El león invisible



Yüklə 0,74 Mb.
səhifə9/15
tarix04.02.2018
ölçüsü0,74 Mb.
#23626
1   ...   5   6   7   8   9   10   11   12   ...   15

Al otro lado de la frontera, a las montañas del Air, en Níger, donde nadie se atreverá a hacerle daño porque allí el clan al que pertenece mi familia es invencible.

¿Y cuánto tardarás en llegar a esas montañas?

Yo puedo hacer el viaje en seis días, pero reconozco que Aziza es una mujer y que en estos momentos no debe encontrarse fuerte. Supongo que emplearemos el doble de tiempo.

Su interlocutor negó con un decidido gesto de la cabeza: No resistirá una caminata semejante.

Es una fulbé.

Pero una fulbé hambrienta, ¿no la has visto?

Aún no.

Pues cuando la veas comprenderás lo que te digo Podría creerse que todo lo que ha comido en estos último meses lo ha transformado en leche para su hijo a sabiendas de que en el momento en que dejara de producir esa leche lo poco que quedara de ella ya no valdría la pena puesto que estaba condenada a morir. Es como si hubiera perdido el instinto de la supervivencia, y eso no es algo que recupere de la noche a la mañana.



Pues tendrá que recuperarlo porque le va en ello su vida. Y si por desgracia muriera en el camino, al menos habría muerto con la dignidad de una descendiente del valiente y poderoso Usman Dan Fodio, mi bisabuelo, que reinó sobre estas tierras hace ya mucho tiempo.

¡Escucha! insistió Oscar Schneeweiss Gorriticoechea armándose de paciencia. He oído hablar de tu poderoso abuelo, y he oído hablar del valor y la capacidad de resistencia de los fulbé, pero no creo en los milagros, y no he venido desde tan lejos para que Aziza muera, ni apaleada, ni de agotamiento, así que piensa en una forma más segura de sacarla de aquí sin acabar con ella.

El caíd Ibrahim Shala mandó llamar a Hassan el Fasi, lo tuvo esperando casi dos horas en la antesala de su despacho oficial, y cuando al fin lo recibió fue para indicarle, con un mudo e inamistoso gesto de cabeza, que tomara asiento en un duro banco que corría a todo lo largo de la pared del fondo de la estancia.

Lo observó largo rato con el ceño fruncido y gesto severo, aunque pareció no querer reparar en el hecho de que sudaba a mares y le temblaban ligeramente las manos; al fin masculló en tono despectivo:

Si abres una sola vez la boca interrumpiéndome, contradiciéndome o tratando de justificarte, te mandaré encarcelar y azotar porque no estoy dispuesto a escuchar mentiras.

Hizo una corta pausa que empleó en encender su narguile como si con ello pretendiera dar tiempo a su visitante a reflexionar sobre lo que acababa de decir y cuando hubo concluido la tarea aspiró el humo, lo paladeó despacio, lo expulsó con suavidad y tan sólo entonces pareció decidirse a añadir con desgana:

He sabido que fuiste el instigador y principal culpable de la violación de tu cuñada, Aziza Smain, y he sabido también que, aunque en este caso probablemente no fueras el instigador principal, estás implicado de igual modo en la desaparición de su hijo. Alzó el dedo mientras sus ojos brillaban de ira, ya que el abochornado Hassan el Fasi había hecho ademán de abrir la boca. ¡Ni una palabra o te mando cortar la lengua! le advirtió. No intentes negar nada porque conozco la verdad. Podría torturarte, junto a esos cerdos de Hussein y Kamuni hasta que contarais la verdad, pero me consta que de poco serviría porque entre el emir Mulay y el canalla de Sehese Bangú se las arreglarían para burlarse una vez más de la justicia y dejaros en libertad. Así funcionan las cosas por aquí, y así debo aceptarlas.

De nuevo se interrumpió, tomó con suma delicadeza un dátil de la bandeja que tenía a su izquierda y fingió estudiarlo con sorprendente interés antes de decidirse a llevárselo a la boca. Al poco extrajo el hueso, lo dejó sobre un pequeño plato y se decidió a reanudar su tranquila disertación:

Sin embargo dijo, el hecho de que no pueda probar vuestros crímenes, o que aun en el caso de probarlos éstos no recibieran su lógico castigo, no significa que esté dispuesto a que queden impunes. Ahora sonrió levemente como si lo que iba a decir no fuera más que una simpática travesura. De momento añadió, y en lo que a ti se refiere, el castigo se centra en el hecho de que tu mujer y tus tres hijos se encuentran ya camino de Kano, de donde partirán hoy mismo hacia algún lugar del extranjero, lo cual quiere decir que jamás volverás a verlos.

