En este punto, parece indicado volver atrás, por un momento, de la ética a la psicología, en que un problema importantísimo nos espera —un problema al que han dedicado mucha atención los expositores de la Filosofía Perenne. ¿Cuál es precisamente la relación entre la constitución y el temperamento individuales por una parte y la clase y grado de conocimiento espiritual por otra? No hay material disponible para una respuesta afinada y comprensiva a esta pregunta —salvo quizás en la forma de esa ciencia incomunicable, basada en la intuición y una larga práctica, que existe en la mente de los "directores espirituales" experimentados. Pero la respuesta que puede darse, aunque incompleta, es muy significativa.
Todo conocimiento, según ya vimos, es función del ser o, para expresar la misma idea en términos escolásticos, la cosa conocida es en el conociente según el modo del conociente. En la Introducción se hizo referencia al efecto que tienen sobre el conocimiento los cambios del ser a lo largo de lo que podría llamarse su eje vertical, en el sentido de la santidad o su opuesto. Pero también hay variación en el plano horizontal. Congénitamente, por nuestra constitución psicofísica, cada uno de nosotros nace en cierta posición en este plano horizontal. Es un territorio vasto, aún imperfectamente explorado, un continente que se extiende desde la imbecilidad hasta el genio, de la tímida debilidad a la fuerza agresiva, de la crueldad a la benevolencia pickwickiana, de la sociabilidad que se revela a la misantropía taciturna y el amor de la soledad, de una casi frenética lascividad a una casi no tentada continencia. Desde cualquier punto de esta enorme extensión de posible naturaleza humana, un individuo puede moverse casi indefinidamente arriba o abajo, hacia la unión con la divina Base de su propio ser y todos los demás seres, o hacia los últimos, los infernales extremos de separación y egoísmo. Pero, en cuanto al movimiento horizontal, hay mucha menos libertad. Es imposible que una clase de constitución física se transforme en otra clase; y el temperamento particular asociado con una determinada constitución física sólo puede modificarse dentro de estrechos límites. Con la mejor buena voluntad del mundo y el mejor medio ambiente social, lo más a que puede uno aspirar es sacar el mejor partido posible de su congénita constitución psicofísica; el cambiar las tramas fundamentales de la constitución y el temperamento está fuera de su alcance.
En el curso de los últimos treinta siglos se ha intentado muchas veces elaborar un sistema de clasificación para medir y describir las diferencias humanas. Por ejemplo, hay el antiguo método hindú de clasificar a la gente según las categorías psico-físico-sociales de las castas. Hay las clasificaciones principalmente médicas, asociadas con el nombre de Hipócrates, clasificaciones en términos de dos "hábitos" principales —el tísico y el apoplético— o de los cuatro humores (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla) y las cuatro cualidades (caliente, fría, húmeda y seca). Más recientemente ha habido los varios sistemas fisonómicos del siglo XVIII y principios del XIX; la tosca y meramente psicológica dicotomía de introversión y extraversión; las más completas, pero todavía inadecuadas, clasificaciones psicofísicas propuestas por Kretschmer, Stockard, Viola y otros; y finalmente el sistema, más comprensivo, más flexiblemente adecuado a la complejidad de los hechos que todos los que le precedieron, elaborado por el Dr. William Sheldon y sus colaboradores.
En Occidente, la tradicional clasificación católica de los seres humanos se basa en la anécdota evangélica de Marta y María. El modo de Marta es el de salvación por la acción; el de María es el modo por la contemplación.
Siguiendo a Aristóteles, que en esta como en muchas otras materias estaba de acuerdo con la Filosofía Perenne, los pensadores católicos han considerado la contemplación (cuyo más alto término es el conocimiento unitivo de la Divinidad) como la última finalidad del hombre, y por esto han sostenido siempre que el de María era realmente el mejor modo.
Es harto significativo el que, en términos esencialmente similares, el Dr. Radin clasifique y (por inferencia) evalúe a los seres humanos primitivos en lo que tienen de filósofos y devotos. Para él no cabe duda de que las formas monoteístas superiores de la religión primitiva son creadas (¿o habría que decir, con Platón, descubiertas?) por personas pertenecientes a la primera de las dos grandes clases psicofísicas de seres humanos —los hombres de pensamiento. A los pertenecientes a la otra clase, a los hombres de acción, se debe la creación o descubrimiento de las clases de religión inferiores, no filosóficas, politeístas.
