El león invisible



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No es como lo planteas, le contradijo con cierta timidez su interlocutor, al que se advertía cada vez más inquieto y descentrado. Admito que no soy partidario de que las mujeres adquieran un peso excesivo en la sociedad, ya que su papel está perfectamente determinado por nuestras leyes y costumbres, pero sería justo reconocer que en ocasiones las discriminamos en exceso. De no ser así el absurdo juicio contra Aziza Smain no se hubiera iniciado nunca, con lo que nos habríamos evitado llegar a la actual situación en la que hemos atraído en demasía la atención de una opinión mundial que nos acusa de bárbaros.

Más vale ser considerado un bárbaro que un decadente, porque la historia demuestra que siempre han sido las civilizaciones mal llamadas bárbaras las que han logrado imponerse a la decadentes, fue la tranquila respuesta del juez de Kano. Al fin y al cabo, debemos alegrarnos de que las mujeres vayan ganando cada vez más parcelas de poder en el campo de nuestros enemigos, puesto que de ese modo los podremos derrotar con mayor facilidad. Está comprobado de que, en los momentos de peligro, a ellas lo único que les preocupa es poner a salvo a su hogar y sus hijos.

Advierto que hablas como si consideraras que nos estamos enfrentando en una lucha abierta contra todos aquellos que no practiquen nuestra fe.

¡Naturalmente! La nuestra debe ser una lucha continua, una guerra sin fin en la que vayamos avanzando metro a metro sin dar tregua a los infieles, porque el islam, a semejanza de cualquier otro ser vivo, tan sólo empezará a morir el día en que deje de crecer.

¿Y hasta dónde se supone que debe crecer? Hasta que ni un solo habitante del planeta deje de adorar cada mañana y cada tarde al verdadero dios. En ese justo momento la obra del Señor habrá concluido y podrá comenzar la verdadera eternidad.

A la caída de la tarde amainó el viento, pero a todo lo largo del día había ido trayendo tal cantidad de arena y polvo desde el corazón mismo del cercano desierto que cuando aún el sol brillaba en su ocaso podría creerse que la noche, pero no una negra noche, sino más bien una noche achocolatada, se había adueñado de Hingawana.

De tanto en tanto se escuchaba el seco golpe de un ave que no había sido capaz de soportar tan adversas condiciones climatológicas cerrando allá arriba sus alas para siempre.

Inmediatamente los perros acudían a devorarla iniciando una ruidosa trifulca que nadie se molestaba en calmar. Cuando poco después el harmatán se perdió hacia el sur como el indeseable viajero que siempre aparece a destiempo y que únicamente se va cuando quiere, la tierra comenzó a depositarse sobre los tejados de adobe con la mansedumbre con que se deposita el limo en el fondo de un lago, por lo que al fin las tinieblas se adueñaron por completo del pueblo.

De pronto ya no hubo luces en las esquinas, ni funcionó el cine, ni de la fuente de la plaza manó agua limpia, puesto que el espeso polvo había obstruido hasta tal punto los filtros de aire del flamante grupo electrógeno que fue necesario detenerlo con el fin de evitar que se colapsara.

La mayor parte de los aparatos de aire acondicionado dejaron de runrunear, y únicamente cinco de los vehículos que disponían de uno propio siguieron funcionando hasta que comenzaron a dar claras muestras de que empezaban a verse afectados por idéntico problema.

«A1 sur del río Níger llueve agua. Al norte, llueve arena. Era aquél un antiquísimo dicho popular que se ajustaba, como la mayoría de los antiguos dichos populares, a una estricta realidad contrastada por cientos de años de observación.

En Nigeria, el río Níger y su gran afluente, el Benue, formaban, al unirse, una clara frontera entre dos paisajes dominados por la extrema humedad o por la sequedad más absoluta.

Selvas y desiertos casi se desafiaban de una a otra orilla de la ancha franja de agua que atravesaba mansamente el país más poblado del continente con tan sólo una cosa en común: el calor.

Calor pegajoso, que obligaba a sudar a mares, en el sur. Calor seco, como horno de panadero, en el norte. Pero calor al fin y al cabo.