¡No es posible! sollozó abiertamente el atribulado Hassan el Fasi sin poder contener sus palabras y sus lágrimas pese a las amenazas que había recibido. ¡No es posible!

Lo es, fue la seca respuesta. Yo mismo he firmado esta mañana todos los salvoconductos y documentos necesarios, por lo que el avión que les espera despegará dentro de poco más de una hora. Si todo sale tal como se ha previsto, mañana dormirán en Europa.

¡Que Alá me proteja!

Y falta va a hacerte, porque a partir de este momento estarás condenado a vivir solo, sin familia, proscrito, despreciado y perseguido. Le guiñó un ojo en lo que era sin duda una cruel burla. Tengo entendido que entre los muchos curiosos que empiezan a acudir de todas partes con la intención de presenciar la lapidación se encuentran algunos guerreros fulbé, lo que me hace suponer que en realidad han venido a vengar las terribles ofensas que se la han hecho a un destacado miembro de su tribu. Sonrió de nuevo como un niño travieso al puntualizar: Tú debes saber, mejor que nadie, que tanto tu mujer Seetti, como su hermana Aziza, descienden del poderoso rey Usman, cuyo clan sigue siendo el más temido y respetado entre esos salvajes que se divierten dándose palos los unos a los otros hasta matarse, o desparramando las tripas de sus enemigos por el desierto mientras aún siguen con vida.

Se escuchó un lamento gutural, casi un gemido más propio de un animal que de un ser humano, puesto que cabría asegurar que el anonadado Hassan el Fasi se sentía incapaz de articular palabra, no porque su caíd se lo hubiera prohibido de forma expresa, sino porque ni siquiera conseguía que le aflorara a los labios.

Ibrahim Shala parecía regodearse cada vez más con el dolor, el terror y la evidente desesperación de quien se sentaba al otro lado de la amplia estancia, porque tras llevarse a la boca un nuevo dátil continuó en el mismo tono monocorde y estudiadamente indiferente:

Lo que me sorprende es que tanto tú como ese par de cretinos imaginarais que por el simple hecho de lamerle el culo a un imam y a un emir podíais cometer todo tipo de tropelías. Entiendo, aunque no lo disculpe, que la provocación que significa la belleza de una mujer como Aziza pudiera nublaros momentáneamente el cerebro hasta el punto de conduciros a ultrajarla de un modo tan indigno y vergonzoso, pero mancharos las manos con la sangre de una criatura casi recién nacida os condenará para siempre a todas las penas del infierno.

No está muerta.

Era apenas un hilo de voz, casi ininteligible, pero que obligó al caíd a inclinarse hacia delante prestando atención. ¿Cómo has dicho? inquirió.

He dicho que el niño no está muerto, repitió el otro.

¿Y eso?


Se lo entregamos a Fholko, el buhonero dahomeyano, para que se lo vendiese a los traficantes de esclavos gaboneses. Él sabe dónde encontrarlos.

Los buhoneros dahomeyanos son como las hienas, infieles bestias hediondas que carecen de entrañas y siempre saben dónde está la carroña, pero tú, que deberías ser un buen musulmán, no has dudado en entregarle a tu sobrino, puede que incluso tu propio hijo, para que sufra el peor y más denigrante de los destinos. La verdad es que eres mucho peor de lo que imaginaba... El caíd permaneció un largo rato pensativo, como si la nueva situación hubiera tenido la virtud de desconcertarle, para acabar por hacer un leve gesto con la mano tratando de apartar algo apestoso: ¡Márchate! ordenó. El simple hecho de verte me produce náuseas y me impide pensar. Ojalá los fulbé te encuentren pronto y te saquen las tripas... ¡Fuera!

