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- MORTIFICACIÓN, DESPRENDIMIENTO, VIDA RECTA



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6 - MORTIFICACIÓN, DESPRENDIMIENTO, VIDA RECTA


Este tesoro del Reino de Dios ha sido ocultado por el tiempo, la multiplicidad y las mismas obras del alma, esto es, por su naturaleza de criatura. Pero en la medi­da en que el alma puede separarse de esta multiplici­dad, hasta tal punto revela en sí misma el Reino de Dios. Aquí el alma y la Divinidad son una.

Eckhart
"Vaya nuestro reino" es el necesario e inevitable corolario del "Venga Tu reino". Pues cuanto más haya del yo, menos habrá de Dios. La divina, eterna plenitud de vida sólo puede ser lograda por aquellos que premeditadamente perdieron la parcial, separadora vida de la codicia y el interés propio, del pensar, sentir, desear y actuar egocéntricos. La mortifica­ción, o deliberado morir para el yo, es inculcada con incon­dicional firmeza en los escritos canónicos del cristianismo, hinduismo, budismo y la mayor parte de las demás religio­nes, mayores o menores, del mundo, y por todos los santos teocéntricos y reformadores espirituales que hayan vivido y expuesto los principios de la Filosofía Perenne. Pero esta "anulación de sí mismo" no es nunca (por lo menos por nadie que sepa de qué está hablando) considerada como un fin en sí misma. Posee meramente un valor instrumental, como algo indispensable para otra cosa. En las palabras de uno a quien tuvimos ocasión de citar en secciones anteriores, nos es necesario a todos "aprender el verdadero carác­ter y valor de todas las abnegaciones y mortificaciones".

En cuanto a su naturaleza, consideradas en mis­mas, no tienen nada de bondad o santidad, ni son parte alguna real de nuestra santificación, no son el verdadero alimento o nutrición de la Vida Divina en nuestras al­mas, no tienen en sí poder de urgencia, de santificación; su único valor consiste en que quitan los impedimentos a la santidad, quiebran lo que se levanta entre Dios y nosotros y abren paso al avivador, santificador espíritu de Dios para que actúe en nuestras almas, operación de Dios que es lo único que puede hacer surgir la Vida Divina en el alma, o ayudarla hacia el menor grado de real santidad o vida espiritual... De donde podemos aprehender la razón de por qué tantas personas no sólo pierden el beneficio de sus mortificaciones, sino que aun quedan peor por ellas. Ocurre así porque se equivocan acerca de su carácter y valor. Las practican por ellas mismas, como cosas buenas en sí mismas, creen que son parte real de la santidad, y así descansan en ellas y no miran más allá, sino que se llenan de estimación y admiración de sí mismos por su progreso en ellas. Esto los hace suficientes, ariscos y severos jueces de todos los que no alcanzan a sus mortificaciones. Y así sus abnega­ciones obran con ellos como la lenidad para sí obra con otros: detienen y estorban la operación de Dios sobre su alma, y en vez de ser realmente abnegaciones, fortale­cen y mantienen el reino del yo.



William Law

La derrota y destrucción de las pasiones, que es un bien, no es el bien final, el descubrimiento de la Sabi­duría es el bien supremo. Cuando se halle éste, todo el pueblo cantará.



Filón
Viviendo en religión (y puedo hablar de ello por experiencia), si no seguimos un adecuado curso de rezos y otros ejercicios entre Dios y nuestra alma, nues­tro carácter se hace mucho peor de lo que nunca hubiera sido si hubiésemos vivido en el mundo. Pues el orgullo y el amor propio, arraigados en el alma por el pecado, encuentran medios para fortalecerse sobrema­nera en religión, si el alma no está en un cauce que pueda enseñarla y procurarle verdadera humildad. Pues por las correcciones y contradicciones de la vo­luntad (que no pueden ser evitadas por el que vive en una comunidad religiosa) hallo que mi corazón se ha vuelto, podría decir, duro como una piedra; y nada habría podido ablandarlo sino el haberlo puesto en un cauce de plegaria, por la cual el alma tiende hacia Dios y aprende de El la lección de humillarse verdadera­mente.

Dame Gertrude More

Una vez, cuando refunfuñaba por verme obligada a comer carne y no hacer penitencia, oí decir que a veces había en tal pesar más amor propio que deseo de penitencia.

Sania Teresa
Que los mortificados son, bajo algunos aspectos, a menudo mucho peores que los no mortificados, es un lugar común de la historia, la novela y la psicología descriptiva. Así, el puritano puede practicar todas las virtudes cardinales —prudencia, fortaleza, templanza y castidad— sin dejar de ser completamente malo, pues, en demasiados casos, estas virtudes suyas se acompa­ñan, y en el hecho están causalmente relacionadas, con los pecados de soberbia, envidia, ira crónica y una falta de caridad llevada a veces al nivel de la crueldad activa. Confundiendo los medios con el fin, el puritano se ha creído santo porque es estoicamente austero. Pero la austeridad estoica es meramente la exaltación del lado más reputado del yo a expensas del que lo es menos. La santidad, por el contrario, es la total negación del yo separante, en sus aspectos reputados no menos que en los vergonzosos, y el abandono a la voluntad de Dios. Hasta donde hay apego al "yo". "mi", "mío", no hay enlace con la Base divina ni, por tanto, conocimiento unitivo de ella. La mortificación debe llevarse al extre­mo del desprendimiento o (en la frase de San Francisco de Sales) "santa indiferencia"; en otro caso, sólo trans­fiere la obstinación de un cauce a otro, no meramente sin mengua en el volumen total de obstinación, sino a veces con un verdadero aumento. Como suele ocurrir, la corrupción de lo mejor es la peor. La diferencia entre el estoico mortificado pero todavía arrogante y egocéntri­co, y el no mortificado hedonista, consiste en esto: el último, muelle flojo y, en el fondo, harto avergonzado de sí mismo carece de energía y móvil para hacer mucho daño excepto a su propio cuerpo, mente y espíritu; el primero, por tener todas las virtudes secundarias y mirar con desdén a los que no son como él, está moralmente equipado para desear y poder hacer daño en la mayor escala y con la conciencia perfectamente tranquila. Todo esto es obvio; y, sin embargo, en la jerga religiosa corriente, la palabra "inmoral" se reserva casi exclusiva­mente a los que se complacen carnalmente. Los codicio­sos y ambiciosos, los malvados respetables y los que cubren su avidez de poder y posición con el tipo adecua­do de gazmoñería idealista, no solamente quedan in­demnes de censura sino que hasta son presentados como modelos de virtud y santidad. Los representantes de las Iglesias organizadas empiezan poniendo aureolas sobre la cabeza de la gente que más contribuye al estalli­do de guerras y revoluciones; luego, harto quejosamen­te, se maravillan de que el mundo se encuentre en tan tremendo lío.

La mortificación no es, como muchos, al parecer, ima­ginan, una cuestión, en primer término, de severas austeridades físicas. Es posible que, a ciertas personas en determinadas circunstancias, la práctica de severas auste­ridades físicas las ayude a avanzar hacia el fin último del hombre. En la mayoría de los casos, sin embargo, parece­ría que lo que se logra con tales austeridades no es la liberación, sino algo completamente distinto: la adquisi­ción de facultades "psíquicas". La facultad de obtener respuesta a rezos petitorios, la de sanar y obrar otros milagros, la habilidad de prever lo futuro y leer en la mente ajena están, al parecer, a menudo en alguna suerte de relación causal con los ayunos, las vigilias y la imposi­ción propia de dolor. La mayor parte de los grandes santos teocéntricos y maestros espirituales han admitido la existencia de facultades supranormales, pero sólo para deplorarlas. Pensar que tales siddhis, como los llaman los indios, tengan algo que ver con la liberación es, dicen, una ilusión peligrosa. Estas cosas son, o impertinentes al principal problema de la vida o, si excesivamente aprecia­das y cultivadas, un obstáculo en el camino del adelanto espiritual. Y no son éstas las únicas objeciones a las austeridades físicas. Llevadas al extremo, pueden ser peli­grosas para la salud —y sin salud la firme persistencia de esfuerzo requerida por la vida espiritual es de muy difícil logro. Y siendo difíciles, dolorosas y generalmente cons­picuas, las austeridades físicas son una tentación perma­nente a la vanidad y al espíritu de competencia en la superación de marcas. "Cuando te entregaste a la mortifi­cación física fuiste grande, fuiste admirado." Así escribe Suso sobre sus propias experiencias —experiencias que lo llevaron, como habían llevado a Gautama Buda muchos siglos antes, a abandonar su regla de penitencia corporal. Y Santa Teresa observa cuánto más fácil es imponerse grandes penitencias que sufrir con paciencia, caridad y humildad las ordinarias molestias cotidianas de la vida de familia (lo que no le impidió, digamos de pasada, practi­car, hasta el mismo día de su muerte, las formas más penosas de autotortura. No hay modo de determinar si estas austeridades la ayudaron realmente a alcanzar el conocimiento unitivo de Dios o si las apreciaba y persistía en ellas a causa de las facultades psíquicas que contri­buían a desarrollar).

