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- PERSONALIDAD, SANTIDAD, ENCARNACIÓN DIVINA



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3 - PERSONALIDAD, SANTIDAD, ENCARNACIÓN DIVINA


En inglés, las palabras de origen latino tienden a traer resonancias de refinamiento intelectual, moral y estético; resonancias que no traen, por regla general, sus equiva­lentes anglosajones. "Maternal" por ejemplo, significa lo mismo que "motherly", "intoxicated" que "drunk", pero ¡con qué sutilmente importantes matices de diferencia! Y cuando Shakespeare necesitó un nombre para un perso­naje cómico, fue Sir Toby Belch el que escogió, no Cavalier Tobias Eructation.

La palabra "personality" procede del latín, y sus mejo­res parciales son respetables en altísimo grado. Por alguna rara razón filológica, el equivalente sajón de "personalis­ta" apenas se usa. Y es una lástima. Pues si se usara —tan corrientemente como "belch" se emplea por "eructa-tion"— ¿habría tanto reverencial remilgo acerca de lo denotado como recientemente hicieron filósofos, moralis­tas y teólogos de habla inglesa? Se nos asegura constan­temente que "personality" es la más elevada forma de la realidad con que tengamos trato. Pero sin duda se pensa­ría mucho antes de hacer aceptar esta afirmación si, en vez de "personality", la palabra empleada hubiese sido su sinónimo teutónico, "selfness". Pues "selfness", aunque prácticamente significa lo mismo, no trae ninguna de las refinadas resonancias que acompañan a "personality". Al contrario, su significación principal nos llega envuelta, por así decirlo, en disonancias, como el son de una cam­pana rota. Pues, según han repetido constantemente los expositores de la Filosofía Perenne, la obsesiva concien­cia que el hombre tiene de sí mismo y su insistencia en ser un yo separado constituyen el último y más formidable obstáculo para el conocimiento unitivo de Dios. Ser un yo es, para ellos, el pecado original, y morir para el yo, en sentimiento, voluntad e intelecto, es la virtud final y que todo lo abarca. Es el recuerdo de estas afirmaciones lo que evoca las desfavorables resonancias con que se aso­cia la palabra "selfness". Las excesivamente favorables resonancias de "personality" son evocadas en parte por su intrínsecamente grave latinidad, pero también por re­miniscencias de lo que se ha dicho sobre las "personas" de la Trinidad. Pero las personas de la Trinidad no tienen nada en común con las personas de carne y hueso de nuestro trato cotidiano —nada, es decir, excepto ese Es­píritu íntimo, con el que deberíamos identificarnos, pero que la mayor parte de nosotros prefiere desconocer en favor de nuestro yo separado. Que a este antiespiritual egoísmo, eclipsador de Dios, se le haya dado el mismo nombre que se aplica al Dios que es un Espíritu es, por no decir más, infortunado. Como todos los errores de esta clase es probablemente voluntario y tiene un fin, de algún modo oscuro y subconsciente. Amamos a nuestro yo; deseamos una justificación de nuestro amor; por lo tanto, lo bautizamos con el mismo nombre que los teólogos aplican al Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Mas ahora me preguntas cómo destruirías ese des­nudo conocer y sentir de tu propio ser. Pues por ventu­ra piensas que, si se destruyera, todos los demás estor­bos quedarían destruidos, y si así piensas, piensas muy rectamente. Mas a ello te contesto diciendo que, sin una plena gracia especial concedida por la libérrima voluntad de Dios y también una plena capacidad de tu parte para recibir esta gracia, ese desnudo conocer y sentir de tu ser no puede en ningún modo ser destrui­do. Y esta capacidad no es nada más que un fuerte y profundo pesar espiritual... Todos los hombres tienen motivos de pesar, pero más especialmente los tiene el que conoce y siente que él es. Todos los otros pesares, en comparación con éste, no son sino como cosa de juego con respecto a lo serio. Pues puede pesarle seria­mente al que conoce y siente no sólo lo que es, sino que es. Y al que nunca sintió tal pesar, pésele ya; pues todavía nunca sintió un pesar perfecto. Este pesar, cuando se tiene, limpia el alma, no sólo de pecado, sino también del dolor que mereció por su pecado; y asimismo hace al alma capaz de recibir el gozo que arranca del hombre todo conocer y sentir de su ser.

Este pesar, si es rectamente concebido, está lleno de santo deseo; de otro modo el hombre jamás podría en esta vida soportarlo. Pues si no fuera que el alma se sustenta de consuelo por su recto obrar, no podría el hombre soportar el dolor que tiene en el conocer y sentir de su ser. Pues tantas veces como quisiera alcan­zar un verdadero conocer y sentir de su Dios en pureza de espíritu (como aquí se puede) y luego sintiera que no puede —por encontrar siempre su conocer y sentir ocupado y colmado, por así decirlo, por un sucio y hediondo Culto de sí mismo, el cual debe ser siempre odiado, despreciado y desechado, si se quiere ser per­fecto discípulo de Dios, enseñado por El mismo en el monte de la perfección—, tantas veces se vería a punto de enloquecer de pesar...



Tal pesar y tal deseo, toda alma debe tenerlo y sentirlo en sí misma (de este u otro modo), según condescienda Dios a enseñar a sus discípulos espiritua­les según la buena voluntad de Él y la correspondiente capacidad de ellos, en cuerpo y alma, en grado y disposición, para el tiempo en que puedan ser perfec­tamente unidos a Dios en perfecta caridad —según puede alcanzarse aquí, si Dios lo otorga.