Cuando el anonadado Hassan el Fasi, al que todo su mundo se le había venido encima en cuestión de minutos, abandonó la estancia casi tambaleándose para comenzar a vomitar ruidosamente en cuanto hubo puesto los pies en la calle, el furibundo Ibrahim Shala intentó calmarse a base de encender de nuevo el repujado narguile de plata recostado contra los mullidos almohadones, con los ojos entrecerrados, en uno de los muchos esfuerzos mentales que se veía obligado a hacer durante aquellos últimos y agitados días, en su tan desesperada como inútil búsqueda de soluciones a muchos y variados problemas.

Rememoró los lejanos tiempos de su niñez, cuando su padre le enviaba a pastorear a la sabana y su vida discurría en absoluta calma y monotonía hasta que llegaba el mes de abril, momento en que los malditos dromedarios entraban en celo corriendo de un lado a otro, chillando, mordiendo y peleándose entre sí a tales extremos que todo comenzaba a complicarse hasta unos límites en los que no le hubieran bastado cien brazos para evitar una carnicería.

No estaban en abril, pero a su modo de ver la situación empezaba a ser muy semejante porque a Hingawana estaban llegando gentes de muchos kilómetros alrededor dispuestas a participar y disfrutar del sangriento espectáculo de una ejecución.

Continuó tumbado, permitiendo que las sombras de la noche le rodearan mientras buscaba inútilmente una salida que combinara sin menoscabo de su autoridad su deseo de salvar a Aziza con sus obligaciones como fiel cumplidor de la ley, hasta que su primera esposa, Yazmin, hizo su entrada con el fin de comunicarle que la cena estaba servida pero cambió de opinión al advertir la seriedad del rostro de su esposo.

¿Te ocurre algo? quiso saber.

¡Naturalmente que me ocurre! replicó sin el menor reparo Ibrahim Shala. Me encuentro tan confundido que por primera vez en mi vida aborrezco ser caíd de unas gentes a las que en el fondo creo que nunca he conocido en realidad.

¿De qué demonios estás hablando? se sorprendió ella. ¿Es que te has vuelto loco? No creo que haya un solo habitante del pueblo al que no conozcas personalmente.

Los he visto admitió él. Incluso he hablado con ellos, pero lo cierto es que ignoro lo que quieren y lo que piensan. Alzó el rostro e inquirió en tono casi suplicante: ¿Cómo son las mujeres de Hingawana? ¿Qué piensan sobre lapidar o no a esa pobre muchacha?

La casi anciana Yazmin, que hacía ya muchos años que había cedido su puesto en el lecho conyugal a esposas más jóvenes, pero que continuaba siendo pese a ello, o quizá gracias a ello, la mejor amiga y consejera del caíd, tomó asiento a su lado, le acarició con afecto las manos y replicó con una leve sonrisa:

Supongo que cada una de ellas piensa de un modo diferente, querido. Supongo que como hombre te cuesta aceptarlo, pero cada mujer tiene su propia forma de ver las cosas aunque rara vez se atreva a expresarlo públicamente por miedo a las consecuencias.

¡Entiendo! ¿Y tú qué piensas?

¿Sobre la ejecución de Aziza?

Como su esposo asintiera con un leve ademán de cabeza, señaló: Lo único que pienso es que al final prevalecerá la voluntad de Alá.

Ésa no es respuesta, querida protestó él. Te estoy preguntando si preferirías que se salvase o la ejecutasen. Pues mi respuesta sigue siendo la misma, querido. Si Alá decide que se salve, se salvará, y yo me alegraré por ella. Pero si Alá prefiere verla muerta, sus razones tendrá y no soy quien para juzgarlas.

Ibrahim Shala la observó largamente y podría decirse que, pese a los años que llevaban casados, era la primera vez que la veía como en realidad era.

¿Pretendes hacerme creer que para ti la balanza no se inclina ni de un lado ni de otro? Se asombró. ¿No sientes compasión por cuanto ha sufrido esa pobre muchacha?

¿Y de qué le serviría mi compasión si nada puedo hacer por ella? quiso saber la desconcertante mujer con una lógica muy suya y en cierto modo muy práctica. Es Alá quien debe mostrarse compasivo, pero tal vez no lo hace porque le tiene reservado un lugar muy especial en el paraíso en premio a lo mucho que ha sufrido sin rebelarse.

