El león invisible



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Aún le venía a la mente la curiosa sensación de desasosiego que le invadió el día en que le comunicaron que la bellísima Nicole Kidman iba a ser su compañera de mesa en una cena de gala con motivo del Festival de Cine de Cannes, pero pese a la admiración que siempre había sentido por la elegante y sofisticada actriz australiana, la inquietud de entonces no admitía comparación alguna con el hecho de saber que iba a enfrentarse a una harapienta muchacha africana que probablemente no había tenido ocasión de darse un auténtico baño con agua limpia y jabón a todo lo largo de su no demasiada larga existencia.

Su única ventaja sobre Nicole Kidman, o sobre cualquier otra mujer de este mundo, se centraba exclusivamente en el hecho, absurdo pero evidente, que él, Oscar Schneeweiss Gorriticoechea, la había idealizado hasta unos extremos en cierto modo irracionales.

Sin ánimo de ofenderte, le había señalado tres días antes un René Villeneuve al que ya comenzaba a unirle una sincera amistad, mi impresión es que tu principal problema se centra en el hecho de que, como lo tienes todo, necesitas crearte necesidades, puesto que al fin y al cabo la mayoría de los seres humanos somos unos inconformistas que siempre pretendemos ir un paso por delante de nosotros mismos.

Lo único que pretendo es evitar una tremenda injusticia, y no creo que ésa sea razón suficiente como para buscarle connotaciones de tipo freudiano o metafísico, fue la tranquila respuesta.

¡En efecto! admitió el locutor de radio con una casi burlona sonrisa. Tan sólo intentas evitar una injusticia sin connotaciones freudianas o metafísicas, pero te garantizo que el mundo vive inmerso en terribles injusticias; a cada paso que damos tropezamos con una, pero nadie se lanza a tratar de evitarlas a no ser que, como te ocurre a ti, no tenga que enfrentarse a ningún problema propio.

Te advierto que dirigir cuarenta y tantas empresas que dan trabajo a más de catorce mil personas suele proporcionar algún que otro quebradero de cabeza.

Ninguno que te afecte más que en una cuarentava parte de tu patrimonio, porque por lo que ahora sé de ti, has sido lo suficientemente inteligente como para no crear ninguna de esas gigantescas corporaciones que ahora están de moda y que a menudo, y cuando menos se espera, se derrumban como un castillo de naipes.

Eso es muy cierto.

No hace falta que me lo confirmes. Me han contado que al parecer tu política de siempre ha sido la de que cada una de tus empresas mantenga su independencia de tal modo que si cualquiera de ellas quiebra, dicha quiebra no afecte a las otras.

Ninguna de mis empresas ha quebrado jamás, replicó el magnate con una leve sonrisa burlona. Lo que ocurre es que cuando alguna se ha encontrado en peligro, otras han acudido en su ayuda, siempre como prestatarias, nunca como parte implicada. Soy de la opinión de que valen más cinco enanos que un gigante.

Opinión que comparto, visto lo que ha ocurrido con Vivendi y algunas otras grandes corporaciones del mismo corte que acabaron saldando a precios de ganga lo que compraron a precio de oro. Si demuestras ser tan astuto con tu plan de salvar a Aziza Smain como has demostrado ser en tus negocios, el éxito está garantizado.

No obstante, sentado junto a su deslumbrante Hummer 2 rojo totalmente equipado y cuidadosamente retocado por un fiel mecánico de SaintTropez especializado en adaptar vehículos a las necesidades de sus poderosos clientes, Oscar Schneeweiss Gorriticoechea no se sentía tan confiado como parecía estarlo el periodista radiofónico con respecto al éxito de su misión en Hingawana.

Una cosa era plantearse los problemas desde la cómoda cubierta de El gorro rojo anclado en el puerto de Montecarlo, y otra muy diferente analizarlos sentado bajo un baobab tras haber advertido cómo algunos de los habitantes de aquel remoto lugar del planeta les miraban, no con la lógica curiosidad que despierta un grupo de extranjeros, sino con la hostilidad de quien sospecha que tales extranjeros han viajado desde muy lejos con la única intención de inmiscuirse en sus vidas.

