente adecuada de la Filosofía Perenne, existe un problema de semántica decididamente insoluble. Es un hecho que debe tener continuamente presente todo el que lea sus formulaciones. Sólo de este modo podremos remotamente comprender de qué se habla. Considere­mos, por ejemplo, esas negativas definiciones de la tras­cendente e inmanente Base del ser. En afirmaciones como las de Eckhart, Dios es igualado a nada. Y en cierto sentido la ecuación es exacta; pues Dios es ciertamente no cosa. En la frase usada por Escoto Erígena, Dios no es un qué; es un Eso. En otras palabras, puede denotarse la Base como estando ahí pero no definirse como teniendo cualidades. Esto significa que el conocimiento discursivo acerca de la Base no es meramente, como todo conoci­miento inferido, una cosa a un grado, o aun a varios grados, de distancia de la realidad del trato inmediato, es y ha de ser, a causa del carácter mismo de nuestro len­guaje y de las tramas típicas de nuestro pensamiento, un conocimiento paradójico. El conocimiento directo de la Base no puede obtenerse sino por la unión, y la unión sólo puede lograrse por el aniquilamiento del ensimisma­do yo, que es la barrera que separa el "tú" del "Eso".


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