Y en Hingawana podía encontrarse además una arena en suspensión que enrojecía los ojos, penetraba hasta los pulmones, y obligaba a carraspear continuamente como si la lengua, el paladar, las fosas nasales y la garganta se hubieran transformado en papel de lija.

Los nativos ni tan siquiera se inmutaban.

Los europeos boqueaban como peces fuera del agua. Carentes de energía, las grandes neveras pasaron a convertirse en horrendas trampas en las que toneladas de alimentos entraron en putrefacción con sorprendente rapidez. Nada de aquello figuraba en la orden del día.

Nadie lo había previsto.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea contemplaba absorto el extraño batido de cacao en que parecía haberse convertido cuanto le rodeaba y se preguntaba una y otra vez qué nuevas sorpresas le deparaba el futuro en un lugar en el que el Creador parecía haberse complacido en acumular todo tipo de desgracias.

Poco antes había entrevisto a duras penas a un grupo de hombres encaminándose con paso decidido a la mezquita dispuestos al parecer a inclinarse a dar gracias a su Alá por los bienes que a diario recibían, y no pudo por menos que preguntarse qué era lo que en verdad tenían que agradecer si evidentemente no existía un lugar más abandonado de la mano de Alá, o de cualquier otro dios pasado, presente o futuro.

¿Qué podía impulsar a nadie a vivir en un lugar tan abominable como Hingawana?

Sus habitantes podían permitirse el lujo de ser tan malvados como quisieran, puesto que por mucho daño que causaran en vida, el infierno al que les arrojaran por culpa de sus incontables pecados se les antojaría hasta cierto punto acogedor y confortable.

Cualquier cambio, por más que se considerase un castigo, sería una bendición para quien se veía obligado a vivir desde que tenía memoria en un lugar semejante.

Sin embargo, y aunque costara trabajo admitirlo allí había nacido y se había hecho mujer una criatura absolutamente excepcional.

¿Qué explicación lógica podía darse a semejante aberración?

Ninguna.


El monegasco, al que le gustaba considerarse a sí mismo un iluso y un soñador aunque en ocasiones actuase con la frialdad de un escéptico, se encontraba profundamente desconcertado al notar que, por primera vez desde que de niño recuperó la salud, las cosas se le empezaban a ir de las manos.

Evidentemente el harmatán nunca había entrado en sus cálculos.

Probablemente no le hubiera sorprendido la aparición de una violenta tormenta de arena con todo su estruendo y parafernalia, pero jamás se le había pasado por la mente la idea de que pudiera existir un ardiente viento que espesaba el aire y se marchaba luego dejando el mundo sumido en una especie de profundo estupor.

«Polvo eres y en polvo te convertirás.

Cabría imaginar que él mismo se había convertido en polvo, puesto que al cabo de cuatro o cinco horas incluso los granos más finos de arena se habían depositado en el suelo, por lo que una impalpable masa de oscuro polvo que se abría al paso de los hombres y las bestias para cerrarse de nuevo a sus espaldas, se había adueñado del universo.

No se distinguía la luna, mucho menos las estrellas; ni tan siquiera las manos al aproximarlas a la cara, y cuando se le ocurrió la idea de encender una linterna, el triste haz de luz se dio por vencido de inmediato, puesto que apenas consiguió penetrar medio metro en aquel frágil muro compuesto por miles de millones de microscópicas partículas que flotaban a su alrededor.

Aquella noche, en Hingawana, el aire tenía el aspecto del agua de una cloaca.

Le vino a la memoria la ocasión, seis años atrás, en la que se le ocurrió la loca idea de sumergirse en la peligrosa cueva de La Calanca de Casis y las transparentes aguas se enturbiaron cuando sus aletas agitaron el barro del fondo. A punto estuvo de quedarse allí dentro para siempre, como ya le había ocurrido a otros buceadores.

Logró salir con vida, pero se prometió a sí mismo que jamás volvería a internarse en una cueva submarina. Hingawana se encontraba tan silenciosa y quieta como el más quieto y silencioso de los cementerios, por lo que se decidió a cerrar los ojos, pero apenas consiguió dormir a ratos, puesto que le costaba un enorme esfuerzo respirar y en cuanto conciliaba el sueño se despertaba con la desagradable sensación de que le estaban asfixiando.