La Nube del Desconocer
¿Cuál es la naturaleza de ese "bulto hediondo" del yo o personalidad, de que uno debe arrepentirse tan apasio­nadamente y morir tan completamente para él, antes que pueda haber ningún "verdadero conocimiento de Dios en pureza de espíritu"? La hipótesis más flaca y menos com­prometedora es la de Hume. "La humanidad —dice— no es más que un atado o colección de diferentes percepcio­nes, que se suceden con inconcebible rapidez y están en perpetuo flujo y movimiento." Una respuesta casi idéntica dan los budistas, cuya doctrina del anatta es la negación de toda alma permanente, existente tras el flujo de la experiencia y las varias psicofísicas skandhas (que se corresponden estrechamente con los "atados" de Hume), que constituyen los elementos más duraderos de la perso­nalidad. Hume y los budistas dan una descripción sufi­cientemente realista del yo en acción; pero no aciertan a explicar cómo o por qué los atados llegan a convertirse en atados. ¿Se juntaron espontáneamente los átomos de experiencia que los constituyen? Y, si ello es así, ¿por qué, o por qué medios y dentro de qué clase de universo no espacial? Dar a estas preguntas una respuesta plausible en términos del anatta es tan difícil que nos vemos forza­dos a abandonar la doctrina en favor de la noción de que, tras el flujo y dentro de los atados, existe alguna clase de alma permanente, por la cual la experiencia es organiza­da y la cual, a su vez, hace uso de esta experiencia organizada para convertirse en una personalidad particu­lar y única. Éste es el parecer del hinduismo ortodoxo, del cual se separó el pensamiento budista, y de casi todo el pensamiento europeo desde antes del tiempo de Aristóteles hasta nuestros días. Pero mientras la mayor parte de los pensadores contemporáneos intentan descri­bir la naturaleza humana en términos de una dicotomía de psique y físico con recíproco influjo, o una inseparable totalidad de estos dos elementos dentro de particulares yos encarnados, todos los expositores de la Filosofía Pe­renne hacen, en una u otra forma, la afirmación de que el hombre es una especie de trinidad compuesta de cuerpo, psique y espíritu. La personalidad es un producto de los dos primeros elementos. El tercer elemento (ese quidquid increatum et increabile, como Eckhart lo llamaba) es afín al Espíritu divino que es la Base de todo ser, o aun idéntico a él. La finalidad última del hombre, el designio de su existencia, es amar, conocer y unirse a la inmanente y trascendente Divinidad. Y esta identificación del yo con el espiritual no yo sólo puede conseguirse "muriendo para" el yo y viviendo en el espíritu.

¿Qué podría empezar a negar el yo, si no hubiera en el hombre algo diferente del yo?



William Law

¿Qué es el hombre? Un ángel; un animal, un vacío, un mundo, una nada rodeada por Dios, falta de Dios, capaz de Dios, llena de Dios, si así lo desea.

Bérulle

La separada vida de la criatura, en oposición a la vida en unión con Dios es sólo una vida de diversos apetitos, hambres y necesidades y no puede ser otra cosa. Dios mismo no puede hacer que una criatura sea en sí misma, o en su propia naturaleza otra cosa que un estado de vaciedad. La vida más elevada, mientras sea natural y de criatura, no puede elevarse más allá de esto, puede ser tan sólo una escueta capacidad de bondad y no puede ser una vida buena y feliz sino en cuanto la vida de Dios esté en ella y en unión con ella. Y ésta es la doble vida que, de toda necesidad, debe unirse en toda criatura buena, perfecta y feliz.



William Law

Las Sagradas Escrituras dicen de los seres humanos que existe un hombre externo y, junto con él, un hom­bre interno.

Al hombre externo le corresponden aquellas cosas que dependen del alma pero están asociadas con la carne y mezcladas con ella, y las funciones cooperati­vas de los diversos miembros, tales como los ojos, los oídos, la lengua, las manos y así sucesivamente.

Las Escrituras llaman a todo esto el hombre viejo, el hombre terreno, la persona externa, el enemigo, el sirviente.

Dentro de todos nosotros está la otra persona, el hombre interno, al que las Escrituras llaman el hombre nuevo, el hombre celeste, el joven, el amigo, el aristó­crata.

Eckhart

La simiente de Dios está en nosotros. Con un inteli­gente labrador, prosperará y crecerá hasta Dios, cuya simiente es, y por ende sus frutos serán de la naturale­za de Dios. Las simientes de pera se transforman en perales, las de nuez en nogales, y las de Dios en Dios.



Eckhart

La voluntad es libre y estamos en libertad para identifi­car nuestro ser exclusivamente con nuestro yo y sus inte­reses, considerados como independientes de Espíritu interíor y Divinidad trascendente (y en este caso seremos pasivamente condenados o activamente diabólicos), o exclusivamente con lo que hay de divino dentro y fuera de nosotros (y en este caso seremos santos), o finalmente con el yo en un momento o en un contexto (y en este caso seremos ciudadanos medios, demasiado teocéntricos para ser completamente condenados, y demasiado egocéntricos para alcanzar la iluminación y la salvación total). Como el anhelo humano no puede ser nunca satisfecho sino por el conocimiento unitivo de Dios y como el cuerpo mental es capaz de una enorme variedad de experiencias, estamos en libertad para identificarnos con un número casi infinito de objetos posibles —con los placeres de la gula, por ejemplo, o la intemperancia, o la sensualidad; con el dinero, poder o fama, con nuestra familia, considerada como una posesión o realmente una extensión y proyección de nuestro propio yo; con nues­tros bienes y efectos, nuestras aficiones, nuestras colec­ciones; con nuestras facultades artísticas o científicas, con alguna rama favorita del conocimiento, con alguna fasci­nadora "especialidad"; con nuestras profesiones, nues­tros partidos políticos, nuestras iglesias; con nuestros do­lores y enfermedades; con nuestros recuerdos de éxito o infortunio, nuestras esperanzas, temores y proyectos para el porvenir; y finalmente con la eterna Realidad, en la que y por la que todo el resto tiene su ser. Y estamos en libertad, por supuesto, para identificarnos con más de una de estas cosas simultánea o sucesivamente. De ahí la asombrosamente improbable combinación de rasgos que entra en la formación de una personalidad compleja. Así un hombre puede ser a un tiempo el más astuto de los políticos y engañarse con su propia verbosidad, puede sentir una pasión por el aguardiente y el dinero, y una pasión igual por la poesía de George Meredith, por chicas menores de edad y por su madre, por las carreras de caballos y las novelas policiales y el bien de su patria, todo acompañado por un oculto temor al fuego del infier­no, el odio a Spinoza y una impecable asistencia domini­cal a la iglesia. Una persona nacida con una clase de constitución psicofísica se verá tentada a identificarse con una serie de intereses y pasiones, mientras que otra per­sona con otra clase de temperamento se verá tentada a entrar en identificaciones muy diferentes. Pero aunque estas tentaciones son sumamente poderosas si la tenden­cia constitutiva es muy marcada, no es inevitable el su­cumbir a ellas; hay personas que pueden resistirlas y las resisten; que pueden negarse, y lo hacen, a identificarse con lo que para ellos sería facilísimo y natural ser; pueden hacerse mejores y bien otras que su propio yo, y lo hacen. A este respecto, el siguiente breve artículo sobre "Cómo se conducen los hombres en momentos críticos" (publicado en un número reciente del Harper's Magazine) es muy significativo. "Un joven psiquiatra, que tomó parte como observador médico en cuatro vuelos de combate de la Octava Fuerza Aérea, en Inglaterra, dice que, en momen­tos de gran tensión y peligro, los hombres tienden a reaccionar de modo harto uniforme, aunque, bajo cir­cunstancias normales, difieran ampliamente en persona­lidad. Tomó parte en un vuelo, durante el cual el avión B-17 y su tripulación estaban tan severamente dañados que parecía imposible su salvación. El médico había estu­diado ya 'en el suelo' las personalidades de la tripulación y había visto que representaban una gran diversidad de tipos humanos. De su conducta en los momentos de crisis dijo lo siguiente:

"Sus reacciones eran notablemente parecidas. Durante el violento combate y sus agudas vicisitudes se mostraron todos tranquilamente precisos en el interfono y decididos en la acción. El artillero de cola, el del centro derecha y el navegante fueron gravemente heridos al empezar la lucha pero los tres continuaron su tarea con eficacia y sin interrupción. Lo más pesado de la tarea recayó en el piloto, el maquinista y el artillero de torre, y todos actuaron con rapidez, diestra eficacia y sin gestos inútiles. Las decisio­nes más importantes durante el combate y especialmente después de éste, recayeron esencialmente en el piloto y, para detalles secundarios, en el copiloto y el bombardero. Las decisiones, tomadas con cuidado y rapidez, se cum­plieron sin discusión una vez tomadas y resultaron exce­lentes. En el período en que se esperaba, de un momento a otro, el desastre, los diversos planes de acción fueron expuestos claramente y sin otro pensamiento que la seguridad de toda la tripulación. Todos en tal momento se mostraban tranquilos, quietamente animados y dispues­tos a todo. No hubo en ningún momento parálisis, pánico, pensamiento turbio, criterio defectuoso o confuso, o egoísmo en ninguno de ellos.

"Nadie hubiera podido inferir de su conducta que éste era un hombre de humor inestable o que aquél era un hombre tímido, quieto, introspectivo. Todos se mostraban externamente tranquilos, precisos en el pensar y rápidos en el obrar.

"Tal acción es típica de una tripulación de hombres que conocen íntimamente lo que es el miedo de modo que pueden emplear, sin ser turbados por ello, sus concomi­tantes fisiológicos; que están bien adiestrados, de modo que pueden dirigir su acción con claridad; y que poseen la confianza más que personal inherente a un equipo unificador."

Vemos, pues, que, al presentarse la crisis, cada uno de estos jóvenes olvidó la personalidad particular, que había edificado con los elementos suministrados por su herencia y el medio ambiente en que había crecido; que uno resistió a la tentación, normalmente irresistible, de identificarse con su humor del momento, otro la tentación de identificarse con sus particulares ensueños, y así sucesivamente los demás, y que todos ellos se condujeron del mismo modo, sorprendentemente similar y completamente admirable. Era como si la crisis y el preliminar adiestramiento para la crisis los hubiese sacado de sus divergentes personalidades y los hubiese alzado a todos al mismo nivel superior.

A veces la crisis sola, sin ninguna instrucción preparato­ria, basta para hacer que un hombre se olvide de ser su acostumbrado yo y se convierta, por aquel tiempo, en algo completamente diferente. Así las personas de quienes me­nos se creería se convierten temporariamente, bajo la in­fluencia de un desastre, en héroes, mártires, abnegados trabajadores para el bien de sus semejantes. Muy a menu­do también, la proximidad de la muerte produce resulta­dos semejantes. Por ejemplo, Samuel Johnson se condujo de un modo durante casi toda su vida y de un modo bien diferente durante su última enfermedad. La personalidad fascinantemente compleja, en que se han deleitado tanto seis generaciones de boswellianos —el docto tosco y glo­tón, el bondadoso matasiete, el supersticioso intelectual, el cristiano convencido, que era un fetichista, el hombre bra­vo a quien aterraba la muerte—, se convirtió, cuando estaba muriendo, en una persona sencilla, singular, serena y centrada en Dios.


Aunque parezca paradójico, para muchas personas es mucho más fácil conducirse abnegadamente en tiempo de crisis que cuando la vida sigue su curso normal en imperturbada tranquilidad. Cuando todo marcha fácil­mente no hay nada que nos haga olvidar nuestro precioso yo, nada (excepto nuestra voluntad de mortificación y el conocimiento de Dios) que distraiga nuestra mente de las distracciones con que quisimos identificarnos; tenemos perfecta libertad de revolearnos en nuestra personalidad a nuestro gusto. Y ¡cómo nos revolcamos! Por esta razón todos los maestros de la vida espiritual insisten tanto en la importancia de las pequeñas cosas.

Dios requiere el fiel cumplimiento de la menor baga­tela que se nos dé por hacer, mejor que la más ardiente aspiración a cosas a que no somos llamados.

San Francisco de Sales

No hay nadie en el mundo que no pueda llegar sin dificultad a la perfección más eminente cumpliendo con amor deberes oscuros y comunes.



J. P. de Caussade

Hay gente que mide el valor de las buenas acciones solamente por sus cualidades naturales o su dificultad, dando la preferencia a lo que es conspicuo o brillante. Esas personas olvidan que las virtudes cristianas, que son inspiraciones de Dios, deben mirarse desde el lado de la gracia, no del de la naturaleza. La dignidad y dificultad de una buena acción ciertamente afecta lo que técnicamente se llama su valor accidental, pero todo su valor esencial viene del amor solo.