Nuestro amado Santo (Francisco de Sales) desapro­baba el ayuno inmoderado. Solía decir que el espíritu no podía soportar un cuerpo ahíto, pero que un cuerpo endeble no podía soportar el espíritu.

Jean Pierre Camus

Cuando la voluntad, luego que siente el gusto de lo que oye, ve y trata, se levanta a gozar en Dios y le es motivo y fuerza para eso, muy bueno es; y entonces no sólo no se han de evitar las tales mociones cuando causan esta devoción y oración, mas se pueden apro­vechar de ellas, y aun deben, para tan santo ejercicio... porque entonces sirven los sensibles para el fin que Dios los crió y dio que es para ser por ellos más amado y conocido.

San Juan de la Cruz

El que no sintiera libertad de espíritu en las cosas y gustos sensibles, sino que su voluntad se detiene en estos gustos y se ceba de ellos, daño le hacen y debe apartarse de usarlos. Porque aunque con la razón se quiera ayudar de ellos para ir a Dios, todavía, por cuanto el apetito gusta de ellos según lo sensual, y conforme al gusto siempre es el efecto, más cierto es hacerle estorbo que ayuda, y más daño que provecho.

San Juan de la Cruz
Uno puede declarar que no puede ayunar; pero ¿puede declarar que no puede amar a Dios? Otro puede afirmar que no puede preservar la virginidad ni vender todos sus bienes para dar el producto a los pobres; pero ¿puede decirme que no puede amar a sus enemigos? Sólo es preciso examinar su propio cora­zón, pues lo que Dios quiere de nosotros no se encuen­tra a gran distancia.

San Jerónimo


El que desea hacerlo puede encontrar toda la mortifi­cación que desee, y aun más, en los incidentes del vivir ordinario, cotidiano, sin recurrir jamás a ásperas peniten­cias corporales. He aquí las reglas establecidas para Dame Gertrude More por el autor de Sabiduría Sania.

Primero, que hiciese todo lo que le correspondía hacer por cualquiera ley, humana o divina. Segundo, que debía abstenerse de hacer aquellas cosas que le estaban prohibidas por la ley humana o divina, o por la divina inspiración. Tercero, que llevase con la mayor paciencia o resignación posible todas las cargas y con­tradicciones a su voluntad natural, que le fuesen infligi­das por la mano de Dios. Tales, por ejemplo, eran las arideces, tentaciones, aflicciones o dolor corporal, achaques y enfermedades; o también, la pérdida de amigos o la falta de cosas necesarias o comodidades. Todo ello debía ser soportado pacientemente, tanto si la cruz venía directamente de Dios como por medio de sus Criaturas... Éstas eran realmente mortificaciones bastantes para Dame Gertrude, o para cualquiera otra alma, y no había necesidad de que nadie aconsejase o impusiese otras.



Augustine Baker

Resumiendo, la mejor mortificación es la que conduce a la eliminación de la obstinación, el egoísmo y el pensar, desear e imaginar concentrados en uno mismo. No es probable que las austeridades físicas extremas logren esta clase de mortificación. Pero la aceptación de lo que nos sucede (fuera, naturalmente, de nuestros propios peca­dos) en el curso del vivir cotidiano es probable que pro­duzca este resultado. Si se emprenden ejercicios determi­nados de abnegación, deberían ser no conspicuos, no competitivos ni dañosos para la salud. Así, si es cuestión de dieta, la mayoría de la gente hallará harto mortificante el abstenerse de comer todas las cosas que los expertos en alimentación condenan como no saludables. Y en lo que concierne a las relaciones sociales, la abnegación debería tomar la forma, no de exhibiciones de supuesta humildad, sino de dominio de la lengua y los humores: abstenerse de decir cosas poco caritativas o meramente frívolas (lo que significa, en la práctica, abstenerse de un cincuenta por ciento de la conversación ordinaria) y con­ducirse con calma y quieta alegría cuando las circunstan­cias externas o el estado de nuestros cuerpos nos predis­ponen a la ansiedad, melancolía o júbilo excesivo.


Cuando se practica la caridad para renacer en el cielo, o por fama o recompensa, o por miedo, tal caridad no puede obtener efecto puro.

Sutra sobre la Distinción y Protección de la Dharma
Cuando el príncipe Wen Wang hacía una gira de inspección en Tsang, vio a un viejo que pescaba. Pero su pesca no era verdadera pesca, pues no pescaba para obtener pescado, sino para divertirse. Wen Wang, pues, deseaba emplearlo en la administración del go­bierno, pero temía que sus propios ministros, tíos y hermanos se opusieran. Por otra parte, si pensaba en dejar al viejo, no podía soportar la idea de que el pueblo se viese privado de tal influencia.

Chuang Tse

Dios, si Te adoro en el temor del infierno, quémame en el infierno. Y si Te adoro en la esperanza del paraí­so, excluyeme del paraíso. Pero si Te adoro por Tu propia causa, no me prives de Tu eterna Belleza.

Rabi' a
Rabi'a, la santa sufí, habla, piensa y siente en términos de teísmo devoto; el teólogo budista, en términos de la impersonal ley moral; el filósofo chino, con característico humor, en términos de política; pero los tres insisten en la necesidad de desapego al egoísmo, insisten en ella con tanta fuerza como Jesús cuando censuraba a los fariseos por su egocéntrica piedad, como el Krishna del Bhagavad Gita cuando dice a Arjuna que cumpla su deber, divina­mente ordenado, sin anhelo personal ni miedo de los frutos de sus actos.

Se preguntó una vez a San Ignacio de Loyola cuáles serían sus sentimientos si el Papa disolviese la Compa­ñía de Jesús. "Un cuarto de hora de rezo —contestó— y no pensaría más en ello."

Ésta es, quizá, la más difícil de todas las mortificacio­nes: alcanzar una "santa indiferencia" hacia el éxito o fracaso temporal de la causa a la cual dedicó uno sus mayores energías. Si triunfa, bien; si es derrotada, tam­bién está bien, aunque sea de modos que, para una mente limitada y atada por el tiempo, son aquí y ahora enteramente incomprensibles.

Por un hombre sin pasiones entiendo aquel que no permite que el bien o el mal perturbe su economía interna, sino que más bien se aviene a lo que ocurre y no aumenta la suma de su mortalidad.

Chuang Tse
La disposición adecuada para la unión con Dios no es el entender del alma, ni gustar, ni sentir, ni imaginar de Dios, ni de otra cualquier cosa; sino la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta de lo uno y de lo otro sólo por Dios...

San Juan de la Cruz

La inquietud es siempre vanidad, porque no sirve a ningún bien. Sí, aunque el mundo entero cayera en confusión, con todas las cosas que hay en él, la inquie­tud por esta causa sería vanidad.

San Juan de la Cruz

Suficiente no sólo para el día, sino también para el lugar, es el mal que hay en ella. La agitación sobre sucesos que no podemos modificar, sea que no hayan ocurrido todavía, sea que ocurran a una inaccesible dis­tancia de nosotros, sólo consigue la inoculación al aquí y al ahora del mal remoto o presentido que es objeto de nuestra angustia. Escuchar cuatro o cinco veces al día las noticias radiadas y su comentario, leer el diario de la mañana y todos los semanarios y mensuales es llamado actualmente "tomar un inteligente interés en la política". San Juan de la Cruz lo habría llamado complacerse en ociosa curiosidad y en el cultivo de la inquietud por la inquietud.