Esta simple dicotomía es una clasificación de las diferencias humanas que es válida hasta donde alcanza. Pero como todas esas dicotomías, sean físicas (como la hipocrática división de la humanidad en los de hábito tísico y los de hábito apoplético), sean psicológicas (como la clasificación de Jung en términos de introvertido y extravertido), este agrupamiento de los religiosos en los que piensan y los que actúan, los que siguen a Marta y los que a María, es inadecuado a los hechos. Y, por supuesto, ningún pastor de almas, ningún jefe de organización religiosa queda, en la práctica, contento con este sistema, excesivamente simple. Bajo los mejores escritos católicos sobre la plegaria y la mejor práctica católica en el reconocimiento de vocaciones y asignación de deberes, sentimos la existencia de una implícita, informulada clasificación de diferencias humanas más completa y más realista que la explícita dicotomía de acción y contemplación.
En el pensamiento hindú las líneas generales de esta clasificación más completa y más adecuada están claramente indicadas. Los caminos que conducen a la libertadora unión con Dios no son dos, sino tres: el de las obras, e! del conocimiento y el de la devoción. En el Bhagavad Gita, Sri Krishna instruye a Arjuna sobre los tres senderos: liberación por la acción sin apego; liberación por el conocimiento del Yo y la Base Absoluta de todo ser con la cual se identifica; y liberación por la intensa devoción al Dios personal o encarnación divina.
Haz sin apego el trabajo que tienes que hacer; pues el hombre que hace su trabajo sin apego alcanza en verdad la Meta Suprema. Por la acción sola, hombres como Janaka lograron la perfección.
Pero también hay el modo de María.
Librados de pasión, temor e ira, absortos en Mí refugiados en Mí, y purificados por los fuegos del Conocimiento, muchos han llegado a ser uno con mi Ser.
Y también:
Aquellos que han dominado completamente sus sentidos y son ecuánimes bajo cualquiera condición, y así contemplan lo Imperecedero, lo Inefable, lo Inmanifiesto, lo Omnipresente, lo Incomprensible, lo Eterno —consagrados al bienestar de todos los seres, ellos solos, y nadie más, Me alcanzan.
Pero el sendero de la contemplación no es fácil.
La tarea de aquellos cuya mente apunta a lo Inmanifiesto es la más difícil; pues, para aquellos que son en el cuerpo, el advertimiento de lo Inmanifiesto es difícil. Pero los que consagran todas sus acciones a Mí (como Dios personal o como Encarnación divina), que Me consideran como la Meta suprema, que Me veneran y meditan sobre Mi con mente concentrada; para aquellos cuya mente está así absorta en Mí, no tardo en ser su Salvador del océano de mortalidad del universo.
Estos tres modos de liberación están precisamente relacionados con las tres categorías en cuyos términos Sheldon ha elaborado la que es, sin duda alguna, la mejor y más adecuada clasificación de diferencias humanas. Los seres humanos, según él nos lo ha mostrado, varían continuamente entre los extremos viables de un sistema tripolar; y pueden idearse medidas físicas y psicológicas mediante las cuales cualquier individuo dado puede ser situado exactamente en relación con las tres coordenadas. O, expresándolo de otro modo, podemos decir que cualquier individuo dado es una mezcla, en proporciones variables, de tres componentes físicos y tres componentes piscológicos estrechamente relacionados. La fuerza de cada componente puede medirse según procedimientos determinados empíricamente. A los tres componentes físicos Sheldon les da los nombres de endomor-fía, mesomorfía y ectomorfía. El individuo con elevado grado de endomorfía es predominantemente blando y redondeado y puede fácilmente llegar a ser muy gordo. El mesomorfo acentuado es duro, huesudo y musculoso. El ectomorfo acentuado es delgado y tiene huesos pequeños y músculos correosos, débiles, no aparentes. El endomorfo tiene un intestino enorme, un intestino que puede tener más del doble, en peso y longitud, que el del extremo ectomorfo. Puede decirse que realmente su cuerpo está construido en torno a su conducto digestivo. El hecho centralmente significativo del físico mesomórfico, en cambio, es la potente musculatura, mientras que el del ectomorfo es el sistema nervioso supersensible y (puesto que la razón de superficie corporal a masa es más alta en los ectomorfos que en cualquiera de los otros tipos) relativamente indefenso.
