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7 - LA VERDAD


¿Qué estás charlando acerca de Dios? Cualquier cosa que tú digas de Él es falsa.

Eckhart

En la literatura religiosa la palabra "verdad" es em­pleada sin discriminación en por lo menos tres distintos y muy diferentes sentidos. Así, a veces es tratada como sinónima de "hecho", como cuando se afirma que Dios es la Verdad, significando que es la Realidad primordial. Pero claramente no es éste el sentido de la palabra en una frase tal como "adorar a Dios en el espíritu y la verdad". Aquí, evidentemente, "verdad" significa aprehensión di­recta del Hecho espiritual, en distinción con el conoci­miento de segunda mano acerca de la Realidad, formula­do en frases y aceptado por proceder de una autoridad o porque una argumentación, a partir de postulados previa­mente aceptados, resultó lógicamente convincente. Y fi­nalmente hay la acepción más ordinaria del vocablo, como en tal frase como "Esta afirmación es la verdad", con que nos proponemos exponer que los símbolos ver­bales de que se compone la afirmación corresponden a los hechos a que se refiere. Cuando Eckhart escribe: "Cualquier cosa que tú digas de Dios es falsa", no está afirmando que todas las afirmaciones teológicas son fal­sas. Hasta donde pueda haber alguna correspondencia entre símbolos humanos y Hecho divino, algunas afirma­ciones teológicas son tan verdaderas como nos es posible hacer que lo sean. Como teólogo, Eckhart habría sin duda admitido esto. Pero, además de teólogo, Eckhart era místico. Y, siendo místico, comprendía muy vividamente lo que el moderno semántico tan industriosamente (y, también, con tan poco éxito) está intentando inculcar en las mentes contemporáneas; a saber, que las palabras no son lo mismo que las cosas y que un conocimiento de palabras acerca de hechos no es en modo alguno equiva­lente a una aprehensión directa e inmediata de los hechos mismos. Lo que Eckhart realmente afirma es esto: cual­quier cosa que pueda decirse acerca de Dios no puede ser nunca, en ninguna circunstancia, la "verdad" en los dos primeros sentidos de esta maltratada y ambigua palabra. Por indiferencia, Santo Tomás de Aquino decía exacta­mente lo mismo cuando, tras su experiencia de la con­templación infusa, rehusaba continuar con su obra teológica, declarando que todo lo que había escrito hasta entonces era una simple paja comparado con el conoci­miento inmediato que le había sido otorgado. Doscientos años antes, en Bagdad, el gran teólogo mahometano Al Ghazzali había análogamente dejado la consideración de verdades acerca de Dios por la contemplación puramente y aprehensión directa de la Verdad-Hecho, la disciplina puramente intelectual de los filósofos por la disciplina moral y espiritual de los sufíes.

La consecuencia moral de todo esto es obvia. Siempre que oigamos o leamos algo acerca de "la verdad", debe­ríamos detenernos a preguntarnos en cuál de los tres sentidos mencionados antes la palabra es, en aquel mo­mento, empleada. Tomando esta simple precaución (y el tomarla es un acto, genuinamente virtuoso, de honradez intelectual), nos ahorraremos mucha confusión mental, perturbadora y completamente innecesaria.

Queriendo tentar a los ciegos, soltó el Buda en juego palabras de su boca de oro; cielo y tierra están llenos, desde entonces, de un enredo de zarzas.

Dai-o Kokushi
No hay nada verdadero en ningún sitio, en ningún sitio se encuentra la Verdad. Si tú dices que ves la Verdad, este ver tuyo no es el verdadero.

Cuando la Verdad es dejada a sí misma, no hay nada falso en ella, pues es la Mente misma. Cuando la Mente en sí misma no es libertada de lo falso, no hay nada verdadero; en ningún sitio se encuentra la Verdad.

Huí Neng

La verdad, realmente, no fue nunca predicada por el Buda, pues cada uno debe descubrirla en sí mismo.



Sutralamkara

Cuanto más se viaja, menos se sabe.



Lao Tse

—¡Oíd, oíd! —gritó Mono—. Tras toda la molestia de venir aquí desde la China, y después de haber ordenado tú especialmente que habían de darnos las Escrituras, Anan-da y Kasyapa cometieron una entrega fraudulenta de gé­neros. Nos dieron ejemplares en blanco para que los llevá­ramos. Yo te pregunto: "¿Para qué va a servirnos esto?"

—No hay necesidad de gritar —dijo el Buda son­riendo—. En el hecho, son esos rollos en blanco las verdaderas Escrituras. Pero ya veo que la gente de la China es demasiado simple e ignorante para creer esto, de modo que no hay más remedio que darle ejempla­res con algo escrito en ellos.

Wu Ch'êng-ên
Los filósofos son harto avisados, pero les falta

prudencia;

los demás, o son ignorantes o pueriles. Creen que el puño vacío contiene algo real y que el

dedo que señala es el objeto señalado. Agarrándose al dedo como si fuera la Luna, todos sus

esfuerzos se pierden.

Yoka Daishi

Lo que se conoce por enseñanza del Buda no es la enseñanza del Buda.

Sutra Diamante

—¿Cuál es la enseñanza final del budismo? —No la comprenderás hasta que la poseas.



Shih-t'ou

El tema de la Filosofía Perenne es la naturaleza de la Realidad eterna, espiritual; pero el lenguaje en que debe formularse fue desarrollado para tratar fenómenos tem­porales. Por esto, en todas estas formulaciones hallamos un elemento de paradoja. La naturaleza de la Verdad-Hecho no puede describirse por medio de símbolos ver­bales que no le corresponden adecuadamente. En el me­jor caso, sólo puede aludirse a ella en términos de non sequitur y contradicción.