¡Pero qué barbaridades estás diciendo! se lamentó el buen hombre que casi no podía dar crédito a sus oídos. Ninguna barbaridad insistió ella. Tú mismo me has enseñado que para el verdadero creyente la muerte no es el peor de los males. El peor de los males es perder la fe, y por lo que sé, Aziza aún la conserva.

Me gustaría estar tan seguro como tú de eso, sentenció el caíd buscando un nuevo dátil que al fin no se decidió a echarse a la boca optando por dejarlo en su sitio. Admito que un lugar especial en el paraíso es el mayor premio a que nadie puede aspirar, pero el sendero que ha tenido que seguir esa pobre muchacha para alcanzarlo, si es que al fin lo alcanza, resulta en verdad cruel y tortuoso.

Es Alá quien lo marca. ¿O no?

Supongo que sí.

En ese caso, ¿qué significan unos pocos años de sufrimientos frente a la realidad de toda una eternidad de perfecta felicidad?

Nada ciertamente, pero aunque estés convencida de que ésa es la voluntad de Alá, te suplico que el día de la lapidación no acudas a la plaza a tirar piedras a un ser humano con la esperanza de que de ese modo volará con más rapidez al paraíso.

No pensaba hacerlo. Ante todo soy tu esposa, y si tú sientes compasión por ella, mi deber es compartir tus sentimientos. Aparte de que en verdad no tengo el menor interés en participar en semejante salvajada. Hizo una corta pausa antes de inquirir casi temerosa: ¿Cuándo tendrá lugar?

La fecha límite que marca la ley se cumple el jueves, pero supongo que Uday Mulay la adelantará a pasado mañana.

¿Y no puedes hacer nada por evitarlo?

Nada. Y lo peor del caso es que ahora mi obligación es impedir que alguien lo evite.

¿Te refieres a los extranjeros?

Podría ser, aunque no creo que el que los manda, cuyo nombre no conseguiré aprenderme jamás, sea lo suficientemente estúpido como para arriesgarse a que lancen sobre él una fatwa que le obligue a pasarse el resto de la vida huyendo. A nadie le apetece saber que millones de seres humanos tienen orden expresa de acabar con él donde quiera que se esconda. Se puso en pie con gesto de profundo cansancio pese a que no había hecho nada durante las últimas horas, para acabar sentenciando mientras se encaminaba al comedor: Si no está loco, que puede que lo esté, se marchará mañana mismo. Aquí ya no tiene nada que hacer.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea estaba, según él mismo admitía, bastante loco, pero conservaba la cordura suficiente como para saber cuándo tenía que quitarse de en medio, por lo que a la mañana siguiente detuvo su flamante Hummer 2 rojo frente a la casa construida al revés, le rogó a Aziza Smain que se asomara a la ventana y enfiló hacia ella el altavoz y el micrófono de la radio del prodigioso vehículo al tiempo que señalaba sonriente:

Puedes hablar con tu hija. Ya está en mi casa, en Europa. Dile lo que quieras.

La infeliz mujer dudó unos instantes, pero al fin, alzando mucho la voz, cosa rara en ella, comenzó a hablar en su dialecto, lo cual tuvo la virtud de que el monegasco no entendiera ni una sola palabra de cuanto madre e hija se decían. Debió ser, no obstante, una conversación profundamente emotiva puesto que llegó un momento en que a la condenada se le demudó el rostro y pareció incapaz de pronunciar una sola palabra más, por lo que hizo un significativo gesto con la mano con el fin de que apartara de una vez tan extraño como maravilloso aparato.

El dueño del vehículo le comentó a René Villeneuve que se encontraba al otro extremo de las ondas que cuidara bien de la niña, cortó la comunicación y aguardó, paciente, a que Aziza Smain recuperara el control sobre sí misma.

Al fin señaló:

Tal como te prometí, tu hija está a salvo y te garantizo que la cuidaré como si fuera mía. También lo están tu hermana y tus sobrinos, y no pierdo la esperanza de que algún día consigas reunirte con ellos.

Eres un hombre de una gran fe, de eso no me cabe la menor duda, fue la respuesta. Pero yo hace ya mucho tiempo que me resigné a mi destino y ahora que sé que la pequeña Kalina está a salvo no le tengo miedo a la muerte.

