Cinco semanas en globo



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XIV

El bosque de gomeros.   El antílope azul   La señal de

reunión.   Un asalto inesperado.   El Kanyemé.   Una

noche en el aire.   El Mabunguru.  Jihoue la Mkoa.  

Provisión de agua.   Llegada a Kazeb
El país, árido, seco, formado de una tierra arcillosa que el calor agrietaba, parecía desierto. De vez en cuan­do se encontraban algunos vestigios de caravanas, osa­mentas blanquecinas de hombres y animales, medio roí­das y mezcladas con el polvo.

Dick y Joe, después de una media hora de marcha, se internaron en un bosque de gomeros, al acecho y con el dedo en el gatillo de la escopeta. No sabían con quién tendrían que habérselas. Joe, sin ser un tirador de prime­ra, manejaba bien un arma de fuego.

 Caminar sienta bien, señor Dick, aunque el terreno que pisamos no es muy cómodo  dijo Joe, tropezando con los fragmentos de cuarzo de que estaba sembrado el suelo.

Kennedy indicó con un gesto a su compañero que callase y se detuviese. Faltaban perros, y la agilidad de Joe, por mucha que fuese, no equivalía al olfato de un pachón o de un podenco.

En el lecho de un torrente, en el que quedaban algu­nas aguas estancadas, saciaba su sed un grupo de unos diez antílopes. Aquellos graciosos animales, olfateando un peligro, parecían inquietos; entre sorbo y sorbo de agua, levantaban la cabeza con azoramiento, husmeando con sus hocicos las emanaciones de los cazadores.

Kennedy rodeó unos matorrales, en tanto que Joe permanecía inmóvil. Llegó a tiro de los antílopes y dispa­ró su escopeta. El grupo desapareció rápidamente, que­dando sólo un antílope macho que cayó como herido por un rayo. Kennedy se precipitó sobre su víctima.

Era un magnífico ejemplar de un azul claro, casi ce­niciento, con el vientre y la parte anterior de las patas de una blancura deslumbradora.

 ¡Buen tiro!  exclamó el cazador . Es una especie de antilope muy rara, y espero poder preparar su piel para conservarla.

 ¿Qué dice, señor Dick?

 Lo que oyes. ¡Mira qué pelaje tan espléndido!

 Pero el doctor Fergusson no admitirá un exceso de peso.

 ¡Tienes razón, Joe! Triste cosa es, sin embargo, no aprovechar nada de una pieza tan magnífica.

 ¿Nada? No, señor Dick; vamos a sacar del animal todas las ventajas nutritivas que posee, y, con su permi­so, lo haré ahora mismo pedazos tan bien como pudiera hacerlo el síndico de la ilustre corporación de carniceros de Londres.

 Pues ya puedes empezar, camarada; aunque debes saber que, a fuer de cazador, me desenvuelvo tan bien desollando una res como matándola.

 Estoy seguro de ello, señor Dick, como lo estoy también de que, en menos que canta un gallo, con tres piedras armará una parrilla. Leña seca no falta, y sólo le pido unos minutos para utilizar sus ascuas.

 La operación no es muy larga  replicó Kennedy.

Y procedió de inmediato a la construcción de la pa­rrilla, de la que unos instantes después salían numerosas llamas.

Joe sacó del cuerpo del antilope una docena de chu­letas y trozos de lomo, que se convirtieron muy pronto en un asado delicioso.

 El amigo Samuel  dijo el cazador  se va a chupar los dedos de gusto.

 ¿Sabe lo que estoy pensando, señor Dick?

 ¿En qué has de pensar más que en lo que estás ha­ciendo?

 Pues, no, señor. Pienso en la cara que pondríamos si no encontráramos el globo.

 ¡Vaya una ocurrencia! ¿Había el doctor de abando­narnos?

 Pero ¿y si se desenganchara el ancla?

 Imposible. Y aunque se desenganchara, ya sabría Samuel bajar con su globo.

 Pero ¿y si el viento se lo llevase?

 Mala cosa sería; pero, no hagas semejantes suposi­ciones que nada tienen de agradable.

 No hay nada imposible en este mundo, señor, y es por tanto preciso preverlo todo...

En aquel mismo momento se oyó un tiro.

 ¡Oh!  gritó Joe.

 ¡Mi carabina! Conozco su detonación.

 ¡Una señal!

 ¡Un peligro nos amenaza!

 ¡A él tal vez!  replicó Joe.

 ¡En marcha!

Los cazadores recogieron en un momento la carne que habían asado y empezaron a desandar el camino, guiándose por las ramas que Kennedy había esparcido con esa intención. La espesura de la arboleda les impedía ver el Victoria, del cual no podían estar lejos.

Se oyó un segundo disparo.

 La cosa apremia  dijo Joe.

 ¡Otro tiro!

 Eso tiene trazas de una defensa personal.

 ¡Corramos!

Y echaron a correr con todo el vigor de sus piernas. Al salir del bosque vieron el Victoria, con el doctor en la barquilla.

 ¿Qué pasa, pues?  preguntó Kennedy.

 ¡Dios del cielo!  exclamó Joe.

 ¿Qué ves?

 ¡Mire! ¡Una caterva de negros asaltan el globo!

En efecto, a dos millas de donde ellos estaban, unos treinta individuos se agolpaban, gesticulando, gritando y brincando, al pie del sicomoro. Algunos, encaramán­dose por el árbol, subían hasta las ramas más altas. El pe­ligro parecia inminente.

 ¡Mi señor está perdido!  exclamó Joe.

 ¡Calma, Joe, y apunta bien! En nuestras manos te­nemos la vida de cuatro de esos monigotes. ¡Adelante!

Habían avanzado una milla con suma rapidez, cuan­do partió de la barquilla otro tiro que derribó a uno de aquellos demonios que se encaramaba por la cuerda del ancla. Un cuerpo sin vida cayó de rama en rama y quedó colgado a veinte pies del suelo, con las piernas y los bra­zos extendidos.

 ¿Por dónde diablos se sostiene ese bárbaro?  excla­mó Joe.

 ¿Qué nos importa?  respondió Kennedy . ¡Corra­mos! ¡Corramos!

 ¡Ah, señor Kennedy!  exclamó Joe, sin poder con­tener la risa . ¡Por el rabo! ¡Es un mono! ¡Un asalto de monos!

 Mejor, más vale que sean monos que hombres  re­plicó Kennedy, precipitándose hacia el grupo vocife­rante.

Era una manada de cinocéfalos bastante temibles, fe­roces y brutales, con un hocico de perro que les daba un aspecto repugnante. Sin embargo, unos cuantos tiros bastaron para obligarles a abandonar el campo de bata­lla, donde dejaron no pocos cadáveres.

Kennedy se encaramó por la escala. Joe subió al si­comoro, desenganchó el ancla y subió a la barquilla sin dificultad. Algunos minutos después, el Victoria volvió a remontarse y se dirigía hacia el este a impulsos de un viento moderado.

 ¡Vaya un asalto!  exclamó Joe.

 Creíamos que estabas rodeado de indígenas.

 Afortunadamente, no eran más que monos  res­pondió el doctor.

~De lejos, la diferencia no es grande, amigo Samuel.

 Ni de cerca tampoco  replicó Joe.

 De cualquier modo  repuso Fergusson , este ata­que de monos podía haber tenido funestas consecuen­cias. Si, con sus repetidos tirones llegan a desenganchar el ancla, no sé adónde me hubiera llevado el viento.

 ¿No se lo decía yo, señor Kennedy?

 Tenías razón, Joe; pero, aun teniéndola, en aquel momento estabas asando unas chuletas de antilope cuya visión me abría el apetito.

 Lo creo  respondió el doctor . La carne de antílo­pe es exquisita.

 Ahora la probaremos señor; la mesa está puesta.

 En verdad  dijo el cazador  que estas lonchas de venado echan un humillo montaraz nada desdeñable.

 ¡Ya lo creo!  respondió Joe con la boca llena . Yo me comprometería a no comer mas que antílope todos los días de mi vida, con tal que no me faltase un buen vaso de grog para digerirlo más fácilmente.

Joe preparó la codiciada pócima y los tres la pala­dearon con recogimiento.

 La cosa marcha  dijo.

 A pedir de boca  respondió Kennedy.

 ¿Qué tal, señor Dick? ¿Siente habernos acompa­ñado?

 ¿Quién hubiera sido capaz de impedírmelo?  res­pondió el cazador resueltamente.

Eran las cuatro de la tarde. El Victoria encontró una corriente más rápida. El terreno se elevaba insensible­mente, y muy pronto la columna barométrica indicó una altura de mil quinientos pies sobre el nivel del mar. El doctor se vio entonces obligado a sostener el aerós­tato mediante una dilatación de gas bastante fuerte, y el soplete funcionaba incesantemente.

Hacia las siete, el Victoria planeaba sobre la cuenca de Kanyemé. El doctor reconoció al momento aquel vasto desmonte de seis millas de extensión, con sus al­deas ocultas entre baobabs y güiras. Allí se encuentra la re­sidencia de uno de los sultanes del país de Ugogo, donde la civilización está menos atrasada y se comercia rara vez con carne humana; sin embargo, hombres y animales vi­ven juntos en chozas redondas sin armazón de madera, que parecen haces de heno.

Después de Kanyemé, el terreno se vuelve árido y pedregoso; pero a una hora de distancia, cerca de Mda­buru, hay un valle fértil donde la vegetación recobra todo su vigor. El viento cesó al anochecer, y la atmósfe­ra pareció dormirse. El doctor buscó en vano una co­rriente a diferentes alturas; al constatar la calma de la na­turaleza, resolvió pasar la noche en el aire y, para mayor seguridad, se elevó unos mil pies. El Victoria permanecía inmóvil, y la noche, magníficamente estrellada, cayó en silencio.

Dick y Joe se tumbaron en su apacible cama y se su­mieron en un profundo sueño durante la guardia del doctor, que fue reemplazado por el escocés a media­noche.

 Si se produce cualquier incidente  le dijo a Dick , despiértame y, sobre todo, no pierdas de vista el baró­metro. El barómetro es nuestra brújula.

La noche fue fría; llegó a haber 270 de diferencia con la temperatura del día. Con las tinieblas había empeza­do el concierto nocturno de los animales, a quienes la sed y el hambre obligaban a abandonar sus guaridas. Se oyo la voz de soprano de las ranas, acompañada de los aullidos de los chacales, mientras que los imponentes graves de los leones sostenían los acordes de aquella or­questa viviente.

Por la mañana, al volver a su puesto, el doctor Fer­gusson consultó la brújula, y observó que durante la no­che había variado la dirección del viento. Hacía cosa de dos horas que el Victoría derivaba unas treinta millas ha­cia el noreste. Pasaba por encima de Mabunguru, país pedregoso, sembrado de bloques de sienita bellamente pulida y de gibosos montículos; masas cónicas, análogas a los peñascos de Karnak, erizaban el terreno cual dól­menes druídicos; numerosas osamentas de búfalos y ele­fantes salpicaban el suelo de blanco, y, exceptuando la parte del este, en que se levantaban profundos bosques bajo los cuales se ocultaban algunas aldeas, había pocos árboles.

Hacia las siete, una roca esférica, que tendría dos mi­llas de extensión, apareció como inmensa concha de ga­lápago.

 Vamos bien encaminados  dijo el doctor Fergus­son . Allí está Jihoue la Mkoa, donde nos detendremos un rato. Quiero renovar la provisión de agua necesaria para alimentar el soplete. Busquemos un sitio donde agarrarnos.

 Pocos árboles hay  respondió el cazador.

 Probemos. Joe, echa las anclas.

El globo, perdiendo poco a poco su fuerza ascensio­nal, se acercó a tierra; las anclas corrieron hasta que una de ellas hincó una uña en la hendidura de una roca, y el Victoria quedó sujeto.

No se crea que el doctor, durante las paradas, pudo apagar completamente el soplete. El equilibrio del globo había sido calculado al nivel del mar, y como el terreno se elevaba sin cesar, al hallarse a una altura de seiscientos o setecientos pies, el globo habría tenido una tendencia a descender más abajo que el propio suelo; por eso era preciso sostenerlo mediante una dilatación del gas. Sólo en el caso de que, en ausencia total de viento, el doctor hubiera dejado la barquilla descansar en el suelo, el aeróstato, libre de un peso considerable, se habría mante­nido en el aire sin ayuda del soplete.

Los mapas indicaban vastas cienagas en la vertiente occidental de Jihoue la Mkoa. Joe se dirigió allí solo con un barril que podría contener unos diez galones; en­contró sin trabajo el punto indicado, no lejos de un po­blado desierto, hizo su provision de agua y en menos de tres cuartos de hora estuvo ya de vuelta. No había visto nada de particular, aparte de enormes trampas para ca­zar elefantes; incluso estuvo a punto de caer en una de ellas, en la que yacía un esqueleto medio roído.

Trajo de su excursion una especie de nísperos que los monos comían ávidamente. El doctor reconoció el fruto del mbenbú, árbol que abunda en la parte occiden­tal de Jihoue la Mkoa. Fergusson aguardaba a Joe con cierta impaciencia, porque en aquella tierra inhospita­laria una detención, por breve que fuese, le inspiraba siempre zozobra.

El agua fue embarcada sin dificultad, pues la barqui­lla descendió casi al nivel del suelo; Joe, tras desengan­char el ancla, subió con presteza junto a su señor. En cuanto éste reavivó la llama, el Victoria reemprendió su ruta por los aires.

Se hallaba entonces a unas cien millas de Kazeh, im­portante establecimiento del interior de África, donde, gracias a una corriente del sureste, podían prometerse los viajeros llegar durante aquel día. Avanzaban a una velocidad de catorce millas por hora. La conducción del aeróstato se hizo entonces bastante difícil; no era posi­ble elevarse a gran altura sin dilatar excesivamente el gas, porque el terreno se hallaba ya a una altura media de tres mil pies. El doctor prefería, en la medida de lo posible, no forzar su dilatación, por lo que siguió muy hábil­mente las sinuosidades de una pendiente bastante empi­nada, y pasó casi rozando las aldeas de Thembo y de Tura Wels. Esta última forma parte del Unyamwezy, magnífica comarca donde los árboles alcanzan las más colosales dimensiones, especialmente los cactos, que son gigantescos.

Hacia las dos, con un tiempo magnífico, bajo un sol ardiente que devoraba la menor corriente de aire, el Vic­toria planeaba sobre la ciudad de Kazeh, situada a tres­cientas cincuenta millas de la costa.

 Partimos de Zanzíbar a las nueve de la mañana  dijo el doctor Fergusson, consultando sus notas , y en dos días de travesía hemos recorrido más de quinientas millas geográficas. ¡Los capitanes Burton y Speke invir­tieron cuatro meses y medio en hacer el mismo camino!


XV
 Kazeb.   El mercado bullicioso.   Aparición del

Victoria.   Los waganga.   Los hijos de la Luna.  



Paseo del doctor.   Población.   El tembé real.   Las

mujeres del sultán.   Una borrachera real.   Joe,

adorado.   Cómo se baila en la Luna.   Peripecia.  

Dos lunas en el firmamento.   Inestabilidad de las

grandezas divinas
Hablando con propiedad, Kazeh, punto importante del África central, no es una ciudad; a decir verdad, en el interior no hay ciudades. Kazeh no es mas que un con­junto de seis vastas excavaciones, repleto de barracas y chozas con patios y huertecillos cuidadosamente culti­vados; allí crecen cebollas, patatas, berenjenas, calabazas y setas de un sabor delicioso.

El Unyamwezy es la tierra de la Luna por excelen­cia, el fértil y espléndido jardín de África. En el centro se encuentra el distrito de Unyanembé, deliciosa comarca donde viven perezosamente algunas familias de oma­níes, que son arabes de origen muy puro.

Durante mucho tiempo se dedicaron al comercio en el interior de África y en Arabia; traficaban en gomas, marfil, telas de algodón y esclavos; sus caravanas surca­ban aquellas regiones ecuatoriales, y aún van a buscar a la costa objetos de lujo y de placer para mercaderes ri­cos, los cuales, rodeados de mujeres y criados, llevan en aquella encantadora comarca la existencia menos agitada y más horizontal posible, siempre tumbados, riendo, fu­mando o durmiendo.

Alrededor de esas excavaciones, numerosas barracas de indígenas, grandes extensiones para los mercados, campos de cannabis y de datura, hermosos árboles y frescas sombras: eso es Kazeh.

Es el punto de cita general de las caravanas: las del sur, con sus esclavos y cargamentos de marfil, y las del oeste, que exportan algodón y abalorios a las tribus de los Gran­des Lagos.

Así es que en los mercados reina una agitación perpe­tua, una algarabía indescriptible donde se mezclan gritos de vendedores ambulantes mestizos, ruido de tambores y cornetas, relinchos de mulos, rebuznos de asnos, cantos de mujeres, chillidos de chiquillos y golpes de vara del imadar, que en aquella sinfonía pastoral es quien marca el compás.

Allí se exhiben desordenadamente, o, por mejor de­cir, con un desorden encantador, telas vistosas, sartas de abalorios, objetos de marfil, dientes de rinoceronte y de tiburón, algodón, miel, tabaco; allí se llevan a cabo las más extravagantes transacciones mercantiles, en las que cada objeto sólo tiene valor en función de los de­seos que excita.

De repente, aquella agitación, aquel movimiento, aquel ruido cesaron como por encanto. El Victoria acababa de aparecer en el aire; planeaba majestuosamen­te y descendía poco a poco, sin desviarse de la vertical. Hombres, mujeres, niños, esclavos, mercaderes, árabes y negros, todos desaparecieron, agazapándose más que deprisa en los tembés y las chozas.

 Amigo Samuel  dijo Kennedy , si seguimos cau­sando el mismo efecto en todas partes, trabajo nos ha de costar establecer con estas gentes relaciones mercantiles.

 Sin embargo  dijo Joe , podríamos realizar una operación comercial muy sencilla. Consistiría en bajar tranquilamente y cargar con las mercancías de más va­lor, sin cuidarnos de entrar en tratos con los vendedores. Nos haríamos ricos.

 ¡Sí!  replicó el doctor . Pero esos indígenas, pasa­do el primer sobresalto, no tardarán en volver, movidos por su superstición o su curiosidad.

 ¿Usted cree, señor?

 Pronto lo veremos. Por si acaso, será una medida prudente no acercarse demasiado a ellos. El Victoria no es un globo blindado ni acorazado; por lo tanto, no está a salvo de balas y flechas.

 ¿Piensas, amigo Samuel, entrar en tratos con esos africanos?

~¿Por qué no, si se puede?  respondió el doctor . En Kazeh debe de haber mercaderes árabes más instrui­dos y menos salvajes. Recuerdo que Burton y Speke no tenían bastante boca para alabar la hospitalidad de los habitantes de este pueblo. Podemos, pues, intentarlo.

El Victoria, tras haberse acercado poco a poco a tie­rra, enganchó una de sus anclas en la copa de un árbol, cerca de la plaza del mercado.

En aquel momento toda la población salía de sus madrigueras, asomando la cabeza con circunspeccion. Varios waganga, a quienes se reconocia por sus insignias de conchas conicas, se acercaron resueltamente a los via­jeros. Eran los magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura calabacitas negras untadas con grasa y varios ob­jetos de magia de una suciedad verdaderamente doc­toral.

Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo; sa­lieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de tambores, y palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el cielo.

 Ésa es su manera de orar  dijo el doctor Fergus­son . Si no me equivoco, estamos llamados a representar un importante papel.

 Pues bien, señor, represéntelo.

 Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un dios.

 No lo sentiría, señor; no me disgusta el olor del in­cienso.

En aquel mismo momento, uno de los magos, un myanga, hizo un ademán, y el clamor se transformó en un profundo silencio. El hombre les dirigió algunas pa­labras a los viajeros, pero en una lengua desconocida.

El doctor Fergusson, que no había entendido absolu­tamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe, lengua en la que obtuvo inmediata y pronta respuesta.

El orador pronunció, con una verbosidad suma, una arenga muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó en comprender que el Vic­toria había sido tomado por la Luna en persona, amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus tres hijos, honra incomparable que permanecería eter­namente grabada en la memoria de aquella tierra tan amada del Sol.

El doctor respondió, con gran dignidad, que la Luna realizaba cada mil años una gira por todas las provincias para que sus adoradores la viesen más de cerca, y les su­plicó que le diesen a conocer sus necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina presencia.

El mago dijo entonces que el sultán, el mwani, en­fermo desde hacía muchos años, imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a que fuesen a visitarle.

El doctor hizo partícipes a sus compañeros de la in­vitación.

 ¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro?  pre­guntó el cazador.

 ¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay? Me parece que los ánimos están dispuestos a nuestro favor; la at­mósfera está tranquila, no se mueve ni la hoja de un ár­bol. Por el Victoria, nada tenemos que temer.

 ¿Y qué harás?

 No te preocupes, amigo Dick; con un poco de me­dicina saldré del paso.  Luego, dirigiéndose al público, añadió : La Luna, compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los hijos del Un­yamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a recibirnos!

Los gritos, los cantos y las demostraciones se multi­plicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso de nuevo en movimiento.

 Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a partir rápidamente. Así pues, Dick se que­dará en la barquilla y, por medio del soplete, manten­drá una fuerza ascensional suficiente. El ancla está sóli­damente sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se quedará al pie de la escala.

 ¡Cómo!  exclamó Kennedy . ¿Vas a ir solo a casa de ese salvaje?

 ¡Señor!  le secundó Joe . Entonces, ¿no quiere que le acompañe hasta la conclusión de la aventura?

 No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha ve­nido a visitarles su gran diosa la Luna, así que la superstición nos protege. Nada temáis, pues, y permaneced cada cual en el puesto que le he asignado.

 Si ése es tu deseo...  respondió el cazador.

 Vigila la dilatación del gas.

 Puedes marcharte tranquilo.

Los gritos de los indígenas iban en aumento; recla­maban la intervención del cielo.

 ¡Escuche!  dijo Joe . Percibo una actitud un tanto imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.

El doctor, provisto de su botiquín de viaje, bajó a tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno como exi­gían las circunstancias, se sentó junto a la escala con las piernas cruzadas a la usanza árabe, y parte de la multitud formó un círculo respetuoso a su alrededor.

Entretanto, el doctor Fergusson, conducido al son de numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba danzas religiosas, marchó lentamente ha­cia el tembé real, situado en las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol, haciéndose sin duda cargo de la solem­nidad del acto, resplandecía.

El doctor andaba con dignidad; los waganga lo ro­deaban y contenían a la multitud que se agolpaba a su paso. Al poco se unió a la comitiva el hijo natural del sultán, un jovencito de buena figura que, según la cos­tumbre del país, era el único heredero de los bienes pa­ternos, con exclusión de los hijos legítimos. El príncipe se prosternó reverentemente ante el hijo de la Luna, el cual, con un ademán solemne, le hizo levantarse.

Después de tres cuartos de hora de marcha por sen­deros sombríos, entre el lujo de una vegetación tropical, la entusiasmada procesión llegó al palacio del sultán, una especie de edificio cuadrado, llamado Ititenya, si­tuado en la ladera de una colina. El techo de bálago, apo­yado en postes de madera que querían parecer esculpi­dos, formaba como un alero. Adornaban las paredes largas líneas de arcilla rojiza que intentaban reproducir figuras de hombres y de serpientes, pareciéndose más al natural éstas que aquéllos. No había ventanas; sólo una puerta de muy poca consideración. Sin embargo, el aire circulaba interiormente con la mayor libertad, gracias a la abertura que dejaba la techumbre al no descansar di­rectamente sobre las paredes del edificio.

El doctor Fergusson fue recibido con grandes hono­res por los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza de los wanyamwezi, tipo puro de las po­blaciones de África central. Eran hombres fuertes y ro­bustos, sanos y bien formados. Caían sobre sus hombros los cabellos divididos en mechones minuciosamente trenzados, y desde las sienes hasta la boca surcaban sus mejillas numerosas incisiones negras o azules. Sus orejas, horriblemente grandes, estaban adornadas con discos de madera y placas de copal, y cubrían su cuerpo con telas pintadas de colores brillantes. Los soldados iban arma­dos con azagayas, arcos, flechas envenenadas con zumo de euforbio, cuchillos y largos sables llamados simes, dentados como sierras, amén de con un sinfín de hachas.

El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel de la puerta vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán. Fue recibi­do por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del upatu, especie de címbalo hecho con el fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de altura construido con el tronco ahuecado de un árbol, que dos virtuosos tocaban a pu­ñetazos.

La mayor parte de las mujeres parecían muy guapas, y fumaban, riendo, thang y tabaco en grandes pipas ne­gras; revelaban muy buenas formas bajo las largas túni­cas dispuestas con gracia y ceñidas al talle con su kilt de fibras de calabaza entretejidas.

Seis de ellas formaban un grupo separado de las demás a causa del cruel suplicio a que se las tenía destina­das, pese a lo cual demostraban la misma alegría que el resto. A la muerte del sultán debían ser enterradas vivas junto al cadáver de éste, para proporcionarle alguna dis­tracción en su eterna soledad.

El doctor Fergusson, tras haber abarcado todo el conjunto de una soja ojeada, se acercó a la cama de ma­dera del soberano. Allí vio a un hombre de unos cuaren­ta años, completamente embrutecido por orgías de toda clase y por el cual no se podía hacer nada. Su enferme­dad, que se prolongaba desde hacía años, no era más que una borrachera crónica y continua. El real borracho casi había perdido el conocimiento, y ni todo el amoníaco del mundo le habría hecho volver en sí.

Durante la solemne visita, los favoritos y las mujeres se inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de algunas gotas de un poderoso estimulante, consiguió reanimar instantáneamente aquel cuerpo em­brutecido. El sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un hombre casi cadáver que no daba signos de vida desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del médico.

Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió paso entre sus demasiado entusiastas adoradores y salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la tarde.

Durante su ausencia, Joe aguardaba tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor veneración. Como verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una divinidad, su actitud era la de un buen hom­bre, nada soberbio e incluso de trato familiar con las jó­venes africanas, que no se cansaban de contemplarlo. Él les dirigía las más amables frases.

 Adorad, señoritas, adorad  les decía . ¡Aunque hijo de diosa, no soy más que un pobre diablo!

Le presentaron ofrendas propiciatorias, que nor­malmente se depositaban en los mzimu o chozas fetiches, y que consistían en espigas de cebada y en pombé. Joe se creyó en la obligación de probar aquella especie de cerveza fuerte, pero su paladar, aunque acostumbra­do a la ginebra y el whisky, no pudo resistirla. Hizo una mueca horrible, que sus adoradores tomaron, por una amable sonrisa.

A continuación, las jóvenes, cantando a coro una melopea, ejecutaron a su alrededor una danza muy grave.

 ¡Conque sabéis bailar!  exclamó el muchacho . Pues yo no he de quedarme corto con vosotras. Os en­señaré un baile de mi país.

Y empezó una giga aturdidora, estirándose, enco­giéndose, retorciéndose, bailando apoyado en los pies, en las rodillas, en las manos, girando de mil maneras a cuál más extravagante, adoptando actitudes increíbles, haciendo gestos imposibles, en definitiva, dando a aque­llas gentes una extraña idea de la manera que tienen los dioses de bailar en la Luna.

Y todos aquellos africanos, imitadores como monos, quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus mo­vimientos; no se perdían un gesto, no olvidaban una postura, y aquello se convirtió en un delirio, una tremo­lina, una tempestad de carne y huesos de la que resulta imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la fiesta, Joe vio acercarse al doctor.

Éste regresaba precipitadamente, en medio de una chusma aulladora y desordenada. Los magos y los jefes parecían muy enojados. Rodeaban al doctor, lo empuja­ban y le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había sucedi­do? ¿Había sucumbido torpemente el sultán entre las manos de su médico celestial?

Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin com­prender la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la dilatación del gas, tensaba la cuerda que lo sujeta­ba, impaciente por elevarse.

El doctor llegó al pie de la escala. Un temor supersti­cioso contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia contra su persona. El doctor subió rápidamen­te los escalones y Joe le siguió con agilidad.

 No hay que perder un instante  le dijo su señor . ¡No intentes desenganchar el ancla! ¡Cortaremos la cuerda! ¡Sígueme!

 Pero ¿qué pasa?  preguntó Joe, entrando en la bar­quilla.

 ¿Qué ha sucedido?  dijo Kennedy, con la carabina en la mano.

 Mirad  respondió el doctor, señalando el horizonte.

 ¿Y bien?  preguntó el cazador.

 ¿Y bien? ¡La Luna!

La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba como un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella! ¡Ella y el Victoria!

¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos im­postores, unos intrigantes, unos falsos dioses!

Tales habían sido las reflexiones naturales de la mu­chedumbre. De ahí el giro que habían dado los aconteci­mientos.

Joe soltó una carcajada. La población de Kazeh, comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó pro­longados aullidos; arcos y mosquetes apuntaron hacia el globo.

Pero uno de los magos hizo un signo y todos baja­ron las armas; el mago se encaramó al árbol con inten­ción de coger la cuerda del ancla y obligar a la máquina a bajar.

Joe cogió un hacha.

 ¿Corto?  dijo.

 Aguarda  respondió el doctor.

 Pero, ese negro...

 Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.

El mago, ya en el árbol, rompió las ramas con sus maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente arrastrada por el aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel hipogrifo inespe­rado, partió hacia las regiones del aire.

Inmenso fue el asombro de la multitud al ver lanzar­se al espacio a uno de sus waganga.

 ¡Hurra!  exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gra­cias a su poder ascensional, subía con gran rapidez.

 Se agarra bien  dijo Kennedy ; un paseíto no le vendrá mal.

 ¿Lo soltaremos de golpe?  preguntó Joe.

 ¡No!  replicó el doctor . Le dejaremos en tierra tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.

 Capaces son de convertirlo en dios  exclamó Joe.

El Victoria había alcanzado una altura de aproxima­damente mil pies. El negro se agarraba a la cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la mirada fija. Había en su terror algo de asombro. Un li­gero viento del oeste empujaba el globo más allá de la ciudad.

Media hora después, el doctor, viendo el país desier­to, moderó la llama del soplete y se acercó a tierra. Al llegar a veinte pies de ella, el negro tomó rápidamente la iniciativa: soltó la cuerda, cayó de pie y echó a correr ha­cia Kazeh mientras el Victoria, súbitamente libre de aquel lastre, subía otra vez a gran altura.


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