Necesito muy poco y deseo muy poco lo que necesi­to. Apenas tengo deseos; pero, si hubiera de nacer de nuevo, no tendría ninguno. No deberíamos pedir nada ni rehusar nada, sino entregarnos a los brazos de la divina Providencia sin perder tiempo en ningún deseo, excepto el de querer lo que Dios quiere de nosotros.

San Francisco de Sales
Empuja bastante hacia el Vacío

ásete, con fuerza bastante, a la Quietud,

y de las diez mil cosas no hay ninguna sobre la que no

puedas obrar.

Yo las vi, hacia dónde regresan.

Mira, todo, sea cual sea el modo de su florecimiento,

vuelve a la raíz de donde partió.

Este regreso a la raíz es llamado Quietud;

la Quietud es llamada sumisión al Destino;

lo que se sometió al Destino vuélvese parte de lo

siempre así;

conocer lo siempre así es estar iluminado;

no conocerlo significa marchar ciegamente al desastre.

Lao Tse
Desearía poder unirme a los "Solitarios" (de la Isla de Caldey) en vez de ser Superior y tener que escribir libros. Pero no deseo conseguir lo que deseo, por su­puesto.

El abad John Chapman
No debemos desear otra cosa que lo que sucede de momento a momento; pero ejercitándonos siempre en la bondad.

Santa Catalina de Génova


En la práctica de la mortificación, como en la mayoría de otros campos, el avance se cumple a lo largo de un filo. A un lado acecha la Escila de la austeridad egocéntrica; al otro la Caribdis de un descuidado quietismo. La santa indiferencia inculcada por los expositores de la Filosofía Perenne no es estoicismo ni mera pasividad. Es más bien una resignación activa. Se renuncia a la obstinación, no para que haya vacaciones totales de la voluntad, sino para que la voluntad divina pueda servirse de la mente y el cuerpo mortificados como su instrumento para el bien. O podríamos decir, con Kabir, que "el buscador devoto es el que mezcla en su corazón las dobles corrientes del amor y el desprendi­miento, como se mezclan las corrientes del Ganges y el Jumna". Hasta que ponemos fin a los efectos particula­res, no puede haber amor de Dios con todo el corazón, mente y fuerza, ni caridad universal hacia todas las cria­turas por amor de Dios. De ahí las duras palabras de los Evangelios acerca de la necesidad de renunciar exclusi­vos lazos de familia. Y si el Hijo del Hombre no tiene sitio donde descansar la cabeza, si el Tathagata y los Bodhisattvas "tienen sus pensamientos despertados a la naturaleza de la Realidad sin residir en cosa alguna", ello es porque un amor verdaderamente divino que, como el sol, luce igualmente para justos e injustos, es imposible para un espíritu aprisionado en preferencias y aversiones privadas.

El alma que tiene asimiento en alguna cosa, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión: Porque tanto me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso; porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Así el alma, sujeta por los lazos de los afectos humanos, por leves que sean éstos, no puede, mientras duran, encaminarse a Dios.

San Juan de la Cruz

Hay algunos que están recién librados de sus peca­dos, y así, aunque resueltos a amar a Dios, son todavía novicios y aprendices, blandos y débiles... Aman mu­chas cosas superfluas, vanas y peligrosas, al mismo tiempo que a Nuestro Señor. Aunque aman a Dios sobre todas las cosas, continúan complaciéndose en muchas que no aman según Dios, sino a su lado —cosas tales como leves desarreglos de palabra, gesto, vestido, pasatiempos y frivolidades.

San Francisco de Sales

Hay almas que han hecho algún progreso en el amor divino y han cesado en el amor que sentían por cosas peligrosas; sin embargo, aún tienen amores peli­grosos y superfluos, porque aman lo que Dios quiere que amen, pero con exceso y con un amor demasiado tierno y apasionado... El amor a nuestros parientes, amigos y bienhechores está en sí mismo de acuerdo con Dios, pero podemos amarlos excesivamente; como también nuestras vocaciones, por espirituales que sean, y nuestros ejercicios de devoción (que, con todo, debemos amar mucho) pueden ser amados desmedi­damente cuando los ponemos por encima de la obe­diencia y el bien más general, o los consideramos como un fin, cuando son sólo un medio.

San Francisco de Sales

Los bienes de Dios, que están fuera de toda medida, sólo pueden ser contenidos en un corazón vacío y solitario.

San Juan de la Cruz

Supón que una barca está cruzando un río y que otra barca, vacía, está a punto de chocar con ella. Aun un hombre irritable no se enojaría. Pero supón que hubiese alguien en la segunda barca. Entonces el ocu­pante de la primera le gritaría que se mantuviese apar­tado. Y si no le oía la primera vez, ni aun cuando lo llamase tres veces, malas palabras seguirían inevitable­mente. En el primer caso la barca estaba vacía, en el segundo estaba ocupada. Y así ocurre con el hombre. Si pudiera cruzar vacío la vida, ¿quién podría dañarlo?



Chuang Tse

Cuando el corazón llora por lo que ha perdido, el espíritu ríe por lo que ha encontrado.

Anónimo aforismo sufí

Perdiendo la vida egocéntrica salvamos la vida, hasta entonces latente y oculta, que, en la parte espiritual de nuestro ser, compartimos con la Base divina. Esta vida recién hallada es "más abundante" que la otra y de clase diferente y más alta. Su posesión es liberación hacia lo eterno, y liberación es beatitud. Es así necesariamente; pues el Brahm, que es uno con el Atman, es no sólo Ser y Conocimiento, sino también Bienaventuranza y, después del Amor y la Paz, el fruto final del Espíritu es la Alegría. La mortificación es dolorosa, pero este dolor es una de las precondiciones de la bienaventuranza. Este hecho de la experiencia espiritual es a veces oscurecido por el lenguaje con que es descrito. Así, cuando Jesús dice que en el Reino del Cielo sólo pueden entrar los que son como niños pequeños, propendemos a olvidar (tan emo­cionantes son las imágenes evocadas por la sencilla frase) que un hombre no puede hacerse parecido a un niño si no se decide a emprender un esforzado y penetrante curso de abnegación. En la práctica el mandamiento de convertirse en un niño pequeño es idéntico al de perder la propia vida. Como Traherne lo aclara en el hermoso pasaje citado en la sección sobre "Dios en el mundo", no se puede conocer a la Naturaleza en toda su belleza, esencialmente sagrada, de no ser que primero se desaprendan los sucios ardides de la humanidad adulta.


Visto a través de los anteojos, color de estiércol, del egoísmo, el universo se parece singularmente a un mon­tón de estiércol; y como, por la larga proximidad, los anteojos se han pegado a los globos oculares, el proceso de "limpiar las puertas" de la percepción, por lo menos en las primeras etapas de la vida espiritual, es a menudo muy dolorosamente parecido a una operación quirúrgica. Cierto que, más adelante, aun el propio anonadamiento puede estar penetrado de la alegría del Espíritu. Sobre este punto, el pasaje siguiente de la Escala de Perfección, del siglo XIV es luminoso.

Muchas veces el hombre tiene las virtudes de la humildad, paciencia y caridad hacia sus semejantes sólo en la razón y la voluntad, y no encuentra deleite espiritual ni amor en ellas; pues a menudo siente mala gana, pesadez y amargura en obedecerlas, pero sin embargo lo hace, aunque sólo impulsado por la razón por temor de Dios. Este hombre posee estas virtudes en la razón y la voluntad, pero no el amor de ellas en los afectos. Pero cuando, por la gracia de Jesús y el ejercicio espiritual y corporal, la razón se torna en luz y la voluntad en amor, entonces posee virtudes en los afectos; pues de tal modo ha roído la amarga corteza o cascara de la nuez, que la ha quebrado por fin y ya muerde el meollo; esto es, las virtudes que era al principio pesado practicar se han convertido en verda­dero deleite y sabor.



