El león invisible



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¡Bien! concluyó por mascullar el Martillo de Al cada vez menos satisfecho del rumbo que tomaban los acontecimientos. Si ya se ha extendido la noticia lo único que podemos hacer es vigilar de cerca a esos malditas bororos, e intentar averiguar qué es lo que piensan hacer cómo pretenden sacar del continente a esa mujer.

¿Y qué hay respecto al avión? quiso saber el duino.

Mañana mismo empezará la búsqueda fue la firme promesa. Y ahora vámonos a cenar, que ya apenas me mantengo en pie.

Abu Akim no había sido nunca un hombre que hiciera falsas promesas, por lo que a media mañana del día siguiente una Cessna azul y blanca despegó del aeropuerto de Kano para poner de inmediato rumbo al norte.

Una vez en la frontera comenzó el meticuloso trabajo de sobrevolar una extensa región de más de cien kilómetros de largo por cuarenta de ancho en la que las monótonas llanuras de alta hierba y las extensiones semidesérticas se alternaban con amplios bosques de acacias de no más de tres metros de altura, así como oscuras manchas de vegetación enmarañada que solían espesarse aún más en las profundas quebradas y los estrechos cauces de viejos ríos en los que el agua de las escasas lluvias locales se mantenía por más tiempo.

El piloto iba atento a seguir un rumbo de ida y vuelta a todo lo ancho de la franja que debían examinar, procurando que las pasadas en paralelo no se apartasen más de cuatro o cinco kilómetros las unas de las otras, mientras un hombre a su lado y otro detrás permanecían atentos a cada detalle del terreno, enfocando de tanto en tanto sus potentes prismáticos hacia un suelo que no se encontraba a más de quinientos metros de distancia.

Resultaba evidente que nada de cuanto se encontrase o se moviese bajo las alas les pasaría inadvertido.

Por suerte, como hombre nacido y celado en plena naturaleza, Usman Zahal Fodio contaba con un oído de elefante y una vista de halcón, por lo que la frágil Cessna aún se encontraba a más de veinte kilómetros de distancia cuando el ágil guerrero de las incontables cicatrices llegó corriendo al punto en que se encontraban sus compañeros de fatiga.

¡Un avión! exclamó agitado. ¡Un avión! ¡Nos busca!

El padre Anatole Moreau ni tan siquiera se inmutó, limitándose a señalar con absoluta naturalidad:

Era de suponer.

¿Y qué hacemos ahora?

Ante todo mantener la calma.

Nos descubrirán en cuanto pasen por encima. Eso es seguro. Pero a poco más de un kilómetro de aquí he encontrado un pequeño barranco en el que ya tenía pensado ocultar el Hummer. Es bastante estrecho, por lo que la vegetación lo cubre casi de lado a lado. Más vale que lo llevemos allí cuanto antes.

¿Y qué vamos a hacer con la ambulancia?

El misionero tardó en responder, introdujo uno de sus dedos en la barba, señal inequívoca de que estaba intentando pensar, y al fin, no demasiado seguro de sí mismo, señaló:

Creo que no habrá espacio suficiente para los dos vehículos y no recuerdo ningún otro barranco por los alrededores. Sin embargo, ahí delante, entre aquellos matojos, la arena parece bastante suelta. Si caváramos una fosa de poco más de metro y medio de profundidad y metiéramos dentro a la Tuerta cubriéndola de maleza, resultaría casi imposible que la distinguieran desde el aire. ¿Qué os parece?

Mejor eso que nada.

En ese caso más vale que nos pongamos a trabajar cuanto antes. Hizo un gesto señalando a Calicó al tiempo que añadía: Tú vendrás conmigo para ayudarme a esconder el coche grande, mientras estos dos se dedican a cavar como locos y lo más profundo posible.

Se apoderó de los viejos prismáticos que se encontraban en la guantera de su destartalado vehículo, trepó al techo y los enfocó en dirección al punto en que se distinguía el pequeño avión. Aguardó a que éste girara para alejarse de nuevo hacia el norte y en cuanto se cercioró de que comenzaba a perderse de vista saltó de nuevo al suelo para comentar:

¡Éste es el momento de movernos puesto que no pueden vernos! No perdamos tiempo.

Ayudó a trasladar al enfermo al interior de la ambulancia, y poniendo en marcha el llamativo vehículo rojo se alejó hacia el punto que había indicado en compañía de la muchacha de cara de gato a la que se advertía nerviosa y podría decirse que evidentemente entusiasmada.

Tal como había previsto, el Hummer 2 casi desapareció en el interior del estrecho barranco aún a costa de sufrir lamentables raspones y alguna que otra abolladura, por lo que les bastó con colocarle encima algunas ramas sujetas con gruesas piedras para que no hubiera sido posible advertir rastro alguno de él ni aun encontrándose al borde de la hondonada.

Más fatigoso les resultó emprender el camino de regreso barriendo las marcas que habían dejado los neumáticos a la par que sus propias huellas, y se encontraban ya a punto de retornar al campamento cuando volvieron a escuchar, esta vez con mayor nitidez, el runruneo del motor del aeroplano.

Se encontraba ya a menos de diez kilómetros de distancia y continuaba volando muy bajo.

La media hora siguiente constituyó una auténtica pesadilla puesto que el calor arreciaba y el suelo se hacía cada vez más duro a medida que profundizaban en la excavación, por lo que mientras los dos hombres sudaban a chorros cavando como posesos, Aziza Smain y Calicó, armadas de improvisadas escobas que no eran en realidad más que ramas, se afanaban febrilmente en la tarea de limpiar los alrededores de tal forma que no quedase a la vista rastro alguno de que allí habían acampado o por allí habían deambulado seres humanos durante los últimos tiempos.

El viento, tan frecuente y constante en la región, se había preocupado de borrar días atrás las huellas que dejaran los vehículos al aproximarse, por lo que el único peligro que corrían de momento se concretaba en el hecho de no conseguir ahondar lo suficiente como para que la ambulancia pudiera ser camuflada por completo.

La Cessna había llegado hasta el punto más alejado hacia el sur, y ahora volaba de nuevo hacia el norte, por lo que resultaba evidente que en su próxima pasada se encontraría casi justo sus cabezas, lo que hizo que las dos mujeres se apoderaran de platos de latón que hacían las veces de rústicas palas con intención de ayudar a sacar la mayor cantidad de tierra posible de la improvisada fosa.

Por último dejaron deslizar el vehículo con sumo cuidado por la empinada rampa que habían construido con ese fin, encajándolo en el hoyo de tal forma que tan sólo se podía entrar o salir de él por la puerta trasera, lo que provocó que el misionero comentara al tiempo que se secaba el sudor que le corría a chorros por la frente:

Para sacar de aquí a la pobre Tuerta tendremos que traer de nuevo el Hummer y remolcarla porque me da la impresión de que no sería capaz de subir por su propio esfuerzo ni aunque la matasen.

Fue en ese momento cuando Oscar Schneeweiss Gorriticoechea volvió en sí para inquirir en tono quejumbroso al advertir que se encontraba ya en el interior de la ambulancia:

¿Qué ocurre? ¿Es que ya me estáis enterrando?

¡No, hijo, no! fue la casi humorística respuesta. Estamos intentando evitar que nos entierren a todos.

La avioneta volvió a hacer su aparición por el norte, y tal como habían previsto se dirigía directamente hacia ellos. A toda prisa aprovecharon la misma arena de la fosa con el fin de esparcirla sobre el blanco techo y las paredes a continuación plantaron encima cuatro o cinco arbustos y excepto el guerrero fulbé, el resto del grupo se introdujo en el vehículo.

Usman Zahal Fodio se afanó en cubrir la puerta y la rampa con ramas secas, se cercioró una y otra vez de que no quedaba nada sospechoso a la vista, y por último cuando ya tenía a sus enemigos prácticamente encima, se alzó sobre una pierna rodeándose de ramas, por lo que era más que un arbusto entre los arbustos.

El avión pasó de largo.

El rugido del motor se perdió hacia el sur, pero aun así prefirieron aguardar diez minutos, con el oído atento, antes de decidirse a abandonar su precario escondite.

A media tarde no se advertía ya rastro alguno de la avioneta por los alrededores, por lo que se consideraron definitivamente a salvo, pese a los cual el capuchino comentó expresando sin duda el sentir general:

Por esta vez hemos tenido suerte, pero lo ocurrido significa que no andan desencaminados con respecto a la zona en que nos encontramos. Pronto o tarde acabarán por localizarnos.

¿Y qué vamos a hacer ahora? quiso saber sin perder su absurda sonrisa de personaje de otro mundo la siempre animosa Calicó.

¿Ahora? se escandalizó el misionoto. Nada de nada, porque no sé vosotros, pero lo que soy yo estoy hecho polvo. Mañana Dios dirá.

Se dejó caer como si de pronto le hubieran cortado las piernas a la altura de las ingles y un minuto después roncaba tan sonoramente que casi le hacía la competencia al motor de la Cessna.

A media noche les despertó un súbito aguacero.

A todos, menos al gigantesco padre Anatole Moreau, de quien podría asegurarse que ni tan siquiera las cataratas del Niágara le hubieran obligado a abrir un ojo en aquellas circunstancias, puesto que pertenecía a esa clase de personas acostumbradas a la acción, capaces de mover montañas, enfrentarse a una manada de búfalos o trabajar durante tres días seguidos, pero que cuando al fin se dan por vencidas caen como muertas, momento en el que hasta un simple conejo podría acabar con ellos a mordiscos.

No obstante, cuando bien entrada la mañana decidió retornar al mundo de los vivos, se irguió sobre un codo, bajó la vista hacia los mugrientos y empapados pantalones y masculló con gesto de supremo fastidio:

Me debo estar haciendo viejo antes de tiempo. Por lo visto esta noche me he orinado encima.

Dio los buenos días a todos los presentes, se aproximó al enfermo, comprobó que continuaba durmiendo y a continuación se aplicó con entusiasmo a la tarea de devorar ansiosamente cuanto se puso a su alcance.

Al concluir su pantagruélico desayuno se alejó entre la maleza, tardó un buen rato en regresar, y cuando lo hizo se frotó repetidamente las palmas de las manos para comentar como si se encontrara dispuesto a iniciar la construcción de las pirámides de Egipto.

¡Bien! exclamó. Es hora de empezar a mover el culo.

¿Nos vamos? quiso saber Aziza Smain.

A condición de que seamos capaces de sacar de su tumba a esa vieja gruñona, lo que a mi modo de ver no va a ser tarea fácil.

Usman Zahal Fodio comenzó a apartar la tierra y los matojos que cubrían la ambulancia al tiempo que comentaba:

Confío en que los banacas hayan hecho bien su trabajo, y todos los fulbé de la región hayan emprendido y la marcha hacia el río.

A media tarde todo estaba dispuesto para la marcha, pero en cuanto el enfermo advirtió que le movían con intención de trasladarle a la hamaca que el misionero había colgado y afirmado a los costados en la parte posterior de la ambulancia con el fin de procurar amortiguar el traqueteo del destartalado vehículo, así como los súbitos golpes provocados por los infinitos baches que encontrarían por el camino, abrió los ojos para inquirir:

¿Qué ocurre?

Nos vamos.