Con la constitución endomórfica está estrechamente relacionada una trama temperamental que Sheldon llama viscerotonía. Entre los rasgos viscerotónicos, son significativos la afición a comer y, característicamente, a comer en compañía; la afición a las comodidades y los lujos, la afición a las ceremonias; una amabilidad que no distingue y afición a la gente como tal, temor a la soledad y anhelo de compañía; inhibida expresión de las emociones; amor a los niños, en forma de nostalgia hacia el propio pasado y goce intenso de la vida familiar; anhelo de afectos y apoyo social, y necesidad de los otros en momentos de apuro. Al temperamento relacionado con la mesomorfía se le llama samatotonía. En ésta los rasgos dominantes son amor a la actividad muscular, agresividad y avidez de poder; indiferencia al dolor; insensibilidad respecto a los sentimientos ajenos; afición a la lucha y a la competencia; grado elevado de bravura física; sentimiento nostálgico, no por la niñez, sino por la juventud, el período de máxima potencia muscular; necesidad de actividad en momentos de apuro.
Por las antecedentes descripciones se ve cuan inadecuada es la concepción jungiana de la extraversión, como simple antítesis de la introversión. La extraversión no es simple; es de dos clases radicalmente diferentes. Hay la extraversión emotiva, sociable del endomorfo viscerotó-nico —la persona que está siempre buscando compañía y diciendo a todo el mundo precisamente lo que siente. Y hay la extraversión del musculoso somatotónico —la persona que mira el mundo como lugar donde puede ejercer su poder, donde puede doblegar a la gente a su voluntad y dar forma a las cosas según el anhelo de su corazón. Una es la afable extraversión del corredor de comercio, el rotario campechano, el liberal clérigo protestante. La otra es la extraversión del ingeniero que desfoga su apetito de poder en las cosas, del deportista y el soldadote profesional, del ambicioso director comercial y el político, del dictador, sea en el hogar o al frente de un Estado.
Con la cerebrotonía, el temperamento relacionado con el físico ectomórfico, dejamos el afable mundo de Pickwick, el mundo esforzadamente competidor de Hotspur, y pasamos a una clase de universo enteramente diferente y algo inquietante: el de Hamlet e Ivan Kara-mazov. El cerebrotónico extremo es el superatento, supersensible introvertido, más preocupado por lo que ocurre detrás de sus ojos —por las construcciones del pensamiento y la imaginación, por las variaciones del sentimiento y la conciencia— que por el mundo externo, al cual, a sus diferentes modos, el viscerotónico y el somatotónico prestan su principal atención y homenaje. Los cerebrotónicos no sienten, o sienten poco, deseo de dominar, ni sienten tampoco el indistinto afecto del viscerotónico a la gente como gente; por el contrario, quieren vivir y dejar vivir, y su pasión por su retiro es intensa. El confinamiento solitario, el más terrible castigo que pueda infligirse a la persona blanda, redondeada y afable, no es para el cerebrotónico ningún castigo. Para él, el horror final es la escuela de internos y los cuarteles. En compañía, los cerebrotónicos se sienten nerviosos y tímidos, tensamente inhibidos y de humor impredecible. (Es significativo que ningún cerebrotónico extremo haya sido nunca buen actor.) Los cerebrotónicos detestan el dar portazos o levantar la voz y sufren agudamente con los desenfrenados mugidos y patulleos del somatotónico. Se conducen con contención y, cuando han de expresar sus sentimientos, son sumamente reservados. El chorro emotivo del viscerotónico les choca ofensivamente superficial y aun insincero, y se impacientan con las ceremonias del viscerotónico y su amor al lujo y la magnificencia. No forman hábitos fácilmente y les es difícil adaptar su vida a las rutinas, a que tan naturalmente se prestan los somatotónicos. A causa de su supersensibilidad, los cerebrotónicos son a menudo sumamente, casi insanamente sexuales; pero pocas veces sienten la tentación de la bebida —pues el alcohol, que eleva la natural acometividad del somatotónico y aumenta la relajada amabilidad del viscerotónico, meramente les hace sentirse molestos y deprimidos. Cada uno a su modo, el viscerotónico y el somatotónico están bien adaptados al mundo en que viven; pero el introvertido cerebrotónico es en cierto modo inconmensurable con las cosas, gente e instituciones que lo rodean. En consecuencia, una proporción notablemente elevada de cerebrotónicos extremos no tienen éxito como ciudadanos normales y pilares medios de la sociedad. Pero si muchos fracasan, muchos también llegan a ser anormales por la parte superior al promedio. En universidades, monasterios y laboratorios de investigación —dondequiera que se den condiciones protectoras para aquellos cuyos débiles músculos y pequeño vientre no les permite abrirse paso, peleando o comiendo, por entre la ordinaria arrebatiña— el porcentaje de cerebrotónicos que descuellan por sus dotes es casi siempre muy elevado. Dándose cuenta de la importancia de este tipo extremo de ser humano, superrevolucionado y apenas viable, todas las civilizaciones han proveído de uno u otro modo a su protección.