Walter Hilton
Mientras yo sea esto o aquello, o tenga esto o aque­llo, no lo soy todo, ni lo tengo todo. Hazte puro hasta que no seas ni tengas esto o aquello; entonces serás omnipresente y, no siendo esto ni aquello, lo serás todo.

Eckhart

El punto tan dramáticamente subrayado por Eckhart en estas líneas es un punto en que han insistido los moralistas y psicólogos de la vida espiritual. Sólo cuando hemos renunciado nuestra preocupación con el "yo", "mi", "mío" podemos poseer realmente el mundo en que vivimos. Todo es nuestro, a condición de que no miremos nada como propiedad nuestra. Y no sólo todo es nuestro; es también de todos los demás.

De escoria y arcilla difiere el buen amar en que en él dividir no es igual a quitar.

No puede existir comunismo completo salvo en los bienes del espíritu y también, hasta cierto punto, de la mente, y sólo cuando estos bienes son poseídos por hom­bres y mujeres en estado de desprendimiento y abnega­ción. Algún grado de mortificación, hay que advertirlo, es indispensable requisito previo para la creación y goce aun de bienes meramente intelectuales y estéticos. Los que escogen la profesión de artista, filósofo u hombre de ciencia, escogen, en muchos casos, una vida de pobreza y de duro y no recompensado trabajo. Pero no son estas en modo alguno las únicas mortificaciones que han de em­prender. Cuando contempla el mundo, el artista debe negar su ordinaria tendencia humana a pensar acerca de las cosas en términos utilitarios, egoístas. Análogamente, el filósofo crítico debe mortificar su sentido común, mien­tras el investigador debe resistir firmemente a las tentacio­nes de la simplificación excesiva y el pensamiento con­vencional y debe hacerse dócil a las indicaciones del misterioso Hecho. Y lo que ocurre con los creadores de bienes estéticos e intelectuales, también puede decirse de los que gozan tales bienes una vez creados. Que estas mortificaciones no son en ningún modo triviales se ha mostrado repetidamente en el curso de la historia. Uno piensa, por ejemplo, en el intelectualmente mortificado Sócrates y la cicuta con que sus no mortificados compa­triotas lo recompensaron. Uno piensa en los heroicos esfuerzos que tuvieron que hacer Galileo y sus contemporáneos para romper con la convención aristotélica del pensamiento, y en los esfuerzos, no menos heroicos, que ha de hacer hoy cualquier científico que crea que en el universo hay más de lo que puede descubrirse emplean­do las recetas de Descartes, consagradas por el tiempo. Tales mortificaciones hallan su recompensa en un estado de conciencia que corresponde, en un nivel más bajo, a la beatitud espiritual. El artista —y el filósofo y el hombre de ciencia también son artistas— conoce la bienaventuranza de la contemplación, el descubrimiento y la desinteresada posesión estéticos.

Los bienes del intelecto, las emociones y la imagina­ción son bienes reales; pero no son el bien último, y cuando los tratamos como fines en sí mismos, caemos en la idolatría. La mortificación de la voluntad, deseo y acción no es bastante; ha de haber también mortificación en los campos del conocer, pensar, sentir e imaginar.

Las facultades intelectuales del hombre están, por la Caída, en estado mucho peor que sus apetitos anima­les y necesitan de una abnegación mucho mayor. Y cuando la propia voluntad, el propio entendimiento y la propia imaginación ven su fuerza natural halagada y complacida, y son al parecer enriquecidos y honrados con los tesoros adquiridos en el estudio de la literatura, ayudarán tanto al pobre hombre caído a pensar como Cristo, como el arte culinario, debidamente estudiado, pueda acercar a un profesor del Evangelio al espíritu y la práctica de la abstinencia cristiana.



William Law
Por ser alemana y escribirse con K, Kultur fue objeto, durante la Primera Guerra Mundial, de burlón menospre­cio. Todo esto cambió. En Rusia, la literatura, el arte y la ciencia se han convertido en las tres personas de una nueva Trinidad humanista. Y no está el culto de la Cultu­ra confinado a la Unión Soviética. Es practicado por una mayoría de intelectuales en las democracias capitalistas. Periodistas listos y endurecidos, que escriben sobre todas las demás cosas con el condescendiente cinismo de gente que lo sabe todo acerca de Dios, el Hombre y el Universo, y han descifrado toda la absurda trama, se caen de espal­das de admiración en cuanto le llega el turno a la Cultura. Con un ardor y un entusiasmo que son, en las circunstan­cias, indeciblemente ridículos, nos invitan a compartir sus emociones, positivamente religiosas, ante el Arte Supe­rior, según se representa en las últimas pinturas murales o centros cívicos, insisten en que mientras Mrs. X siga escri­biendo sus inimitables novelas y Mr. Y sus críticas más que coleridgianas, el mundo, pese a todas las apariencias en contrario, tiene sentido. La misma sobrevaloración de la cultura, la misma creencia de que el Arte y la literatura son fines en sí mismos y pueden florecer aislados de una razonable y realista filosofía de la vida, han llegado a invadir escuelas y colegios. Entre los educacionistas "avanzados" hay mucha gente que parece creer que todo irá bien mientras se permita a los adolescentes "expresar­se a sí mismos" y se aliente a los niñitos a ser "creadores" en la clase de trabajos artísticos. Pero, ¡ay!, la plastilina y la expresión de sí mismo no resolverán el problema de la educación. Tampoco lo resolverán la tecnología y la orientación profesional, ni los clásicos, ni las Cien Obras Maestras. Las siguientes críticas de la educación se hicie­ron más de dos siglos y medio atrás, pero son tan perti­nentes hoy como lo fueron en el siglo XVII.

No sabe nada como debería saberlo aquel que pien­sa conocer algo sin ver su lugar y el modo como se relaciona con Dios, los ángeles y los hombres, y con todas las criaturas de la tierra, el cielo y el infierno, el tiempo y la eternidad.



Thomas Traherne
Sin embargo, algunas cosas eran defectuosas tam­bién (en Oxford, bajo la República). No hubo nunca un maestro que enseñara abiertamente la Felicidad, aun­que es ésta la reina de todas las demás ciencias. Y ninguno de nosotros estudió, sino como extraño, esas cosas que habríamos debido estudiar como goces pro­pios. Estudiábamos para formar nuestro conocimiento, pero no sabíamos para qué fin estudiábamos. Y por falta de apuntar a determinado fin, errábamos en la manera.

Thomas Traherne
En el léxico de Traherne "felicidad" significa "beatitud", que se identifica en la práctica con la liberación, la que, a su vez, es el conocimiento unitivo de Dios en las cumbres internas y en la plenitud así externa como interna.

Lo que sigue es una relación de las mortificaciones intelectuales que deben practicar aquellos cuya principal preocupación es el conocimiento de la Divinidad en las cumbres internas del alma.

Feliz es el hombre que, con un continuo borrar de todas las imágenes y mediante la introversión y la elevación de su espíritu a Dios, por fin olvida y deja tras de sí todos esos estorbos. Pues sólo por este medio opera interiormente, con su intelecto y afectos desnu­dos, puros, simples, sobre el más puro y simple objeto, Dios. Procura, pues, que todo tu ejercicio en Dios dentro de ti se apoye completa y únicamente en ese desnudo intelecto, afecto y voluntad. Pues en verdad este ejercicio no puede ser ejecutado por ningún órga­no corporal, ni por los sentidos externos, sino sólo por lo que constituye la esencia del hombre —entendi­miento y amor. Si, pues, deseas firmes peldaños y breve sendero para llegar a la meta de la verdadera felicidad, con ahincada mente y fervoroso deseo aspira a una constante limpieza de corazón y pureza de espíritu. Añade a esto una constante calma y tranquilidad de los sentidos, y el recuerdo de los afectos del corazón, fijándolos continuamente en lo alto. Esfuérzate en sim­plificar el corazón para que, inmovible y en paz, exento de todo vano fantasma invasor, puedas permanecer siempre firme en el Señor que está en ti, en grado tal como Si tu alma hubiese entrado ya en el ahora, siempre presente, de la eternidad —esto es, en el esta­do de la deidad. Ascender a Dios es penetrar en sí mismo. Pues aquel que así asciende y penetra y alcan­za a más arriba y más allá de sí mismo asciende real­mente hasta Dios. La mente debe pues, alzarse por encima de sí y decir: "Aquel que sobre todo necesito está sobre todo lo que conozco." Y así llevada a las tinieblas de la mente concentrándose en ese bien sufi­ciente, aprende a permanecer en casa y con todo su afecto se adhiere y queda habitualmente fija en el supremo bien interior. Continúa así, hasta que seas inmutable y alcances la verdadera vida que es Dios mismo perpetuamente, sin ninguna vicisitud de espa­cio o tiempo, descansando en esa interior quietud y secreta mansión de la deidad.