Una cosa es que no le temas, y otra que te resignes a morir.

También estoy resignada. Te agradezco cuanto has hecho por mí, pero es hora de que te vayas señaló Aziza Smain que había recuperado por completo la calma. Ha venido mucha gente a contemplar la ejecución y entre ellos habrá algunos fanáticos a los que les encantaría cortarle el cuello a un extranjero. Me sentiré mucho mejor cuando te sepa lejos de aquí.

¿Recuerdas a tu tío, Usman Zahal Fodio?

No.


Es hermano de tu madre.

Lo sé, pero no creo haberle visto nunca.

Está aquí.

¿En Hingawana? se sorprendió ella. ¿Y por qué no ha venido a visitarme?

Fue a ver a tu hermana y anteanoche hablé con él. Desde entonces nadie lo ha visto, pero me dijo que no está dispuesto a que ofendan a su familia ejecutando a uno de sus miembros.

¿Y qué puede hacer un hombre solo frente a una multitud decidida a lapidarme? quiso saber la atribulada muchacha. Lo único que conseguirá es que lo maten.

Me dio la impresión de que se trata de un gran guerrero al que no debe resultar nada sencillo hacer daño. Aparece y desaparece entre las sombras como un fantasma.

Recuerdo que mi madre me contaba que su hermano había cazado más de veinte leones, señaló Aziza Smain en lo que debía ser sin duda la frase más larga que había hilvanado nunca. Pero si por un milagro pudiera sacarme de aquí, los fanáticos musulmanes se sentirían burlados e intentarían vengarse atacando a cualquier fulbé que encontrasen en su camino. Eso desencadenaría un enfrentamiento que acabarían padeciendo cientos de inocentes y no quiero convertirme en motivo de una matanza.

¿Acaso prefieres que te lleven mansamente al matadero aun a sabiendas de que no has cometido delito alguno?

Más vale morir en el momento justo y con la conciencia limpia, que vivir sabiendo que tu cobardía le costó la vida a quienes nada tenían que ver contigo.

Una actitud que te honra señaló Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. Y admito que por el simple hecho de escuchar lo que acabas de decir doy por buenos todos los esfuerzos que he hecho y todas las incomodidades de este maldito viaje. Sin embargo, y pese a que respeto tu actitud, creo que antes que nada deberías pensar en ti, y en que tus hijos te necesitan.

Tú me has prometido cuidar de Kalina, y prefiero suponer que a estas alturas Menlik ya estará muerto.

¿Y si no lo estuviera? quiso saber el monegasco. ¿Acaso no valdría la pena vivir aunque tan sólo fuera por intentar recuperarlo?

La voz de la muchacha de los ojos color de miel, mitad hausa, mitad fulbé, se quebró de nuevo de un modo harto perceptible al inquirir con un hilo de voz:

¿Qué pretendes decir? ¿Acaso se ha descubierto algo nuevo sobre mi hijo?

El otro asintió con un leve ademán de cabeza. Anoche, cuando fui a despedirme del caíd Shala, me comentó que no sabía si contarte lo que había averiguado, o dejarte en la ignorancia, convencido de que ese modo sufrirías menos dijo. Al parecer tu hijo ha sido entregado a un buhonero para que lo venda a los traficantes de niños. La infeliz mujer, a la que las desgracias parecían complacerse especialmente en acosar, dejó escapar un leve lamento al tiempo que se llevaba ambas manos a la boca del estómago como si con tan instintivo gesto estuviera intentando proteger a la criatura que había albergado en su vientre durante nueve meses.

¡Que Alá se compadezca de él! sollozó. Los niños pequeños acaban siempre en manos de los pederastas más perversos.

Tu hijo no, fue la respuesta. Ya he dado órdenes a mi gente para que se pongan a buscar a ese buhonero hasta en el último rincón del continente. Recuperaré al niño sea cual sea el precio que me pidan. Hizo una corta pausa y añadió con marcada intención: Pero para eso te necesito. Tú eres la única que puede reconocer y diferenciar a tu hijo de cualquier otro niño de su misma edad.

Al caer la noche dos enormes camiones hicieron su aparición llegando por la pista de tierra que a unos sesenta kilómetros de allí enlazaba con la carretera asfaltada que conducía a Kano.

