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La ocupación ateniense de Samos es un caso especial de este fenómeno. En el
365 los atenienses habían aplastado brutalmente la polis de Samos y se habían
apoderado de la isla, enviando a ciudadanos atenienses a establecerse como clerucos
(klêrouchoi, parcelarios, como los del imperio ateniense del siglo V) y a cultivar la
tierra. Muchos de los exiliados griegos que trataban de volver a su patria en el 324
eran los supervivientes y los descendientes de estos samianos que presionaban a
Alejandro para que restableciera su polis. Finalmente lo hizo, aunque primero los
ateniense no obedecieron su proclama y sólo la guerra lámica solucionó la cuestión.
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Los factores demográficos pueden así haber facilitado un suministro
disponible de tropas para los ejércitos de los diadocos, tanto mediante el crecimiento
de la población como del exilio político. El servir en un ejército real representaba un
camino para el ascenso social (habiendo reconocido el riesgo de perecer) que se abría
ante los exiliados griegos y los no ciudadanos pero también ante los ciudadanos
normales.
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El reclutamiento por lo general conllevaba a asentarse en el extranjero al
pasar al retiro. Es difícil ver esto como un proceso meramente demográfico; para un
ciudadano, la elección entre emigrar con la esperanza de una vida mejor, y
permanecer en la patria con oportunidades económicas menores, no siempre debió de
haber sido fácil. Es dudoso que sea exacto, como algunos aseguran,
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que la falta de
otros empleos lucrativos fuera un factor que promovía la emigración; las economías
de las ciudades-estado quizá no estaban basadas en el trabajo asalariado en un alto
grado. Es más probable que la creciente polarización de las clases ricas y el
crecimiento de las grandes propiedades de la élite —una tendencia con frecuencia
observada en la historia griega— estuviera expulsando de la tierra a los ciudadanos
con pequeñas propiedades y haciéndolos depender de los ricos para el empleo
estacional. Para estos hombres la oportunidad de emigrar a una nueva ciudad y/o de
luchar por el rey con la esperanza de recompensa podría haber sido atractiva, dada la
perspectiva de recuperar el estatus de propietario de tierra.
Las fuentes dan una idea de la escala de los movimientos de población. En el
334, cuando invadió Asia, Alejandro llevó 12.600 griegos del sur con él, de los
cuales 7.600 eran de las ciudades de la liga de Corinto, y el resto mercenarios. El
resto de su ejército de 37.000 hombres estaba formado por macedonios, reclutas de
las tribus del norte y griegos del centro norte como los tesalios. Recibió alrededor de
65.000 nuevos mercenarios durante su expedición, de los cuales al menos 36.000 se
quedaron como tropas de guarnición o colonos.
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Después unos 23.000 griegos (que
podrían haber incluido norteños o incluso macedonios) fueron asentados por
Alejandro en las satrapías persas «altas» (orientales); a su muerte se rebelaron, con el
deseo de volver a Grecia y fueron masacrados por los macedonios (cf. Arr. 5. 27. 5,
sobre el envío de regreso de los tesalios desde Bactriana). Después de la muerte de
Alejandro, los nuevos gobernantes parecen haber continuado reclutando en Grecia en
números cada vez mayores. Antigono tenía 28.000 infantes y 8.500 jinetes en 317
a.C. (Diod. 19. 27, Austin 28); contra él Eumenes presentó 35.000 infantes. Once
años después Antigono tenía 80.000 infantes (Diod. 20. 7. 3). Un siglo después
Antíoco podía movilizar 70.000 infantes y 5.000 jinetes, de los cuales no menos de
40.000 habían sido reclutados en Grecia y Asia Menor (Polib. 5, 63-65, Austin 224);
la fuerza que Ptolomeo le opuso en el 217 a.C. incluía 5.000 mercenarios griegos
contando 2.500 cretenses. Estos son sólo ejemplos seleccionados, pero dan una idea
de la escala de emigración de Grecia, descontando incluso la exageración y las
dificultades del recuento. Gran parte de la emigración procedía de las zonas menos
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urbanizadas como Etolia, Tesalia y Creta antes que de ciudades famosas como
Atenas. Incluso en la ciudad relativamente próspera de Magnesia, a orillas del
Meandro, bajo Antíoco I, los ciudadanos estaban deseosos de trasladarse a la nueva
fundación de Antíoco en la lejana Persis (Austin 190, Burstein 32, OGIS 233).
Esparta es un caso especial: desde inicios del siglo IV los espartanos habían estado
ganando dinero sirviendo a potentados extranjeros (véase por ejemplo, Agesilaos de
Plutarco) y esto continuó.
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Las ambiciones de estos miles de hombres —muchos de los cuales habrían
experimentado una relativa pobreza en sus ciudades natales— puede haber
proporcionado algo de la motivación para las conquistas iniciales de Alejandro y las
luchas territoriales de los diadocos. Para los soldados las principales recompensas del
servicio militar estaban en el saqueo, el botín y, en el fondo, en la tierra, de modo que
—dejando de lado los riesgos de la vida y de pérdida de miembros— era importante
continuar en la campaña. Si establecerse en Alejandría, en Egipto, o en Alejandría
Escate (en el actual Uzbekistán) era igualmente atractivo es una cuestión discutible.
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Una idea de lo que se ofrecía a los atenienses de la época puede percibirse en
un esbozo de la serie de rasgos éticos descritos por el filósofo Teofrasto del siglo IV,
aunque el personaje del que se habla fuera un charlatán:
Es capaz de engañar a su compañero de viaje durante el camino,
contándole que participó en una expedición con Alejandro, y cómo lo
trataba éste y cuantas copas con incrustaciones de piedras se trajo.
Mantiene que los artesanos de Asia son mejores que los europeos, y se
expresa en estos términos pomposos, aunque jamás puso los pies fuera de
Atenas. Asegura que ha recibido tres veces cartas de Antípatro,
invitándole a visitar Macedonia y que a pesar de haberle sido concedido
un permiso de importación de madera exento de impuestos, lo ha
rechazado, a fin de no ser acusado por algún conciudadano: «¡Tenían que
haber sido más avispados los macedonios». Sostiene que, durante la
época de escasez, gastó más de cinco talentos en socorrer a los más
necesitados de entre sus compatriotas, por ser incapaz de negarse a ello
(Teofrasto, Caracteres, 23)
Aunque los macedonios aquí son una fuente de conflicto— el pasaje implica
que les agradaba contratar agentes secretos en las ciudades— es igualmente claro que
jactarse de hacer dinero al servicio del rey era algo que uno podía esperar oír de la
gente, una estrategia reconocida de ascenso social.
La jefatura personal ejercida por los diadocos sobre sus tropas representaba
un nuevo fenómeno social, al menos por su escala. Los jefes mercenarios habían sido
usados antes por las ciudades griegas y los potentados no griegos; a inicios del siglo
IV el ateniense Ifícrates, uno de los generales más renombrados, había servido
primero a su propia ciudad, después a los tracios, los persas, los espartanos y los
macedonios. Los miembros de las antiguas poleis, como Conón de Atenas y el rey
Agesilao de Esparta a inicios del siglo IV, habían sido empleados, con frecuencia con
tropas personalmente leales a ellos, por potentados extranjeros. La sola dimensión de
los ejércitos de los diadocos, combinada con los juramentos de lealtad personal que
les prestaban las tropas (a Eumenes, por ejemplo, Plut. Eum. 5. 3, cf. 7. 1, 12. 2; o al
rey Eumenes I Austin 196, BD 23, OGIS 266),
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aumentó la dificultad de reunificar