¿Cómo reaccionaría él mismo si un pastor de cabras africano se presentara en su casa tratando de enseñarle a dirigir sus negocios o a encarrilar sus relaciones amorosas?

¿Bastaba el dinero, por mucho que estuviera dispuesto a poner en juego, para convencer a aquellas gentes de que dejaran de hacer lo que venían haciendo desde cientos de años atrás?

Ya se lo había advertido René Villeneuve y la conversación con el caíd Shala se lo había confirmado; con demasiada frecuencia el fanatismo, por muy cerril que a él se le antojara, podía llegar a prevalecer sobre la lógica más elemental.

Agnóstico por educación y convencimiento, incapaz de recurrir a la intervención divina ni aun en los trágicos tiempos en que siendo apenas un muchacho se hizo a la idea de que tan sólo le quedaban unos pocos meses de vida, la mente de Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se había negado desde niño a aceptar que ni el más lerdo pudiera rechazar un presente seguro y feliz en esta vida por culpa de un improbable e inseguro más allá de la muerte.

Pero del mismo modo que el viento del desierto le había golpeado en el rostro, sorprendiéndole que pudiera ser tan ardiente cuando pocas horas después el frío de la noche comenzaba a calarle hasta los huesos, la hostilidad que advertía en ciertos ojos le sorprendía hasta el punto de desconcertarle a él, que abrigaba el absurdo convencimiento de que estaba ya de vuelta de todo en este mundo.

Recuerda que el dinero no basta le había dicho su padre poco antes de morir, y la mejor prueba la tienes en nuestra propia familia, a la que siempre le ha sobrado, pero que se ha visto obligada a vagar sin rumbo de un lado a otro, como si fuéramos un puñado de míseros gitanos porque absurdas ideologías totalitarias nos amenazaban.

Ahora, cuando el monegasco estaba casi seguro de que tales ideologías habían quedado definitivamente atrás y jamás volverían, se enfrentaba de nuevo al hecho incuestionable de que el siglo XXI no había llegado para todos, y que en Hingawana continuaban prevaleciendo conceptos similares a los que tantos años atrás obligaron a emigrar a sus padres y abuelos.

¡Mierda!


¿Quién le mandaba meterse en semejantes berenjenales?

¿Quién le obligaba a encontrarse allí, mascando polvo y arriesgándose a que uno de aquellos chiflados fanáticos le cortase el cuello sin que les importase un bledo que fuera dueño de una de las mayores fortunas conocidas?

¡Mierda!

La noche era oscura; ni una triste luz iluminaba un pueblo que apestaba a cabra y excrementos de camello, el ulular del viento apenas rompía un silencio angustioso, y únicamente dos perros escuálidos se aventuraban a deambular por las estrechas callejuelas de arena, aunque costaba trabajo determinar con exactitud si se trataba ciertamente de perros o eran quizá hediondas hienas que se hubieran aventurado desde sus no demasiado lejanas madrigueras en busca de las escasas sobras que pudieran dejar los habitantes de tan miserable lugar.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea olfateaba el peligro. Y es que por encima del hedor a cabra y a excrementos de camello, destacaba un olor de cuyo origen no le quedaban dudas pese a que hasta aquella noche fuera desconocido para él, puesto que en los rostros de algunos de los hombres que se habían cruzado en su camino al regresar del palacio del caíd había descubierto una animadversión tan evidente que permanecía como flotando a su alrededor de una forma palpable.

Y es que hasta el último habitante del mugriento y caluroso villorrio y probablemente de casi todos los mugrientos villorrios de cien kilómetros a la redonda tenía ya noticia de que un puñado de altivos europeos habían irrumpido a bordo de lujosos vehículos con el aparente fin de violentar algunas de las más arraigadas costumbres locales enterrando bajo montañas de ladrillos y dinero las antiquísimas y veneradas leyes coránicas.

En los patios de las casas, en los cafetines al aire libre, en los zocos, o en torno a las hogueras de las jaimas de los beduinos, no se hablaba más que de los prepotentes intrusos llegados de muy lejos que habían osado ofrecer nueva viviendas, nuevas escuelas, nuevas mezquitas, nuevos hospitales, agua corriente, luz eléctrica y hermosos jardines a cambio de la libertad de una condenada a muerte.

Algunas mujeres se atrevieron a insinuar que se les antojaba una gran cosa no tener que recorrer cada día los casi tres kilómetros que les separaban del único pozo del que manaba agua durante los meses de verano, viéndose obligadas a regresar luego cargadas con dos cántaros bajo un sol abrasador.

Algunos hombres aventuraron que sería una gran cosa poder regar los huertos con abundante agua y unas pequeñas bombas alimentadas por energía eléctrica.

Hubo quien hizo notar que esa electricidad, además de energía y luz proporcionaría hielo, pero la mayor parte de sus vecinos nunca habían estado en Kano y por lo tanto no sabían qué era el hielo ni para qué servía.

Ni podían hacerse una idea, por mucho que se lo explicaran, de cómo funcionaba un aparato de televisión, n cuántas cosas maravillosas lograban descubrirse a todas horas en sus pantallas.

Los jóvenes no paraban de hablar. Las mujeres cuchicheaban entre sí. Los hombres se mostraban perplejos. Los ancianos reflexionaban.

Las ancianas mascullaban.

Nada había cambiado en Hingawana durante los últimos cien años, y sin embargo ahora una cuadrilla de desconocidos les proponían cambiarlo todo en tres meses. ¿Era aquélla la voluntad de Alá, o era algo que chocaba frontalmente contra sus designios?

A la caída de la tarde Sehese Bangú había reunido a sus más fieles seguidores en la mezquita con el fin de proclamar en un tono de voz que no admitía réplica:

La ira del Señor caerá sobre las cabezas de quienes se atrevan a atentar contra sus más sagrados mandamientos. La sharía especifica de forma indiscutible que quien comete adulterio debe ser castigado con la lapidación, y ni esos malditos infieles, ni el traidor Ibrahim, ni nadie en este mundo, está en disposición de cambiar las leyes divinas. Aziza Smain debe morir. Y debe morir cuanto antes.

Pero esas mismas leyes indican que no se debe hacer cumplir la condena mientras le quede leche suficiente como para amamantar a su hijo le hizo notar el anciano y prudente Yusuf. Por lo tanto nuestro deber es esperar.

¡Lo sé! admitió de mala gana el imam. Nuestro deber es esperar, pero me preocupa que mientras lo hacemos esos intrusos tengan tiempo de construir cosas que pongan de su parte a los más tibios. El demonio tiene mil formas de tentar y corromper a los débiles.

Según me ha dicho mi primo, que ha visto la maqueta que le han entregado al caíd, la nueva mezquita es muy amplia y muy hermosa, y al parecer contará incluso con aire acondicionado, hizo notar con innegable timidez un hombrecillo que se sentaba en el rincón más apartado de la estancia.

Alá no necesita una casa amplia, hermosa y fresca pero vacía. La prefiere pequeña, humilde y calurosa, pero repleta de fieles que en verdad le adoren. Con ésta le basta.

¿Quién se atrevía a contradecir a un hombre santo que al parecer estaba en contacto directo con el Creador?

¿Quién mejor que él estaba en condiciones de determinar qué era o no agradable a los ojos del Señor?

Si Sehese Bangú y tres jueces llegados expresamente desde Kano habían determinado que la adúltera Aziza Smain debía ser lapidada, lapidada sería porque, de lo contrario, la autoridad de quienes dictaban leyes y las aplicaban quedaría en entredicho y ya nadie acudiría a ellos en busca de justicia o acataría sus sentencias.