Jean Pierre Camus (citando a San Francisco de Sales)
El santo es aquel que sabe que cada momento de nuestra vida humana es un momento de crisis; pues en cada momento se nos llama a tomar una importantísima decisión —escoger entre el camino que lleva a la muerte y la tiniebla espiritual y el camino que lleva a la luz y la vida; entre nuestra voluntad personal, o la voluntad de alguna proyección de nuestra personalidad, y la voluntad de Dios. Para prepararse a resolver las dificultades de su modo de vida, el santo emprende una educación apro­piada de su mente y cuerpo, así como lo hace el soldado. Pero mientras que los objetivos de la instrucción militar son limitados y muy simples, a saber, hacer a los hombres valientes, serenos y cooperativamente eficientes en el arte de matar a otros hombres, con los cuales, personal­mente, no tienen cuestión alguna, los objetivos de la educación espiritual están mucho menos angostamente especializados. Aquí el fin es principalmente llevar a los seres humanos a un estado en el que, por no haber ya ninguno de los obstáculos que eclipsan a Dios entre ellos y la Realidad, pueden advertir continuamente la divina Base de su ser y de todos los demás seres; secundaria­mente, como medio para este fin, tratar todas las circuns­tancias, aun las más triviales, de la vida cotidiana, sin malicia, codicia, deseo de imponerse o ignorancia vo­luntaria: antes bien, consecuentemente, con amor y com­prensión. Como que sus objetivos no son limitados; como que, para el que ama a Dios, cada momento es un momento de crisis, la educación espiritual es incompara­blemente más difícil y penetrante que la instrucción mili­tar. Hay muchos buenos soldados; pocos santos.

Hemos visto que, en una crisis, los soldados especial­mente adiestrados para arrostrar esta clase de cosas tien­den a olvidar la idiosincrasia innata y adquirida con que normalmente identifican su ser y a conducirse, trascen­diendo su yo, del mismo modo unitendente, mejor que personal. Lo que ocurre con los soldados ocurre también con los santos, pero con una importante diferencia, la de que el fin de la educación espiritual es hacer a los hom­bres abnegados en toda circunstancia de la vida, mientras que el fin de la instrucción militar es hacerlos abnegados sólo en ciertas circunstancias muy especiales y con res­pecto a sólo ciertas clases de seres humanos. No podría ser de otro modo; pues todo lo que somos, y queremos, y hacemos depende, en último término, de lo que creemos que es la Naturaleza de las Cosas. La filosofía que racio­naliza la política de fuerza y justifica la guerra y la instruc­ción militar es siempre (cualquiera que sea la religión oficial de los políticos y hechores de guerras) alguna locamente irrealista doctrina de idolatría nacional, racial o ideológica, que tiene, por inevitables corolarios, las nociones del Herrenvolk y "las castas inferiores fuera de la ley".

Las biografías de los santos atestiguan inequívocamen­te el hecho de que la educación espiritual conduce a una trascendencia de la personalidad, no meramente en las circunstancias especiales de una batalla, sino en todas las circunstancias y con respecto a todas las criaturas, de modo que el santo "ama a sus enemigos" o, si es budista, ni siquiera reconoce la existencia de enemigos, y trata a todos los seres sensibles, los subhumanos como los hu­manos, con la misma compasión y desinteresada buena voluntad. Los que penetran hasta el conocimiento unitivo de Dios emprenden la marcha desde los más diversos puntos de partida. Uno es hombre, otro mujer; uno, un nato hombre de acción; otro, un contemplativo nato. No hay dos de ellos que hereden el mismo temperamento y constitución física, y sus vidas se pasan en medios mate­riales, morales e intelectuales que son profundamente distintos. Sin embargo, en cuanto son santos, en cuanto poseen el conocimiento unitivo que los hace "perfectos como su Padre que está en el cielo es perfecto", todos son asombrosamente iguales. Sus actos son uniformemente abnegados y ellos están constantemente recogidos, de modo que en todo momento saben quiénes son y cuál es su verdadera relación con el universo y su Base espiritual. Aun de la ordinaria gente media puede decirse que su nombre es Legión —mucho más de las personalidades

excepcionalmente complejas, que se identifican con una amplia diversidad de humores, anhelos y opiniones. Los santos, por el contrario, no son indecisos ni indiferentes, sino puros y, por grandes que sean sus dotes intelectua­les, profundamente simples. La multiplicidad de Legión ha cedido el sitio a la unitendencia; no a una de esas malignas unitendencias de la ambición o la codicia, o la sed de poder y fama, ni tan sólo a una de las unitendencias, más nobles pero todavía demasiado hu­manas, del arte, la erudición y la ciencia, consideradas como fin en sí mismas, sino a la unitendencia suprema, más que humana, que constituye el ser mismo de esas almas que, consciente y consecuentemente, persiguen la última finalidad del hombre, el conocimiento de la eterna Realidad. En una de las Escrituras palis hay una significa­tiva anécdota acerca del brahmán Drona que, "viendo al Bienaventurado sentado al pie de un árbol, le preguntó: "¿Eres un deua?" Y el Excelso contestó: 'No lo soy.' '¿Eres un gandharua?' 'No lo soy.' '¿Eres un yaksha?' 'No lo soy.' '¿Eres un hombre?' 'No soy un hombre.'" Al pregun­tarle el brahmán qué podría ser, el Bienaventurado res­pondió: "Esas influencias malignas, esos anhelos, cuya no destrucción me habría individualizado como deua, gandharua, yaksha (tres tipos de ser sobrenatural), o como hombre, las he completamente aniquilado. Sabe, pues, que soy Buda."

Podemos observar aquí de pasada que sólo los unitendentes son verdaderamente capaces de adorar a un solo Dios. El monoteísmo como teoría puede ser abri­gado aun por una persona cuyo nombre es Legión. Pero cuando hay que pasar de la teoría a la práctica, del conocimiento discursivo acerca del Dios uno al inmediato trato con Él, no puede haber monoteísmo sin pureza de corazón. El conocimiento está en el conociente según el modo del conociente. Cuando éste es polipsíquico, el universo que conoce por experiencia inmediata es politeísta. El Buda rehusó hacer ninguna declaración con respecto a la final Realidad divina. Sólo quiso hablar del Nirvana, que es el nombre de la experiencia que ocurre a los totalmente abnegados y unitendentes. A esta misma experiencia otros le han dado el nombre de unión con Brahm, con Al Haqq, con la inmanente y trascendente Divinidad. Manteniendo, en esta cuestión, la actitud de un estricto funcionalista, el Buda quiso hablar sólo de la experiencia espiritual, no de la entidad metafísica que los teólogos de otras religiones como también del budismo posterior, suponen ser el objeto y (pues en la contempla­ción del conociente, lo conocido y el conocimiento son uno) al mismo tiempo el sujeto y la sustancia de esa experiencia.
Cuando el hombre carece de discernimiento, su vo­luntad vaga en todas direcciones, tras innumerables objetivos. Los que carecen de discernimiento pueden citar la letra de la Escritura, pero en realidad están negando su íntima verdad. Están llenos de deseos mundanos y ávidos de las recompensas del cielo. Usan bellas figuras retóricas; enseñan laboriosos ritos que, según se supone, dan placer y poder a los que los practican. Pero, en realidad, no comprenden nada, excepto la ley del Karma, que encadena a los hombres a renacer.

Aquellos cuyo discernimiento se pierde en tales charlas quedan profundamente afectados al placer y al poder. Y por ello son incapaces de desarrollar la unitendente concentración de la voluntad que conduce al hombre a la absorción en Dios.



Bhagavad Gita
Entre los cultos y mentalmente activos, la hagiografía es ahora una forma muy impopular de literatura. El he­cho no es nada sorprendente. Los cultos y mentalmente activos tienen un insaciable apetito por la novedad, diver­sidad y distracción. Pero los santos, por dominantes que sean sus actividades profesionales, están todos incesante­mente preocupados por un solo tema: la Realidad espiri­tual y los medios por los cuales ellos y sus semejantes pueden llegar al conocimiento unitivo de esa Realidad. Y en cuanto a sus actos, son tan uniformemente monótonos como sus pensamientos; pues en toda circunstancia se conducen con abnegación, paciencia e infatigable cari­dad. No es maravilla, pues, que las biografías de tales hombres y mujeres queden por leer. Por cada persona bien educada que sepa algo acerca de William Law, hay doscientas o trescientas que han leído el libro de Boswell sobre la vida de su docto contemporáneo. ¿Por qué? Pues porque, hasta el momento en que yacía moribundo, Johnson se complugo en fascinantes múltiples personali­dades; mientras que Law, con toda la superioridad de sus facultades, era casi absurdamente simple e ingenuo. Le­gión prefiere leer acerca de Legión. Por esta razón, en todo el repertorio de la poesía épica, el drama y la nove­la, apenas hay representaciones de santos realmente teocéntricos.
Oh Amigo, ten esperanza de Él mientras vives, cono­ce mientras vives, comprende mientras vives, pues en la vida está la salvación.

Si tus ataduras no son rotas en la vida, ¿qué espe­ranza de salvación habrá en la muerte?

Sólo vano sueño es pensar que el alma se unirá con Él no más que por haber abandonado el cuerpo:

si Él es hallado ahora, es hallado entonces;

si no, sólo vamos a residir en la Ciudad de la Muerte.

Kabir
Esta figura en forma de sol (esta es la descripción del grabado frontispicio de la primera edición de la regla de perfección) representa la voluntad de Dios. Los rostros colocados aquí en el sol representan almas que viven en la voluntad divina. Estos rostros están dis­puestos en tres círculos concéntricos, que muestran los tres grados de esta divina voluntad. El primer grado, el más externo, significa las almas de la vida activa; el segundo las de la vida de contemplación; el tercero, las de la vida de supereminencia. Fuera del primer círculo hay muchas herramientas, tales como tenazas y marti­llos, que denotan la vida activa. Pero en torno del segundo círculo no hemos colocado nada, para signifi­car que en esta clase de vida contemplativa, sin ningu­na otra especulación ni práctica, debe seguirse la guía de la voluntad de Dios. Las herramientas están en el fondo y en la sombra, por cuanto las obras externas están de por sí llenas de oscuridad. A estas herramien­tas, sin embargo, les da un rayo de sol, para mostrar que las obras pueden ser aclaradas e iluminadas por la voluntad de Dios.

La luz de la voluntad divina brilla poco en los rostros del primer círculo; mucho más en los del segundo; mientras que los del tercero, el más interno, son res­plandecientes. Los rasgos brillan clarísimamente en el primero, menos en el segundo, apenas en el tercero. Esto significa que las almas del primer grado están muy ensimismadas; las del segundo grado, menos en sí mismas y más en Dios; las del tercer grado son casi nada en sí mismas y todo en Dios, absortas en su voluntad esencial. Todos estos rostros tienen los ojos fijos en la voluntad de Dios.



Benet de Canfield
En virtud de su absorción en Dios y precisamente porque no ha identificado su ser con los elementos, inna­tos y adquiridos, de su personalidad privada, el santo puede ejercer su influencia, enteramente incoactiva y por ende enteramente benéfica, en individuos y aun en socie­dades enteras. O, para ser más exacto, por haberse él purgado del yo, puede la divina Realidad usarlo como cauce de gracia y poder. "Vivo, mas no yo, sino que Cristo —el eterno Logos— vive en mí." Cierto para el santo, esto debe ser a fortiori cierto para el Avatar, o encarna­ción de Dios. Si, en cuanto santo, San Pablo era "no yo", indudablemente Cristo era "no yo"; y hablar, como lo hacen tantos eclesiásticos liberales, de adorar "la perso­nalidad de Jesús" es un absurdo. Pues es obvio que si Jesús se hubiese contentado meramente con tener perso­nalidad como el resto de nosotros, nunca habría ejercido la clase de influencia que, en el hecho, ejerció, y nunca se le habría ocurrido a nadie considerarlo como una encar­nación divina e identificarlo con el Logos. El que llegase a ser tenido por el Cristo se debía al hecho de que había pasado más allá del yo y se había convertido en el cauce corporal y mental a cuyo través fluía en el mundo una vida más que personal, sobrenatural.