A estas inevitables paradojas, algunos escritores espiri­tuales han querido añadirles premeditadas y calculadas enormidades de lenguaje —durezas, exageraciones, iró­nicas o humorísticas extravagancias, destinadas a sor­prender al lector y arrancarlo de la complacencia de sí mismo, que es el pecado original del intelecto. Con esta segunda clase de paradoja estaban especialmente encariñados los maestros del taoísmo y del budismo del Zen. En realidad, los últimos hacen uso del paralogismo, y aun del dislate, como medio para "forzar el reino del cielo". Los aspirantes a la vida de perfección eran estimu­lados a practicar la meditación discursiva según alguna forma completamente ilógica. El resultado era una espe­cie de reducción al absurdo de todo el proceso discursivo centrado en sí mismo y en el mundo, un súbito salir de la "razón" (según el lenguaje de la filosofía escolástica) ha­cia el "intelecto" intuitivo, capaz de auténtica penetración en la divina Base de todo ser. Este método nos parece raro y excéntrico; pero queda el hecho de que obraba hasta el punto de producir en muchas personas la final metánoia, o transformación de la conciencia y el carácter. El uso por el Zen de extravagancias casi cómicas para subrayar verdades filosóficas que consideraba importan­tísimas se muestra bien en la primera de las citas prece­dentes. No se quiere que imaginemos seriamente que un Avatar predica para dar un bromazo a la raza humana. Pero entretanto el autor ha conseguido sacarnos de nues­tra complacencia habitual con el universo verbal de con­fección casera en que normalmente pasamos la mayor parte de nuestra vida. Las palabras no son hechos, y todavía menos el Hecho primordial. Si las tomamos con excesiva seriedad, perderemos nuestro camino en un bos­que de zarzas enredadoras. Pero si, por el contrario, no las tomamos con bastante seriedad, quedaremos sin dar­nos cuenta de que hay un camino que perder o una meta a la cual llegar. Si los Iluminados no predicaran, no habría salvación para nadie. Pero, como las mentes y lenguajes humanos son lo que son, esta predicación, necesaria e indispensable, está rodeada de peligros. La historia de todas las religiones se parece en un punto importante; algunos de sus fieles son esclarecidos y liber­tados, porque han sabido reaccionar apropiadamente ante las palabras que los fundadores dejaron caer; otros alcanzan una salvación parcial con una adecuación par­cial; otros, en fin, se dañan a sí mismos y a su prójimo reaccionando de un modo totalmente inapropiado, sea haciendo caso omiso de esas palabras, o tomándolas demasiado en serio y tratándolas como si fueran idénticas con el Hecho a que se refieren.

Que las palabras son a la vez indispensables y, en muchos casos, fatales ha sido reconocido por todos los expositores de la Filosofía Perenne. Así, Jesús dijo de sí mismo que traía al mundo algo peor que zarzas, una espada. San Pablo distinguía entre la letra que mata y el espíritu que vivifica. Y a lo largo de los siglos que siguie­ron, los maestros de la espiritualidad cristiana han creído necesario insistir una y otra vez sobre un tema que nunca fue anticuado porque homo loquax, el animal parlante, se deleita todavía ingenuamente en su principal habili­dad, todavía víctima de sus propias palabras tan desam­parada, como cuando se estaba construyendo la Torre de Babel. Años recientes han visto la publicación de nume­rosas obras sobre semántica y de un océano de propagan­da nacionalista, racial y militarista. Nunca tantos escrito­res capaces advirtieron a la humanidad el peligro de los errores verbales, y nunca se emplearon las palabras tan temerariamente por los políticos ni fueron tomadas más en serio por el público. Este hecho es sin duda prueba suficiente de que, bajo formas cambiantes, los viejos problemas continúan siendo lo que siempre fueron —urgentes, no resueltos y, según todas las apariencias, insolubles.

Todo lo que la imaginación puede imaginar y el entendimiento recibir y entender en esta vida no es ni puede ser medio próximo para la unión de Dios.

San Juan de la Cruz

Áridas y estériles especulaciones pueden abrir los plie­gues de la vestidura de la Verdad, pero no pueden descu­brir su amable rostro.

John Smith, el platonista


En todos los rostros se muestra el Rostro de los rostros, velado y en enigma. Como fuere, sin velo no se ve, hasta que, sobre todos los rostros, entra el hombre en cierto secreto y místico silencio, donde no hay cono­cimiento ni concepto de rostro. Esta niebla, nube, os­curidad o ignorancia, en la cual entra aquel que busca tu Faz, cuando va más allá de conocimiento y concep­to, es el estado bajo el cual tu Rostro no puede hallar­se, sino velado; pero esa misma oscuridad revela que tu Rostro está allí más allá de todo velo. Por ende observo cuán necesario es para mí el entrar en la oscuridad y admitir la coincidencia de contrarios, fuera de todo alcance de la razón, y buscar la Verdad allí donde la imposibilidad viene a nuestro encuentro.

Nicolás de Cusa

Como la Divinidad no tiene nombre y todo nombrar es ajeno a Dios, así el alma no tiene nombre; pues es aquí lo mismo que Dios.



Eckhart

Mira que, pues Dios es inaccesible, no repares en cuanto tus potencias pueden comprender y tu sentido sentir, porque no te satisfagas con menos y pierda tu alma la ligereza conveniente para ir a Él.

San Juan de la Cruz

Hallar o conocer a Dios en la realidad por pruebas externas, o cualquier cosa salvo Dios mismo manifes­tado y evidente en ti, no te ocurrirá nunca aquí ni más allá. Porque ni Dios, ni el cielo, ni el infierno, ni el demonio, ni la carne pueden ser de otro modo cognoscibles en ti o por ti sino por su propia existencia o manifestación en ti. Y todo pretendido conocimiento de alguna de estas cosas, más allá de esta evidente sensibilidad de su nacimiento en ti, o sin ella, es sólo un conocimiento de ellas tal como el ciego lo tiene de la luz que nunca penetró en él.



William Law
Lo que sigue es un compendio, debido a un eminente erudito, de las doctrinas indias referentes al jnana, el libertador conocimiento del Brahm o divina Base.