Al fin, con el amanecer, si es que podía llamarse amanecer a que una luz difusa consiguiera filtrarse a duras penas hasta los tejados de las casas, se escuchó un llanto lejano que fue creciendo en intensidad hasta que la pequeña Kalina, la preciosa chiquilla de los inmensos ojos negros, desembocó en la plaza y fue a detenerse junto a la fuente ahora seca para balbucear una y otra vez desconsoladamente:

¡Mi madre! ¡Mi madre! Han matado a mi madre. Todos corrieron hacia la casa «orientada al revés cuya puerta aparecía abierta de par en par, para enfrentarse al impresionante espectáculo que significaba el esbelto cuerpo de Aziza Smain semidesnudo y tumbado boca abajo sobre un charco de sangre.

Pero no estaba muerta. Únicamente inconsciente.

Max Theroux acudió de inmediato para suturarle la ancha herida que casi le había abierto en el cráneo, pero nadie pareció percatarse de la verdadera importancia de cuanto había acontecido hasta que la infeliz muchacha recobró el conocimiento para inquirir con un hilo de voz: ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?

Todos los presentes se observaron perplejos. ¿Dónde estaba el niño?

Buscaron hasta en el último rincón de la casa y sus alrededores pero la criatura no apareció por parte alguna. Ibrahim Shala, que había hecho acto de presencia en cuanto le notificaron lo que ocurría, palideció a ojos vista y, abandonando la casa, fue a tomar asiento sobre un pequeño montículo de arena a la sombra del muro posterior de la vivienda.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea le siguió de inmediato, se acomodó a su lado con la espalda apoyada en la pared, y a los pocos instantes inquirió sin ambages: ¿Cree que lo han matado?

El otro se limitó a encogerse de hombros con un gesto que evidenciaba el más absoluto fatalismo al replicar: Muerto o vivo, ¿qué más da? Si lo han matado por lo menos ha dejado de sufrir, y si no lo han matado su vida será un infierno porque acabará esclavizado en cualquier plantación de cacao. Lo que ahora importa no es ese niño, al que debemos dar ya por perdido, sino el hecho de que Aziza Smain ya no tiene a quien amamantar y por lo tanto la sentencia podrá cumplirse cuanto antes.

¡No es posible!

Por desgracia lo es. La sharía es muy estricta al respecto. La semana siguiente al día en que deje de darle el pecho a su hijo, la condenada a muerte debe ser ejecutada.

¿Y será capaz de aceptar semejante injusticia? protestó el indignado monegasco que se negaba a dar crédito a lo que oía. Ahora ya no se trata de un crimen; son dos, puesto que ese niño era la más inocente de las víctimas de todo este tenebroso asunto.

¡Escuche! fue la seca respuesta impregnada de un claro deje de amargura. La ley es la ley, y quien se oponga a ella se expone a que los ulemas de Kano, a los que no mueve más que el fanatismo, emitan una fatwa que le persiga hasta el confín del universo.

¿Y eso qué es?

¿Una fatwa? repitió el otro. Es un dictamen jurídico que puede llegar a significar una condena a muerte que en este caso obliga a todos los musulmanes, sean quienes sean, a ejecutar al reo donde quiera que se encuentre.

¿Algo parecido a lo que le ocurrió a ese indio que escribió Los versos satánicos?

Parecido no; exacto. Se llama Salman Rushdie, y lo sé muy bien porque hasta el último de los creyentes tiene la obligación de intentar acabar con su vida. Aquel musulmán a quien se le presente la más mínima oportunidad de hacerlo y no cumpla un mandamiento tan sagrado está irremisiblemente condenado a todas las penas del infierno.

¡Pero un hombre inteligente no puede creer en eso! replicó un perplejo Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. Le considero demasiado civilizado como para aceptar semejante salvajada.