Alberto Magno [?]

Algunos aman el conocer y discernir como la mejor y la más excelente de todas las cosas. He aquí que entonces el conocer y discernir vienen en ser amados más que lo discernido; pues la falsa luz natural ama su conocimiento y facultades, que son ella misma, más que aquello que se conoce. Y si fuese posible que esta falsa luz natural comprendiese la simple Verdad, como es Dios y en verdad, no perdería, con todo, su propie­dad, esto es, no podría apartarse de sí misma y sus propias cosas.



Theologia Germánica

La relación entre la acción moral y el conocimiento espiritual es circular, por así decirlo, y recíproca. La con­ducta desinteresada hace posible un acceso de conoci­miento, y el acceso de conocimiento hace posible la ejecución de nuevas acciones más genuinamente desinte­resadas, las que a su vez exaltan la capacidad del agente para el conocimiento y así sucesivamente, si todo va bien y hay perfecta docilidad y obediencia, indefinidamente. El proceso es resumido en unas pocas líneas del Maitrayana Upanishad. Un hombre emprende una acción recta (lo que incluye, por supuesto, la recta memoria y la recta meditación) y esto le permite tener un atisbo del Yo en que descansa su individualidad separada. "Habiendo visto a su propio yo como el Yo, se separa del yo (y por lo tanto obra abnegadamente) y en virtud de su abnegación debe concebírsele como incondicionado. Este es el miste­rio más alto, que anuncia la emancipación; mediante la abnegación, no toma parte en placer o dolor (en otras palabras, entra en un estado de desprendimiento o santa indiferencia), pero alcanza lo absoluto" (o, según lo ex­presa Alberto Magno, "llega a ser inmutable y alcanza la verdadera vida que es Dios mismo").

Cuando la mortificación es completa, su fruto más característico es la simplicidad.

Un corazón simple ama todo lo que es más precioso en la tierra, marido o mujer, padre o hijo, hermano o amigo, sin que se eche a perder su sencillez, las cosas externas no le atraen sino en cuanto conducen a Él las almas; toda exageración o irrealidad, afectación y false­dad se desvanecen junto a tal corazón como se seca el rocío bajo el sol. El único móvil es agradar a Dios, y de ahí surge una total indiferencia hacia lo que otros dicen y piensan, de modo que palabras y acciones son perfec­tamente simples y naturales, como solamente a Su vista. Tal simplicidad cristiana es la perfección misma de la vida interior: Dios, Su voluntad y placer, su solo objeto.

N. Grou
Y he aquí una relación más extensa por uno de los grandes maestros del análisis psicológico.

En el mundo, cuando se llama simple a alguno, generalmente quiere indicarse que es una persona ton­ta, ignorante y crédula. Pero la simplicidad real, muy lejos de ser tonta, es casi sublime. Todos los hombres buenos encuentran gusto en ella y la admiran, se dan cuenta de que pecan contra ella, la observan en otros y saben lo que envuelve, y sin embargo, no podrían definirla con precisión. Yo diría que la simplicidad es una derechura de alma que impide la conciencia de sí mismo. No es lo mismo que la sinceridad, que es una virtud mucho más humilde. Son sinceras muchas per­sonas que no son simples. No dicen nada sino lo que creen ser cierto, y no intentan aparecer distintas de lo que son. Pero están siempre pensando en sí mismas, pesando cada una de sus palabras y pensamientos, y deteniéndose en sí mismas con la aprensión de haber hecho poco o demasiado. Estas personas son sinceras, pero no son simples. No se encuentran a sus anchas con los demás, ni los demás con ellas. No hay nada llano, franco, desembarazado o natural en ellas. Uno siente que le agradarían más otras personas menos admirables con no tanta tiesura.

Ser absorbido por el mundo que nos rodea y no volver nunca el pensamiento a lo interior, ciega condi­ción de algunos que son arrastrados por lo agradable y tangible, es un extremo de lo opuesto a la simplicidad. Y hallarse ensimismado en toda materia, sea ésta el deber para con Dios o para con el hombre, es el otro extremo, que hace a una persona sabia en su propio concepto —reservada, consciente de sí, molesta ante la menor cosa que turbe su propia interior complacen­cia. Esa falsa sabiduría, pese a su gravedad, es apenas menos vana y necia que la locura de los que se zambu­llen de cabeza en los placeres mundanos. El uno se embriaga con lo que lo rodea exteriormente, el otro con lo que cree estar haciendo interiormente; pero ambos se hallan en estado de embriaguez, y el último es peor estado que el primero porque parece ser pru­dente, aunque no lo es en realidad, y así la gente no procura curarse. La simplicidad real se halla en un justo medio, igualmente libre de ligereza y afectación, en que el alma no es abrumada por lo externo, de tal modo que no sea capaz de reflexionar, ni tampoco entregada a interminables refinamientos, que la con­ciencia de sí mismo induce. El alma que mira adonde va sin perder tiempo discutiendo cada uno de sus pasos o mirando perpetuamente hacia atrás, es la que posee la verdadera simplicidad. Tal simplicidad es real­mente un gran tesoro. ¿Cómo la alcanzaremos? Daría todo lo que poseo por ella; es la costosa perla de la Sagrada Escritura.

El primer paso, pues, es que el alma aparte las cosas externas y mire al interior para conocer su interés real; hasta aquí todo es justo y natural; ello es sólo un amor propio prudente, que procura evitar la embriaguez del mundo.

En el paso siguiente, el alma debe añadir la contem­plación de Dios, a Quien teme, a la de sí misma. Ésta es una débil aproximación a la sabiduría verdadera, pero el alma está todavía muy ensimismada: no se contenta con temer a Dios; quiere estar segura de que le teme y teme no temerle, y así rueda en un perpetuo círculo de ensimismamiento. Toda esta inquieta deten­ción en el yo está muy lejos de la paz y la libertad del amor verdadero; pero éste está, sin embargo, en la distancia, el alma debe necesariamente pasar por una estación de prueba, y si se viera súbitamente sumergi­da en estado de calma, no sabría como utilizarlo.
En el tercer paso, cesando en la inquieta contempla­ción de sí misma, el alma empieza a detenerse en Dios y gradualmente se olvida en Él. Se llena de Dios y deja de nutrirse en sí misma. Un alma así no está cegada ante sus propias faltas ni es indiferente a sus propios errores; tiene más conciencia de ellos que nunca, y una luz creciente los muestra más distintamente, mas este conocimiento de sí misma le viene de Dios y por ende no es inquieto ni molesto.

Fénelon

¡Cuán admirablemente agudo y sutil es esto! Una de las vanidades más extraordinarias, por lo gratuito, del siglo XX es la suposición de que nadie sabía nada de psicología antes de los días de Freud. Pero la auténtica verdad es que la mayoría de los psicólogos modernos entienden menos a los seres humanos que los más aptos de sus predecesores. Fénelon y La Rochefoucauld sabían todo lo referente a la racionalización superficial de móvi­les profundos, vergonzosos, residentes en lo subconscien­te, y advertían plenamente que la sexualidad y la volun­tad de poder eran, con demasiada frecuencia, las fuerzas efectivas que obraban bajo la máscara cortés de la perso­na. Maquiavelo había trazado la distinción de Pareto entre "residuos" y "derivaciones" —entre los móviles rea­les, egoístas, de la acción política y las caprichosas teo­rías, principios e ideales en cuyos términos tal acción es explicada y justificada ante el crédulo público. Como la de Buda y San Agustín, la opinión que Pascal tenía de la virtud y la racionalidad humanas no podía ser más realistamente baja. Pero todos estos hombres, aun La Rochefoucauld, aun Maquiavelo, se daban cuenta de ciertos hechos que los psicólogos del siglo XX han preferi­do pasar por alto —el hecho de que la naturaleza huma­na es tripartita, consistente en espíritu, como en mente y cuerpo; el hecho de que vivimos en el linde entre dos mundos, el temporal y el eterno, el físico-vital-humano y el divino; el hecho de que, aunque nada en sí mismo, el hombre es "una nada rodeada por Dios, falta de Dios, capaz de Dios y plena de Dios, si así lo desea".