No creo que esté en condiciones de soportar el viaje protestó el agotado paciente con cierta timidez. Me encuentro demasiado débil.

Más débil se encontrará si se queda aquí le hizo notar el barbudo capuchino. Empeora a ojos vista.

Por lo menos moriré en paz.

Nadie se muere hasta que el Señor lo decide fue la seca respuesta de quien resultaba evidente que estaba acostumbrado a enfrentarse a toda clase de adversidades. Y si le ha llegado la hora, al menos que le llegue intentando salvarse. Me niego a quedarme sentado esperando a que le escape la vida gota a gota. ¡Luche por ella!

No me quedan fuerzas.

Le garantizo que las fuerzas por sobrevivir es lo último que se pierde, no la esperanza. Lo sé por experiencia. Oscar Schneeweiss Gorriticoechea meditó unos instantes y por último asintió con un casi imperceptible gesto de la cabeza.

¡De acuerdo! musitó con un hilo de voz. Lo intentaré, pero antes quiero hacer testamento por si las cosas se complican, que temo que se complicarán, y mucho. ¿Tiene papel y pluma?

El otro hizo ademán de protestar con la aparente intención de argumentar que semejante precaución se le antojaba una estupidez, pero al observar el demacrado y grisáceo semblante de su interlocutor debió pensárselo mejor porque se puso en pie para regresar al poco armado de un bloc de rayas y un mordisqueado bolígrafo.

Cuando quiera dijo.

De acuerdo, escriba; yo, el abajo firmante, Oscar Schneeweiss Gorriticoechea, mayor de edad y en plena posesión de mis facultades mentales, dispongo como mi última voluntad, que todas mis fábricas pasen a manos de sus operarios y que sean dirigidas por un comité que ellos mismos elijan. El resto de mis empresas, casas, barcos, urbanizaciones, hoteles, acciones y cuentas bancarias, deberán repartirse de la siguiente forma: un diez por ciento para la misión que dirige el padre Anatole Moreau en Níger, un diez por ciento para mi abogado y amigo Robert Martel, que ejercerá como albacea testamentario; un diez por ciento a repartir entre el personal que se encuentra a mi servicio y los tripulantes de mi barco, y el setenta por ciento restante se entregará directa y personalmente a mi esposa.

El padre Anatole Moreau, al que se advertía sorprendido y encantando por lo que acababa de escuchar en lo que a la misión se refería, se detuvo de pronto con el chupeteado bolígrafo en alto para observar con gesto de sorpresa a su acompañante. Al poco comentó:

Tenía entendido que nunca se había casado. Y no lo he hecho.

¿Entonces?

Quiero que me case con Aziza.

¿Casarle con Aziza? repitió el gigantesco barbudo al que se le advertía perplejo. ¿Es que se ha vuelto loco?

¿Por qué tendría que haberme vuelto loco? se sorprendió su interlocutor. Usted es cura, ella es viuda, yo soltero y contamos con dos testigos. Supongo que eso es todo lo que hace falta. ¿O no?

¡Visto de ese modo...! Pero le recuerdo que pertenecen a religiones distintas y apenas se conocen.

La religión nunca debe ser un obstáculo para unir a las personas sino todo lo contrario. Y conozco a Aziza lo suficiente, puesto que todo el que la conoce no puede menos que amarla. Hizo una corta pausa puesto que le costaba un gran esfuerzo hablar durante tanto rato para concluir en tono decidido: Y si he conseguido salvarla de la lapidación no es para abandonarla a su suerte, a sabiendas que miles de fanáticos la perseguirán hasta el confín del universo.

¿Y cree que casándose con ella conseguirá protegerla?

¡Desde luego! Si sobrevivo la cuidaré personalmente, pero si muero resulta evidente adonde quiera que vaya, cielo o infierno, que el dinero no me servirá de nada, pero Aziza tendrá lo suficiente como para ocultarse donde quiera o incluso armar un pequeño ejército que le ayude a buscar a su hijo. ¿Qué otra cosa me propone que haga con una fortuna que está claro que no puedo llevarme a la tumba?

¿Es que acaso no le queda ni un solo pariente vivo? Muchos, pero muy lejanos, y lo suficientemente ricos como para no necesitar mi herencia. Aparte de que no creo que ninguno se la merezca. El único con el que he mantenido una cierta relación, el cretino de mi primo Eduardo, lo dilapidaría en los casinos mientras se descojonaba de risa meándose sobre mi tumba. ¡No! insistió seguro de sí mismo. Es en Aziza en quien debo pensar antes que nada.

¡Como usted diga! aceptó el otro con un perceptible y fatalista encogimiento de hombros. Le casaré con Aziza, pero antes necesitamos saber si está dispuesta a casarse con usted.

Pregúnteselo.

¿Yo? inquirió el religioso cada vez más confundido. ¿Y por qué yo? Lo normal y lo lógico es que se lo pregunte usted.

Es que temo que me pondría demasiado nervioso.

¿Cómo ha dicho?

Que me pondría nervioso, y estoy seguro de que si me rechazase me daría un soponcio que en mi estado resultaría fatal. Alargó una mano para colocarla sobre la rodilla del barbudo y suplicar como un niño mimado: ¡Hágalo por un pobre desahuciado!

¡Pero bueno...! se irritó el religioso. ¡Qué desahuciado ni qué leches! Ni usted está desahuciado ni yo he nacido para hacer de celestina.

¡Por favor...!

¡Pero esto es lo más absurdo que he oído en mi vida! refunfuñó su oponente fuera de sí. ¿Pretende hacerme creer que a un multimillonario hombre de mundo como usted le asusta una pobre muchacha que no tiene ni donde caerse muerta y que jamás ha salido de su miserable villorrio?

Me asusta y me impresiona admitió con absoluta sinceridad Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. ¿O es que

no se ha dado cuenta de que esa muchacha resulta terriblemente turbadora?

¿Turbadora... ? repitió el padre Anatole inclinando apenas la cabeza. Qué palabra tan curiosa y rebuscada, aunque a decir verdad la encuentro muy apropiada para el caso. Esa singular criatura consigue turbar a todo el que la mira, pero al fin y al cabo yo tan sólo soy un sacerdote que bendice uniones, no una casamentera que apaña matrimonios.

Por una vez podría hacer una excepción atendiendo la petición de un moribundo.

¡Y dale! ¿No se da cuenta de que me está poniendo en un difícil compromiso impropio de mi cargo?

Lo supongo, pero tenga muy presente que si cuando llegue la hora de hacer cumplir ese testamento yo no estuviera casado, carecería de validez, por lo que el diez por ciento que le he adjudicado a su misión, y que calculando por lo bajo puede ascender a unos trescientos millones de euros, acabaría quedándoselos el príncipe Rainiero, que es de suponer que los malgastaría en unos cuantos caprichitos de sus hijas.

¿Acaso pretende sobornarme? quiso saber su oponente procurando mostrarse lo más digno posible. Sin la más mínima duda.

Pues siento comunicarle que lo ha conseguido admitió el misionero con absoluta desfachatez. Que Dios me perdone, pero creo de todo corazón y con la conciencia bien limpia, que mis enfermos necesitan mucho más ese dinero que las queridas niñas del príncipe. Porque si no recuerdo mal, todo lo que tiene son niñas... ¿O no? Más o menos.

¡De acuerdo! ¡No se mueva de aquí, vuelvo enseguida! Se alejó hacia el punto en que Aziza Smain se encontraba inmersa en la casi imposible tarea de intentar adaptar a su exuberante constitución el ajado y remendado uniforme de la escuchimizada Calicó, y tras acomodarse a su lado carraspeó repetidas veces, se tomó un tiempo con el fin de medir bien sus palabras y por último comentó como quien se lanza de cabeza a una piscina:

¿Has pensado alguna vez en volver a casarte?

Los enormes ojos color miel le miraron y se diría que en ellos brillaba una leve chispa burlona al responder: Una pobre viuda africana, casi analfabeta, con dos hijos, y condenada a la lapidación, jamás se plantearía la posibilidad de volver a casarse, a no ser que se cruzara en su camino un rico europeo, blanco, soltero, atractivo, dulce, tierno, culto y generoso, pero que evidentemente tendría que estar más loco que un camello en abril si se atreviera a proponérselo.

¿Y qué diría si alguien que se ajusta bastante a tal descripción, aunque en estos momentos está como para que lo reciclen, le rogase, aunque fuera a través de un correveidile, que se casase con él?

Le diría que si en ese momento no se siente la mujer más feliz del mundo, es porque lo único que le falta para serlo es estar segura de que se va a curar y que de ese modo ella podrá demostrarle a lo largo de toda una vida hasta qué punto está de igual modo loca por él.

En ese caso date prisa con esos arreglos porque dentro de media hora tengo que bautizarte, confirmarte y casarte, y esa mierda de vestido es todo lo que tienes para tan importante ceremonia.

El ajado y ya varias veces remendado uniforme resultaba demasiado corto y ridículamente estrecho, hasta el punto de que la pobre mujer había tenido que descoserle las mangas con el fin de poder introducir los brazos y apenas le abrochaba, por lo que le quedaban casi al aire los senos. Como resultado de todo ello cabría asegurar que jamás se había dado el caso de que la prometida de uno de los hombres más ricos de su tiempo dispusiera de una indumentaria tan deslucida y miserable.

Por suerte Calicó había conseguido reunir un ramillete de flores amarillas que resaltaban el color de los ojos de la novia, cuyo rostro, cuya boca, cuya textura de piel y cuyo soberbio cuerpo dotado de unos movimientos que obligaban a pensar en una pantera de bronce que súbitamente hubiera cobrado vida, obligaba a olvidar cualquier otro detalle.

Con vestido o sin vestido, con joyas o sin joyas, con adornos o sin adornos, aquella prodigiosa criatura siempre parecería una diosa.

La ceremonia resultó tan corta y desprovista de adornos como la vestimenta de la contrayente, pero entre el tiempo que el sacerdote tardó en confeccionar el certificado de matrimonio y pasar a limpio el testamento, cayó la tarde, por lo que decidió, con muy buen criterio, que sería conveniente posponer el inicio de la partida para la mañana siguiente.

Además, el paciente se encontraba aguado, por lo que muy pronto se sumió en uno de aquellos largos períodos de agitada inconsciencia en los que podía creerse que todos los demonios del infierno se apoderaban de su atormentado espíritu.

Tras la cena, y cuando a la luz de la hoguera y siguiendo las indicaciones del religioso, la recién desposada y la eternamente amable y sonriente Calicó se afanaban intentando confeccionar un par de improvisadas mascarillas de cirujano con ayuda de unos calzoncillos del paciente, esta última inquirió con casi infantil curiosidad:

¿Qué se siente al estar casada con un hombre tan rico e importante como Oscar Schnee... Gorriti... eso?

Su sorprendida acompañante se tomó un tiempo, como si en realidad estuviera analizando cuáles eran sus verdaderos sentimientos, y por último señaló convencida:

Si quieres que te diga la verdad, en estos momentos me da la impresión de que me encuentro más cerca de continuar siendo viuda, que de tener un nuevo esposo cuyos apellidos no creo que aprenda a pronunciar jamás. Y creo que mi estado de ánimo tan sólo cambiará si por alguna extraña razón Dios permite que viva.