Pretenden comprar nuestras conciencias... continuó al poco el imam consciente de que cuantos le escuchaban compartían plenamente su modo de pensar. Los intrusos son de ese tipo de gente que consideran que el dinero todo lo puede porque jamás se les pasa por la cabeza la idea de que existan personas honradas que no se doblegan a sus designios. En unos tiempos en los que más allá de nuestras fronteras todo es podredumbre, pecado y corrupción, nuestra obligación es convertirnos en reserva espiritual de una humanidad que sin guías que le marquen el camino acabaría cayendo irremediablemente en el abismo. Alzó la mano con la palma hacia delante en un gesto en cierto modo teatral al añadir en tono de absoluta firmeza: Yo os prometo solemnemente, que mientras me aliente un soplo de vida no permitiré que nadie se burle de nuestra fe. ¡Alá es grande! ¡Alabado sea!

¡Por siempre sea alabado!

A continuación rezaron sus oraciones para salir luego a una oscuridad en la que se desenvolvían con absoluta naturalidad, puesto que cada uno de ellos conocía cada callejuela del pequeño poblado como su propia casa, hasta el punto de que serían capaces de regresar a ella con los ojos vendados.

Habían recorrido aquel sinuoso camino miles de veces, casi desde el mismo día en que tuvieron uso de razón, al igual que lo habían recorrido miles de veces sus padres y sus abuelos sin que a ninguno de ellos se le pasase por la mente la idea de que las cosas pudieran ser alguna vez diferentes.

Cuando la gigantesca duna petrificada que en parte les protegía del violento harmatán desapareciera para siempre, o el sol que calcinaba los techos de las casas durante doce horas diarias dejase de brillar en el cielo, quizá las cosas podrían comenzar a cambiar en Hingawana, pero no parecía en absoluto probable que tales prodigios estuvieran a punto de ocurrir.

Al amanecer la gigantesca duna petrificada continuaba en el lugar que había ocupado desde que los más ancianos tenían memoria, y el sol brillaba con la misma fuerza que nunca, por lo que hasta el último de los habitantes del villorrio se puso en pie convencido de que sus vidas seguirían siendo igualmente monótonas pese a que todos los chicuelos y un gran número de adultos se agolpasen en torno a los relucientes vehículos de los extranjeros, que permanecían aparcados en un rincón de la plaza y entre los que destacaba uno rojo, alto y brillante cuyos oscuros cristales impedían ver cuanto ocultaba en su sin duda inquietante, interior.

Por todo ello, cuando Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se presentó una hora más tarde acompañado de tres de sus hombres ante la puerta del palacio del caíd, se sorprendió al advertir que únicamente a él le estaba permitida la entrada, y de igual modo se sorprendió al advertir que su propietario era el único ocupante de la amplia estancia en la que solía recibir a sus invitados.

Aziza Smain no debe continuar siendo un objeto expuesto a la malsana curiosidad pública, fue la explicación que dio el jefe a su desconcertante comportamiento. Y lo que quieras decirle sólo yo debo escucharlo. ¿Estás de acuerdo?

Tú eres quien decide.

Y ésta es mi decisión...

Dio una palmada y al poco la cortina que cubría la puerta más alejada se apartó levemente para que en la penumbra se recortara una alta silueta que permaneció unos instantes inmóvil antes de avanzar con paso firme hasta detenerse en el centro de la estancia.

El monegasco tuvo la indescriptible sensación de que quien se aproximaba no era una mujer, sino más bien un estilizado felino de enormes ojos melosos que destacaban como iluminados por una luz interior de la tersa y oscura piel de un rostro cansado y triste, pero que continuaba siendo tan «turbador pues aquélla y no otra era la palabra exacta para definir a la joven nativa que de inmediato Oscar Schneeweiss Gorriticoechea abrigó el convencimiento de que su largo viaje al corazón de África no había sido en vano.

La fascinante criatura iba descalza, se cubría apenas con unos tristes harapos y aparecía casi en los huesos, famélica y extenuada, pero nada de ello se advertía, puesto que quien se enfrentaba a ella tardaba en poder apartar la mirada de unos ojos que de igual modo podrían haber pertenecido a una mujer, que a un tigre o una anaconda.

Incluso el caíd Shala, que sabía de antemano a quién iba a enfrentarse, permanecía muy quieto y en silencio, ya que resultaba evidente que la condenada a muerte continuaba impresionándole de la misma forma que le impresionó la primera vez que la viera años atrás, el día de su boda.