La simplicidad cristiana, de que hablan Groa y Fénelon, es lo mismo que la virtud tan admirada por Lao Tse y sus sucesores. Según estos sabios chinos, los peca­dos personales y los desajustes sociales se deben todos al hecho de haberse apartado los hombres de su divina fuente y vivido de acuerdo con sus propias voluntades e ideas y no según el Tao —que es el Gran Camino, el Logos, la Naturaleza de las Cosas, según se manifiesta en todos los planos, desde el físico, ascendiendo por el ani­mal y el mental, hasta el espiritual. La iluminación viene cuando abandonamos nuestra obstinación y nos hace­mos dóciles al obrar del Tao en el mundo que nos rodea y en nuestros propios cuerpos, mentes y espíritus. A veces los filósofos taoístas escriben como si creyeran en el Noble Salvaje de Rousseau y (siendo chinos y estando, por tanto, mucho más preocupados con lo concreto y práctico que con lo meramente especulativo) se compla­cen en prescribir métodos mediante los cuales los gober­nantes podrían reducir la complejidad de la civilización y preservar así a sus subditos de las corruptoras influencias de las convenciones de pensamiento, sentimiento y ac­ción hechas por el hombre y, por tanto, eclipsadoras del Tao. Pero los gobernantes que han de cumplir esta tarea para las masas deben ser también sabios, y para alcanzar la sabiduría hay que desembarazarse de todas las rigide­ces de la no regenerada edad adulta y volverse de nuevo como un niño. Pues sólo lo que es blando y dócil vive realmente; lo que vence y sobrevive a todo es lo que se adapta a todo, lo que siempre busca el lugar más bajo; no la roca dura, sino el agua que gasta los montes perdura­bles, la simplicidad y espontaneidad del sabio perfecto son fruto de la mortificación —mortificación de la volun­tad y, por el recogimiento y la meditación, de la mente. Sólo el artista más altamente disciplinado puede reco­brar, en un plano más elevado, la espontaneidad del niño con su primera caja de pinturas. Nada es más difícil que ser sencillo.

—¿Puedo preguntar —dijo Yen Hui— en qué consis­te el ayuno del corazón?

—Cultiva la unidad —respondió Confucio—. Oye, no con los oídos, sino con la mente; no con la mente, sino con tu alma misma. Deja que tu oír se detenga en tus oídos. Deja que el obrar de tu mente se detenga en sí mismo. Entonces el alma será una existencia negati­va y responderá pasivamente a lo externo. En esa negativa existencia sólo puede residir el Tao. Y ese estado negativo es el ayuno del corazón.

—Luego —dijo Yen Hui— la razón por que no pude alcanzar el uso de este método es mi propia individua­lidad. Si pudiera alcanzar su uso, mi individualidad se habría ido. ¿Es esto lo que expresas con el estado negativo?

—Exactamente —respondió el Maestro—. Déjame explicar. Si puedes entrar en los dominios de este príncipe (un mal gobernante a quien Yen Hui tenía la ambición de reformar) sin ofender su amor propio, alegre si te oye, pasivo si no; sin ciencia, sin drogas, simplemente viviendo allí en estado de completa indi­ferencia, estarás cerca del éxito...

Mira esa ventana. Por ella una estancia vacía luce con el paisaje; pero el paisaje queda fuera. En este sentido puedes usar tus oídos y tus ojos para comuni­car con el interior, pero cierra toda sabiduría (en el sentido de convencionales máximas librescas) fuera de tu mente. Éste es el método para regenerar toda la creación.



Chuang Tse
La mortificación puede considerarse, en este aspecto, como un procedimiento de estudio, por el cual aprende­mos por fin a tener reacciones no estudiadas ante los hechos —reacciones en armonía con el Tao, la Talidad, la Voluntad de Dios. Los que se hicieron dóciles a la divina Naturaleza de las Cosas, los que responden a las circunstancias, no con avidez y aversión, sino con el amor que les permite hacer espontáneamente lo que les place; los que en verdad pueden decir: No yo, sino Dios en mí, tales hombres y mujeres son comparados por los expositores de la Filosofía Perenne a los niños, a los tontos y simples, y aun a veces, como en el siguiente pasaje, a los ebrios.

Un ebrio que se cae de una carreta, aunque sufra, no muere. Sus huesos son como los de los demás; pero sufre el accidente de diferente modo. Su espíritu se halla en una condición de seguridad. No se da cuenta de que viaja en una carreta, tampoco de que se cae de ella. Las ideas de vida, muerte, temor y otras parecidas no pueden penetrar su pecho, y por ello no sufre con el contacto de la existencia objetiva. Si tal seguridad pue­de obtenerse del vino, ¿cuánta más no podrá obtenerse de Dios?



Chuang Tse

Por larga obediencia y duro trabajo logra el artista la no forzada espontaneidad y la maestría consumada. Sabien­do que nunca podrá crear nada por su propia cuenta, de las capas superiores, por así decirlo, de su conciencia, se somete obedientemente al funcionamiento de la "inspira­ción"; y sabiendo que el medio en que trabaja tiene su propio carácter, que no debe ser desconocido ni violenta­mente atropellado, se convierte en su paciente servidor y, de este modo, logra una perfecta libertad de expresión. Pero la vida es también un arte, y el hombre que quiera ser también en el vivir artista consumado debe seguir, en todos los planos de su ser, el mismo procedimiento mediante el cual llega el pintor o escultor, o cualquier otro artífice, a su propia, más limitada, perfección.

El cocinero del príncipe Hui estaba descuartizando un buey. Cada golpe de su cuchillo, cada esfuerzo de sus hombros, cada paso de sus pies cada huich de carne desgarrada, cada chic de su cuchilla estaban en perfecta armonía —rítmicos como la Danza del Soto de los Morales, simultáneos como los acordes del Ching Shou.
—¡Bravo! —exclamó el Príncipe—. ¡Grande es tu habilidad!

—Señor —contestó el cocinero—, siempre me he consagrado al Tao. Es mejor que la habilidad. Cuando empecé a descuartizar bueyes, sólo veía ante mí bue­yes enteros. Después de tres años de práctica ya no vi animales enteros. Y ahora trabajo con la mente y no con los ojos. Cuando mis sentidos me mandan dete­nerme, pero mi mente me insta a que continúe, me apoyo en principios eternos. Sigo las aberturas o cavi­dades que pueda haber, según la natural constitución del animal. No intento cortar las articulaciones y aun menos los huesos gruesos.

"Un buen cocinero cambia su cuchilla una vez al año, porque corta. Un cocinero ordinario, una vez al mes, porque taja. Pero yo he tenido esta cuchilla dieci­nueve años, y aunque he cortado muchos millares de bueyes, su filo está como recién pasado por la amoladera. Pues en las articulaciones siempre hay in­tersticios, sólo hace falta introducir la punta de la cu­chilla en tales intersticios. De este modo el intersticio se ensancha, y la hoja encuentra sitio de sobra. Así he conservado mi cuchilla durante diecinueve años, como recién pasada por la amoladera.

"Con todo, cuando me encuentro con una parte dura, en que la hoja encuentra dificultad, soy todo cautela. Fijo mi vista en ella. Detengo mi mano y aplico la hoja suavemente, hasta que con un juah la parte cede como tierra que cae desmenuzada. Entonces reti­ro la hoja y me enderezo y miro en torno; y por fin limpio mi cuchilla y la guardo cuidadosamente."