Lo que yo crea o deje de creer carece de importancia, puntualizó seguro de lo que decía el caíd Ibrahim Shala. Y sí, desde que tengo uso de razón he vivido en el seno de una fe que me ha convertido en lo que soy, que me ha proporcionado respuestas y consuelo cuando lo he necesitado, no puedo ni debo cuestionar una parte de tales principios, cuando tantos beneficios he obtenido del todo. Los musulmanes no lo somos a medias, ni aceptamos tan sólo aquello que nos conviene de nuestras creencias.

¿Pretende decir con eso que se les niega la posibilidad del libre albedrío a la hora de decir lo que está bien o está mal?

Si me fuera dado decidir lo que está bien o está mal, lo más probable es que casi siempre llegara a la muy humana conclusión de que lo que a mí me conviene está bien, y lo que no me conviene está mal. Y no es así, porque demasiado a menudo lo que es bueno para unos no lo es para la mayoría. Es la sharía la que dicta unas normas comunes, y a ellas debemos atenernos.

¡Me decepciona!

Decepcionar a cuantos me rodean, incluido yo mismo, es una de las constantes de mi vida, y ya estoy acostumbrado a ello, admitió con absoluta naturalidad el hausa. Mi padre pretendía que estudiara ingeniería y no aguanté más que un año en Londres; mis cuatro esposas confiaron en mi fidelidad y las engañé una tras otra; mis hijos buscaron en mí un ejemplo pero no supe marcarles el camino. Sonrió con amargura. Y aunque mi pueblo puso su destino en mis manos, no he sido capaz de defender ni a una pobre viuda maltratada. Me consta que soy indigno del puesto que ocupo, pero mi única disculpa se concreta en el hecho de que cuando busco a mi alrededor no encuentro a nadie que pudiera hacerlo mejor.

Si le sirve de consuelo le confesaré que jamás he conocido a ningún dirigente, ni aun de primera fila mundial, que sea digno del puesto que ocupa, señaló en tono convencido el monegasco. Y lo peor del caso es que ellos ni siquiera tienen la suficiente honradez o claridad de ideas como para admitirlo. Y ahora dígame: ¿qué puedo hacer por Aziza Smain?

Dos cosas replicó el otro con sorprendente firmeza. La primera, llevarse de aquí a su hija y proporcionarle una vida feliz y una buena educación lejos de un mundo en el que lo más probable es que acabe prostituida y maltratada. Aziza se lo agradecerá en el alma porque saber eso al menos le permitirá morir tranquila.

¿Y la segunda?

Matarla.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea agitó bruscamente la cabeza como si no diera crédito a lo que acababa de oír; se tomó unos instantes para asimilarlo y al fin, aún incrédulo, inquirió:

¿Ha dicho matarla? ¡Exactamente! ¿Matar a la mujer que vine a salvar?

Usted no vino a salvarla de la muerte, puesto que pronto o tarde la muerte nos lleva a todos y ni siquiera Alá puede ir contra sus propias leyes. Vino a salvarla de morir lapidada, y eso aún está a tiempo de hacerlo. Ayúdela a morir dignamente porque estoy seguro de que su médico dispone de algún remedio rápido, eficaz e indoloro, y yo me apresuraré a proclamar que falleció por la pena que le causó la pérdida de su hijo. De ese modo le evitaremos infinidad de padecimientos.

¿Y por qué tengo que ser precisamente yo quien la mate?

Porque es a usted a quien le interesa más que a nadie. Para salvar a Aziza ha venido desde muy lejos y para evitar que la ejecuten ha invertido mucho tiempo y dinero. Además, añadió el hausa con marcada intención, puede estar seguro de que ningún musulmán lo intentaría porque la ley especifica de forma muy clara que tienen la obligación de matarla, y de matarla a pedradas.

Pero no me siento capaz de hacerlo. Aparte de que dudo que la convenciera puesto que, por lo que tengo entendido los mahometanos tienen prohibido el suicidio.

¡Desde luego! Al igual que los cristianos, pese a que ellos no respeten tal precepto. Sin embargo, le recuerdo que la madre de Aziza Smain era fulbé.

¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso no son mahometanos?

Una gran mayoría sí, pero incluso aquellos que lo son, conservan viejas costumbres que chocan frontalmente con nuestra fe, como por ejemplo esa maldita ceremonia de la valentía, que Alá confunda, y que en el fondo no es más que una especie de suicidio.