¿Qué Dios?

Su acompañante se volvió a mirarle sin captar lo que quería decir con exactitud.

¿A qué te refieres? quiso saber.

Me refiero a que acaban de bautizarte, por lo que se supone que eres cristiana. ¿A qué Dios le pedirás por la salud de tu marido?

¿Tú eres creyente?

Naturalmente. Si no creyera en Dios, Dios no podría creer en mí y por lo tanto no podía ayudarme. Sonrió y ahora su sonrisa no resultaba en absoluto bobalicona al añadir: Y tengo fundadas esperanzas en que algún día me convertiré en una estupenda monja.

Pues en lo que a mí se refiere te aclararé que en estos momentos no tengo muy claro cuál es mi Dios, pero estoy dispuesta a adorar a aquel que le devuelva la salud a mi marido y me permita encontrar a mi hijo. ¿Te parece mal?

Me parece lógico. Y justo. Yo haría lo mismo. Me alegra que lo entiendas. Y ahora más vale que intentemos dormir un poco, porque imagino que mañana nos espera una jornada muy dura.

Sin embargo, una cosa era intentar dormir, y otra conseguirlo, porque tendida sobre una simple estera, sin más techo que millones de estrellas, el mismo techo que había acogido desde el comienzo de los tiempos a sus antepasados fulbé, Aziza Smain no pudo por menos que rememorar una y otra vez la casi estrambótica ceremonia de la que acababa de ser principal protagonista.

Se veía obligada a reconocer que su vida se había convertido en una absurda sinrazón, una amarga burla o un estúpido capricho de los duendecillos de la sabana, puesto que resultaba de todo punto incomprensible que quince días antes no fuera más que una miserable condenada a muerte que se veía obligada a sobrevivir alimentándose de las sobras de un hogar igualmente miserable, y de pronto hubiera pasado a ser la esposa de un hombre inmensamente rico y a su modo de ver maravilloso, pero con el que aún no había intercambiado ni la más inocente de las caricias.

Y por desgracia era aquél un matrimonio que en apariencia ofrecía todas las trazas de que jamás llegaría a consumarse.

Ahora era libre, pero le habían arrebatado a su hijo. Ahora había escapado de las garras de la muerte, pero el número de cuantos querían ejecutarla habían aumentando casi en la misma proporción que su fortuna, puesto que antaño tan sólo pretendía apedrearla un centenar de sus convecinos, mientras que en aquellos momentos millones de fanáticos que se extendían por casi todos los países del planeta la buscaban con intención de ajusticiarla.

¿Acaso era todo un sueño?

¿Podría darse el caso de que se hubiera quedado dormida al pie del viejo baobab y al desaparecer su sombra hubiera sufrido una súbita y terrible insolación que le estuviera obligando a delirar?

Una estrella fugaz cruzó de este a oeste como si pretendiera hacerle comprender que quien únicamente deliraba era el hombre que descansaba a su lado, por lo que extendió la mano y la colocó sobre el hombro de su marido, consciente de que el simple hecho de sentir su contacto le permitía sentirse más segura, pese a que tuviera la absoluta certeza de que en aquellos difíciles momentos era ella quien tenía la obligación de protegerle.

Se volvió a mirarle recortado contra la lejana luz rojiza de la pequeña hoguera, y no pudo por menos que preguntarse si el destino, que tan injusto y cruel había sido siempre con ella, se empeñaría en seguir siéndolo hasta el punto de arrebatárselo demasiado pronto.

Daría mi vida a cambio de la tuya musitó consciente de que no podía oírle, pero consciente de igual modo de que pese a ello era muy capaz de adivinar qué era lo que le estaba diciendo. Si hubiera recuperado ya al pequeño Menlik ofrecería sin dudar mi vida, que poco vale, a cambio de la tuya, que tanto bien puedes hacer a tantos.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea giró apenas el rostro y pese a que continuaba con los ojos cerrados su esposa tuvo la sensación de que le estaba observando y eso le relajó y le hizo sentirse en paz consigo misma, por lo que a los pocos instantes dormía profundamente.

Soñó que habían formado una hermosa familia.

Al despertar, con una lechosa claridad apenas dibujando los contornos de los objetos, descubrió que una abubilla marrón y negra de afilado pico y alargada cresta la contemplaba con sus redondas pupilas que semejaban dos gotas de azabache, y tras sonreírle y guiñarle un ojo, musitó: ¡Buenos días! ¡Hazme un favor! Vuela hasta donde quiera que se encuentre mi hijo y dile que no llore, que pronto iré a buscarle.

El ave saltó de la rama en que se encontraba posada para dirigirse directamente hacia el sur por lo que dio la impresión de que había entendido perfectamente el mensaje y se disponía a cumplir el encargo, lo cual consiguió que la muchacha se sintiera reconfortada como si aquel infantil detalle le bastara para abrigar la esperanza de que algún día, no sabía dónde ni cuándo, conseguiría recuperar a la criatura a la que tanto echaban de menos sus pechos aún rebosantes de leche.

A su lado el enfermo descansaba plácidamente.

La Muerte continuaba rondándole, pero continuaba mostrándose indecisa.

La vida de Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se semejaba en aquellos momentos a una gota de rocío de las que suelen condensarse en el extremo de una brizna de hierba dudando en mantenerse allí hasta que el sol acudiera a evaporarla, o dejarse caer para reventar contra el suelo y convertirse en un sinnúmero de gotas infinitamente más pequeñas.

¡Buenos días, hija! ¡Buenos días, padre! ¿Lista para emprender la marcha? ¡Qué remedio!

¡Andando entonces!

Despedirse de los seres queridos siempre resulta amargo, pero despedirse de ellos cuando se tiene la casi absoluta seguridad de que nunca más se volverá a serlos suele convertirse en una auténtica tragedia, y Aziza Smain sabía perfectamente que desde el momento en que se alejara de su valiente tío Usman Zahal Fodio y de la animosa y sonriente Calicó, las probabilidades de volver a encontrárselos algún día podían considerarse prácticamente nulas.

África era un continente demasiado grande y se encontraba en continua ebullición, por lo que un millón de peligros acechaban.

Al fin, diez minutos más tarde, la vieja Tuerta se abrió muy lentamente paso por entre la maleza, desembocó en una extensa llanura que se perdía de vista en el horizonte y se alejó hacia el norte.

El valiente guerrero de las incontables cicatrices, y la diminuta aspirante a monja la observaron hasta que no fue ya más que una nube de polvo, y tan sólo entonces decidieron emprender la marcha, siempre protegidos por la zona boscosa, rumbo al oeste.

Dando tumbos junto a la improvisada hamaca en la que dormía el hombre al que amaba Aziza Smain se preguntó una vez más a qué Dios tendría que dirigirse en busca de ayuda y protección.

¡No te preocupes! le hizo notar de pronto el capuchino que conducía muy despacio y con la vista atenta procurando evitar los baches y accidentes del terreno, pero que parecía haberle leído el pensamiento observándola a través del espejo retrovisor. Tan sólo existe un verdadero Dios por más que los seres humanos nos empeñemos en darle nombres diferentes. Si se lo pides con suficiente fe te escuchará, cualquiera que sea el idioma en que lo hagas o el apelativo que le des.

¿Está seguro?

Si no lo estuviera no habría malgastado mi vida en un lugar tan desolado como Níger. Allá en Bélgica vivía cómodamente en un viejo caserón rodeado de patos, gallinas, vacas y una numerosa familia que me adoraba. Cada domingo matábamos un cerdo o un cordero y comíamos, bebíamos, cantábamos y bailábamos hasta medianoche. Yo por aquel entonces era aún muy fuerte y las chicas no dudaban en seguirme al granero. ¡Buenos tiempos aquellos! masculló como para sí mismo. ¡Muy buenos tiempos ciertamente!

¿Y qué fue lo que le impulsó a abandonar su país? No fue «qué, pequeña. Fue «quién. Cuando el que manda, decide que te necesita en otra parte, no hay forma humana de hacer oídos sordos. El muy jodido es más pesado que un vendedor de alfombras, y acabas por hacerle caso o te tiras de cabeza al río. Aquí me quería, y aquí estoy.

¿Y nunca se ha arrepentido?

Todas y cada una de las noches de los últimos veintitrés años, pequeña. Pero también es cierto que todas y cada una de las mañanas me siento increíblemente feliz por haberle escuchado.

Yo nunca he sido feliz. Me entristece oírte decir eso.

Pero es la verdad. Hubo un tiempo, mientras estuve trabajando para una dama escocesa, durante el que supongo me aproximé bastante a lo que debe ser la felicidad, pero tuvo que regresar a su país, y a partir de ese día todo lo que vino después fueron calamidades. Aziza Smain agitó la cabeza como si lo que estaba a punto de añadir constituyera una verdad que no admitía discusión. Donde quiera que vaya, las desgracias me siguen como un maldito perro de caza que jamás pierde el rastro. Ése es mi auténtico «león invisible.

El capuchino no tuvo oportunidad de responder puesto que súbitamente se escuchó una sorda explosión, y el vehículo dio un brusco bandazo señal inequívoca de que se le había reventado un neumático.

¡La puta que lo parió y perdona si te ofende mi lenguaje! no pudo por menos que exclamar el furibundo religioso. ¡Ya empezamos!

Habían ido a detenerse en mitad de la nada, bajo un sol de justicia y sobre una interminable extensión de arena en la que el gato se hundía en cuanto intentaban elevar la pesada ambulancia con la intención de cambiar la rueda, por lo que tuvieron que afanarse, sudando y resoplando hasta conseguir cavar un hueco en el que colocar una de las puertas traseras del vehículo con el fin de que sirviera de base al escurridizo gato.

Antes de reiniciar la marcha el padre Anatole se preocupó de reparar la avería utilizando un trozo de goma recortada de una vieja cubierta, que lijó y pegó con mucho cuidado a un maltratado neumático que evidentemente había sufrido ya innumerables agresiones semejantes.

Confiemos en que este maldito parche se seque pronto, porque no dispongo más que de dos ruedas de repuesto y me juego las barbas a que pinchamos por lo menos seis veces antes de llegar a casa.

Dos horas más tarde distinguieron a lo lejos una manada de cebúes que se dirigían directamente hacia el oeste. Los fulbé se presentaban puntualmente a su cita. Desde todos los rincones de la sabana acudían al llamamiento de los banacas dispuestos a proteger la vida de una mujer desamparada.

¡Buena gente! masculló para sus adentros el misionero sin poder evitar una leve sonrisa de satisfacción. Buena gente... ¡Y con dos cojones!

Nuevo reventón, nueva parada, nuevas maldiciones y a media tarde otro grupo de pastores empujando a sus animales siempre en la misma dirección.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea deliraba y de tanto en tanto vomitaba una espuma verdosa que su esposa se apresuraba a limpiar delicadamente con ayuda de un paño húmedo.

A menudo el paciente tosía espasmódicamente a la par que sudaba a chorros puesto que el interior de la herrumbrosa ambulancia se había convertido en un horno pese a que las ventanillas delanteras estaban abiertas de par en par y las puertas traseras hubieran sido desmontadas con el fin de permitir que el aire circulara con mayor libertad.

Divisaron un pozo junto al que abrevaban casi un centenar de camellos atendidos por media docena de beduinos, pero evitaron aproximarse a él, dejándolo a un par de kilómetros a su derecha al igual que un polvoriento villorrio de poco más de una veintena de casuchas de adobe y techo de paja.

Al fin, cuando el sol comenzaba a iniciar su lenta retirada, desembocaron en una pista de tierra apisonada que se dirigía al norte, y que comparada con los caminos que habían recorrido hasta el momento se les antojó poco menos que una carretera cuidadosamente asfaltada.

El paciente continuaba respirando. Incomprensiblemente, pero aún seguía con vida. ¿Quién lo entendía?

Casi al oscurecer se cruzaron con un gigantesco camión en que una treintena de hombres, mujeres y niños se amontonaban sobre una inconcebible montaña de bidones, sacos, cabras y gallinas, y antes de que cerrara la noche aún alcanzaron a distinguir a medio centenar de cebúes vigilados por un grupo de bororos que habían encendido una gran hoguera y organizado un mísero y elemental campamento dispuestos a pasar allí la noche.

Poco después la Tuerta hizo honor a su nombre. Hacía ya varios años que había perdido su faro izquierdo en una desigual contienda contra un burro que salió aún peor parado puesto que quedó despatarrado en mitad de la carretera, pero lo cierto fue que aquella luz jamás volvió a brillar, y su compañero de la derecha no se bastaba por sí solo para romper las tinieblas de los tenebrosos caminos africanos.

Como resultado lógico de todo ello, su propietario, que tan bien conocía a la caprichosa ambulancia, tomó la decisión de que había llegado el momento de detenerse hasta que el sol tuviera a bien hacer acto de presencia una vez más. Se apartaron una veintena de metros de la pista, aunque resultaba poco probable que algún vehículo despistado se decidiera a transitar a semejantes horas por tan apartados lugares, y tras encender una fogata con la que iluminarse, sacaron de la ambulancia, que aún continuaba pareciendo un horno, una camilla en la que acomodaron a un enfermo que contra toda lógica y por alguna extraña razón que probablemente tan sólo él conocía, se empecinaba en continuar en este mundo.

El aire fresco de la noche le debió sentar bien, puesto que al cabo de una hora comenzó a volver en sí, pidió agua e incluso aceptó un poco de caldo haciendo un enorme esfuerzo por ingerirlo sin devolverlo de inmediato.

Tosía continuamente, le costaba un gran esfuerzo respirar y parecía más un evadido de un campo de concentración que un ser viviente.

¿Dónde estamos? inquirió al fin con apenas un hilo de voz.

A poco más de cien kilómetros de la misión señaló el padre Anatole mientras le golpeaba afectuosamente el brazo en un vano esfuerzo por contagiarle un cierto optimismo. Con suerte llegaremos mañana por la tarde.

Pues creo que se convertirá en el día más largo de mi vida... El paciente intentó aventurar una sonrisa que se convirtió más bien en una mueca al puntualizar con intención: O tal vez el más corto.

¡Tenga fe! suplicó el religioso. Si aguanta un poco más quizá pueda salvarse porque he desmontado la radio de su coche, y aunque se ha quedado sin baterías, mañana mismo podré recargarlas y pedir ayuda a nuestra casa central. Contamos con especialistas en muchas partes del mundo y alguno sabrá decirme qué es lo que tengo que hacer en un caso como éste.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea negó desechando la idea con un leve gesto de la mano.

¡No! señaló. No hace falta que llame a su central. Deje la radio en la frecuencia que está, que es la de mi barco, pida que le comuniquen con Robert Martel, y explíquele con todo detalle la situación. Es un hombre muy eficiente que se ocupará de todo. Se volvió a Aziza Smain, que le sujetaba la mano al otro lado de la camilla para inquirir con un susurro: ¿Dónde están tu tío y la muchacha?

Fueron a reunirse con los fulbé a orillas del Níger. ¿Se llevaron el oro?

No.

¿Por qué?



Porque los bororo opinan que el oro no es más que la bilis que vomita el demonio. Se convierte en una pesada carga durante los largos viajes en busca de nuevos pastos, pero no hace más fecundas a las mujeres, más valientes a los guerreros, ni más resistentes a los niños. Y es tan blando, que ni siquiera se puede utilizar para fabricar buenas lanzas. El oro no alivia la mordedura de las serpientes, no aleja a los mosquitos, no frena el traicionero ataque de un leopardo, y tan sólo sirve para provocar celos y envidias, despertar ambiciones, y conseguir que los que antaño eran amigos se maten por su causa. Usman te agradece el ofrecimiento, pero no desea castigar a su pueblo con semejante regalo envenenado.

¿Y qué habéis hecho con él?

Enterrarlo en la fosa de la que sacamos a la Tuerta intervino el capuchino. Está a buen recaudo. También dejamos allí el de la misión, porque no es éste buen momento ni ocasión propicia para andar de un lado a otro con semejante fortuna. Lo recogeré cuando vaya a buscar su coche.

¿Será capaz de encontrarlo?

¡Desde luego! Su propio GPS señala el lugar exacto en donde lo escondimos con un error de menos de veinte metros y me lo he traído conmigo puntualizó el padre Anatole evidentemente orgulloso por el hecho de ser tan precavido. Dentro de un mes, cuando las cosas se hayan calmado, regresaré y nos llevaremos el oro y el coche. ¿Qué quiere que haga con la parte que han rechazado los fulbé?

Quedársela,. naturalmente. Aunque no estará de más que la utilice, preferentemente en ayudar a esos mismos fulbé por mucho que se resistan.

Se hará como dice. El hombretón se puso pesadamente en pie al tiempo que señalaba: Y ahora con su permiso me voy a dar un paseo para ver si el Señor me ilumina en una noche tan oscura. Es de suponer que ustedes dos, que al fin y al cabo están recién casados, querrán quedarse a solas para hablar de sus cosas.

Se perdió de vista en las tinieblas, y durante un largo rato Aziza Smain y Oscar Schneeweiss Gorriticoechea permanecieron cogidos de la mano y en silencio, tal vez intentando darse ánimos el uno al otro puesto que evidentemente ambos lo necesitaban.

Por último fue él quien inquirió: ¿En qué piensas?

En una vieja oración fulbé que me enseñó mi madre, y que a su vez le había enseñado la suya.

¿Y qué dice esa oración, si es que puede saberse? Pido a los dioses que me envíen toda clase de pruebas, excepto la enfermedad; pido a los dioses que me castiguen con toda clase de males, excepto los que provengan de mi cuerpo; pido a los dioses que me enfrenten a toda clase de enemigos, excepto a mi débil naturaleza, porque por difícil que me resulte enfrentarse al mundo exterior, mucho más me resulta luchar contra mí mismo.

Dada la situación debo admitir que se trata de una oración que muy bien podría aplicarse a cualquier raza y a cualquier pueblo admitió el enfermo. No sólo tus parientes se sienten capaces de enfrentarse a todo excepto la enfermedad; yo mismo, pese a mi innegable poder y mis muchas riquezas, soy como una hoja seca que teme a cada instante que la más leve racha de viento le arranque del árbol. Yo no lo consentiré.

¿Y qué puedes hacer para impedirlo?

Suplicarte que te aferres a la rama porque te necesito, señaló ella en un tono que evidenciaba la magnitud de su desolación o desconcierto. Sin ti no soy nada, porque por mucho dinero que pretendas dejarme nunca conseguiré administrarlo de un modo mínimamente razonable puesto que apenas he aprendido algo más que a escribir mi nombre.

Robert Martel, mi abogado, que es también mi mejor amigo, te ayudará. Haz caso siempre de lo que él te diga.

¿Y crees que será capaz de ayudarme a encontrar a mi hijo?

Eso ya no puedo asegurártelo fue la honrada respuesta. Es un magnífico abogado, pero la verdad es que no le veo recorriendo África con un rifle en la mano en busca de un niño. Sin embargo, estoy seguro de que sabrá contratar a los mejores en su oficio.

No creo que haya nadie que conozca el oficio de buscar niños perdidos en un continente tan enorme. Y si pasa mucho tiempo cambiará tanto que ni yo mismo seré capaz de reconocerlo.

Siempre podrás reconocerlo por el ADN fue la firme respuesta. Ya te expliqué que para eso basta con una gota de su sangre, y si es necesario analizaremos la de todos los niños de África. Te juro que pronto o tarde acabarás por encontrar a tu hijo.

¡Te creo! replicó su esposa, y a continuación se inclinó para besarle rozándole apenas la comisura de los labios al musitar muy quedamente: Pero tan sólo en ti confío y por eso necesito que te cures cuanto antes. Y ahora descansa, que ya te has agitado demasiado.

Cuando el misionero regresó de su largo paseo se encontró a la pareja tal como la había dejado, cogidos de la mano con la única diferencia que mientras ahora el paciente dormía plácidamente, Aziza Smain contemplaba las miríadas de estrellas de un firmamento que en aquellos instantes más parecía una fiesta que un lugar infinito.

Se detuvo a su lado, siguió la dirección de su mirada, y al cabo de un largo rato, musitó:

En momentos como éste nos damos cuenta de lo ridículamente pequeños que somos y nos vemos obligados a admitir que quien creó tan prodigiosa maravilla debe ser muy generoso al preocuparse por seres tan insignificantes como nosotros. Le colocó con cariño la mano sobre el hombro al concluir: ¡Ten fe y el resto vendrá por su propio pie!

Reemprendieron la marcha cuando «se distinguía ya con claridad un hilo blanco de un hilo negro, momento en que los musulmanes iniciaban su largo día de ayuno y abstinencia, se cruzaron por el camino con un par de camiones tan sobrecargados como el de la tarde anterior, e incluso la Tuerta realizó la proeza de adelantar a otro igualmente abarrotado de gentes, bultos y animales que iba dejando a sus espaldas una negra, espesa y maloliente humareda.

Luego, con el sol ya a una cuarta sobre el horizonte hizo su aparición la avioneta azul y blanco que pasó de largo para regresar al poco y trazar dos amplios círculos sobre sus cabezas.

¡Que no te vean! exclamó de inmediato el padre Anatole Moreau. ¡Por Dios, que no te vean!

Aziza Smain se acurrucó en un rincón cuando la Cessna les sobrevoló por la parte posterior a menos de cincuenta metros de altitud, al tiempo que el barbudo sacerdote saludaba alegremente con el brazo en alto a quienes parecían pretender averiguar, pese a la velocidad y la distancia, cuál era su auténtico cargamento.

Poco después el aparato continuó su vuelo hacia la frontera con Nigeria en dirección sudeste.

La renqueante y maltratada ambulancia sufrió poco después un nuevo reventón que su conductor se vio obligado a reparar con los escasos medios habituales, y casi una hora más tarde, y en el momento mismo en que tras un altozano hizo su aparición un pequeño grupo de blancas edificaciones, el misionero se volvió apenas para señalar:

Ten preparada la mascarilla aunque no es necesario que te la pongas hasta que entremos en el pueblo. Procura que no se te vean más que los ojos, pero no mires a nadie a la cara. Alzó el dedo índice al añadir: Y colócale el reloj a tu marido. ¡Procura sobre todo que se le vea bien! ¿El reloj...? no pudo por menos que sorprenderse Aziza Smain. Entiendo que quiera que no se me vea la cara, pero ¿para qué demonios quiere que le ponga un reloj a alguien a quien lo que menos le importa en estos momentos es la hora?