A la luz de estas descripciones podemos comprender más claramente la clasificación que hace el Bhagavad Gita de los caminos de salvación. El sendero de la devoción es el que sigue naturalmente la persona en que es elevado el componente viscerotónico. Su innata tendencia a exteriorizar las emociones que espontáneamente siente respecto a las personas puede ser disciplinada y encauzada de tal modo que una tendencia meramente animal a andar en manada y una benevolencia meramente humana se transformen en caridad —devoción al Dios personal y a la buena voluntad universal y compasión hacia todos los seres sensibles.
El sendero de las obras es para aquellos cuya extraversión es de la clase somatotónica, aquellos que en toda circunstancia sienten la necesidad de "hacer algo". En el somatotónico no regenerado este anhelo de acción va siempre asociado a la agresividad, afirmación de sí mismo y avidez de poder. Para el Kshatriya, o gobernante guerrero nato, la tarea, como Krishna la explica a Arjuna, consiste en desembarazarse de esos fatales acompañamientos del amor a la acción, y obrar sin pensar en los frutos del obrar, en un estado de completo desapego al yo. Lo cual, por supuesto, como todo lo demás, se dice mucho más fácilmente que se hace.
Finalmente, hay el camino del conocimiento, mediante la modificación de la conciencia, hasta que deja de ser egocéntrica y llega a centrarse en la Base divina y a unirse con ella. Éste es el camino al que el cerebrotónico extremo se siente naturalmente atraído. Su disciplina especial consiste en la mortificación de su nata tendencia a la introversión por ella misma, al pensamiento, la imaginación y al propio análisis como fines en sí mismos más bien que como medios para la final trascendencia de la fantasía y el razonamiento discursivo, en el acto atemporal de la intuición intelectual pura.
Dentro de la población general, la variación, como vimos, es continua, y en la mayor parte de personas los tres componentes están mezclados en proporciones harto iguales. Sin embargo, a pesar de su rareza, la teología y la ética, por lo menos en su aspecto teórico, han sido principalmente dominadas por las tramas ideológicas de esos individuos extremos. La razón de que esto ocurra es sencilla. Cualquier posición extrema es más intransigentemente clara y, por tanto, más fácilmente reconocida y comprendida, que las posiciones intermedias, que son la natural trama ideológica de la persona en que los componentes constitutivos de la personalidad están equilibrados. Debe notarse que estas posiciones intermedias no contienen ni concilian en ningún sentido las posiciones extremas; son meramente otras tramas de pensamiento añadidas a la lista de los sistemas posibles. La Construcción de un sistema completo de metafísica, ética y psicología es una tarea que nunca podrá ser realizada por un solo individuo, por la suficiente razón de que es un individuo con una clase particular de constitución y temperamento y, por tanto, capaz de conocer sólo según el modo de su propio ser. De ahí las ventajas inherentes a lo que podría llamarse el modo antológico de abordar la verdad.
La sánscrita dharma —una de las palabras clave de las formulaciones indias de la Filosofía Perenne— tiene dos sentidos principales. La dharma de un individuo es, ante todo, su naturaleza esencial, la ley intrínseca de su ser y desarrollo. Pero dharma significa también la ley de la rectitud y la piedad. Las inferencias que pueden sacarse de este doble sentido son claras: el deber de un hombre, cómo debería vivir, lo que debería creer y lo que debería hacer con sus creencias —estas cosas están condicionadas por su naturaleza esencial, su constitución y temperamento. Yendo mucho más allá de lo que van los católicos, con su doctrina de las vocaciones, los indios admiten el derecho de los individuos con diferentes dharmas a adorar diferentes aspectos o conceptos de lo divino. De ahí la casi total inexistencia, entre hindúes y budistas, de persecuciones sangrientas, guerras religiosas y proselitismo imperialista.