Jnana es eterno, es general, es necesario y no es un conocimiento personal de este o aquel hombre. Está ahí, como el conocimiento en el Atman mismo, y está ahí oculto bajo toda avidya (ignorancia); inmutable, aunque puede ser oscurecido; improbable, porque evi­dente de por sí; sin necesidad de prueba, porque es él quien da a todas las pruebas la base de posibilidad. Estas frases se aproximan al "conocimiento" de Eckhart y a la enseñanza de Agustín sobre la Eterna Verdad en el alma que, siendo de por sí inmediatamen­te cierta, es la base de toda certidumbre y una posesión no de A o B, sino del "alma"

Rudolf Otto
La ciencia de la estética no es lo mismo que la práctica y apreciación de la estética, ni aun un medio inmediato para llegar a ella. ¿Cómo puede aprenderse a tener buen ojo para las pinturas o a llegar a ser un buen pintor? No, ciertamente, leyendo a Benedetto Croce. Se aprende a pintar pintando, y se aprende a apreciar las pinturas visitando los museos y mirándolas.

Pero esto no quiere decir que Croce y sus colegas hayan perdido el tiempo. Tendríamos que agradecerles el trabajo empleado en construir un sistema de pensamiento por medio del cual la importancia y valor, inmediata­mente aprehendidos, del arte pueden ser aquilatados a la luz del conocimiento general, relacionados con otros he­chos de la experiencia y de tal modo y hasta tal punto, "explicados".

Lo que ocurre con la estética ocurre también con la teología. La especulación teológica es valiosa en cuanto permite a los que han tenido inmediata experiencia de diversos aspectos de Dios el formar ideas inteligibles acer­ca de la naturaleza de la divina Base y de su propia experiencia de la Base en relación con otras experiencias. Y cuando se ha elaborado un sistema coherente de teolo­gía, es útil en cuanto convence a los que lo estudian de que no hay nada inherentemente contradictorio en el postulado de la divina Base y de que, para los que están dispuestos a cumplir ciertas condiciones, el postulado puede convertirse en un Hecho advertido. En ninguna circunstancia, sin embargo, puede el estudio de la teolo­gía o el asentimiento mental a preposiciones teológicas ocupar el lugar de lo que Law llama "el nacimiento interior de Dios". Pues teoría no es práctica, y las pala­bras no son las cosas que representan.

La teología, tal como la conocemos, ha sido forma­da por los grandes místicos, especialmente San Agustín y Santo Tomás. Muchos otros grandes teólogos —espe­cialmente San Gregorio y San Bernardo, y más acá hasta Suárez— no habrían tenido tal penetración sin supraconocimiento místico.



El Abad John Chapman
Contra esta opinión debemos poner la del Dr. Tennant; a saber, que la experiencia religiosa es algo real y único, pero no añade nada al conocimiento del que la experi­menta sobre la Realidad final y debe ser siempre interpre­tada en términos de una idea de Dios sacada de otras fuentes. Un estudio de los hechos indicaría que ambas opiniones son correctas hasta cierto punto. Los hechos de la penetración mística (junto con los hechos de lo que se toma por revelación histórica) son racionalizados en tér­minos de conocimiento general y llegan a ser base de una teología. Y, recíprocamente, una teología existente en términos de conocimiento general ejerce una profunda influencia en los que han emprendido la vida espiritual y hace, si es baja, que se contenten con una forma baja de experiencia; si es elevada, que rechacen como inadecua­da toda forma de realidad que tenga características in­compatibles con las del Dios descrito en los libros. Así, los místicos hacen teología, y la teología hace místicos. Una persona que da su asentimiento a un dogma falso, o toda su atención y fidelidad a un solo dogma verdadero de un sistema comprensivo, mientras descuida los otros (como muchos cristianos se concentran exclusivamente en la humanidad de la Segunda Persona de la Trinidad y olvi­dan al Padre y al Espíritu Santo), corre el peligro de limitar por adelantado su aprehensión directa de la Reali­dad. En religión, como en ciencia natural, la experiencia se determina sólo por la experiencia. Es fatal prejuzgarla, obligarla a encajar en el molde impuesto por una teoría que o no corresponde a los hechos o corresponde sólo a algunos de los hechos. "No te esfuerces en buscar lo verdadero —escribe un maestro del Zen—; cesa sólo de abrigar opiniones." Sólo hay un medio de curar los resul­tados de la creencia en una teología falsa o incompleta y coincide con el único modo conocido de pasar de la creencia en la teología más verdadera al conocimiento del Hecho primordial —abnegación, docilidad, abrimien­to al dato de la Eternidad. Las opiniones son cosas que nosotros hacemos y podemos, por tanto, comprender, formular y discutir. Pero "reparar en lo que las potencias pueden comprender y los sentidos sentir" según las pala­bras de San Juan de la Cruz, "es satisfacerse con lo que es menos que Dios". El conocimiento unitivo de Dios es posible sólo a aquellos que "han cesado de abrigar opi­niones", aun opiniones tan verdaderas como es posible serlo de abstracciones verbalizadas.
¡Álzate, pues, noble alma! Cálzate las botas de sal­tar, que son intelecto y amor, y salta por encima del culto de tus potencias mentales, salta por encima de tu entendimiento y entra en el corazón de Dios, en su reconditez donde tú estás oculta a todas las criaturas.

Eckhart

Con la lámpara de la palabra y el discernimiento débese ir más allá de la palabra y del discernimiento y entrar en el camino del advertimiento.