Las almas que llegaron al conocimiento unitivo de Dios son, según la expresión de Benet de Canfield, "casi nada en sí mismas y todo en Dios". Este menguante residuo del yo persiste porque, levemente, aún identifican su ser con alguna innata tendencia psicofísica, algún adquirido hábito de pensamiento o sentimiento, alguna convención o no analizado prejuicio corriente en el me­dio social. Jesús estaba casi enteramente absorto en la esencial voluntad de Dios; pero, a pesar de ello, quizá retuviese algunos elementos del yo. Hasta qué punto hubiese algún "yo" asociado con el más que personal, divino "no yo", es muy difícil juzgarlo sobre la base de los testimonios existentes. Por ejemplo, ¿interpretó Jesús su experiencia de la Realidad divina y sus propias espontá­neas inferencias de esa experiencia en términos de las fascinantes ideas apocalípticas corrientes en los círculos judíos contemporáneos? Algunos eruditos eminentes han argüido que la doctrina de la disolución inminente del mundo es el núcleo central de su enseñanza. Otros, igual­mente doctos, han sostenido que le fue atribuido por los autores de los Evangelios sinópticos y que Jesús mismo no identificó su experiencia ni su pensamiento teológico con opiniones populares locales. ¿Qué partido tiene ra­zón? Dios lo sabe. En esta cuestión, como en tantas otras, los testimonios existentes no permiten una respuesta cier­ta, sin ambigüedades.

La moraleja de todo ello es clara. La cantidad y la calidad de los documentos biográficos existentes son tales que no hay modo de saber cómo era realmente la perso­nalidad residual de Jesús. Pero si los Evangelios nos dicen muy poco acerca del "yo" que era Jesús, compensan esta deficiencia diciéndonos mucho por inferencia, en las pa­rábolas y sermones, acerca del espiritual "no yo", cuya manifiesta presencia en el hombre mortal era la razón por la que sus discípulos lo llamaban el Cristo y lo identifica­ban con el eterno Logos.

La biografía de un santo o avatar es valiosa solamente en cuanto arroja luz sobre los medios por los que, en las circunstancias de una determinada vida humana, fue eli­minado el "yo" para hacer sitio para el divino "no yo". Los autores de los Evangelios sinópticos no quisieron escribir tal biografía, y no hay cantidad de crítica textual o ingeniosa presunción que pueda hacerla surgir. En el curso de los últimos cien años se ha empleado una enor­me suma de energía procurando hacer que los documen­tos den más pruebas que las que realmente contienen. Por lamentable que sea la falta de interés biográfico de los sinopsistas y cualesquiera que sean las objeciones que puedan hacerse a las teologías de Pablo y Juan, no cabe duda alguna de que su instinto fue esencialmente justo. Cada uno a su modo escribió acerca del eterno "no yo" de Cristo, más bien que del histórico "yo"; cada uno a su modo recalcó el elemento de la vida de Jesús en que, por ser más que personal, todas las personas pueden partici­par. (La naturaleza del yo es tal, que una persona no puede ser parte de otra persona. Un yo puede contener o ser contenido por algo que es menos o más que un yo; nunca podrá contener ni ser contenido por un yo.)

La doctrina de que Dios puede encarnarse en forma humana se encuentra en las principales exposiciones his­tóricas de la Filosofía Perenne —en el hinduismo, en el budismo mahayánico, en el cristianismo y en el mahome­tismo de los sufíes, por quienes el Profeta era igualado al eterno Logos.
Cuando la bondad decae,

cuando el mal aumenta

hago para mí un cuerpo.

En cada época vuelvo

para libertar a los santos,

para destruir el pecado del pecador,

para establecer la rectitud.

El que conoce el carácter

de mi tarea y mi santo nacimiento

no renace

cuando abandona su cuerpo;

viene a Mí.

Huyendo del temor

de la concupiscencia y la ira,

se esconde en Mí,

refugio y seguridad suya.

Depurados en la llama de mi ser

muchos hallan en Mí el hogar.



Bhagavad Gita

Entonces el Bienaventurado habló y dijo: "Sabe Vasetha, que de tiempo en tiempo nace un Tathagata al mundo, un completamente Iluminado, bendito y digno, copioso en sabiduría, y bondad, feliz con el conocimiento de los mundos, insuperado como guía para mortales errantes, maestro de dioses y hombres, un bienaventurado Buda. Comprende cabalmente a este universo, como si lo viera cara a cara... La verdad proclama así en la letra como en el espíritu, amable en su origen, amable en su progreso, amable en su consu­mación. Una vida superior se da a conocer en toda su pureza y en toda su perfección.



Tevigga Sutta
Krishna es una encarnación de Brahm; Gautama Buda, de lo que los mahayanistas llaman la Dharmakaya, Talidad, Mente, la Base espiritual de todo ser. La doctrina cristiana de la encarnación de la Divinidad en forma hu­mana difiere de la de la India y el Lejano Oriente en cuanto afirma que ha habido y sólo puede haber un Avatar.

Lo que hacemos depende en gran parte de lo que pensamos, y si lo que hacemos es malo, hay una buena razón empírica para suponer que nuestras tramas de pen­samiento son inadecuadas a la realidad material, mental o espiritual. Por creer los cristianos que sólo había habido un Avatar, la historia cristiana se ha visto deshonrada por más y más sangrientas cruzadas, guerras sectarias, persecucio­nes e imperialismos catequizadores que la historia del hinduismo y el budismo. Doctrinas absurdas e idólatras que afirmaban la naturaleza casi divina de los Estados sobera­nos y sus regentes han conducido a los pueblos orientales, no menos que a los occidentales, a innumerables guerras políticas; pero, por no creer en una revelación exclusiva en un solo instante, ni en la casi divinidad de una organiza­ción eclesiástica, los pueblos orientales se han mantenido notablemente limpios del asesinato en masa por causa de religión, que ha sido tan frecuente en la cristiandad. Y mientras, a este importante respecto el nivel de la morali­dad pública ha sido inferior en el Oeste que en el Este, los niveles de santidad excepcional y de ordinaria moralidad individual, hasta donde puede juzgarse por las pruebas disponibles, no han sido superiores. Si el árbol se conoce realmente por sus frutos, el apartamiento, por parte del cristianismo, de la norma de la Filosofía Perenne parecería ser filosóficamente injustificable.