Debería, sin embargo, notarse que, dentro de su propia grey eclesiástica, el catolicismo ha sido casi tan tolerante como el hinduismo y el budismo mahayánico. Nominalmente una, cada una de estas religiones consiste, en realidad, de varias religiones muy distintas, que abarcan toda la gama del pensamiento y la conducta, desde el fetichismo, pasando por el politeísmo, por el monoteísmo legalista, por la devoción a la sagrada humanidad del Avatar, a la profesión de la Filosofía Perenne y la práctica de una religión puramente espiritual que busca el conocimiento unitivo de la Divinidad Absoluta. Estas toleradas religiones dentro de la religión no son, por supuesto, consideradas como igualmente valiosas ni igualmente verdaderas. El culto politeísta puede ser nuestra dharma; sin embargo, queda en pie el hecho de que la finalidad última del hombre es el conocimiento unitivo de la Divinidad, y todas las formulaciones históricas de la Filosofía Perenne concuerdan en que todo ser humano debería alcanzar este fin, y quizá, de uno u otro modo, consiga alcanzarlo. "Todas las almas —escribe el padre Garrigou-Lagrange— reciben un remoto llamado general a la vida mística y si todas evitaran fielmente, como deberían, no solamente los pecados mortales, sino también los veniales; si fueran, cada una según su condición, dóciles al Espíritu Santo y vivieran el tiempo suficiente, llegaría un día en que recibirían la inmediata y eficaz vocación a una alta perfección y a la vida mística propiamente dicha." En esta afirmación concurrirían probablemente los teólogos hindúes y budistas; pero añadirían que toda alma alcanzará finalmente esta "alta perfección". Todos son llamados, mas en cualquiera generación dada pocos son los elegidos, porque pocos se eligen a sí mismos. Pero la serie de existencias conscientes, corpóreas o incorpóreas, es indefinidamente larga; cada uno tiene, pues, tiempo y oportunidad para aprender las lecciones necesarias. Además, siempre habrá auxiliadores. Pues periódicamente ocurren "descendimientos" de la Divinidad en forma física; y en todos los tiempos hay futuros Budas dispuestos, al borde de la reunión con la Luz Inteligible, a renunciar a la beatitud de la liberación inmediata para volver como salvadores y maestros una y otra vez al mundo del sufrimiento, el tiempo y el mal, hasta que por fin todo ser sensible llegue a libertarse en la eternidad.
Las consecuencias prácticas de esta doctrina son harto claras. Las formas inferiores de la religión, sean emotivas, activas o intelectuales, no son nunca aceptadas como definitivas. Cierto que cada una de ellas ocurre naturalmente en personas de cierta clase de constitución y temperamento; pero la dharma o deber de cualquier individuo dado no es el permanecer complacidamente fijo en una religión imperfecta que le venga bien; es más bien el trascenderla, no por una imposible negación de los modos de pensamiento, conducta y sentimiento que le son naturales, sino haciendo uso de ellos de tal manera, que por los medios de la naturaleza pueda ir más allá de la naturaleza. Así el introvertido usa del "discernimiento" (según la expresión india) y aprende a distinguir las actividades mentales del yo, de la conciencia principal del Yo, que es afín a la divina Base, o idéntico a ella. El emotivo extravertido aprende a "odiar a su padre y a su madre" (en otras palabras, a abandonar su egoísta apego a los placeres de indistintamente amar y ser amado), concentra su devoción en el aspecto personal o encarnado de Dios, y llega por fin a amar a la Divinidad Absoluta por un acto, no ya del sentimiento, sino de la voluntad iluminada por el conocimiento. Y finalmente hay esa otra clase de extravertido, cuya preocupación no es por los placeres de dar o recibir afecto, sino por la satisfacción de su avidez de poder sobre las cosas, acontecimientos y personas. Usando su propia naturaleza para trascenderla, debe seguir el sendero descrito en el Bhagavad Gita para el desconcertado Arjuna —el sendero del obrar sin apego a los frutos del obrar, el sendero de lo que San Francisco de Sales llama "santa indiferencia", el sendero que conduce, por el olvido del yo, al descubrimiento del Yo.
