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imagen ecuestre de oro suya sobre una columna de mármol junto al altar de Zeus
Soter, para que la imagen quede en la posición más destacada en el agora.
Y cada día el stephanêphoros («portador de la corona»,
magistrado superior) y el sacerdote del rey y el agônothetês (funcionario
encargado de las fiestas) deben quemar incienso al rey ante el altar de
Zeus Soter. Y el octavo día (de cada mes), en el cual llegó a Pérgamo,
será sagrado todo el tiempo, y en ese día, cada año, realizará el sacerdote
de Asclepio una procesión, la más bella posible, desde el prytaneion
(cámara del consejo ejecutivo) al santuario de Asclepio y el rey, las
personas que suelen ir juntas en procesión.
(OGIS 332, líneas 5-17)
A la larga lista de honores sigue una descripción (líneas 17-62) de la
participación de los magistrados en el sacrificio y su financiación. Se establecía la
redacción de las inscripciones que iba a ser grabada en la estatua y en la «imagen».
El rey debía ser corononado cada vez que llegara a Pérgamo («nuestra polis») por «el
stephanêphoros de los Doce Dioses y del Dios, del Rey Eumenes» (adviértase que es
el difunto rey, no el viviente, quien es considerado dios); el texto incluye las palabras
de las plegarias ofrecidas por su salud, su seguridad, victoria y fuerza y para la
preservación de la monarquía, y de las respuestas oficiales por el personal designado
portando o usando los objetos apropiados. Se dan los detalles de los sacrificios por
realizar en el aniversario de la llegada del rey por cada una de las tribus de la ciudad,
y su financiación, otra vez con las plegarias y respuestas específicas. Hay
prescripciones algo vagas para otros sacrificios en su honor en la stoa real, el altar de
Hestia del Consejo, y el de Zeus del Consejo. El rey debía ser agasajado por los
generales. Una copia del decreto debía ser dada al rey con (por llamarla así) una carta
de presentación formal, el cual debía ser grabado en una estela en el santuario de
Asclepio e incorporadp a las leyes de la ciudad.
Nada aquí indica que hubiera una divinización como tal, tampoco el rendir
honores de culto a individuos en vida o después implica necesariamente que fueran
considerados como dioses del mismo modo que lo eran Zeus o Atenea.
En segundo lugar, es necesario trazar una línea divisora entre el «culto del
soberano cívico», establecido (en teoría voluntariamente) por las ciudades, y el
«culto regio del soberano», promovido o fundado por el propio rey. Por ejemplo,
antes del reinado de Antíoco III no había un culto organizado centralizadamente de
los reyes y reinas seléucidas, aunque hubo cultos locales cívicos a partir de Seleuco I
en adelante. Todavía no se había considerado como un dios a ningún Seléucida
viviente; los reyes fundaban el culto de sus predecesores. Bajo Antíoco III, sin
embargo, apareció una innovación importante. Se preservan varias copias de un
edicto de 193 grabadas en piedra, evidentemente distribuidas por todo su imperio,
incluida una en Laodicea-Nihavend en el oeste de Irán (Austin 158)
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y otra en Eriza
en Frigia. Allí Antíoco planteaba la organización administrativa de un nuevo culto de
Laodicea, centralizadamente organizado pero que funcionaba en todo el reino:
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El rey Antíoco a Anaximbroto, saludos.
Como deseamos aumentar aún más los honores a nuestra
hermana y reina Laodicea, y como pensamos que es importante hacerlo
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porque vive con nosotros amorosa y solícitamente, y se muestra reverente
hacia los dioses (to theion), hacemos con amor en todo momento las
cosas que es adecuado y correcto que ella reciba de nosotros, y ahora
hemos decidido que así como hay en todo el reino sumos sacerdotes
designados para nuestro culto, así también sean nombradas en los mismos
distritos sumas sacerdotisas de ella, que lleven coronas de oro con su
imagen y cuyos nombres sean mencionados en los contratos después de
los de los sumos sacerdotes de nuestros ancestros y nuestros.
Por tanto, como en los distritos bajo nuestra administración ha
sido nombrada Berenice, la hija de nuestro pariente Ptolomeo, hijo de
Lisímaco, para ver que todo sea hecho según lo que se ha escrito antes, y
guardar copias de las cartas, grabadas en estelas, puestas en los lugares
más destacados, de modo que tanto hoy como en el futuro sea evidente
para todos también nuestra política hacia nuestra hermana en este asunto.
(RC 36 (cf. 37), BD 131, OGIS 224)
A partir de este texto sabemos de paso que el propio rey estaba ya recibiendo
honores semejantes. La lista de cultos dinásticos inevitablemente se hizo más larga a
medida que pasaba el tiempo; una inscripción de Seleucia de Pieria bajo Seleuco IV
detalla una serie de sacerdocios de diferentes miembros difuntos de la familia real
(Austin 177, OGIS 245).
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Los términos y los conceptos de la religión han sido utilizados
tradicionalmente para honrar a los hombres descollantes. Rendir honores divinos a
los humanos distaba mucho de ser algo nuevo. El reformador Licurgo de Esparta
(que, si existió, podría haber vivido a inicios del siglo VII) fue adorado como un
dios, según Heródoto (1. 66.1). Los fundadores de las ciudades-estado fueron
habitualmente adorados como «héroes» después de muertos, y ocasionalmente
cuando todavía vivían. Los ejemplos invariablemente citados en este último caso se
refieren a los jefes espartanos Brasidas y Licandro, honrados por las ciudades
recientemente aliadas a Esparta durante y después de la guerra del Peloponeso. Es
relevante que los reyes griegos en el período clásico, tal como en Esparta y
Macedonia, afirmaran descender de los dioses. Es posible ver el culto del soberano
esencialmente como un producto del mundo de la ciudad-estado griega; era
completamente coherente con la religión griega tradicional.
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Se ha sugerido a veces
que la adoración del soberano seléucida comenzó estimulada por la práctica del
Oriente Próximo; esto ha sido rebatido puesto que hay testimonios de que no hubo
una adoración «nativa» de los Seléucidas en Babilonia e Irán, sólo plegarias
tradicionales «por la vida del rey».
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En esta etapa la adoración del culto podía ser exigida por el soberano y
claramente era una fuerza poderosa que debía ser aprovechada al máximo. La única
oposición registrada a los honores divinos fue expresada en vida de Alejandro. Según
Arriano (4.10-12, Austin 11), cuando Alejandro quiso que sus generales se
prosternaran ante él, Calístenes y otros intelectuales «cortesanos» debatieron si
Alejandro, en particular, y los humanos, en general, eran dignos de honores divinos.
Es dudoso que dispongamos de un acta de un debate real.
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El orador ateniense
Hipérides protestó en 323 porque sus conciudadanos hubieran sido obligados «a ver
sacrificios celebrados para hombres, (mientras) que las estatuas, altares y los templos
de los dioses (eran) descuidados» (Epitafios [Oración fúnebre] 6, 21); pero al igual
que posteriores objetores estaba expresando su disgusto por la indignidad del