El Logos pasa de la eternidad al tiempo con el único propósito de ayudar a los seres cuya forma corporal toma a pasar del tiempo a la eternidad. Si la aparición del Avatar en el escenario de la historia es enormemente importante, ello se debe a que con su enseñanza señala, y por ser cauce de gracia y divino poder es, realmente, el medio por el cual los seres humanos pueden trascender las limitaciones de la historia. El autor del cuarto Evangelio afirma que el Verbo se hizo carne; mas en otro pasaje añade que la carne no aprovecha nada; nada, esto es, en sí misma, pero mucho, por supuesto, como medio para la unión con el inmanente y trascendente Espíritu. A este respecto es interesante con­siderar el desarrollo del budismo. "Bajo la forma de las imágenes religiosas o místicas —escribe R. E. Johnston en su China Budista—, el Mahayana expresa lo universal, mientras que el Hinayana no puede librarse del dominio de los hechos históricos." En las palabras de un eminente orientalista, Ananda K. Coomaraswamy, "El creyente mahayanista es advertido —precisamente como el adora­dor de Krishna es advertido, en las Escrituras vaishnavitas, de que el Krishna Lila no es una historia, sino un proceso que se desarrolla perpetuamente en el corazón del hom­bre— de que las cuestiones de realidad histórica no tienen importancia religiosa" (salvo, debemos añadir, en cuanto señalen o constituyan ellas mismas los medios —remotos o próximos, políticos, éticos o espirituales— por los que los hombres puedan lograr libertarse del yo y del orden tem­poral) .

En Occidente, los místicos avanzaron algo en el cami­no de librar al cristianismo de su infortunada servidumbre a los hechos históricos (o, para ser más exacto, de esas varias mezclas de registro contemporáneo con posteriores deducciones y fantasías, que, en diferentes épocas, han sido aceptadas como expresión de hechos históricos). De los escritos de Eckhart, Tauler y Ruysbroeck, de Boehme, William Law y los cuáqueros, sería posible extraer un cristianismo espiritualizado y unlversalizado, cuyos rela­tos se refiriesen, no a la historia tal como fue, o como alguien posteriormente pensó que había de ser, sino a "procesos que se desarrollan perpetuamente en el cora­zón del hombre". Pero infortunadamente la influencia de los místicos no fue nunca lo bastante poderosa para producir una radical revolución mahayanista en Occiden­te. A pesar de ellos, el cristianismo ha continuado siendo una religión en que la pura Filosofía Perenne ha sido recubierta, ora más, ora menos, de una idólatra preocu­pación con acontecimientos y cosas en el tiempo; acontecimientos y casos considerados, no meramente como medios útiles, sino como fines, intrínsecamente sagrados y realmente divinos. Además, las mejoras que se hicieron en la historia en el curso de siglos fueron, imprudentísimamente, tratadas como si también ellas fueran parte de la historia —procedimiento que puso un arma potente en manos de los polemistas protestantes y, más tarde, de los racionalistas. ¡Cuánto más prudente habría sido admitir el hecho, perfectamente confesable, de que, cuando la severidad de Cristo el Juez había sido indebidamente recalcada, hombres y mujeres sintieron la necesidad de personificar la divina compasión en una forma nueva, con el resultado de que la Virgen, mediadora con el mediador, adquirió mayor prominencia! Y cuando, en el curso del tiempo, la Reina del Cielo infundió demasiado temeroso respeto, la compasión fue personificada en la hogareña figura de San José, que así se convirtió en mediador ante la mediadora con el mediador. Exacta­mente del mismo modo parecióles a los fieles budistas que el histórico Sakyamuni, con su insistencia en el reco­gimiento, el discernimiento y la muerte total para el yo como medio principal de salvación, era demasiado seve­ro y demasiado intelectual. El resultado fue que el amor y la compasión que Sakyamuni también había inculcado vinieron a ser personificados en Budas tales como Amida y Maitreya, caracteres divinos completamente apartados de la historia, por cuanto su carrera temporal se hallaba situada en algún sitio del lejano pasado o el lejano futuro. Aquí puede observarse que el gran número de Budas y Bodhisattvas, de que hablan los teólogos mahayanistas, está proporcionado a la amplitud de su cosmología. El tiempo, para ellos, es sin comienzo, y los innumerables universos, cada uno de ellos soporte de seres sensibles de todas las variedades posibles nacen, se desarrollan, de­caen y mueren, sólo para repetir el mismo ciclo, una y otra vez, hasta la final consumación, inconcebiblemente lejana, en que todos los seres sensibles de todos los mundos hayan conseguido libertarse del tiempo para entrar en la eterna Talidad o condición de Buda. Este fondo cosmológico del budismo tiene afinidades con la pintura del mundo que nos ofrece la astronomía moderna —especialmente la versión dada en la recién publicada teoría del Dr. Weiszácker respecto a la formación de planetas. Si la hipótesis de Weiszácker es correcta, la producción de un sistema planetario sería un episodio normal en la vida de cada estrella. Hay cuarenta mil millones de estrellas en nuestro solo sistema galáctico, y más allá en nuestra galaxia, otras galaxias indefinidamen­te. Si, como no podemos dejar de creer, las leyes espiri­tuales que gobiernan el estado de conciencia son unifor­mes en todo el universo criador de planetas y, presumi­blemente, sustentador de vida no cabe duda de que hay sobrado espacio para esas innumerables, redentoras en­carnaciones de la Talidad cuyas brillantes multitudes en­cantan a los mahayanistas; y, al mismo tiempo, la más angustiosa desesperada necesidad de ellas.

Por mi parte, creo que la razón principal que incitó al invisible Dios a hacerse visible en la carne y a tener trato con los hombres fue conducir a los hombres carnales, que sólo son capaces de amar carnalmente, al saludable amor de Su carne y después, poco a poco, al amor espiritual.