En el curso de la historia ha sucedido a menudo que una u otra de las religiones imperfectas ha sido tomada demasiado en serio y considerada como buena y verdadera en sí misma, en vez de como medio para el fin último de toda religión. Los efectos de tales errores son con frecuencia desastrosos. Por ejemplo, muchas sectas protestantes han insistido en que es necesaria, o por lo menos sumamente deseable, la conversión violenta. Pero, como lo hizo notar Sheldon, la conversión violenta es un fenómeno limitado casi exclusivamente a personas con alto grado de somatotonía. Tales personas son tan intensamente extravertidas, que no se dan cuenta de lo que ocurre en las capas inferiores de su mente. Si por algún motivo se vuelve su atención hacia dentro, el resultante conocimiento de sí mismo, a causa de su novedad y extrañeza, se presenta con la fuerza y la cualidad de una revelación, y su metánoia, o cambio mental, es repentina y estremecedora. Este cambio puede estar dirigido hacia la religión o hacia una cosa distinta; por ejemplo, hacia el psicoanálisis. Insistir en la necesidad de la conversión violenta como único medio de salvación es aproximadamente tan sensato como insistir en la necesidad de tener cara larga, grandes huesos y potentes músculos. A los naturalmente sujetos a esta clase de trastorno emotivo, la doctrina que hace depender la salvación de la conversión les da una complacencia que es fatal para el desarrollo espiritual, mientras que los que son incapaces de ella se llenan de no menos fatal desesperación. Fácilmente podrían citarse otros ejemplos de teologías inadecuadas basadas en la ignorancia psicológica. Se recuerda, por ejemplo, el triste caso de Calvino, el cerebrotónico que tomó sus propias construcciones intelectuales tan en serio, que perdió todo sentido de la realidad, así humana como espiritual. Y, luego, ahí está nuestro protestantismo liberal, esa herejía predominantemente viscerotónica, que parece haber olvidado la existencia misma del Padre, el Espíritu y el Logos e iguala el cristianismo con el apego emotivo a la humanidad de Cristo o (para usar una corriente expresión popular) "la personalidad de Jesús", adorada con idolatría como si no hubiera otro Dios. Aun dentro del abarcador catolicismo, oímos constantemente quejas acerca de ignorantes y egocéntricos directores de almas, que imponen a las que tienen a su cargo una dharma religiosa completamente inadecuada a su naturaleza —con resultados que escritores como San Juan de la Cruz describen como completamente perniciosos. Vemos, pues, que es natural que atribuyamos a Dios las cualidades que nuestro temperamento tiende a hacernos percibir en El; pero, de no ser que la naturaleza encuentre el modo de trascenderse por medio de sí misma, estamos perdidos. En último término, Filón está en lo cierto al decir que los que no conciben a Dios pura y simplemente como el Uno dañan, no a Dios, por supuesto, sino a sí mismos y, junto con ellos, a sus semejantes.
El camino del conocimiento conviene naturalísimamente a las personas cuyo temperamento es predominantemente cerebrotónico. No quiero decir con ello que es fácil para el cerebrotónico seguir este camino. Los pecados que especialmente le asedian son tan difíciles de vencer como los que asedian al somatotónico, ávido de poder, y al viscerotónico extremo, con su gula y su ansia de comodidades y aprobación social. Más bien quiero decir que la idea de que tal camino existe y puede seguirse (sea por el discernimiento, o el obrar sin apego y la devoción unitendente) se le ocurre espontáneamente al cerebrotónico. En todos los niveles de cultura él es el monoteísta natural; y este monoteísta natural, como los ejemplos de teología primitiva del Dr. Radin lo muestran claramente, es a menudo un monoteísta de la escuela del tai tvam asi, de la luz interior. Las personas destinadas por su temperamento a una u otra de las dos clases de extraversión son politeístas naturales. Pero a los politeístas naturales se les puede convencer, sin mucha dificultad, de la superioridad teórica del monoteísmo. La naturaleza de la razón humana es tal, que halla una plausibilidad intrínseca en toda hipótesis que procure explicar lo vario en términos de unidad, reducir una multiplicidad aparente a una identidad esencial. Y partiendo de este monoteísmo teórico, el semiconvertido politeísta puede, si así lo quiere, continuar (mediante prácticas adecuadas a su temperamento) hasta el real advertimiento de la divina Base de su ser y todos los demás seres. Puede, repito, y a veces realmente lo hace. Pero, con mucha frecuencia, no lo hace. Existen muchos monoteístas teóricos cuya vida entera y todos sus actos prueban que en realidad continúan siendo lo que su temperamento los inclina a ser —politeístas, adoradores, no del Dios único de que a veces hablan, sino de muchos dioses, nacionalistas y tecnológicos, financieros y familiares, a los que en la práctica rinden todo homenaje.
En el arte cristiano, el Salvador ha sido casi invariablemente representado como un hombre delgado, de huesos pequeños y músculos poco aparentes. Los Cristos grandes y forzudos son más bien una chocante excepción de una muy antigua regla. Sobre las crucifixiones de Rubens, William Blake escribió desdeñosamente:
Yo entendía que Cristo era carpintero; no mozo de cervecero, señor mío.