Al fin, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo a la hora de dirigirse directamente a ella, señaló:

Este hombre ha venido de muy lejos con el fin de ayudarte.

Aziza Smain se volvió apenas, observó con profunda atención al extranjero y al fin inquirió en su inglés más que aceptable y con una voz profunda y tremendamente personal:

¿Te envía miss Spencer?

Un desconcertado Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se volvió con gesto interrogativo al cacique de Hingawana, aunque tal vez podría creerse que lo hacía porque no se atrevía a dirigirse directamente a la muchacha.

Ayer te comenté que Aziza trabajó durante algún tiempo en casa de unos extranjeros, y en su ignorancia imagina que todos los blancos se conocen, fue la escueta explicación del hausa. Y como miss Spencer fue siempre su única amiga debe haber supuesto que es ella quien te ha pedido que vengas.

No replicó de inmediato el monegasco volviéndose a la muchacha, no es ella quien me envía puesto que ni siquiera la conozco.

Entonces, ¿por qué pretendes ayudarme?

Porque no quiero que te maten.

Ahora fue Aziza Smain quien se volvió al caíd como si buscara una explicación al desconcertante hecho de que un extranjero que ni siquiera conocía a su vieja amiga y fiel protectora pudiera estar interesado en salvarle la vida.

Tampoco yo lo entiendo, fue la respuesta a la silenciosa pregunta implícita. A veces los europeos se comportan así.

Durante unos instantes la muchacha meditó sobre lo que acababa de escuchar, y al fin musitó:

Tan sólo podrías ayudarme si te llevaras a mis hijos. Yo ya estoy condenada y nadie puede evitar que me ejecuten, pero si salvas a mis hijos del destino que les espera, te aseguro que no me importará que me lapiden.

Estoy aquí para evitar que te ejecuten.

¿Es que te atreves a enfrentarte a la voluntad de Alá? quiso saber ella como si le costara admitir semejante blasfemia.

¿Es que acaso crees sinceramente que Alá desea que te ejecuten? fue la rápida y casi agresiva respuesta. ¿Tan injusto se te antoja el dios al que adoras?

La pregunta pareció sorprender una vez más a la dueña de los inquietantes ojos puesto que sin duda nadie había osado nunca hacerle semejante demanda, pero tras dudar unos instantes, replicó:

Si el imam asegura que Alá desea mi muerte, debe ser porque en verdad la desea. Él es su representante en la tierra.

Yo no estaría tan seguro... El caíd, que era quien había hecho tan espontáneo comentario, indicó con un gesto a sus invitados que tomaran asiento a poco más de dos metros de distancia, y tras dirigir una larga mirada a sus espaldas, como si tratara de convencerse de que nadie podía oírles, bajó un tanto la voz con el fin de insistir: Por mucho que él mismo se atribuya semejante honor y sus secuaces lo repitan a todas horas, que yo sepa Sehese Bangú no ha dado jamás prueba alguna de que el Señor le escuche con mayor atención que a cualquier otro ser humano. Lo primero que tienes que hacer por tanto, querida muchacha, es alejar de tu mente ese sentimiento de fatalidad que siempre he advertido en ti con el fin de encarar este asunto desde un punto de vista práctico, para lo cual sería muy conveniente empezar por algo a mi modo de ver esencial: ¿conoces los nombres de quienes te violaron?

Naturalmente.

En ese caso, ¿por qué te niegas a darlos? ¿Y de qué serviría que lo hiciera?

Eso seré yo, y en último caso la justicia quien lo decida fue la brusca respuesta. Pero debes entender que con tu silencio no has conseguido más que llegar a las puertas de la muerte. Tan sólo si me das los nombres de esos canallas, aunque si quieres que te diga la verdad, hace tiempo que tengo muy claro de quién se trata, podré ordenar que se inicie una investigación que nos permita averiguar quién es el padre de tu hijo.

¿Y qué se conseguiría con eso? se alarmó la muchacha. ¿Que me quitaran al niño? Mi hijo es mío y de nadie más.

