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Tanto Filipo después de Queronea, y Alejandro hasta finales de su reinado,
evitaron interferir directamente en los asuntos de la principal ciudad-estado griega,
Atenas, donde probablemente no hubo una guarnición macedónica.
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En el 330, los
espartanos acaudillaron una rebelión que terminó con la derrota del rey Agis en
Megalópolis; Atenas no se adhirió. Quizá para prevenir nuevas revueltas en su tierra
natal, Alejandro ordenó que las ciudades-estado de allá readmitieran a los exiliados
políticos, quienes, gracias a las recientes guerras y sublevaciones, eran un grupo
numeroso. Muchos podrían haber sido pro-macedonios que, como anota Diodoro
(18, 8; Austin 16), habrían podido significar un contrapeso frente a la revuelta; pero
tal interferencia directa en los asuntos internos, coincidiendo con la exigencia de
Alejandro de que se tributaran honores divinos a su amigo muerto Hefaistión, dio a
sus enemigos una ventaja simbólica. Cuando, en junio de 323, se enfermó, después
de una prolongada ronda de banquetes y libaciones y murió en Babilonia, a los
griegos se les ofreció la oportunidad de recobrar su libertad, mientras los macedonios
podrían abandonar, si así lo deseaban, su reluctante reconciliación con los persas. El
hecho de que Alejandro no hubiera indicado quién debía sucederlo, o no lo hubiera
indicado con claridad, empeoró las cosas.
El reinado de Alejandro en muchos sentidos parecía anunciar —y en verdad
contribuyó a determinar— la situación del mundo griego después de su muerte. Su
relación con las ciudades griegas, una mezcla de deferencia aparente con sus
tradiciones con una autocracia apenas velada, se parece a lo que vemos bajo los
diadocos. Fundó nuevas ciudades como hicieron aquéllos. Acompañando sus
expediciones llevó a historiadores y otros intelectuales, prefigurando el mecenazgo
de la alta cultura de los reyes que buscaban realzar su reputación. Quizá lo más
espectacular fue que desarrolló un nuevo estilo de realeza macedónica, sin duda en
parte inconscientemente, pero en muchos aspectos de modo deliberado, que marcó
las pautas que los reyes posteriores imitarían. Las estatuas de Alejandro que
idealizaban su belleza, su carisma personal que inspiró devoción en el ejército y su
propia creencia en que descendía de los dioses contribuyeron a crear un nuevo
código religioso. Era el modelo frente al que los reyes posteriores se medían y, de
paso, se convirtió para siempre en un héroe tradicional en el Oriente Próximo y en el
Mediterráneo.
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Sin embargo, el singular logro de Alejandro creó problemas para aquellos que
vinieron después. Es posible que se hubiera inclinado más por el oriente que sus
oficiales, y parece que soñaba con una clase dirigente macedonia-persa unida. Los
«Últimos proyectos» presuntamente encontrados entre sus papeles después de su
muerte implican que deseaba conquistar el norte de África y Europa occidental, con
el objetivo de unir a los diversos pueblos (Diodoro, 18. 4. 4, Austin 18; cf. Curtius,
10. 1. 17-18; Arr. 4. 7. 5; 5. 26. 1-2; 7. 1. 1-4, Austin 17).
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Era improbable que ideas
tan grandiosas tuvieran continuidad sin una dirección fuerte; como gran parte del
éxito logrado por la expedición había estado ligado a su propia persona, su
desaparición dejó un vacío. Quizá podría haber mantenido el nuevo imperio unido;
pero el mismo hecho de que sus triunfos militares fueran tan rápidos e imparables
significaban que, de hecho, sus ejércitos sólo habían abierto un estrecho paso por el
imperio persa. Su «imperio» asiático puede ser representado, de modo caricaturesco,
como poco más que una tenue cinta de tierra conquistada cruzando Asia de ida y
vuelta, dejando regiones enteras casi completamente intactas a su paso. En dichas
circunstancias, y sin la estabilidad de un largo reinado, era imposible para Alejandro
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hacer cualquier alteración en la mayor parte de su territorio. Puesto que sus sucesores
pasaron muchos años luchando entre sí, no estaban mejor situados para crear nuevas
estructuras administrativas. Asentar la geografía del poder del imperio tomó más de
una generación; cuando ocurrió, tuvo una notoria semejanza con lo que había
existido antes de que Alejandro llegara al Asia, y, en efecto, a lo que había existido
antes de la creación del imperio persa bajo Ciro el Grande en el siglo VI a.C.
Ni el ascenso de Alejandro ni la muerte del rey persa crearon una violenta
transformación en Macedonia o en Persia; tampoco la prematura muerte de
Alejandro. Convencionalmente hablamos de un período helenístico o «grecizante»,
pero mucho de lo que se considera como característico del mismo había comenzado
antes de su reinado. Muchas tendencias políticas comenzaron antes, tales como el
surgimiento de grandes estados territoriales y el resurgimiento de gobiernos
monárquico en los países griegos. La numerosa emigración de Grecia en el medio
siglo después del 330 puede haber sido resultado parcialmente de un aumento
demográfico anterior. La adopción de cultos del Oriente Próximo en las ciudades
griegas (capítulo 5) no era nada nuevo en sí mismo; aunque rendir culto religioso a
una persona viva (capítulo 3) puede ser visto durante la guerra del Peloponeso (431-
404) y poco después. Los cambios en la «alta cultura», como la popularidad de los
epigramas (pp. 276-278) y la ambientación cada vez más doméstica de la comedia,
estaban en marcha antes del reinado de Alejandro. Finalmente, los cambios en las
formaciones y la tecnología militares, como el uso de mercenarios y de tropas con
armamento ligero, e incluso la elaboración de nuevas técnicas de asedio y de
defensas permanentes, habían comenzado antes del 400.
Todas estas tendencias contribuyeron a crear un clima adecuado para la
conquista del Asia occidental, la cual tuvo repercusiones en Grecia, a veces
reforzando dichos avances.
LOS DIADOCOS
Las siguientes páginas se concentrarán en las acciones de una élite militar.
Una narración político-militar es un modo válido de examinar el período, cuando
menos porque era el modo en que los autores antiguos lo presentaron; en el mundo
antiguo griego y romano, los individuos poderosos marcaban una diferencia
significativa en el curso de los acontecimientos. Sin embargo, hay sorprendentes
dificultades. No se ha de exagerar el papel desempeñado por los individuos incluso
aunque los autores antiguos lo hagan. Es igualmente importante no proyectar las
preocupaciones modernas sobre el pasado, atribuyendo a los jefes militares
intenciones políticas, diplomáticas y estratégicas que no habrían podido formular,
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ni era un mundo administrado por economistas y políticos educados con complejas
doctrinas teóricas. Finalmente, está el peligro del pensamiento teleológico, de asumir