En una palabra, se ve al Jesús tradicional como un hombre físico predominantemente ectomórfico y por tanto, por inferencia, de temperamento predominantemente cerebrotónico. El núcleo central de la doctrina cristiana primitiva confirma la corrección esencial de la tradición iconográfica. La religión de los Evangelios es lo que debería esperarse de un cerebrotónico —no, por supuesto, de cualquier cerebrotónico, sino de uno que había usado las peculiaridades psicofísicas de su propia naturaleza para trascender la naturaleza, que había seguido su dharma particular hasta su meta espiritual. La insistencia en que el Reino del Cielo es interior; el no hacer caso de los ritos, la levemente desdeñosa actitud hacia el legalismo, hacia las rutinas ceremoniales de la religión organizada, hacia los días y lugares santos; la general cualidad extraterrena; el énfasis puesto en la contención, no sólo en la acción declarada, sino en el deseo y la no expresada intención; la indiferencia hacia los esplendores de la civilización material, y el amor a la pobreza como uno de los mayores bienes; la doctrina de que el desapego debe llevarse hasta la esfera de las relaciones familiares y de que aun la devoción a los más altos fines de los ideales meramente humanos, aun la rectitud de los escribas y fariseos, pueden ser desviaciones idólatras del amor de Dios —todas estas ideas son característicamente cerebrotónicas, tales que nunca se le habrían ocurrido espontáneamente al extravertido ávido de poder ni al igualmente extravertido viscerotónico.
El budismo primitivo no es menos predominantemente cerebrotónico que el cristianismo primitivo, y también lo es el Vedanta, la disciplina metafísica que llena el corazón del hinduismo. El confucianismo, por el contrario, es un sistema principalmente viscerotónico —familiar, ceremonioso y completamente mundano. Y en el mahometismo hallamos un sistema que incorpora elementos fuertemente somatotónicos. De ahí la negra historia del Islam en cuanto a guerras santas y persecuciones —historia comparable a la del cristianismo posterior, después que esta religión hubo transigido con la no regenerada somatoto-nía hasta el punto de llamar a su organización eclesiástica "la iglesia militante".
En cuanto atañe al logro del objetivo final del hombre, es tan desventajoso el ser un extremo cerebrotónico o viscerotónico como el ser un somatotónico extremo. Pero, mientras que el cerebrotónico y el viscerotónico no pueden hacer mucho daño sino a sí mismos y a los que están en contacto inmediato con ellos, el somatotónico extremo, con su natural agresividad, causa estragos en sociedades enteras. Desde un punto de vista, la civilización puede definirse como un complejo de dispositivos religiosos, legales y educativos para impedir que los somatotó-nicos extremos hagan demasiado daño, y para dirigir sus irreprimibles energías a cauces socialmente deseables. El confucianismo y la cultura china han procurado alcanzar este fin inculcando la piedad filial, buenos modales y un amable epicureismo viscerotónico —todo reforzado, algo incongruemente, por la espiritualidad y las restricciones cerebrotónicas del budismo y el taoísmo clásico. En la India, el sistema de castas representa una tentativa para subordinar el poder militar, político y financiero a la autoridad espiritual; y la educación dada a todas las clases insiste aún con tanta fuerza en que la finalidad última del hombre es el conocimiento unitivo de Dios, que todavía actualmente, aun después de cerca de doscientos años de europeización gradualmente acelerada, hay allí prósperos somatotónicos que, en la mitad de la vida, abandonan su riqueza, posición y poder para terminar sus días como humildes aspirantes al esclarecimiento. En la Europa católica, como en la India, hubo un esfuerzo para subordinar el poder temporal al espiritual; pero como la Iglesia misma ejercía poder temporal por medio de prelados políticos y magistrados hombres de negocios, el esfuerzo no tuvo nunca más que un éxito parcial. Después de la Reforma, aun el piadoso deseo de limitar el poder temporal por medio de la autoridad espiritual fue completamente abandonado. Enrique VIII hizo de sí mismo, según las palabras de Stubb, "el Papa, todo el Papa y algo más que el Papa", y su ejemplo ha sido seguido desde entonces por la mayoría de jefes de Estado. El poder ha sido limitado sólo por otros poderes, no por una apelación a primeros principios según la interpretación de los que, moral y espiritualmente, están calificados para saber de qué hablan. Entretanto, el interés en la religión ha declinado en todas partes, y aun entre los cristianos creyentes la Filosofía Perenne ha sido en gran parte reemplazada por una metafísica de inevitable progreso y un Dios evolutivo, por una apasionada preocupación, no por la eternidad, sino por el tiempo futuro. Y casi súbitamente, dentro del último cuarto de siglo, se ha consumado lo que Sheldon llama una "revolución somatotónica", dirigida contra todo lo que es característicamente cerebrotóni-co en la teoría y en la práctica de la cultura cristiana tradicional. He aquí algunos síntomas de esta revolución somatotónica.