Lankavatara Sutra
La palabra "intelecto" es usada por Eckhart en el senti­do escolástico de intuición inmediata. "Intelecto y razón —dice Tomás de Aquino— no son dos facultades, sino distintas como lo perfecto de lo imperfecto... El intelecto significa una íntima penetración de la verdad, la razón, investigación y discurso." Siguiendo, y luego abandonan­do, el camino racional y emotivo de "la palabra y el discernimiento" puede uno entrar en el intelectual o intui­tivo "camino de advertimiento". Y con todo, pese a las advertencias dadas por aquellos que, a través de la abne­gación, pasaron de la letra al espíritu y de la teoría al conocimiento inmediato, las Iglesias cristianas organiza­das han persistido en el hábito fatal de tomar los medios por los fines. Las afirmaciones verbales de las más o menos adecuadas racionalizaciones teológicas de la ex­periencia se han tomado con excesiva seriedad y tratado con una reverencia que sólo se debe al Hecho que quie­ren describir. Se ha imaginado que las almas se salvan si se da asentimiento a lo que locamente se considera la fórmula correcta y que se pierden si se niega. Las dos palabras, filio-que, quizá no hayan sido la sola causa del cisma entre las Iglesias de Oriente y Occidente; pero son indudablemente el pretexto y casus belli.
La sobrevaloración de palabras y fórmulas puede con­siderarse como un caso especial de esa sobrevaloración de las cosas del tiempo que es tan fatalmente característi­ca del cristianismo histórico. Conocer la Verdad como Hecho y conocerla intuitivamente "en el espíritu y en la verdad como aprehensión inmediata"; esto es la salva­ción y en ello "está nuestra vida eterna". Estar familiari­zados con las verdades verbalizadas, que simbólicamente corresponden a la Verdad como Hecho en cuanto puede conocerse en la verdad como aprehensión mediata, o la verdad como revelación histórica, o inferirse de ella; esto no es la salvación, sino meramente el estudio de una rama especial de la filosofía. Aun la más ordinaria expe­riencia de una cosa o acontecimiento en el tiempo nunca puede ser completa ni adecuadamente descrita con pala­bras. La experiencia de ver el cielo o tener neuralgia es incomunicable; lo mejor que podemos hacer es decir "azul" o "dolor", con la esperanza de que los que nos oyen hayan tenido experiencias similares a las nuestras y así puedan darse su propia versión del significado. Dios, sin embargo, no es una cosa ni acontecimiento en el tiempo, y las palabras temporalmente limitadas que no pueden hacer justicia ni a cosas temporales son todavía más inadecuadas a la naturaleza intrínseca y a nuestra propia experiencia unitiva de lo que pertenece a un orden inconmensurablemente distinto. Suponer que la gente puede salvarse estudiando y asintiendo a fórmulas es como suponer que puede llegarse a Tombuctú cansándo­se la vista sobre un mapa de África. Los mapas son símbolos, y aun los mejores son símbolos inexactos e imperfectos. Pero, para cualquiera que realmente desee alcanzar un lugar determinado, un mapa es indispensa­blemente útil para indicar la dirección que el viajero debe seguir y los caminos que debe tomar.

En la filosofía budista de los últimos tiempos, las pala­bras son consideradas como uno de los principales facto­res determinantes en la evolución creadora de los seres humanos. En esta filosofía se reconocen cinco categorías del ser: Nombre, Apariencia, Discernimiento, Recto Conocimiento y Talidad. Las tres primeras están relaciona­das para mal; las últimas para bien. Las apariencias son discernidas por los órganos de los sentidos, luego rehe­chas por la nominación, de modo que las palabras se toman por cosas y se usan símbolos como medida de la realidad. Según este modo de ver, el lenguaje es una fuente principal del sentido de separación y la blasfema idea de la autosuficiencia individual, con sus inevitables corolarios de codicia, envidia, avidez de poder, ira y crueldad. Y de estas malas pasiones surge la necesidad de una indefinidamente dilatada y repetida existencia separada bajo las mismas, perpetuadas condiciones de ansia e infatuación. El único escape es a través de un acto creador de la voluntad, asistida por la gracia búdica, el cual conduce, por la abnegación, al Recto Conocimiento, que consiste, entre otras cosas, en una adecuada estima­ción de Nombres, Apariencias y Discernimiento. En el Recto Conocimiento y por medio de él se emerge de la infatuada ilusión del "yo", "mi", "mío" y, resistiendo a la tentación de negar el mundo en un estado de éxtasis prematuro y unilateral, y de afirmarlo viviendo como el hombre sensual medio, se llega por fin al transfigurador advertimiento de que samsara y nirvana son uno, a la aprehensión unitiva de la pura Talidad —la Base última, que sólo puede ser indicada, nunca adecuadamente des­crita con símbolos verbales.



En relación con el punto de vista mahayánico de que las palabras desempeñan un papel importante, y aun creador, en la evolución del carácter humano no regene­rado, podemos mencionar los argumentos de Hume con­tra la realidad del principio de causalidad. Estos argu­mentos parten del postulado de que todos los aconteci­mientos están "sueltos y separados" y prosiguen con perfecta lógica hasta una conclusión que convierte en un absurdo todo el pensamiento organizado o acción inten­cionada. La falacia, como lo señaló el profesor Stont, está en el postulado preliminar. Y cuando nos preguntamos qué fue lo que indujo a Hume a hacer esta suposición, tan rara y poco realista, vemos que su única razón para desconocer los hechos de la experiencia inmediata es el estar las cosas y sucesos simbólicamente representados por sustantivos, verbos y adjetivos, y estas palabras están, en efecto, "sueltas y separadas" de un modo como evi­dentemente no lo están los acontecimientos y cosas que representan. Tomando las palabras como medida de las cosas, en vez de usar las cosas como medida de las palabras, Hume impuso la pauta discreta y, por así decir­lo, puntillista del lenguaje sobre el continuo de la expe­riencia real —con los imposibles resultados paradójicos que todos conocemos. La mayor parte de los seres huma­nos no son filósofos y no les preocupa nada la consecuen­cia en el pensamiento o la acción. Así, en algunas circuns­tancias dan por supuesto que los acontecimientos no están "sueltos y separados", sino que coexisten o se siguen dentro del campo organizado y organizador de un todo cósmico. Pero en otras ocasiones, en que la opinión opuesta está más acorde con sus pasiones o intereses, adoptan, bien inconscientemente, la posición de Hume y tratan los acontecimientos como si fueran tan indepen­dientes entre sí y del resto del mundo como las palabras que los simbolizan. Esto puede aplicarse generalmente a todas las ocurrencias que atañen al "yo", "mi", "mío". Rectificando los nombres "sueltos y separados", conside­ramos las cosas como también sueltas y separadas —no sujetas a ley, no envueltas en la red de relaciones, por las cuales en realidad están evidentemente ligadas con su ambiente físico, social y espiritual. Consideramos como absurda la idea de que no hay un proceso causal en la naturaleza ni conexión orgánica entre acontecimientos y cosas en las vidas de otra gente; mas al mismo tiempo aceptamos como axiomática la noción de que nuestro sagrado yo está "suelto y separado" del universo, y es él su propia ley por encima de la dharma moral y aun, en muchos respectos, por encima de la ley natural de la causalidad. Así en el budismo como en el catolicismo, monjes y monjas eran estimulados a evitar el pronombre personal y hablar de sí mismos con circunlocuciones que claramente indicaban su verdadera relación con la realidad cósmica y las demás criaturas. Eran una precaución prudente. Nuestras reacciones ante palabras familiares son reflejos condicionados. Cambiando el estímulo, se puede hacer algo para cambiar la reacción. Sin campana de Pavlov, no hay salivación, no insistiendo en palabras como "mi" y "mío", se evita un egoísmo puramente auto­mático e irreflexivo. Cuando un monje habla de sí, no diciendo "yo", sino "este pecador" o "este inútil servi­dor", tiende a dejar de dar por supuesto a su "suelto y separado" yo y se obliga a advertir su real, orgánica relación con Dios y sus semejantes.

En la práctica, las palabras son usadas para otros fines que hacer afirmaciones sobre hechos. Muy a menudo se emplean retóricamente, para despertar las pasiones y dirigir la voluntad hacia alguna ruta de acción que se considera deseable. Y también, a veces, son usadas poé­ticamente; esto es, son usadas de modo tal que, además de hacer una afirmación acerca de cosas y acontecimien­tos reales o imaginarios, y además de influir retóricamen­te en la voluntad y las pasiones, hacen que el lector advierta que son bellas. La belleza en el arte o la natura­leza es cuestión de relaciones entre cosas que no son en sí mismas intrínsecamente bellas. No hay nada bello, por ejemplo, en vocablos como "tiempo" o "sílaba". Pero cuando se emplean en una frase como "hasta la última sílaba del registrado tiempo", la relación entre el son de las palabras componentes, entre nuestras ideas de las cosas que representan y entre las resonancias de asocia­ción con que cada palabra y la frase toda están cargadas, es aprehendida como bella por intuición directa e inme­diata.

Sobre el empleo retórico de las palabras no es necesa­rio decir mucho. Hay retórica para buenas causas y retóri­ca para causas malas; retórica que es tolerablemente fiel a los hechos a la vez que conmovedora, y retórica que es inconsciente o premeditadamente una mentira. Aprender a distinguir entre las diferentes clases de retórica es una parte esencial de la moralidad, y la moralidad intelectual es una precondición de la vida espiritual, tan necesaria como lo es el dominio de la voluntad y la vigilancia del corazón y la lengua.

Debemos ahora considerar un problema más difícil. El empleo práctico de las palabras, ¿cómo debería relacio­narse con la vida del espíritu? (Y, por supuesto, lo que conviene al uso poético de las palabras puede aplicarse igualmente al empleo pictórico de pigmentos, al musical de sonidos, al escultórico de arcilla o de piedra; en una palabra, a todas las artes.)

"Belleza es verdad; verdad, belleza." Pero, infortu­nadamente, Keats dejó de concretar en cuál de sus principales acepciones usaba la palabra "verdad". Al­gunos críticos han supuesto que la empleaba en el tercero de los sentidos mencionados al principio de esta sección, y por ello han descartado el aforismo por disparatado. SO4H2 + Zn = SO4Zn + H2. Ésta es una verdad en el tercer sentido de la palabra —y, manifies­tamente, esta verdad no es idéntica con la belleza.

Pero no es menos manifiesto que Keats no hablaba de esta clase de "verdad". Empleaba la palabra principal­mente en su primer sentido, como sinónimo de "hecho", y en segundo lugar con la significación que se le da en la frase de Juan, de "adorar a Dios en la verdad". Su expresión, pues, lleva dos sentidos. "La Belleza es el Hecho Primordial, y el Hecho Primordial es la Belleza, el principio de todas las bellezas particulares"; y "la Belleza es una experiencia inmediata, y esta experiencia inmedia­ta se identifica con la Belleza como Principio, la Belleza como Hecho Primordial". La primera de estas afirmacio­nes está completamente de acuerdo con las doctrinas de la Filosofía Perenne. Entre las trinidades en que se mani­fiesta el Inefable hay la trinidad de lo Bueno, lo Verdade­ro y lo Bello. Percibimos belleza en los intervalos armo­niosos entre las partes de un todo. En este aspecto la divina Base podría paradójicamente definirse como Puro Intervalo, independiente de lo que es separado y armoni­zado dentro de la totalidad.

Con la afirmación de Keats en su sentido secundario, los expositores de la Filosofía Perenne estarían sin duda en desacuerdo. La experiencia de la belleza en arte o en la naturaleza acaso sea cualitativamente afín a la experiencia inmediata, unitiva de la Base divina o Divinidad; pero no es lo mismo que esa experiencia, y el hecho-belleza particular experimentado, aunque participa en cierto modo de la naturaleza divina, está a varios grados de distancia de la Divinidad. Al poeta, al amante de la naturaleza, al esteta se le otorgan apre­hensiones de la Realidad análogas a las concedidas al abnegado contemplativo; pero, por no haberse ocupa­do en hacerse completamente abnegados, son incapa­ces de conocer a la Belleza divina en su plenitud, tal como es en sí misma. El poeta nace con la capacidad de disponer las palabras de tal modo que algo de la cualidad de las gracias e inspiraciones que ha recibido pueda hacerse sentir a otros seres humanos en los espacios blancos, por así decirlo, que quedan entre sus versos. Es este un grande y precioso don; pero si el poeta se contenta con este don, si persiste en adorar la belleza en el arte y la naturaleza sin ir más allá hacién­dose capaz, por la abnegación, de aprehender la Belle­za tal como es en la Base divina, entonces es sólo un idólatra. Cierto que su idolatría se halla entre las más elevadas de que los seres humanos son capaces; pero no por ello deja de ser idolatría.

La experiencia de la belleza es pura, manifiesta en sí, compuesta igualmente de gozo y advertimiento, libre de mezcla de cualquier otra percepción, hermana gemela de la experiencia mística y su misma vida es maravilla suprasensible... La gozan, los que son com­petentes en ello, en identidad, como la forma de Dios es ella misma el gozo con que es reconocida.



Visvanatha
Lo que sigue es la última composición de una monja del Zen, que en su juventud había sido una gran beldad y una poetisa consumada.

Sesenta y seis veces vieron estos ojos las cambiantes

escenas del otoño. Hablé bastante ya sobre la luz de la luna; no me

preguntéis más. Atended sólo a la voz de los pinos y cedros, cuando

ningún viento se agita.

Ryo-Nen
En silencio bajo árboles sin viento es lo que Mallarmé llamaría un creux néant musicien. Pero, mientras la músi­ca a que el poeta atendía era meramente estética e imagi­nativa, era la pura Talidad aquello a que el contemplati­vo, anonadado en sí, se exponía. "Está quedo y sabe que soy Dios."

Esta verdad es para ser vivida, no sólo para ser emitida con la boca...

No hay realmente nada que argüir sobre esta ense­ñanza;

todo argumento iría sin duda contra su intención.

Las doctrinas libradas a la controversia y la disputa conducen de por sí al nacimiento y a la muerte.

Huí Neng
¡Fuera, pues, las ficciones y trabajos de la razón discursiva, sea a favor o en contra del cristianismo! Son sólo el caprichoso espíritu de la mente, cuando desco­noce a Dios y es insensible a su propia naturaleza y condición. La muerte y la vida son las únicas cosas en cuestión: la vida es Dios viviente y operante en el alma; la muerte es el alma viviente y operante según el sentido y la razón de la carne bestial. Así esta vida como esta muerte crecen de por sí, surgen de su propia simiente en nosotros, no según la atareada razón dice y ordena, sino según el corazón se vuelve a la una o a la otra.

William Law

¿Puedo explicar al Amigo a uno para quien no es Él el Amigo?



Jalal-uddin Rumi

Cuando una madre dice al niño que amamanta: "¡Ven,

hijo mío, soy tu madre!", ¿contesta el niño: "Madre, dame una prueba de que hallaré consuelo al tomar tu leche"?

Jalal-uddin Rumi

Las grandes verdades no hallan asidero en el cora­zón de las masas. Y ahora, estando todo el mundo en el error, ¿cómo guiaré yo, aunque conozco el buen camino? Si sé que no puedo hacerlo con éxito y, con todo, intento obtenerlo, daré sólo ocasión a otra fuente de error. Mejor, pues, desistir y no esforzarse. Mas, si no me esfuerzo yo, ¿quién lo hará?



Chuang Tse
Entre las puntas del dilema de Chuang Tse no hay otro camino que el del amor, la paz y la alegría. Sólo aquellos que manifiestan poseer, aunque sea en pequeña propor­ción, los frutos del Espíritu, pueden persuadir a otros de que la vida del espíritu merece ser vivida. Argumento y controversia son casi inútiles; en muchos casos, realmente, son positivamente dañosos. Pero esto, por supuesto, es una cosa que los hombres hábiles en silogismos y sarcasmos encuentran especialmente difícil de admitir. Milton, sin duda, genuinamente creía que estaba trabajando por la verdad, la rectitud y la gloria de Dios cuando estallaba en torrentes de doctas procacidades contra los enemigos de su dictador favorito y su marca favorita de disidencia. En el hecho, naturalmente, él y los demás polemistas de los siglos XVI y XVII no hicieron sino daño a la causa de la verdadera religión, por la cual, en uno u otro bando, lucharon con igual ciencia e ingenio y con la misma sucia destemplanza de palabra. Las sucesivas controversias con­tinuaron, con algún intervalo de lucidez, durante unos doscientos años —papistas discutiendo con antipapistas, protestantes con otros protestantes, jesuítas con quietistas y jansenistas. Cuando terminó finalmente el ruido, el cris­tianismo (que, como cualquier otra religión, sólo puede sobrevivir si manifiesta los frutos del Espíritu) estaba casi muerto; la verdadera religión de la mayoría de los euro­peos educados era ya la idolatría nacionalista. Durante el siglo XVIII este paso a la idolatría pareció (después de las atrocidades cometidas por Wallenstein y Tilly en nombre del cristianismo) haber sido una mejora. Sucedió esto por­que las clases gobernantes estaban decididas a que no se repitieran los horrores de las guerras de religión y procura­ron deliberadamente templar la política de fuerza con la hidalguía. Síntomas de hidalguía pueden todavía obser­varse en las guerras napoleónicas y de Crimea. Pero los Moloc nacionales estaban devorando implacablemente el ideal del siglo XVIII. En las dos primeras guerras mundiales hemos presenciado la eliminación total de las viejas vallas y contenciones. Las consecuencias de la idolatría política se exhiben ahora sin la menor mitigación, sea de honor y etiqueta humanistas o de religión trascendental. Por sus sanguinarias peleas sobre palabras, formas de organiza­ción, dinero y poder, el cristianismo histórico consumó la obra de autodestrucción a que su excesiva preocupación con las cosas temporales lo había, desde el principio, tan trágicamente entregado.
Vende tu astucia y compra asombro;

astucia es mera opinión, maravilla es intuición.