¡Tú hazme caso que yo conozco a mi gente! replicó en tono convencido el sacerdote. Lo que importa es que no reparen en ti y te garantizo que un Cartier de oro en la muñeca de un hombre inconsciente atrae mucho más la mirada que una harapienta enfermera que se cubre media cara con una mascarilla... ¿O no estás de acuerdo?

Puede que tenga razón.

La tengo...

La muchacha obedeció, colocó el reloj en la muñeca del paciente cruzándole el brazo sobre el desnudo estómago, y cuando se encontraban a menos de doscientos metros de las primeras casas imitó al padre Anatole Moreau ajustándose a la nariz y la boca una de las rústicas mascarillas que había improvisado aprovechando un par de calzoncillos de su marido.

Se detuvieron frente a la única casa de dos pisos del villorrio en cuyo frente se distinguía un escudo y en cuyo balcón ondeaba la insignia nacional.

Ante la abierta puerta montaba guardia un soldado de mugriento uniforme que permaneció unos instantes como alucinado ante la aparición de una decrépita ambulancia sin puertas traseras conducida por un hombretón que se cubría el rostro con una extraña máscara de un blanco más que dudoso.

¡Mi sargento! gritó como si se encontrara en peligro de muerte y estuviera pidiendo auxilio porque le estuvieran atacando. ¡Mi sargento! ¡Venga enseguida, por favor!

Un nativo de aire desgarbado y ojos saltones al que le faltaba más de media dentadura y no vestía más que unos cortos pantalones y una vieja casaca en la que destacaban unos galones que debían llevar allí muy poco tiempo, hizo su aparición en una ventana lateral, observó la escena y al cabo de un largo rato de profunda concentración pareció evidente que al fin había reconocido al religioso porque acabó por exclamar:

¡Pero si es el padre Anatole...! ¡Bienvenido a Salamán! ¿Pero de qué diablos va disfrazado, y por qué lleva esa cosa tan rara en la cara?

Es una mascarilla higiénica, hijo, replicó el aludido en un tono que pretendía denotar una profunda preocupación. Me protejo porque el enfermo que transportamos puede ser contagioso.

El hombre de la ventana dudó unos instantes pero al fin pareció decidirse a cumplir con su obligación puesto que abandonó su puesto y a los pocos instantes se encontraba ya tras la parte trasera de la ambulancia alargando el cuello para estudiar, a más de tres metros de distancia, al paciente empapado en sudor que de tanto en tanto se estremecía en la hamaca.

La verdad es que su aspecto es más bien deplorable y sorprende que continúe con vida admitió. ¿Qué es lo que tiene?

Una mezcla de tifus, malaria, amibiasis, fiebre amarilla, disentería, un exceso de sursum corda, y me temo que de un momento a otro le va a reventar el ora pro nobis.

¡Carajo! no pudo por menos que exclamar el impresionado suboficial al que tan detallado diagnóstico con frases en latín se le antojaba científicamente irrefutable.

¿Y por qué no le deja morirse en paz en lugar de traerlo y llevarlo de aquí para allá como si fuera un saco de cacahuetes?

Porque como bien sabes, hijo mío, los blancos están contados, y aunque se mueran tenemos la obligación de devolverlos a sus familiares o empiezan con reclamaciones a las embajadas y todo tipo de follones y papeleo. ¡Naturalmente que lo sé ...! admitió el otro malhumorado. He pasado por eso. ¡La historia de siempre! Y es que en este país nos comportamos como los de la Coca Cola: los negros en latas que se pueden tirar a la cuneta, y los blancos en botellas de cristal de las que se tiene que devolver el casco... Su vista se clavó en el reluciente Cartier de oro y sus ojos brillaron de asombro. ¡Menudo reloj! no pudo por menos que exclamar. ¿Para qué le sirve a ése?

El padre Anatole Moreau, que sin duda estaba aguardando la pregunta, pareció no darle la más mínima importancia en el momento de replicar:

Supongo que de nada, ya que está en las últimas y que yo sepa ni en el paraíso ni en el infierno cuentan las horas. ¡Lástima que se lo lleve a la tumba! señaló el otro para añadir con intención: Aunque imagino que se lo quedará usted.

Yo jamás uso reloj, hijo. La respuesta fue acompañada de un gesto en el que mostraba su desnuda muñeca, para añadir al poco como si no le diera la menor importancia al hecho, o casi le sorprendiera el interés del desdentado: ¿De verdad te gusta ese reloj?

¿Cómo que si me gusta? inquirió el desdentado sargento al que se diría casi alucinado por la evidente estupidez de semejante pregunta. Es el más bonito que he visto en mi vida.

Por mí puedes quedártelo. ¡Para lo que le sirve a ése!

¡Qué más quisiera yo! Me acusarían de desvalijar a un moribundo, y si el capitán se entera me puede mandar fusilar por saqueo y pillaje.

¡No te preocupes! Eso tiene solución. Te firmo un documento con el sello de la misión asegurando que te lo he vendido, y en paz.

Pero es que ese reloj debe costar una auténtica fortuna y yo no tengo con qué pagarle. No soy más que un simple sargento.

¡No hace falta que pagues nada, hijo! fue la rápida respuesta. ¡Nada! Ya te dicho que es un regalo. El astuto religioso hizo una significativa pausa para añadir por último con fingida indiferencia: Aunque te quedaría muy agradecido si tuvieras la amabilidad de extendernos un salvoconducto que nos permita pasar de largo por todos los controles sin tener que estar parándonos cada instante. Para este infeliz cada minuto cuenta.

Su interlocutor dudó unos instantes, avanzó un paso como para cerciorarse de que el paciente se encontraba prácticamente en el umbral de la muerte, alargó cuanto pudo el cuello con el fin de estudiar más de cerca el ansiado objeto de sus deseos, y al fin señaló en un tono grave y casi cómico por la seriedad que pretendía imprimirle:

¡Eso está hecho! Pero que quede claro que extenderé ese salvoconducto por una simple cuestión de humanidad hacia un moribundo, no por interés particular. Si luego usted quiere regalarme el reloj, es cosa suya, pero que conste que yo no se lo he pedido.

¡Faltaría más, hijo! ¡Faltaría más!

Diez minutos después, cuando ya se alejaban de la casa cuartel en posesión de un flamante salvoconducto repleto de banderas nacionales, sellos, firmas y tampones, Aziza Smain, que había permanecido tan quieta y silenciosa como si en lugar de un ser vivo se tratara de una simple rueda de repuesto, señaló con intención:

No cabe duda de que es usted un maestro en el arte del soborno.

Son muchos años en este país, hija. ¡Muchos! Y al cabo de ese tiempo aprendes que en Níger puedes hacer lo que te venga en gana, siempre que no te acerques al uranio.

Eso es lo único que puede acarrearte graves problemas. El resto se puede arreglar de una forma u otra.

Bueno es saberlo.

Rodaron durante horas sin detenerse más que en una ocasión a repostar gasolina.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea continuaba aferrándose a la vida puesto que resultaba evidente que no tenía otra cosa mejor que hacer.

«El león invisible viajaba con ellos y podría creerse que había ensayado todas sus armas, pero pese a que a su víctima no le quedara ya defensa alguna, resultaba evidente que no encontraba la forma de asestarle el zarpazo final. Aquel rudo descendiente de alpinistas austriacos y leñadores vascos de cuello de toro estaba resultando difícil de pelar.

Piel y huesos era todo cuanto quedaba de él, pero se diría que se había parapetado en estos últimos decidido a no tirar la toalla.

Cada vez que reducía la marcha para volverse a observarle y descubrir que aún respiraba el perplejo misionero se limitaba a arquear las cejas como si en verdad le costara trabajo admitir que aún no se había decidido a exhalar el último suspiro.

En un momento determinado no pudo por menos que comentar:

Te garantizo, hija mía, que si consigue salir de ésta, vas a tener marido hasta aburrirte. ¡Qué tipo tan porfiado! Es que sabe muy bien que tiene que vivir porque le necesito fue la sencilla respuesta de quien no cesaba ni un instante de cuidar al enfermo.

Todos necesitamos a quienes amamos... señaló su acompañante. Pero por desgracia a menudo nos abandonan sin razón aparente. Sin embargo, este hombre tuyo tiene todas las razones de este mundo para dejarnos, pero ahí sigue, aferrado a tu mano como si a través de ella le estuvieran insuflando sangre nueva a cada instante.

¿Y qué cree que es lo que hago?

Continuaron en silencio hasta que a media tarde la sempiterna avioneta hizo de nuevo su aparición girando en esta ocasión una y otra vez de modo insistente sobre ellos, por lo que a Aziza Smain no le quedó más remedio que esconderse lo mejor que pudo bajo la hamaca en que descansaba su marido.

Cuando al fin el inquietante aparato desapareció, el padre Moreau abandonó la pista de tierra internándose campo a través una veintena de kilómetros en dirección al nordeste, hasta distinguir un grupo de amplias jaimas beduinas que se alzaban en torno a un ancho pozo.

Por los resecos pastizales de las proximidades ramoneaban un numeroso grupo de cabras, corderos y camellos. El religioso detuvo el vehículo a unos cien metros del pozo, descendió sin prisas, y fue a tomar asiento sobre una roca, entreteniéndose en liar uno de sus apestosos cigarros.

Lo había encendido ya cuando un hombre regordete que vestía una inmaculada chilaba blanca y se cubría con un turbante igualmente impoluto surgió de la mayor de las tiendas de campaña y se aproximó bamboleando sobre sus cortas piernas hasta detenerse frente a él.

¡Buenas tardes, Anatole! saludó en un francés exquisito. ¿Qué mosca te ha picado que no te decides a disfrutar de mi hospitalidad?

Su interlocutor hizo un leve gesto hacia la ambulancia al señalar:

¡Buenas tardes, Suilem! No es falta de educación, o que no aprecie en lo que vale tu magnífico té, es que transporto un enfermo que puede ser contagioso y no quiero poner en peligro a tu familia, replicó al tiempo que indicaba una roca vecina y suplicaba: ¡Siéntate, por favor! El recién llegado obedeció entre sorprendido y alarmado al tiempo que inquiría:

Te agradezco el detalle, pero te noto extraño. ¿Ocurre algo? ¿Acaso existe la posibilidad de que se propague una epidemia?

¡En absoluto! le tranquilizó su interlocutor. No se trata de nada de eso. Simplemente he aprovechado que tenía que pasar por aquí para desviarme porque deseo hacerte una sencilla pregunta: ¿Qué opinas acerca de esa mujer que se ha escapado de Nigeria y que tu gente anda buscando con intención de lapidarla?

¿De qué diablos me estás hablando? replicó en tono firme y evidentemente ofendido Suilem el Fasi. Los que lapidan mujeres no son mi gente. Son fanáticos indignos de llamarse musulmanes. Nuestra fe se asienta en los principios del amor, el perdón y la comprensión, y quienes persiguen a esa infeliz tan sólo hablan de odio, rencor y venganza. No te confundas conmigo, del mismo modo que yo nunca te he confundido con los inquisidores cristianos que mandaban a los herejes a la hoguera.