En el cristianismo tradicional, como en todas las grandes formulaciones religiosas de la Filosofía Perenne, era un axioma el que la contemplación es el fin y propósito de la acción. Hoy la gran mayoría aun de cristianos declarados consideran la acción (dirigida hacia el progreso material y social) como el fin, y el pensamiento analítico (no se trata ya de pensamiento integral, o contemplación) como medio para tal fin.
En el cristianismo tradicional, como en las demás formulaciones de la Filosofía Perenne, el secreto de la felicidad y el camino de salvación no debían buscarse en el ambiente externo, sino en la situación espiritual del individuo respecto al ambiente. Hoy lo que más importa no es la situación espiritual, sino la situación del ambiente. La felicidad y el progreso moral dependen, según se piensa, de mayores y mejores mecanismos y de un más alto nivel de vida.
En la educación cristiana tradicional, los buenos modales desterraban toda expresión de placer en la satisfacción de apetitos físicos. "Puedes amar un ave volando, pero no cuando la están asando", tales eran los versos con que se instruía a los niños hace sólo cincuenta años. Hoy día, los jóvenes proclaman incesantemente cuánto "adoran" distintas clases de alimento y bebida; los adolescentes y adultos hablan de los "estremecimientos" que les causa el estimular su sexualidad. La popular filosofía de la vida dejó de basarse en los clásicos de la devoción y las reglas de la buena crianza aristocrática, y es moldeada ahora por los redactores de avisos, cuya única idea es la de persuadir a todo el mundo a ser lo más extravertido e inhibidamente codicioso posible, pues, naturalmente, sólo los ávidos de poseer, los inquietos, los perturbados gastan dinero en las cosas que los avisadores desean vender. El progreso tecnológico es en parte producto de la revolución somatotónica, en parte productor y mantenedor de esa revolución. La atención extravertida da por resultado descubrimientos tecnológicos. (Es harto significativo el que un alto grado de civilización material haya estado siempre asociado con la práctica, en gran escala y con sanción oficial, del politeísmo.) A su vez, los descubrimientos tecnológicos han conducido a la producción en masa; y es obvio que la producción en masa no puede mantenerse funcionando a plena carga sino persuadiendo a toda la población a que acepte la somatotónica Weltanschauung y a que obre en consecuencia.
Como el progreso tecnológico, con el cual está, de muchos modos, tan estrechamente asociada, la guerra moderna es a la vez causa y resultado de la revolución somatotónica. La educación nazi, que era concretamente educación para la guerra, tenía dos objetivos principales: alentar la manifestación de la somatotonía en los más ricos en este componente de la personalidad, y hacer que el resto de la población se sintiese avergonzada de su laxa amabilidad o de su íntima sensibilidad y su tendencia a la contención y a la delicadeza de espíritu. Durante la guerra, los enemigos del nazismo se han visto obligados, por supuesto, a copiar de la filosofía educativa de los nazis. Por todo el mundo, millones de hombres y aun de mujeres jóvenes son educados para ser "duros" y apreciar la "dureza" por encima de cualquier otra cualidad moral. Con este sistema de ética somatotónica está asociada la idólatra y politeísta teología del nacionalismo, seudorreli-gión mucho más fuerte actualmente para el mal y la división, que no lo es el cristianismo, o cualquier otra religión monoteísta para la unificación y el bien. En el pasado, la mayor parte de las sociedades intentaron de modo sistemático desalentar la somatotonía. Era esta una medida en defensa propia; no querían ser físicamente destruidas por la agresividad, ávida de poder, de su minoría más activa, y no querían ser espiritualmente cegadas por un exceso de extraversión. Durante los últimos años todo esto ha cambiado. ¿Cuál, podemos pensar con aprensión, será el resultado del común y universal trastorno de una política social inmemorial? Sólo el tiempo nos lo dirá.
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