Jalal-uddin Rumi

La razón es como un oficial cuando aparece el rey; el oficial pierde entonces el poder y se oculta. La razón es la sombra proyectada por Dios; Dios es el sol.



Jalal-uddin Rumi
Las criaturas irracionales no miran adelante ni atrás, sino que viven en la animal eternidad de un presente perpetuo; el instinto es su gracia animal y constante inspi­ración; y nunca se ven tentadas a vivir de otro modo que de acuerdo con su propia dharma o ley inmanente. Gra­cias a sus facultades de razonamiento y al lenguaje, ins­trumento de la razón, el hombre (en su condición mera­mente humana) vive nostálgica, aprensiva y esperanza­damente en el pasado y el futuro así como en el presente; no tiene instintos que le digan lo que hay que hacer, debe fiarse de su habilidad personal más bien que en una inspiración recibida de la divina Naturaleza de las Cosas; se encuentra en una condición de crónica guerra civil entre pasión y prudencia y, en un superior nivel de con­ciencia y sensibilidad ética, entre el egoísmo y el asomo de espiritualidad. Pero esta "pesada condición de la hu­manidad" es el indispensable requisito previo del esclare­cimiento y la salvación. El hombre debe vivir en el tiempo para poder avanzar hacia la eternidad, no ya en el plano animal, sino en el espiritual; debe tener conciencia de sí mismo como de un yo separado para poder trascender conscientemente esta separación; debe dar la batalla al yo inferior para poder llegar a identificarse con ese Yo superior que está en él y que es afín al divino NO- YO; y finalmente debe hacer uso de su talento para ir, más allá de su talento, hasta la visión intelectual de la Verdad, el conocimiento inmediato, unitivo de la divina Base. La razón y sus obras "no son ni pueden ser un medio inme­diato de unión con Dios". El medio inmediato es el "inte­lecto", en el sentido escolástico de la palabra, o espíritu. En último término el uso y finalidad de la razón es crear las condiciones internas y externas favorables a su propia transfiguración por el espíritu y en espíritu. Es la lámpara mediante la cual halla el camino para ir más allá de sí misma. Vemos, pues, que como medio para un medio inmediato para un Fin, el razonamiento discursivo tiene enorme valor. Pero si, en nuestro orgullo y locura, lo tratamos como un medio inmediato para el Fin divino (como mucha gente religiosa ha hecho y hace todavía), o si, negando la existencia de un Fin eterno, lo considera­mos a la vez como un medio para el Progreso y como su siempre reculada meta en el tiempo, el talento se convier­te en enemigo, en una fuente de ceguera de espíritu, mal moral y desastre social. En ningún período de la historia fue el talento tan altamente valorado ni, en ciertas direc­ciones, tan amplia y eficientemente educado como en el tiempo presente. Y en ningún tiempo la visión intelectual y la espiritualidad fueron menos estimadas, ni el Fin para el cual son el medio inmediato menos amplia y ansiosa­mente procurado. Porque la tecnología adelanta, nos imaginamos que estamos haciendo un correspondiente adelanto a lo largo de toda la línea; porque tenemos considerable poder sobre la naturaleza inanimada, esta­mos convencidos de que somos dueños de nuestro desti­no y capitanes de nuestra alma; y porque el talento nos ha dado tecnología y poder, creemos, pese a todas las pruebas en contra, que sólo debemos continuar siendo cada vez más talentosos, de un modo todavía más siste­mático, para lograr el orden social, la paz entre las nacio­nes y la felicidad personal.

En la extraordinaria obra maestra de Wu Ch'êng-ên (tan admirablemente traducida al inglés por Arthur Waley), hay un episodio, a la vez cómico y profundo, en el cual Mono (que, en la alegoría, es la encarnación del talento humano) llega al cielo y causa allí tanta perturba­ción, que al fin Buda tiene que ser llamado para arreglar las cosas. Termina así:

—Haré una apuesta contigo —dijo Buda—. Si eres realmente tan listo, salta fuera de la palma de mi mano derecha. Si logras hacerlo, diré al Emperador de Jade que venga a vivir conmigo en el Paraíso Occidental, y tú tendrás su trono sin más palabras. Pero, si fracasas, volverás a la tierra y allí harás penitencia durante muchas kalpas antes de que vuelvas a acudir a mí con tu charla.

"Este Buda —díjose Mono— es un perfecto necio. Soy capaz de dar un salto de ciento ocho mil leguas, mientras que su mano no tendrá un ancho superior a ocho pulgadas. ¿Cómo podría dejar de salir de ella con un salto?"

—¿Estás seguro de que estás en condiciones de hacer esto por mí? —preguntó.

—Claro que lo estoy —dijo Buda.

Extendió su mano derecha, que parecía tener el tamaño de una hoja de loto. Mono puso su porra detrás de su oreja y saltó con toda su fuerza. "Todo marcha —se dijo—. Ya estoy fuera." Zumbaba tan rápido que era casi invisible, y Buda, que lo observaba con los ojos de la sabiduría, vio precipitarse una simple perinola.

Mono llegó al fin a cinco columnas color de rosa, erguidas en el aire. "Esto es el fin del mundo —díjose Mono—. No hay más que hacer que volver a Buda y reclamar mi prenda. El Trono es mío."

"Espera un momento —díjose luego—. Mejor será dejar aquí alguna señal, por si tengo algún lío con Buda." Se arrancó un cabello y sopló sobre él con mágico aliento, exclamando: —¡Cambia! —Se trans­formó al punto en un pincel de escribir cargado de densa tinta, y él escribió en la base de la columna central: "El Gran Sabio Igual al Cielo alcanzó este lugar." Luego, para señalar su falta de respeto, alivió la naturaleza al pie de la primera columna y de una voltereta volvió al sitio de donde había venido. De pie en la palma de Buda, dijo:

—Bueno, me fui y ya estoy de vuelta. Puedes ir a decirle al Emperador de Jade que suelte para acá los palacios del Cielo.

—Simio hediondo —dijo Buda—, estuviste todo el rato en la palma de mi mano.

—Te equivocas —dijo Mono—. Llegué hasta el fin del Mundo, donde vi cinco columnas color de carne que se elevaban hacia el cielo. Escribí algo en una de ellas. Te llevaré allí para mostrártelo, si quieres.

—No hay necesidad —dijo Buda—. Mira para aba­jo.

Mono miró con sus ardientes, acerados ojos, y allá en la base del dedo medio de Buda vio escritas las palabras: "El Gran Sabio Igual al Cielo alcanzó este lugar." Y de la horcadura entre el pulgar y el índice subía un olor de orina de mono.

De Mono
Y así, después de orinar triunfalmente en la ofrecida mano de la Sabiduría, el Mono que hay en nosotros da la espalda y, lleno de engreída confianza en su propia omnipotencia, emprende la tarea de transformar el mundo de los hombres y las cosas en algo más cercano al deseo de su corazón. A veces sus intenciones son buenas; a veces, conscientemente malas. Pero, sean cuales fueren sus intenciones, los resultados de la acción emprendida aun por el talento más brillante cuando no está iluminado por la divina Naturaleza de las Cosas, son generalmente malos. Que la humanidad en general lo ha comprendido siempre claramente, lo prueban los usos del lenguaje. "Listo" y "vivo" se usan a menudo como sinónimos de "inteligente" y ambos adjetivos indi­can una opinión moralmente más o menos desfavorable respecto a aquellos a quienes se aplican. De un comerciante o abogado "astuto" se dice con frecuencia que es "muy pillo", a modo de dudoso cumplido. Cuando se dice de alguien que "sabe vivir" no se indica precisa­mente que lleva una vida "sabia" en el mejor sentido de la palabra. Por otra parte, con frecuencia a los tontos se les llama "inocentes".

"Este uso de inocente —dice Richard Trent— supone que herir o perjudicar es el principal empleo que los hombres dan a sus facultades intelectuales; que, cuando son sabios, lo más frecuente es que lo sean para hacer el mal." Entretanto, no hay que decir que el talento y el conocimiento acumulado son indispensables, pero siem­pre como medio para un medio inmediato y nunca como medio inmediato o, lo que es todavía peor, como fin en sí mismos. Quidfaceret eruditio sine dilectione? —dice San Bernardo—. Inflaret. Quid, absque eruditione dilectio? Erraret. ¿Qué haría la ciencia sin amor? Inflaría. Y ¿el amor sin ciencia? Se descarriaría.

Como son los hombres, tal les parecerá ser Dios mismo.

John Smith, el platonista

La mente de los hombres percibe las segundas cau­sas, pero sólo los profetas perciben la acción de la Primera Causa.



Jalal-uddin Rumi
La cantidad y clase de conocimiento que adquirimos depende, primero, de la voluntad y, en segundo lugar, de nuestra constitución psicofísica y de las modificaciones impuestas en ella por el medio ambiente y nuestra propia elección. Así, el profesor Burkitt ha señalado que, en lo que concierne a los descubrimientos tecnológicos, "el deseo del hombre ha sido el factor importante. En cuanto se desea concretamente una cosa, una y otra vez se ha producido en un tiempo sumamente corto... En cambio, nada enseñará a los bosquimanos del África del Sur a plantar y apacentar. No tienen ningún deseo de hacerlo". Lo mismo puede decirse de los descubrimientos éticos y espirituales. "Eres tan santo como deseas serlo", era la divisa que Ruysbroek daba a los estudiantes que acudían a visitarlo. Y habría podido añadir: "Puedes, pues, cono­cer de la Realidad tanto como desees conocer" —pues el conocimiento es en el conociente según el modo del conociente, y el modo del conociente, en ciertos importantísimos aspectos, está bajo el dominio del mis­mo. El liberador conocimiento de Dios va a los puros de corazón y pobres de espíritu; y aunque tal pureza y pobre­za sean de logro enormemente difícil, son, sin embargo, posibles para todos.

Ella dijo, además, que si se quiere alcanzar la pureza mental es necesario abstenerse totalmente de juzgar al prójimo y de toda vana habladuría acerca de su con­ducta. En las criaturas siempre debería buscarse única­mente la voluntad de Dios. Con gran fuerza decía: "Por ninguna razón deben juzgarse las acciones de las cria­turas ni sus móviles. Aun cuando veamos que es real­mente un pecado, no deberíamos juzgarlo, sino tener santa y sincera compasión y ofrecerla a Dios con plega­ria humilde y devota."



Del Testamento de Santa Catalina de Siena, escrito por Tommaso di Petra

Esta abstención total de juicios sobre nuestros seme­jantes es sólo una de las condiciones de la pureza interior. Las otras fueron ya expuestas en la sección dedicada a la "Mortificación".


El aprender consiste en añadir día a día al acopio que uno posee. La práctica del Tao consiste en sustraer día a día: sustraer y volver a sustraer hasta que se ha alcanzado la inactividad.

Lao Tse


Es la inactividad de la obstinación y el talento egocén­trico lo que hace posible la actividad dentro del alma, vaciada y purificada, de la eterna Talidad. Y cuando la eternidad es conocida en las cumbres interiores, tam­bién es conocida en plenitud de experiencia, fuera en el mundo.

¿Distinguiste alguna vez una gloriosa eternidad en un alado momento del tiempo? ¿Viste alguna vez un brillante infinito en la angosta punta de un objeto? Pues ya sabes lo que espíritu significa —el remate en aguja, al cual todas las cosas ascienden armoniosa­mente, en el cual todas se encuentran y descansan contentas en una insondada Hondura de Vida.



Peter Sterry

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