¿En qué consiste?

Prefiero no hablar de semejante bestialidad, fue la seca respuesta que no admitía contrarréplica. Lo que sí puede asegurarle es que la serenidad, el estoicismo y la casi indiferencia con que Aziza Smain se enfrenta al terrible suplicio que le espera, se debe sin duda a la sangre fulbé que corre por sus venas. Los fulbé, a los que por aquí también llamamos peuls o bororos, lo que viene a significar algo así como «los desparramados porque nomadean por todas partes, tienen justa fama de ser la tribu más independiente y hermosa de África, ya que una leyenda asegura que descienden en línea directa del hijo del rey Salomón y la reina de Saba.

¡Qué tontería!

Puede que no sea más que una tonta leyenda sin fundamento, pero lo que sí es cierto es que llegaron hace miles de años desde Etiopía, e incluso por sus ojos rasgados hay quien asegura que su verdadero origen se encuentra en Asia Central. El caíd lanzó un bufido como si le molestara hablar del tema, pero insistió: Conozco bien a esos salvajes, y le aseguro que incluso habiendo nacido y habiéndome criado en uno de los lugares más duros del planeta, me estremece su brutal capacidad de sufrimiento y su casi inhumana indiferencia ante el dolor. En ocasiones he llegado a pensar que cuanto más padecen, más fuertes y más felices se sienten.

Eso en mi país tiene un nombre: masoquismo.

No tiene nada que ver... le hizo notar Ibrahim Shala. Por lo que tengo entendido, aunque admito que no sé mucho sobre ello, el masoquismo es una especie de depravación sexual. Pero, para los fulbé, sufrimientos tales como la sed, el hambre, el calor extremo, la violencia en carne propia; el dormir siempre a cielo raso sin siquiera el más miserable techo, es la forma de demostrarse a sí mismos que pertenecen a la raza más sacrificada y resistente que existe o ha existido sobre la faz de la tierra. Según ellos su destino es vagar eternamente sin rumbo fijo, y jamás les ha asaltado la tentación de construir una ciudad, un villorrio o tan siquiera una mísera choza que les proteja de las inclemencias del tiempo.

¿Y dónde viven?

Donde les sorprende la noche. Vagabundean por las lindes de la inmensidad del Sahara, siempre en busca de pastos para el ganado que consideran sagrado, y hoy pueden estar aquí y dentro de un mes a cientos de kilómetros, o en la frontera libia. En una ocasión se unieron y nos invadieron, pero como no se someten a nadie pronto se cansaron de estar en el mismo sitio y se marcharon cada cual por su lado tal como habían venido.

¿Y cómo es que Aziza Smain nació aquí? Porque su padre, Menlik Smain, el hombre más fuerte y obstinado que he conocido, era guía de caravanas y durante uno de sus viajes conoció a la madre de Aziza, cuya belleza era legendaria. Se empeñó en casarse con ella y para demostrar su valor no dudó en enfrentarse a un león sin más armas que un largo palo con un lazo como los que emplean los perreros. Quedó muy malherido y con el cuerpo marcado de horrendas cicatrices, pero consiguió estrangular a la bestia y por lo tanto obtener su premio.

Y por lo que veo usted quiere dar a entender que Aziza Smain ha heredado los atributos de sus padres. En cuanto a lo que se refiere a la belleza de su madre, a la vista está, y en cuanto a las virtudes de su padre, ha demostrado ser tan valiente y obstinada como él.

¿Acaso considera la obstinación una virtud?

Eso depende.

¿De qué?

De cómo evolucionen los acontecimientos señaló con una leve sonrisa un tanto burlona Ibrahim Shala. Cuando la obstinación conduce a la victoria se convierte en virtud, pero cuando acaba en derrota se convierte en defecto. Se trata de un camino único que se recorre con idéntico afán, pero lo malo es que hasta el final no sabemos si hemos ido en la dirección correcta o en la opuesta.

Pues en este caso he de admitir que tengo la desagradable sensación de haber ido en dirección opuesta reconoció su interlocutor. Nada de cuanto imaginé está saliendo tal como había planeado...

Aún quiso añadir algo más, pero le interrumpió la presencia de Max Theroux, que señaló al tiempo que se enjugaba el sudor que parecía surgir a borbotones de su ancha frente con un enorme pañuelo rojo:

La muchacha quiere verte... se volvió al caíd. Y a usted también.

¿Cómo se encuentra?

Bastante tranquila. Tengo la impresión de que se ha hecho a la idea de que el niño ha muerto. Escurrió el empapado pañuelo como si se tratara de una bayeta al añadir: Y si me apura añadiré que en el fondo casi prefiere que haya sido así.

Ninguna madre puede preferir que su hijo muera. A no ser que esté convencida de que la vida que le espera es mucho peor que la muerte... El sudoroso doctor agitó con gesto pesimista la cabeza al tiempo que se alejaba en dirección a la gran carpa blanca para acabar mascullando entre dientes: Y por lo que he visto desde que llegué aquí, puede que tenga razón.

Cuando a los pocos instantes Oscar Schneeweiss Gorriticoechea y el caíd Ibrahim Shala penetraron en la amplia estancia que hacía las veces de salón comedor de la casa prefabricada con tanta precipitación, se enfrentaron a una Aziza Smain que parecía estar aguardándoles, sentada, muy recta, al otro lado de la pequeña mesa.

Semejaba una esfinge, o una de aquellas inquietantes máscaras rituales de madera de roble que los artistas nativos tallaban sin más ayuda que una simple navaja.

¿Viste a quién te atacó? fue lo primero que quiso saber el hausa al tiempo que se acomodaba frente a ella.

No.


¿Y no tienes idea de quién pudo ser?

La tengo de la misma forma que la tienes tú, pero en este caso no podría acusar a nadie sin miedo a equivocarme. La infeliz muchacha hizo una corta pausa antes de añadir: Lo único que te pido es que aceleres la ejecución. Morir, por brutal y dolorosa que esa muerte pueda parecer, nunca será peor que una larga espera en estas circunstancias. Supongo que lo entiendes.

Lo entiendo admitió el caíd. Y haré cuanto esté en mi mano para complacerte, aunque la orden tiene que provenir de Sehese Bangú o Uday Mulay, ya que formaron parte del tribunal que te juzgó. Yo en este caso no soy más que el encargado de preparar la ejecución.

En ti confío.

A continuación Aziza Smain hizo un gesto hacia la habitación vecina indicando a su hija que se aproximara, y en cuanto la niña hizo su tímida aparición con la cabeza gacha observándose de modo casi obsesivo los desnudos pies, la empujó con suavidad hacia el punto que el monegasco se encontraba.

¡Llévatela lo más lejos posible! suplicó cambiando el tono de voz. Llévatela ahora mismo, porque no quiero que me vea durante los próximos días. Dudó un instante, se mordió levemente la comisura de los labios y por fin añadió: Si en verdad has venido a ayudarme, lo único que deseo es saber, antes de morir, que mi pequeña ha abandonado para siempre un lugar salvaje y despiadado en el que algún día podría tener el mismo fin que a mí me espera. ¿Lo harás?

Pasado mañana estará en mi casa y la cuidaré como si se tratara de mi propia hija, fue la firme respuesta de quien extendió la mano colocándola sobre el hombro de Kalina como si desde ese instante la pusiera bajo su protección. Te lo juro por lo más sagrado.

No es necesario que jures. Sé que lo harás. Aziza Smain acarició suavemente la cabeza de la niña al musitar a sabiendas de que la pequeña no podía entenderla: Y procura que me olvide.

Nadie podría olvidarte nunca, le hizo notar su oponente. Y supongo que tu hija menos que nadie.

Pues te suplico que intentes que me olvide, porque de esa forma no sufrirá por el resto de su vida. Aún es muy pequeña y no tiene muy claro qué es lo que me va a ocurrir. Por ello, si no le hablas de mí y del horrendo mundo en el que le tocó nacer, los recuerdos se le irán diluyendo poco a poco como la sal en el agua. No debe crecer sabiendo que su madre murió apedreada como un perro porque eso haría que su corazón enfermara de odio y amargura.


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