San Bernardo
La doctrina de San Bernardo sobre "el amor carnal de Cristo" ha sido admirablemente resumida por el profesor Étienne Gilson en su libro La teología mística de San Bernardo. "El conocimiento de sí mismo, ya dilatado en el amor carnal social del prójimo, tan parecido a uno mismo en sus angustias, es dilatado una segunda vez en el amor carnal de Cristo, modelo de misericordia, pues por nuestra salvación se convirtió en Hombre de Dolores. He aquí el lugar ocupado en el misticismo cisterciense por la meditación sobre la visible Humanidad de Cristo. Sólo es un comienzo, pero un comienzo absolutamente necesario... La caridad, por supuesto, es esencialmente espiri­tual, y un amor de esta clase no puede ser sino su primer momento. Está demasiado ligado con los sentidos, de no ser que sepamos usar de él con prudencia y apoyarnos en él tan sólo con el conocimiento de que es algo que debe superarse. Al expresarse así, Bernardo meramente codifi­caba las enseñanzas de su propia experiencia; pues sabe­mos por él que era muy dado a la práctica de este amor sensitivo en el comienzo de su 'conversión'; más adelante había de considerar un avance el haber pasado más allá; no, ciertamente, haberlo olvidado sino haberle añadido otro que lo superaba, como lo racional y espiritual supera lo carnal. Sin embargo, este comienzo es ya una cumbre.

"Este sensitivo afecto por Cristo, lo presentaba siempre San Bernardo como un amor de orden relativamente inferior. Es así precisamente a causa de su carácter sensi­tivo, pues la caridad es de esencia puramente espiritual. En justicia, el alma debería poder entrar directamente, en virtud de sus facultades espirituales, en unión con un Dios que es puro espíritu. La Encarnación, además, de­bería considerarse como una de las consecuencias de la caída del hombre, de modo que el amor por la Persona de Cristo está, en el hecho, ligado con la historia de una caída que no era necesario que ocurriese ni habría debi­do ocurrir. San Bernardo señala además en diversos si­tios, que este afecto no puede subsistir solo sin peligro, y tiene que ser sostenido por lo que él llama 'ciencia'. Tenía ante sí ejemplos de las desviaciones en que puede caer aun la más ardiente devoción cuando no está dirigida por una sana teología."

Las numerosas teorías fantásticas, mutuamente incom­patibles, que han sido injertadas en la doctrina cristiana de la encarnación divina, ¿pueden considerarse elementos indispensables de una "sana teología"? Encuentro difícil imaginar cómo cualquiera que haya examinado la historia de estas ideas, tal como las expusieron, por ejemplo, el autor de la Epístola a los Hebreos, Atanasio y Agustín, Anselmo y Lutero, Calvino y Grocio, pueda plausiblemente contestar esta pregunta afirmativamente. A este respecto, bastará llamar la atención hacia una de las más amargas de las amargas ironías de la historia. Fiara el Cristo de los Evangelios, los juristas parecían estar más lejos del Reino del Cielo, ser más incurablemente impenetrables a la Rea­lidad que casi toda otra clase de seres humanos, excepto los ricos. Pero la teología cristiana, especialmente la de las Iglesias occidentales, fue producto de mentes imbuidas de legalismo judío y romano. En excesivo número de casos las penetraciones inmediatas del Avatar y el santo teocéntrico fueron racionalizadas en un sistema, no por filósofos sino por especulativos abogados y metafísicos juristas. ¿Por qué sería tan sumamente difícil lo que el abad John Chapman llama "el problema de conciliar (no meramente unir) el misticismo y el cristianismo"? Simplemente porque el pen­samiento romano y protestante fue de igual modo elabora­do por esos mismos letrados a quienes Cristo consideraba como especialmente incapaces para comprender la verda­dera Naturaleza de las cosas. "El abad (Chapman se refiere aparentemente al abad Marmion) dice que San Juan de la Cruz es como una esponja llena de cristianismo. Puede sacarse todo exprimiéndosela y queda la plena teoría mís­tica (en otras palabras, la pura Filosofía Perenne). En consecuencia, por unos quince años, detesté a San Juan de la Cruz y lo llamé budista. Amaba a Santa Teresa y la leí una y otra vez. Primero es cristiana; sólo en segundo término mística. Luego vi que había perdido quince años, en cuanto concernía a la plegaria."

Ved ahora el sentido de estos dos asertos de Cristo. El primero: "Nadie llega a mi Padre, sino por mí", es decir, a través de mi vida. El otro: "Nadie llega a mí, si no lo atrae mi Padre", esto es, no toma sobre sí mi vida y me sigue, sino cuando es movido y atraído por mi Padre, esto es, por la Bondad Simple y Perfecta, de la que San Pablo dice: "Cuando lo que es perfecto llegue, lo que es en parte será desechado."



Theologia Germánica
En otras palabras, debe haber imitación de Cristo antes de que pueda haber identificación con el Padre; y debe haber una esencial identidad o parecido entre el espíritu humano y el Dios que es Espíritu para que la idea de imitar la conducta terrena de la Divinidad encarnada le pase a alguien por las mientes. Los teólogos cristianos hablan de la posibilidad de la "deificación", pero niegan que haya identidad de sustancia entre la Realidad espiri­tual y el espíritu humano. En el budismo vedántico y mahayánico, como también entre los sufíes, se considera que espíritu y Espíritu son la misma sustancia; Atman es Brahm; Eso eres tú.

Cuando no están iluminados, los Budas no son otros que los seres ordinarios; cuando hay iluminación, los seres ordinarios se convierten al punto en Budas.

Todo ser humano puede así llegar a ser un Avatar por adopción, pero no por su solo esfuerzo. Se le ha de mostrar el camino y ha de ser ayudado por la divina gracia. Para que hombres y mujeres puedan ser así ins­truidos y ayudados, la Divinidad asume la forma de un ordinario ser humano, que tiene que ganar la salvación e iluminación del modo que está prescrito por la divina Naturaleza de las Cosas; a saber, por la caridad, por un total morir para el yo y un total, unitendente advertimien­to. Así iluminado, el Avatar puede revelar a otros el camino de la iluminación y ayudarlos a llegar a ser real­mente lo que ya son en potencia. Tel qu'en Lui-même enfin l'éternité le change. Y, por supuesto, la eternidad que nos transforma en Nosotros mismos no es la expe­riencia de una mera persistencia tras de la muerte corpo­ral. No habrá experiencia de Realidad sin tiempo enton­ces, de no haber el mismo o similar conocimiento dentro del mundo del tiempo y la materia. Por medio de precep­to y ejemplo, el Avatar enseña que este conocimiento transformador es posible, que todos los seres sensibles son llamados a él y que, más temprano o más tarde, de uno u otro modo, todos deben llegar a él finalmente.


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