—¡Bravo! —exclamó el Príncipe—. De las palabras de este cocinero he aprendido cómo cuidar mi vida.

Chuang Tse
En las primeras siete ramas de su Óctuple Sendero, el Buda describe las condiciones que deben cumplirse por aquel que desea llegar a la recta contemplación, que es la rama octava y final. El cumplimiento de estas condi­ciones lleva consigo el seguir un curso de la más pene­trante y completa mortificación —mortificación del inte­lecto y la voluntad, anhelo y emoción, pensamiento, habla, acción y, finalmente, de los medios de vida. Cier­tas profesiones son más o menos completamente incom­patibles con el logro del fin último del hombre; y existen ciertos modos de ganarse la vida que causan tanto daño físico y, sobre todo, tanto daño moral, intelectual y espi­ritual que, aunque pudiesen ser practicados con espíritu de desprendimiento (lo que generalmente es imposible), deberían con todo ser evitados por el que se dedique a la tarea de libertar, no sólo a sí mismo, sino a otros. Los expositores de la Filosofía Perenne no se contentan con evitar y prohibir la práctica de profesiones criminales, tales como explotar lupanares, cobrar el barato, falsificar y otras parecidas; también evitan, y ponen en guardia contra ellos, ciertos modos de vivir comúnmente tenidos por legítimos. Así, en muchas sociedades budistas, la manufactura de armas, la destilación de bebidas alcohó­licas y la provisión al por mayor de carne no eran, como en la cristiandad contemporánea, premiadas con la ri­queza, títulos nobiliarios e influencia política; eran de­plorados como negocios que, según se creía, hacían especialmente difícil para sus practicantes, y para otros miembros de las comunidades en que se practicaban, el alcanzar la iluminación y liberación. Análogamente, en la Europa medieval estaba prohibido a los cristianos ganarse la vida prestando a interés o acaparando. Como Tawney y otros nos han mostrado, sólo después de la Reforma el cortar cupones, la usura y la especulación con valores o género se hicieron respetables y recibieron la aprobación eclesiástica.

Para los cuáqueros, la milicia es una forma errónea de vida; pues la guerra es, a sus ojos, anticristiana, no tanto por causar sufrimientos, cuanto porque propaga el odio, da prima al fraude y la crueldad, infecta a sociedades enteras de ira, temor, orgullo y falta de caridad. Tales pasiones eclipsan la Luz Interior, y por ende las guerras, que las provocan e intensifican, deben ser consideradas, sea cual fuere su resultado político inmediato, como cru­zadas para asegurar al mundo la tiniebla espiritual.

Se ha visto, por experiencia, que es peligroso establecer reglas detalladas e inflexibles para el recto vivir; peligroso, porque mucha gente no ve ninguna razón para mucha rectitud y, en consecuencia, responde, a la disposición de un código demasiado rígido, con la hipocresía o la franca rebelión. En la tradición cristiana, por ejemplo, se estable­ce una distinción entre los preceptos obligatorios para todos y los consejos de perfección, obligatorios solamente para aquellos que se sientan atraídos hacia una total re­nuncia del "mundo". Los preceptos incluyen el código moral ordinario y el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, fuerza y espíritu, y al prójimo como a sí mismo. Algunos de los que hacen un serio esfuerzo para cumplir este último mandamiento, el más grande de todos, ven que no pueden hacerlo de todo corazón, sin seguir los consejos y romper todos sus lazos con el mundo. Sin embargo, es posible para hombres y mujeres el logro de esa "perfección", que es liberación en el conocimiento unitivo de Dios, sin abandonar el estado de matrimonio y sin vender todo lo que tienen para dar el producto a los pobres. La pobreza efectiva (no poseer dinero) no es en modo alguno siempre pobreza afectiva (ser indiferente al dinero). Se puede ser pobre, pero estar desesperadamente preocupado con lo que puede comprarse con dinero, lleno de anhelos, de envidia y de amarga compasión de sí mismo. Otro puede tener dinero, pero ningún apego al dinero ni a las cosas, poderes y privilegios que pueden comprarse con dinero. La "pobreza evangélica" es una combinación de las pobrezas efectiva y afectiva; pero una auténtica pobreza de espíritu es posible aun en los que no son efectivamente pobres. Se ve, pues, que los problemas del recto vivir, en cuanto quedan fuera de la jurisdicción del código moral común, son estrictamente personales. El modo como un problema determinado se presenta y el carácter de la solución apropiada dependen del grado de conocimiento, sensibilidad moral y penetración espiritual lograda por el individuo en cuestión. Por esta razón no pueden formularse reglas universales excepto en los térmi­nos más generales. "He aquí mis tres tesoros —dice Lao Tse— ¡Guárdalos bien! El primero es la piedad, el segun­do la frugalidad, el tercero la negativa a ser la primera de todas las cosas bajo el cielo." Y cuando un extraño pide a Jesús que arregle una disputa, entre su hermano y él, sobre una herencia, Jesús rehusa ser juez en la causa (pues no conoce las circunstancias) y pronuncia una advertencia general contra la codicia.

Ga-San enseñaba a sus fieles un día: "Los que ha­blan contra el matar y desean dejar salvas las vidas de todos los seres conscientes, están en lo cierto. Bueno es proteger aun los animales y los insectos. Pero, ¿qué diremos de las personas que matan el tiempo, qué de las que destruyen la riqueza y de las que asesinan la economía de su sociedad? No deberíamos pasarlas por alto. Y también, ¿qué diremos de aquel que predica sin esclarecimiento? Está matando el budismo."



De "Ciento una historias del Zen"
Una vez Ibrahim, ocupando su trono, oyó un clamor y ruido de gritos sobre el techo y pesadez de pasos arriba en su palacio. Díjose: "¿De quién son estos pies tan pesados?" Se asomó a la ventana y gritó: "¿Quién va allá?" Llenos de confusión, los guardias se inclinaron di­ciendo:

"Nosotros somos, que hacemos ronda en busca." Él dijo: "¿Qué buscáis?" Dijeron: "Los camellos." Dijo: "¿Quién buscó nunca camellos sobre el techo?" Dijeron: "El ejemplo que tú nos das seguimos, pues la unión con Dios buscas, ocupando tu trono."



Jalal-uddin Rumi
De todos los problemas sociales, morales y espirituales el del poder es el más crónicamente urgente y el de solución más difícil. El ansia de poder no es un vicio del cuerpo y, en consecuencia, no conoce ninguna de las limitaciones impuestas por una fisiología cansada o sacia­da a la gula, la intemperancia y la lascivia. Creciendo con cada satisfacción sucesiva, el apetito de poder puede manifestarse indefinidamente, sin interrupción por fatiga o enfermedad corporal. Además, la naturaleza de la so­ciedad es tal que cuanto más se encumbra un hombre en la jerarquía política, económica o religiosa, tanto mayo­res son sus oportunidades y recursos para ejercer el po­der. Pero la ascensión de la escala jerárquica es ordinaria­mente un proceso lento, y los ambiciosos raramente al­canzan la cumbre hasta que están ya muy avanzados en la vida. Cuanto más viejo es, tantas más probabilidades tiene el que ama el poder para complacerse en el pecado que lo acosa, tanto más continuamente es sometido a tentaciones, y más fascinadoras son esas tentaciones. A este respecto, su situación es profundamente distinta de la del libertino. El último quizá nunca voluntariamente abandone sus vicios, pero por lo menos, al cargarse de años, se encuentra con que sus vicios lo abandonan, el primero ni abandona sus vicios ni es abandonado por ellos. En lugar de otorgar al amador de poder un piadoso respiro de sus apegos, la vejez más bien propende a intensificarlos facilitándole la satisfacción de sus ansias en mayor escala y de modo más espectacular. Por eso, según las palabras de Acton, "todos los grandes hombres son malos". ¿Podemos, pues, sorprendernos de que la acción política, emprendida, en demasiados casos, no por el bien público, sino solamente, o por lo menos principalmente, para satisfacer las avideces de poder de hombres malos, resulte tan a menudo embrutecedora o francamente desastrosa?