¡Me alegra oír eso!

¿Y qué otra cosa esperabas? se molestó el gordo.

Nos conocemos hace veinte años, por lo que ya deberías saber lo que pienso. Practico las enseñanzas del islam, y el islam tan sólo me ha enseñado a ser justo y compasivo, de la misma manera que a ti el cristianismo te enseñó lo mejor que tiene, no a torturar o asesinar.

Pero debes reconocer que hoy en día existen muchos musulmanes que no piensan como tú.

Lo reconozco, y eso me avergüenza admitió el beduino de la impecable chilaba. Existen terroristas y criminales como ese tal Abu Akim, al que Saitán el Apedreado confunda, que incluso ponen precio a la cabeza de una inocente, pero estoy convencido que Alá le castigará como se merece, no sólo por el mal que hace a las personas, sino especialmente por el daño que causa al islam. Los hombres como él nos están convirtiendo en apestados a los ojos del mundo.

El padre Anatole Moreau meditó unos instantes, apagó con el tacón sus maltrechas sandalias lo poco que aún quedaba de su peculiar cigarrillo, y al fin señaló:

¡De acuerdo! Me has respondido exactamente tal como confiaba que lo harías. Y es por ello por lo que ahora me veo obligado a pedirte un enorme favor aunque te ruego que lo pienses muy bien antes de decidir si estás dispuesto a hacerlo.

No tengo nada que pensar replicó el otro con evidente sinceridad. Durante todos estos años has cuidado de la mayoría de mis esposas y mis hijos, e incluso al menor lo salvaste de una muerte segura. Puedes pedirme todo cuanto quieras.

El otro lanzó un sonoro resoplido.

¡De acuerdo! exclamó. ¡Ahí va y que sea lo que Dios quiera! En la ambulancia, además del enfermo, transporto a esa mujer.

Aguardó la lógica reacción de asombro o incredulidad, pero al advertir que su interlocutor ni tan siquiera se inmutaba, inquirió perplejo:

¿No te sorprende lo que acabo de decirte?

¡En absoluto!

¿Y eso por qué?

Porque nos conocemos hace demasiado tiempo, y desde el momento mismo en que me preguntaste por esa pobre mujer imaginé algo así. Si miles de personas la buscan y nadie ha sido capaz de dar aún con ella, debe ser porque alguien como tú la protege. Lo cual te honra.

¡Bien! refunfuñó el misionero quizá un tanto decepcionado. No sé por qué soy yo quien se sorprende si de igual modo te conozco hace el mismo tiempo. El caso es que no puede seguir conmigo porque una avioneta me vigila continuamente y si la encontraran en la misión no sólo ella correría peligro, sino probablemente todos cuantos trabajan allí.

¿Y pretendes que yo la oculte?

Más o menos.

¡Oh, vamos, Anatole! Aquí no hay más o menos que valga. Quieres que la oculte y me parece lógico. Podré mantenerla fuera de la vista de cualquier extraño en la jaima de mis hijas mayores hasta que concluya el ramadán, pero a partir de ese momento toda la tribu saldrá de pastoreo y en esas circunstancias me resultaría muy complicado conseguir que pasara desapercibida.

Creo que me bastará con una semana.

En ese caso no hay problema. Lo mejor será que la dejes entre aquel grupo de rocas de la derecha. Apuntó a su interlocutor con el dedo índice, casi acusadoramente al añadir: En cuanto cierre la noche yo mismo iré a buscarla, pero ten muy presente que no lo hago únicamente por la amistad que nos une y los muchos favores que te debo, sino porque considero que es mi obligación impedir que una pandilla de salvajes que nunca han sabido comprender cuáles son las verdaderas enseñanzas del Profeta, cometan un repugnante crimen que recaería sobre las cabezas de millones de pacíficos musulmanes que no se lo merecen. ¿Ha quedado claro?

¡Muy claro! admitió su viejo amigo para añadir de inmediato: ¿Te acuerdas de Dongo, el que te suele poner las inyecciones?

¿El kotoko del Chad? inquirió el otro. ¿Quién se puede olvidar de semejante carnicero? Pone las inyecciones como si estuviera alanceando caimanes en su maldito lago por lo que te suele destrozar el culo.

Admito que como practicante deja mucho que desear, pero es un buen hombre pese a que no cree en ningún dios, lo cual en este caso particular quizá constituya una notoria ventaja. Él será mi mensajero y el único del que te debes fiar. Si haces lo que te digo nadie sospechará de ti y no tendremos problemas.

¡Siempre tendremos problemas, querido amigo! replicó el otro en tono pesimista. Cuando anda por medio el fanatismo religioso siempre surgen problemas, porque a veces he llegado a pensar que no fueron los dioses los que crearon a los hombres para su mayor gloria, sino los hombres los que crearon a los dioses para su mayor desgracia.

La criatura asomaba ya la cabeza y el padre Anatole Moreau se aprestaba a extender sus enormes manos con el fin de ayudarle a incorporarse a un mundo de hambre, enfermedades, miserias e injusticias en el momento en que dos soldados fuertemente armados hicieron su entrada en el paritorio con el fin de colocarse junto a la puerta, aguardando la llegada de un altivo capitán de largas patillas que concluían por enlazar a uno y otro lado de la ancha nariz con un grueso bigote.

Si imaginaba que su brusca y a todas luces extemporánea irrupción en la estancia provocaría un notable revuelo o una cierta inquietud debió sufrir una desilusión puesto que el misionero se limitó a continuar con su tarea, y tras asestarle una sonora palmada en el culo que a punto estuvo de acortarle la vida al mínimo imprescindible al neonato, aguardó a que comenzara a berrear para proceder a entregárselo a la anciana enfermera nativa que se encontraba a su lado.

Tan sólo entonces se volvió al recién llegado para comentar sonriente:

¡Buenos días, Razman! ¡Dichosos los ojos! ¿Qué le trae por aquí?

Supongo que ya lo sabe, padre.

¡Vaya por Dios! replicó el otro mientras se afanaba en la tarea de lavarse concienzudamente las manos en una desconchada jofaina. Ejerzo de religioso, de médico, de comadrón, de chofer de ambulancia, de fontanero, de carpintero y de mil cosas más que no recuerdo, pero que yo sepa hasta ahora no había ejercido de adivino. ¿Le importaría aclararme de qué se trata?

El militar se limitó a hacer un autoritario gesto, y el suboficial que acababa de surgir a sus espaldas le entregó una montaña de periódicos que desparramó sobre una mesa vecina.

¿Sabe quién es ésa? inquirió en tono desafiante. ¿La de las fotos que aparecen en las primeras páginas?

El sacerdote se secó parsimoniosamente las manos, se inclinó, observó las diferentes fotografías y al fin replicó: Aquí dice que se trata de Aziza Smain, una condenada a muerte por lapidación, que ha huido antes de que la ejecuten.

¿Y qué tiene que decirme sobre ella?

Que si estuvieran a punto de lapidarme también yo saldría corriendo fue la divertida respuesta acompañada de una amplia sonrisa. Es cosa sabida que esos nigerianos del norte son muy bestias.

El desconcertado Razman Sinessi tardó en reaccionar puesto que evidentemente el humor o la ironía no eran sus fuertes, y tras unos instantes de duda, insistió:

No me refiero a eso. Me refiero a si la conoce. Ahora fue el religioso el que se tomó un cierto tiempo para reflexionar, dudó, se inclinó de nuevo para extender los periódicos y observar con mayor detenimiento las fotografías reproducidas en diferentes tamaños según la importancia que le había dado a la noticia cada medio de comunicación, y por último inquirió:

¿Debería conocerla?

Usted sabrá. ¿La ha visto o no la ha visto?

No estoy seguro. Con frecuencia nos llegan revistas atrasadas y es posible que en alguna ocasión... ¡Tampoco me refiero a eso! le interrumpió el cada vez mas impaciente capitán. ¡No me tome por tonto, por favor! Me está ofendiendo. Me refiero a si la conoce personalmente.

¿Personalmente? repitió el otro asombrado. ¿Pero cómo se le ocurre? No he estado nunca en Nigeria, y por lo que cuentan estos periódicos, esa mujer acaba de fugarse.

No replicó el otro. No acaba de fugarse. Huyó de Hingawana hace ya casi tres semanas, y desde Niamey me comunican que existen fundadas sospechas de que se encuentra aquí.

¿Aquí? ¿En la misión? se escandalizó el padre Anatole Moreau. ¿Esa mujer en Kadula? ¡Vamos, Razman! ¿Me toma por imbécil? Usted sabe mejor que nadie lo que ocurriría si la encontraran aquí. Al día siguiente su gobierno me enviaría de regreso a casa, con lo que toda esta gente, incluidos muchos de sus familiares que vienen con frecuencia a que les atienda, tendrían que recorrer cientos de kilómetros para conseguir una simple aspirina. ¿Cuánto tiempo lleva de comandante del puesto?

En marzo cumpliré cinco años.

¿Y aún no me conoce lo suficiente como para entender que no pondría en peligro la salud y las vidas de tantos como dependen de mí por el simple hecho de ayudar a una infeliz cuyo destino ciertamente me preocupa, pero cuyos problemas no me incumben de una forma directa?

El militar hizo un gesto pidiéndole que abandonara la estancia, al tiempo que indicaba a su subalterno que recogiese los periódicos, y cuando se encontraron ya en el porche del amplio patio central extrajo del bolsillo superior de su guerrera un paquete de auténticos cigarrillos, le ofreció uno al religioso que lo aceptó encantado y encendió ambos con un pesado mechero de gasolina.

Si quiere que le confiese la verdad eso fue lo primero que pensé cuando me enteré de la noticia, admitió al tiempo que tomaba asiento en la ancha barandilla de la balaustrada. Usted no tiene derecho a arriesgar tanto por una sola mujer que ya ha sido condenada, con razón o sin razón, que en eso no me meto, y que pronto o tarde será ajusticiada donde quiera que se encuentre... Lanzó una bocanada de humo para añadir con evidente desgana: Pero quienes aseguran que se encuentra aquí, o por los alrededores, tienen al parecer más que sobradas razones para afirmarlo, y las órdenes que he recibido de la capital no admiten la menor demora o discusión: tengo la obligación de registrar cada rincón de esta misión con el fin de encontrarla cueste lo que cueste.

¿Y a qué espera?

¿Me da su permiso? se sorprendió el hombre de las enormes patillas.

¡Naturalmente! Órdenes son órdenes, usted es la autoridad y no necesita que yo se lo autorice, pero si eso le tranquiliza, le doy mi permiso. Puede registrar cuanto guste.

¡Gracias! El militar le apuntó con el cigarrillo al añadir: También me han comunicado que esperan ustedes la llegada de un avión que deberá transportar a París a un enfermo muy grave. ¿Es cierto eso?

Calculo que aterrizará dentro de aproximadamente una hora. Se trata de un hombre muy rico que ha ordenado que le envíen un «hospital volante capaz de posarse incluso en nuestra pequeña pista. ¿Algún problema?

¡En absoluto! fue la sincera respuesta. No me gustaría que alguien tan importante muriera en Níger por culpa mía. Pero lo que sí le advierto es que en cuanto ese avión aterrice mis hombres lo rodearán y bajo ningún concepto permitiré que nada ni nadie, ¡escúcheme bien, padre!, nada ni nadie, excepto el enfermo, suba a ese aparato.

Supongo que al decir «nada se refiere a uranio le hizo notar el misionero. Y que al decir «nadie se refiere a la mujer de la fotografía.

Supone bien.

En ese caso no tiene por qué preocuparse fue la tranquila respuesta. Ni el uranio ni esa mujer me interesan en lo más mínimo. La idea es que el avión tan sólo permanezca en tierra el tiempo imprescindible para repostar combustible y acomodar a un paciente que debe llegar cuanto antes a París si pretendemos que salve la vida. Le aconsejo por tanto que ordene a sus hombres que comiencen a registrar cuanto antes la misión para que cuando llegue el momento puedan concentrarse en proteger el aparato.

¡De acuerdo!

Se franquearon todas las puertas, se abrieron todos los armarios, se husmeó incluso debajo de las camas, y no quedó un solo rincón de los tres viejos edificios de adobe y tejas de barro de la miserable misión de Kadula que no fuera revisado hasta en sus más mínimos detalles, por lo que al cabo de media hora larga los diferentes jefes de sección fueron llegando con el fin de cuadrarse ante su superior y comunicarle que tenían perfectamente localizados y controlados hasta el último ser humano, perro, gato, mono, cabra, borrego o dromedario en diez kilómetros a la redonda.

Evidentemente ninguno de ellos se parecía, ni por lo más remoto, a la persona a la que andaban buscando. Tampoco, y eso resultaba aún más evidente si es que ello era posible, se advertía rastro alguno de un eventual contrabando de uranio.

A la vista de tan rotundo informe, y de que a través de la radio acababa de llegar la confirmación de que el «hospital volante tomaría tierra dentro de pocos minutos, el padre Anatole se dispuso a preparar al enfermo que descansaba en una pequeña estancia, la única que disponía de un desconchado y quejumbroso ventilador en el conjunto del amplio pero vetusto y ruinoso recinto hospitalario.

Varios litros de suero, dos transfusiones de sangre, la tranquilidad del lugar y el largo descanso tras un viaje en exceso agitado, habían conseguido que el aspecto de Oscar Schneeweiss Gorriticoechea, que continuaba empeñado en aferrarse a la vida, fuera algo menos cadavérico, pese a lo cual, nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a apostar a favor de su improbable recuperación.

«El león invisible, o lo que quiera que fuese que le estuviera devorando por dentro, continuaba durmiendo en su misma cama y no cabía la menor duda de que parecía más que dispuesto a embarcarse en su mismo avión.

Permanecía sumido en un ligero pero tranquilo sopor, por lo que al misionero no le quedó más remedio que agitarle levemente el antebrazo al comentar:

¡Despierte, Oscar! ¡Despierte! Es hora de irse.

El paciente tardó en abrir los ojos, asintió una y otra vez y por último musitó de un modo casi inaudible: ¿Dónde está Aziza?

En lugar seguro. ¿Cuándo podré verla?

Eso ya no lo sé... admitió el religioso con encomiable sinceridad. He hecho cuanto está en mi mano, pero es posible que las cosas no salgan tal como había planeado.

¡Pero es que yo la necesito a mi lado! se lamentó su interlocutor. Si no la veo me siento morir.

¡Oh, vamos, no sea niño! le reprendió el malhumorado misionero. Si se ha pasado casi cuarenta años sin ella, puede pasarse un poco más. Ahora lo que importa es que se ponga bien cuanto antes. Cuando llegue el momento oportuno, pronto o tarde, volverán a estar juntos y será ya para siempre.

¿Me lo promete?

¡Se lo prometo...! replicó el barbudo armándose de paciencia, y cuando quiso añadir algo más le interrumpió el estruendo de los motores del avión que cruzaba encima de sus cabezas, por lo que se aproximó a la ventana a observar cómo el aparato, un turbohélice blanco que lucía en las alas y el fuselaje enormes cruces rojas, giraba lentamente en torno a la rudimentaria pista de aterrizaje que corría a todo lo largo del lado norte de la misión, para alejarse luego unos tres kilómetros hacia el este y regresar muy lentamente, dispuesto a tomar tierra.

Lo consiguió con la misma sencillez que si hubiera encarado la asfaltada cabecera de pista de un verdadero aeropuerto aunque levantando, eso sí, nubes de arena y polvo, llegó al final de la parte aplanada, tiró muy despacio y fue a detenerse casi frente a la puerta posterior del mayor de los edificios de la misión.

En el momento mismo en que se apagaron lo motores y las hélices quedaron completamente inmóviles, una docena de soldados al mando de un eficiente sargento rodearon al aparato.

Al poco descendieron dos pilotos, un médico y un enfermero que se mostraron hasta cierto punto sorprendidos ante semejante despliegue de fuerzas, por lo que el padre Anatole se apresuró a tranquilizarles asegurándoles que se trataba de una simple medida preventiva puesto que se encontraban en un país que solía tener graves problemas de contrabando.

Lo único que produce Níger es uranio y cacahuetes dijo. Nadie quiere comprar sus cacahuetes, pero todo el mundo quiere robar su uranio. Sin embargo, mi buen amigo, el capitán Razman, ha comprobado que en Kadula no hay ni un solo gramo de uranio, ni casi de cacahuetes. ¿Quieren comer algo mientras se carga el combustible y preparamos al enfermo? Hemos matado un cordero en su honor, lo cual constituye todo un acontecimiento por estas latitudes.

El médico y su ayudante replicaron que prefería ver cómo se encontraba el paciente, pero los pilotos aceptaron de buena gana, dado que el viaje había sido largo y penoso, habiendo tenido que contentarse con café, refrescos y bocadillos, por lo que siguieron al misionero hasta la amplia cocina, acompañados por el capitán Razman Sinessi que al parecer jamás le hacía ascos a una buena paletilla de cordero.

La veterana cocinera, sor Lucía de La Merced se había esmerado superándose a sí misma aunque admitió de inmediato que el verdadero mérito estribaba en el hecho de que por primera vez en mucho tiempo contaba con una auténtica materia prima en forma de un tierno cordero de incontestable calidad.

Del ennegrecido horno en el que por lo general tan sólo se cocía pan, cuando había pan que cocer, surgía ahora un aroma embriagador que tuvo la virtud de conseguir que a más de uno le rugieran las tripas.

Sin embargo, apenas había comenzado a dar buena cuenta de tan exquisito y desacostumbrado manjar, cuando un soldado irrumpió en la estancia cargando con una vieja radio de campaña.

¡Capitán, capitán! gritaba casi como un poseso. ¡La han encontrado!

¿A quién?

¡A la mujer! ¡No es posible!

¡Lo es, mi capitán! El sargento Hennelik está al aparato y asegura que la ha capturado hace unos minutos.

El capitán Razman concluyó de masticar el pedazo de carne que tenía en la boca, se limpió la grasa que le escurría por la comisura de los labios con el dorso de la mano, y apoderándose del micrófono que su subordinado le tendía, inquirió en tono impaciente:

¿Hennelik? ¿Eres tú, Hennelik?

Yo mismo, mi capitán.

¿Qué es eso de que has encontrado a la mujer? ¡La pura verdad, mi capitán...! replicó una voz lejana a la que se advertía muy nerviosa. En estos momentos la tengo aquí mismo, delante de mis narices.

¿Y estás completamente seguro de que es ella?

¡Sin la más mínima duda, señor!

¿Y dónde la has encontrado?

En una jaima de beduinos, a unos treinta kilómetros al noroeste, cerca del pozo de MaelAhina.

¿Quién está con ella?

Nadie, señor.

¿Nadie?

Nadie.


¿Y qué es lo que ha dicho? inquirió el evidentemente desconcertado militar. ¿Por qué se encuentra sola en ese lugar?

Eso no puedo saberlo, mi capitán. La voz cambió levemente al añadir: No hemos conseguido entenderle una sola palabra porque no habla más que inglés.

¿Cómo que no habla más que inglés? se sorprendió de forma harto desagradable su superior.

¿Y eso por qué?

Porque es nigeriana, señor.

El capitán Razman lanzó un sonoro exabrupto y a punto estuvo de propinarle una patada a la silla que tenía más cerca.

¡Es verdad, carajo! Esos jodidos nigerianos no hablan más que inglés exclamó. ¿Y no ha conseguido entenderle nada?

Muy poco, señor, pero no cabe duda de que se ha reconocido en las fotos, e incluso ha dicho algo sobre un niño.

¡De acuerdo! masculló al fin su superior. Trátala con respeto pero no te apartes de ella ni para ir al baño, no se nos vaya a suicidar. En cuanto termine de comer salgo para allá.

¡No se preocupe, capitán! Tómeselo con calma. Aquí estaremos. ¡Siempre a sus órdenes!

El bigotudo oficial no dijo nada más hasta que concluyó su almuerzo, momento en que encendió un cigarrillo, lanzó una espesa columna de humo y observó de medio lado a quien se sentaba al otro lado de la mesa:

Tal como nos habían asegurado, esa mujer se encontraba en las proximidades de la misión, y lo cierto es, padre, que me cuesta un gran esfuerzo admitir que usted no lo sabía.

Treinta kilómetros no se puede considerar «las proximidades, hijo argumentó el misionero. Pero aunque así fuera te puedo asegurar que no tenía la más mínima idea de dónde se encontraba.

¿Sigue asegurando que jamás la ha visto? ¡Naturalmente!

Pues yo sigo creyendo que miente.

Estás en tu derecho, pero me sorprende que conociéndome desde hace tanto tiempo, dudes de mí. ¿Qué pensarán mis invitados?

El amoscado oficial tardó en responder, se atusó el espeso mostacho, se rascó la frente y por último masculló: Lo que me preocupa no es lo que piensen sus invitados, a los que ruego que me disculpen. Lo que en verdad me preocupa es que siempre le tuve por una de las personas más honradas que he conocido, pero toda esta historia me obliga a pensar que estaba equivocado.

¿Acaso es culpa mía? quiso saber el barbudo hombretón. Hay algo de lo que puedes estar seguro: si estuviera en mi mano salvar a alguien de la lapidación lo haría aun a costa de mi propia vida y sin importarme en lo más mínimo tu opinión, pero cuando afirmo que nunca he visto antes a esa mujer, es porque no la he visto.

¡Bien! admitió el otro en tono de impotente resignación. Intentaré creerle. Y ahora dígame: ¿habla usted inglés?

Perfectamente.

En ese caso quiero que me acompañe. Me servirá de intérprete y al mismo tiempo podré comprobar que no la conoce. ¿Le parece correcto?

El padre Anatole Moreau se tomó ahora un cierto tiempo para responder, observó a los pilotos que habían asistido, silenciosos y confundidos, a la agria discusión, alzó luego la vista hacia la expectante sor Lucía de La Merced como si buscase una ayuda que no iba a llegar, y por último replicó con un susurro:

¡De acuerdo! En cuanto deje instalado al paciente podremos irnos.

El capitán Razman negó al tiempo que se ponía en pie y apagaba su cigarrillo en el borde del plato en que había estado comiendo.