Ninguna mujer, ni siquiera la madre del profeta Isa, consiguió tener un hijo «suyo y de nadie más le hizo notar el caíd. Y al determinar quién es el padre, que por lo que yo sé, todos aquellos de los que sospecho están casados, nos encontraríamos con que el caso de adulterio es compartido, con lo cual el culpable también tendría que ser juzgado, condenado y ejecutado.

¿Y crees que me consolaría arrastrar a alguien más a la tumba?

No, desde luego. Pero o yo no conozco a mi gente, o lo que ocurrirá es que ese hombre, quien quiera que sea, te arrastrará fuera de la tumba, porque para Sehese Bangú y los jueces de Kano una cosa es lapidar a una pobre viuda indefensa, y otra muy diferente ejecutar a un padre de familia que tiene amigos y cómplices a los que no dudaría en acusar a su vez, con lo cual el círculo se agrandaría. ¡Piensa en ello!

Aziza Smain meditó largo rato, se volvió al extranjero que no apartaba la vista de ella, y al fin replicó con aquella especie de invencible resignación que se había convertido en una de las principales características de su forma de ser:

Puedo darte esos nombres, pero no puedo entender cómo determinarás cuál de ellos es el verdadero padre de Menlik.

¡Eso es sencillo!

Tanto la muchacha como el caíd se sorprendieron por la rápida y decidida intervención de Oscar Schneeweiss Gorriticoechea.

¿Sencillo? repitió en tono de incredulidad el dueño del palacio. ¿Qué quieres decir con eso de sencillo? Que basta con un análisis de sangre, de saliva o un simple cabello para comparar los respectivos ADN señaló el interrogado con absoluta naturalidad. Entre los que han venido conmigo se encuentra un médico que probablemente puede resolver ese problema en unos cuantos días, enviando las muestras a París.

No entiendo de qué hablas, admitió el otro. ¿Cómo puede nadie, por muy buen médico que sea, determinar la paternidad de una criatura basándose en la sangre, la saliva o un cabello?

Son los últimos adelantos de la ciencia.

Cuando llega a tales extremos, vuestra ciencia parece cosa de brujería, y lo que menos necesitamos ahora es darle motivos a Sehese Bangú para que nos acuse de brujos argumentó el hausa, que se había despojado del largo turbante y se entretenía en colocárselo de nuevo con estudiada parsimonia. Lo más probable es que también acabáramos lapidados.

¡Pero es que ésa es una técnica reconocida y aceptada por todos los países civilizados!

¡Tú lo has dicho! Civilizados. Y Nigeria puede que sea uno de los mayores productores de petróleo del mundo y en Lagos existan algunos ejecutivos civilizados, pero aquí, en pleno desierto y casi en la frontera con Níger, el que no cuida cabras es porque castra camellos.

¿Pretendes decir con eso que no hay en todo el pueblo nadie medianamente cultivado?

Los hay, pero son minoría y entienden de otras cosas... El caíd, que había concluido al fin la compleja tarea de colocarse el turbante, se volvió ahora a Aziza Smain que permanecía muy quieta y en silencio, con las manos cruzadas sobre el halda, se diría que casi sin respirar apenas, y tras observarla un largo rato y asentir una y otra vez con la cabeza, ordenó: Enséñame los pechos.

Ella se abrió el mísero vestido con absoluta naturalidad permitiendo que el otro los estudiara largo rato, sin tocarlos, para acabar por chasquear la lengua con aire de preocupación.

Estás esquelética, pero los pechos aún se te mantienen firmes y, o yo entiendo poco de esto pese a ser padre de quince hijos, o te queda leche para dos meses. Tendremos que empezar a cebarte para que te repongas y aguantes un poco más.

Nadie se ha preocupado hasta ahora de mí y al parecer de pronto me he vuelto importante, pero no soy un cordero en vísperas de Pascua protestó casi impulsivamente la muchacha.

No. Evidentemente no eres un cordero en vísperas de Pascua pese a que pretendan sacrificarte como si lo fueras, pero te garantizo que si lo consiguen no sólo habremos perdido la oportunidad de dejar de vivir como animales, sino que además mi prestigio quedará seriamente mermado y mi autoridad en entredicho.


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