"Létat c'est moi", dice el tirano; y puede decirse, por supuesto, no sólo del autócrata situado en el vértice de la pirámide, sino de todos los miembros de la minoría gober­nante a través de la cual aquél gobierna y que son, en el hecho, los verdaderos gobernantes de la nación. Además, mientras la política que satisface las ansias de poder de la clase gobernante tenga éxito, y mientras el precio del éxito no sea demasiado alto, hasta las masas de gobernados sentirán que el Estado son ellos —vasta y espléndida pro­yección del yo intrínsecamente insignificante del individuo. El hombrecito puede satisfacer su avidez de poder delegadamente, mediante las actividades del Estado impe­rialista, del mismo modo que lo hace el hombrón; la dife­rencia entre ellos es de grado no de clase.

No se ha ideado nunca un método infalible para con­trolar las manifestaciones políticas del ansia del poder. Como el poder es, por su esencia misma, indefinidamen­te expansivo, no puede detenerse sino por choque con otro poder. De ahí que toda sociedad que estime la liber­tad, en el sentido de gobierno por la ley más bien que por interés de clase o decreto personal, debe procurar que el poder de sus gobernantes esté repartido. La unión nacio­nal significa servidumbre nacional a un solo hombre y la oligarquía que lo apoya. La desunión organizada y equili­brada es la condición necesaria de la libertad. La Leal Oposición de su Majestad es la sección más leal, por ser la más auténticamente útil, de toda comunidad que ame ser libre. Además, como el apetito de poder es puramente mental y, por tanto, insaciable e inmune a la enfermedad y a la vejez, ninguna comunidad que aprecie la libertad puede permitirse dar a sus gobernantes largos plazos en el cargo. La orden de los cartujos, "nunca reformada, porque nunca deformada", debía su larga inmunidad a la corrupción al hecho de que sus abades eran elegidos por períodos de sólo un año. En la antigua Roma el grado de libertad según la ley estaba en razón inversa al tiempo que duraba el cargo de los magistrados. Estas reglas para controlar el ansia de poder se formulan muy fácilmente, pero es muy difícil, según la historia muestra, hacerlas cumplir en la práctica. Es especialmente difícil hacerlas cumplir en un período como el presente, en que el meca­nismo político, consagrado por el tiempo, está quedando anticuado, a causa del rápido cambio tecnológico, y en que el saludable principio de la desunión organizada y equilibrada requiere que se la encarne en nuevas y más apropiadas instituciones.

Acton, el docto historiador católico, opinaba que todos los grandes hombres son malos; Rumi, el poeta y místico persa, pensaba que buscar la unión con Dios mientras se ocupa un trono era una empresa poco menos sensata que ir buscando camellos por los tejados. Una nota ligera­mente más optimista nos da San Francisco de Sales, cuyas opiniones sobre la materia fueron recogidas por su boswelliano discípulo, el joven obispo de Belley.

Mon Père —díjele un día—, ¿cómo es posible que los que ocupan un cargo elevado practiquen la virtud de la obediencia?

Francisco de Sales repuso: —Tienen modos más grandes y excelentes para hacerlo que sus inferiores.

Como no comprendía yo esta respuesta, continuó diciendo: —Los que están ligados por la obediencia se hallan usualmente sujetos a un solo superior... Pero aquellos que ya son superiores tienen campo más an­cho para la obediencia, aun mientras están mandando: pues si recuerdan que es Dios quien los colocó por encima de otros hombres y les da el mando que tienen, lo ejercerán por obediencia a Dios y así, aun mandan­do, obedecerán. Además, no hay posición tan alta que no esté sujeta a un superior espiritual en lo que con­cierne a la conciencia y el alma. Mas existe un punto aun más elevado de obediencia al cual todos los supe­riores pueden aspirar, aquel a que se refiere San Pablo cuando dice: "Aunque soy libre para con todos los hombres, híceme sirviente de todos." Por esta univer­sal obediencia a todos nos convertimos en "todo para todos", y sirviendo a todos por amor de Nuestro Señor, los consideramos a todos superiores nuestros.



De acuerdo con esta regla, observé a menudo que Francisco de Sales trataba a todos, aun a las más insignificantes personas que se le acercasen como si él fuera su inferior, no rechazando nunca a nadie, no rehusando nunca entrar en conversación hablar o es­cuchar, no demostrando nunca la más leve señal de cansancio, impaciencia o enojo, por importuna o in­oportuna que fuese la interrupción. A los que le pre­guntaban por qué desperdiciaba así su tiempo, su constante respuesta era: "Es la voluntad de Dios; es lo que Él exige de mí; ¿que más he de pedir? Mientras hago esto, no se me exige que haga otra cosa. La Santa Voluntad de Dios es el centro de donde todo ha de irradiar; todo lo demás es sólo fastidio y excitación."

Jean Pierre Camus
Vemos, pues, que un "grande hombre" puede ser bue­no —harto bueno aun para aspirar al conocimiento unitivo de la Base divina— siempre que, mientras ejerce el poder, cumpla dos condiciones. Primero, debe negarse todas las ventajas personales del poder y debe practicar la paciencia y el recogimiento, sin los cuales no puede haber amor ni del hombre ni de Dios. Y, segundo, debe advertir que el accidente de su poder temporal no le da autoridad espiritual, que pertenece sólo a los videntes, vivos o muertos, que han logrado una penetración directa en la Naturaleza de las Cosas. Una sociedad en que el amo sea bastante loco para creerse profeta es una socie­dad condenada a la destrucción. Es viable una sociedad en que aquellos que se han puesto en condiciones para ver indican los objetivos a que debe apuntarse, mientras aquellos cuya tarea es gobernar respetan la autoridad y escuchan el consejo de los videntes. En teoría, por lo menos, todo esto era bien comprendido en la India y, hasta la Reforma, en Europa, donde "no había posición tan alta que no estuviese sujeta a un superior espiritual en lo que concierne a la conciencia y el alma". Infortunada­mente, las Iglesias intentaron combinar ambos mundos —la autoridad espiritual y el poder temporal, manejados directamente o a través del trono. Pero la autoridad espi­ritual sólo puede ejercerse por aquellos que son perfectamente desinteresados y cuyos móviles están, por tanto, por encima de toda sospecha. Una organización eclesiás­tica puede llamarse a sí misma Cuerpo Místico de Cristo; pero si sus prelados poseen esclavos y gobiernan Estados, como lo hacían en el pasado, o si la corporación es un capitalista en gran escala, como sucede hoy día, ningún título, por honorífico que sea, puede ocultar el hecho de que, cuando juzga, lo hace como parte interesada, con alguna segunda intención política o económica. Cierto que, en materias que no afectan directamente los poderes temporales de la corporación, los clérigos pueden ser individualmente, y algunos lo han demostrado, perfecta­mente desinteresados —y por tanto pueden poseer y han poseído una genuina autoridad espiritual. San Felipe Neri es un caso a propósito. No poseyendo en absoluto ningún poder temporal, ejerció sin embargo una prodigiosa in­fluencia en la Europa del siglo XVI. Puede dudarse que, sin esa influencia, los esfuerzos del Concilio de Trento por reformar la Iglesia romana desde dentro hubiesen tenido mucho éxito.

En la práctica, ¿cuántos grandes hombres cumplieron jamás, o es probable que cumplan, las condiciones im­prescindibles para que el poder sea inocuo para el gober­nante y los gobernados? Es obvio que muy pocos. Excep­to para los santos, el problema del poder es finalmente insoluble. Pero como una auténtica autonomía es posible sólo en grupos muy pequeños, las sociedades a escala nacional o supranacional serán siempre gobernadas por minorías oligárquicas, cuyos miembros alcanzan el poder porque están movidos por el ansia del mismo. Esto signi­fica que el problema del poder se presentará siempre y, no pudiendo ser resuelto sino por gente como Francisco de Sales, causará siempre perturbaciones. Y esto, a su vez, significa que no podemos esperar que las sociedades en gran escala del futuro sean mucho mejores de lo que fueron las sociedades del pasado durante los breves pe­ríodos en que mejor se portaron.




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