No creo que el doctor le necesite para eso dijo. Se supone que si ha venido desde tan lejos es porque sabe su oficio. ¿Nos vamos?

Su interlocutor asintió desganadamente pero en el momento de abandonar la estancia se volvió a los que se quedaban para inquirir:

¿Esperarán a que vuelva?

Si no le molesta preferiría despegar cuanto antes replicó el comandante del aparato al tiempo que negaba con la cabeza. El viaje es largo y no me agrada la idea de volar de noche a través de un desierto en el que las señales de radio apenas resultan audibles.

¡Entiendo! Cuiden bien al señor Schneeweiss. ¡Y suerte!

Lo mismo le digo.

Diez minutos más tarde los cuatro vehículos que componían la práctica totalidad del destacamento militar emprendían la marcha, rumbo al noroeste, y se encontraban ya casi a la vista del pozo de MaelAhina cuando sus ocupantes advirtieron cómo el blanco aparato de las cruces rojas les sobrevolaba para perderse de vista en la distancia.

Cinco hombres montaban guardia ante una amplia jaima de la que surgió de inmediato el solícito y sonriente sargento Hennelik, que parecía el hombre más feliz del mundo, por lo que el capitán se apeó el primero, intercambió con él unas palabras, y desapareció en el acto en el interior de la oscura tienda de campaña tejida con pelo de camello.

A los pocos minutos el sargento le hizo un gesto con la mano al misionero indicándole que entrara y cuando éste obedeció advirtió que Razman Sinessi no le miraba directamente puesto que tenía los ojos fijos en el rostro de la mujer, que se encontraba sentada en un rincón, estudiando sin duda su reacción en el momento de enfrentarse al recién llegado.

Su argucia no pareció darle el resultado apetecido, por lo que acabó por tomar asiento a su vez sobre la sobada alfombra que ocupaba la mayor parte del suelo al tiempo que le rogaba al sacerdote:

Pregúntele qué, cuándo y cómo ha llegado hasta aquí, por favor.

El misionero hizo la pregunta en cuestión para traducir al poco:

Dice que ha llegado esta misma mañana. Que hizo la mayor parte del viaje en avión, y que dos hombres la recogieron en el aeropuerto de Niamey, la trajeron hasta este lugar y le pidieron que esperara.

¿Acaso pretende hacerme creer que ha volado desde Nigeria a Niamey? se ofendió a ojos vista Razman Sinessi. ¡Eso es absurdo! Sabemos que cruzó a pie la frontera. ¡Por favor! Pídale que sea algo más explícita.

El padre Anatole Moreau decidió tomar asiento a su vez en la alfombra, habló durante un largo rato, y al fin aclaró:

Esta mujer asegura que se llama Linda Burman, y que nació en Alabama, aunque actualmente vive en Nueva York.

¿Cómo que se llama Linda Burman? se horrorizó el militar. Aquí dice que se llama Aziza Smain. ¿Acaso no es la mujer de las fotografías?

Admite que sí; que esas fotografías sé las hicieron hace tres días, pero que no tiene la menor idea de por qué la confunden con una tal Aziza Smain de laque jamás había oído hablar.

¡Alá me proteja! no pudo por menos que exclamar el anonadado capitán patilludo. ¡Se han burlado de nosotros! ¿Quién coño es esta mujer y quién coño la ha traído aquí?

Según ella es actriz y anteayer le firmaron un magnífico contrato para que rodara en África una serie de películas para adultos. ¡Por eso está aquí!

¿Qué diablos significa eso de «películas para adultos?

Cine porno.

¿Cine porno? repitió el atribulado militar al que el mundo se le venía encima por minutos. ¿Pretende hacerme creer que en lugar de capturar a la fugitiva Aziza Smain, condenada a muerte según la ley de la sharía, nos hemos topado con una puta exhibicionista? ¡No puedo creerlo!

Pues eso es lo que hay.

De ésta me fusilan.

También me ha dicho que quienes la dejaron aquí le entregaron una carta para usted.

¿Para mí? se sorprendió aún más el otro. ¿Y por qué para mí?

Bueno, en realidad no es para usted, sino para el oficial al mando. Y en este caso usted es el oficial al mando. ¿Quiere que se la traduzca?

¡Por favor!

El sacerdote extendió la mano, se apoderó del sobre que la indiferente Linda Burman le entregaba, y tras abrirlo, comenzó a leer con voz grave y tono pausado:

Muy señor mío: ante todo queremos felicitarle puesto que ha cumplido con su obligación sin cometer ningún error. Le ordenaron que encontrara a la mujer cuya fotografía aparece en las primeras páginas de la mayor parte de los diarios del mundo, y la ha encontrado. El único error cabe achacárselo a las redacciones de unos estúpidos periódicos que aceptaron, sin contrastarlo debidamente, que la colección de fotos que les enviaba una reputada agencia de prensa pertenecían realmente a la persona que se aseguraba, cuando en realidad no era así. La citada agencia ha quebrado, pero consideramos que el costo de tal quiebra vale la pena. La señorita Burman es norteamericana y su embajada está ya al corriente de sus problemas y del lugar en que se encuentra, por lo que hoy mismo acudirán a recogerla. También deseamos comunicarle que tiene en su poder un paquete con doscientos mil dólares destinados al amable padre Anatole Moreau, que no dudamos que estará más que dispuesto a compartirlo con usted si considera que tan modesto aporte le puede compensar por las molestias que se ha tomado. Atentamente. El misionero aguzó aún la vista pero acabó por admitir: La firma resulta ilegible.

¡Era de suponer! señaló el destinatario de la extraña carta. ¡Malditos hijos de la gran puta! ¡Sí que me la han jugado!

¡Astuto quien quiera que sea el que lo haya organizado!

¡No sea hipócrita, padre! Esto es cosa suya replicó el furibundo militar, pero casi de inmediato añadió: ¿Qué hay de ese dinero?

El aludido alargó la mano y la llamada Linda Burman que asistía a la desconcertante escena como si se tratara de una comedia en la que ella apenas tenía un papel secundario, se levantó la falda y le entregó un grueso sobre de papel de estraza.

Las gigantescas manazas lo partieron. en dos como si se tratara de una simple tableta de chocolate, y su propietario le alargó la mitad al capitán Razman Sinessi al tiempo que comentaba:

Esto es más de lo que hubiera cobrado en toda su vida, aun en el caso de que consiguiera llegar a general. Y evidentemente no se trata de un soborno, puesto que nadie puede negar que ha cumplido con su obligación.

¡No estoy tan seguro! La orden era que Aziza Smain no subiera a ese avión, y o yo no le conozco, padre, o a estas horas vuela rumbo a París.

¡Querido amigo! le tranquilizó el sacerdote al tiempo que le golpeaba afectuosamente la rodilla. En un continente en el que el noventa por ciento de las mujeres no tienen ningún tipo de documentación puesto que ni siquiera han sido registradas al nacer, un simple nombre apenas significa nada. ¿Qué hubiera hecho de no existir esas dichosas fotografías? No me lo imagino preguntando a todas las mujeres que se encontrara en su camino: «¿Por casualidad te llamas Aziza Smain? Si es así haz el favor de seguirme que vamos a lapidarte.

¡No, Razman, no! Sé por experiencia que en cuanto salen del pequeño círculo de su pueblo, sus familiares y sus amigos, la inmensa mayoría de los africanos se convierten en una masa anónima, porque por suerte o por desgracia no están marcados con una serie de números y letras, ni sus huellas han quedado registradas en un archivo. ¡Olvídese de si Aziza Smain subió o no subió a ese avión! ¡Aziza Smain ya no existe!

De ahora en adelante te llamarás Shireem Sultan, nacida en Liberia, pero criada en Ghana, y durante los próximos meses tendrás que aprender muchas cosas sobre tu nueva identidad, lo que te permitirá ser libre, pero de momento te ruego que permanezcas aquí hasta que Oscar salga de la unidad de cuidados intensivos y decida dónde vais a estableceros definitivamente.

Aziza Smain observó con atención el documento con su fotografía, giró luego la vista deteniéndose en cada detalle del fastuoso salón de costosísimos muebles cuyo amplio ventanal se abría sobre una quieta ensenada rodeada de pinos al borde de cuyas aguas de un verde esmeralda jugaba su hija Kalina, y acabó por volverse a Robert Martel, que era quien le había hecho entrega del exclusivo y preciado pasaporte de la Unión Europea.

Estoy de acuerdo en llamarme Shireem Sultan, puesto que lo mismo da un nombre que otro dijo. Y también estoy de acuerdo en esperar, puesto que en la actual situación de Oscar no puedo hacer nada por él. Pero en cuanto abandone esa dichosa unidad de cuidados intensivos permaneceré a su lado día y noche. Hizo una corta pausa para añadir en un tono de inquebrantable firmeza: Y el día en que ya no me necesite, regresaré a África a buscar a mi hijo.

Allí correrías un gravísimo peligro y lo sabes.

Lo sé, pero buscar a mi hijo es algo que nadie más que yo puede hacer, por mucho profesional que se contrate o mucho ADN que se haya inventado. La condenada a muerte apuntó a su interlocutor con el dedo para añadir en idéntico tono: Y en cuanto encuentre a Menlik me estableceré con mi marido y mis hijos donde mejor nos plazca, puesto que no pienso pasarme la vida escondiéndome cuando no soy culpable de nada.

Pero es que han llegado noticias de que Abu Akim está furioso por todo ese asunto de las fotografías y la falsa Aziza Smain, y ha triplicado el precio que puso a tu cabeza, le hizo notar el inquieto abogado. Miles, tal vez millones de fanáticos, te buscan para matarte.

¡Escúchame bien, querido amigo! fue la decidida respuesta que no admitía discusión. No pienso cambiar la sombra de un baobab por una cárcel de oro, aunque sea en un lugar tan hermoso como Cerdeña. El día que escapé de Hingawana fue para dejar atrás mi parte hausa y convertirme en una fulbé. Y si los fulbé hemos conseguido sobrevivir miles de años sin raíces, sin patria, sin gobernantes, sin dios y sin armas, es porque tanto más fuertes somos cuanto más duro se nos golpea.

Robert Martel observó largo rato a aquella extraordinaria mujer de prodigiosa hermosura que pese a haber pasado toda su vida en una miserable aldea nigeriana no desmerecía en absoluto, sino más bien todo lo contrario, en el lujoso ambiente que en aquellos momentos la rodeaba, y tal vez por primera vez entendió con absoluta nitidez las razones que habían empujado a su mejor amigo a arriesgar la vida de una forma tan disparatadamente absurda.

Lanzó un profundo resoplido, sonrió al ver cómo la pequeña Kalina reía y gritaba cuando su cuidadora la alzaba en brazos para arrojarse con ella al agua haciéndole cosquillas y chapoteando, y por último inquirió: ¿Pretendes hacerme creer que no te preocupa Abu Akim?

Los ojos color de miel que obligaban a recordar a un inmenso felino parecieron pretender taladrarle, pero la respuesta llegó tranquila y sin aspavientos:



Los pastores fulbé tienen un dicho: «Nunca permitas que te preocupe un león rugiente. Quien tiene que preocuparte es una pantera silenciosa.

Libros Tauro

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