Las sombras comenzaban a adueñarse de Hingawana y casi la totalidad de sus vecinos, así como el centenar largo de foráneos que habían acudido a la gran fiesta prevista para el día siguiente, aguardaban expectantes a medida que las rugientes máquinas se aproximaban, ya que cuando se encontraban a menos de un kilómetro de las primeras casas habían encendido infinidad de luces, lo que les hacía parecer gigantescas ferias ambulantes.

Simultáneamente, el potente altavoz que se distinguía sobre la cabina del primero de ellos comenzó a anunciar en árabe:

¡Regalos! ¡Traemos regalos para todos aquellos que no lancen piedras sobre Aziza Smain! ¡Comida, ropa, medicinas, gafas, bicicletas, balones, radios, juguetes! ¡Llevaos cuanto queráis a cambio de no matar a una pobre muchacha que ningún daño os ha hecho!

Los vehículos se detuvieron uno junto a otro, y cuatro nativos de la región se apresuraron a abrir las compuertas laterales permitiendo de ese modo que la fascinada multitud admirara la infinita cantidad de maravillosos objetos, algunos de ellos nunca vistos, que se encontraban en su interior. ¡Es todo vuestro! repetía una y otra vez la incitante voz. ¡Es todo vuestro, pero tened en cuenta que Alá maldecirá a quien se lleve algo y mañana arroje una sola piedra contra Aziza Smain!

Un inquieto murmullo se elevó entre la multitud. Hombres, mujeres y niños se miraban unos a otros, y se volvían luego a admirar las incontables tentaciones de que estaban siendo objeto, puesto que para los primitivos y miserables habitantes de aquel olvidado rincón del norte de Nigeria, el contenido de los camiones era casi como la cueva de Alí Babá con sus infinitos tesoros.

Cada objeto había sido colocado con especial cuidado, visible y bien iluminado, nuevo y reluciente, y parecía estar aguardando a que una mano ansiosa se extendiese para apoderarse de él, ya que evidentemente no iba a ofrecer la más mínima resistencia.

Las bocas se entreabrían de asombro y de deseo, los ojos brillaban ante la presencia de una bicicleta de color azul metálico o una enorme pieza de delicada seda roja con la que las mujeres podrían confeccionarse preciosos vestidos con ayuda de las relucientes máquinas de coser que se distinguían en primer término.

Y la seductora voz insistía en su cantinela:

¡Todo es vuestro! Todo es vuestro a condición de que no ejecutéis a Aziza Smain.

La tensión iba en aumento.

Al poco la nerviosa multitud abrió paso al caíd Ibrahim Shala que avanzó muy despacio, se situó frente al primero de los camiones y lo observó todo con especial atención, consciente de que hasta el último par de ojos de los allí presentes permanecían pendientes de sus más mínimos gestos y movimientos.

Meditó unos instantes, se volvió a quienes le miraban como si él fuera la respuesta a todas sus preguntas, y al fin extendió la mano para apoderarse de unas sencillas gafas de sol al tiempo que comentaba:

¡Qué Alá me maldiga si arrojo una sola piedra sobre Aziza Smain!

Luego se volvió a la anciana que tenía más cerca para inquirir:

¿Qué te gustaría llevarte?

Una máquina de coser... se apresuró a responder la mujeruca.

En ese caso, llévatela, pero antes repite conmigo: «Que Alá me maldiga si arrojo una sola piedra sobre Aziza Smain.

La vieja extendió las manos, levantó con un notable esfuerzo el objeto de su deseo y se apresuró a exclamar con voz temblorosa:

¡Que Alá me maldiga si arrojo una sola piedra sobre Aziza Smain!

Ibrahim Shala sonrió apenas, hizo un gesto a quienes se encontraban a su alrededor para que se colocaran ordenadamente en fila, y por último señaló en tono autoritario:

¡De uno en uno y sin peleas ni alboroto! Que cada cual elija lo que quiera, pero que no se lo lleve sin haber hecho antes el juramento.

Se alejó en la noche, de regreso a su palacio, pero antes de desaparecer en su interior se volvió hacia donde se alzaba «la casa construida al revés, agitó levemente la cabeza, sonrió de nuevo y se retiró a descansar.


Yüklə 0,74 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   5   6   7   8   9   10   11   12   ...   15




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə