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Demetrio», que duró todo el reinado de Demetrio II de Macedonia (r. 239-229). Se
puede imaginar lo que esta intermitente perturbación significó para la vida ática a
partir de la interrupción constatada en las festividades de Rhamnunte en la costa
noreste.
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En Atenas el culto de Antígono Monoftalmo y de Demetrio Poliocertes
fue reinstaurado, pero no podemos suponer que todo el cuerpo ciudadano, o todos los
miembros de la élite política, soportaron alegremente el dominio macedónico. A su
vez, las incursiones aqueas pudieron crear resentimiento, pues cuando Arato fue
derrotado (entre 235 y 232) y los rumores de su muerte llegaron a Atenas, hubo un
regocijo prematuro. La hostilidad que parece haber suscitado su persona —al menos
entre algunos ciudadanos— puede explicar por qué Atenas no lo apoyó contra
Esparta un decenio después.
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Atenas recuperó su libertad en 229. Después de la muerte de Demetrio II, el
gobernador macedonio Diógenes, que puede haber sido un ciudadano ateniense
encargado de sus conciudadanos, entregó El Pireo, Salamina y Ramnunte a la ciudad.
Arato después afirmó haber desempeñado un gran papel en esto (Plut. Arat. 34; Paus.
2. 18. 6), pero probablemente exageraba su parte.
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Los ateniense habían estado bajo
dominio directo durante treinta y tres años; sin embargo, quizá una razón de mayor
celebración era la liberación de El Pireo después de no menos de sesenta y seis años
de ocupación.
Para preservar su libertad, los atenienses adoptaron una neutralidad oficial; en
realidad se pusieron del lado de su aliado de la década de 260, el Egipto ptolemaico,
esperando presumiblemente que esto disuadiría la agresión macedónica.
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Los atenienses se vieron libres del temor que les infundían los
macedonios y dieron la impresión de disfrutar con firmeza de su libertad.
Habían nombrado magistrados supremos a Euríclidas y a Mición, y no
intervinieron para nada en las cuestiones de los demás griegos. Fieles
siempre a las directrices de sus jefes, o más bien a sus caprichos, adularon
a todos los reyes y, más que a todos, a Ptolomeo. Pasaron por decretos y
proclamas de todo género e hicieron caso omiso de lo razonable, debido
todo a la simpleza de sus gobernantes.
(Polibio, 5. 106. 6-8)
La vehemencia de Polibio puede deberse a que creía que los atenienses no
deberían haber permanecido neutrales, sino que deberían haberse unido a la liga
aquea, y así Arato no habría tenido que realizar un giro de 180 grados y llamar a los
macedonios en su ayuda. El interés propio era, sin embargo, el principal motivo de
los atenienses, sin duda acertadamente; además, ellos no sentían simpatía por Arato
después de su invasión del Ática.
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La neutralidad fue suavizada por la diplomacia. En 226, como lo muestra un
decreto (ISE 28),
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los atenienses encargaron al filósofo aristotélico Pritaneo de
Corinto negociar con Antígono, quizá para conseguir el reconocimiento de su
libertad; no hay constancia de que su petición tuviera éxito. En un corto tiempo, en
respuesta a la demanda de ayuda de los aqueos, Dosón resucitó la liga helénica de
Filipo II y Demetrio I, que ahora comprendía a la mayoría de los estados griegos
centrales (Staatsv. iii, p. 507; cf. Polib. 4. 25-26, Austin 58). Presumiblemente en
reacción, poco después, los atenienses votaron honores tales para Ptolomeo II que
sólo tenían parangón con los votados para los Antigónidas en 307. Entre otros
honores, el culto de Ptolomeo fue agregado al panteón, se creó una nueva tribu de
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Ptolemaidas, formada por una
dême de cada una de las demás, y una nueva de
Berenícidas (llamada así por la reina) y se aumentó la boulé a 650 miembros.
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Aproximadamente por la misma época, los atenienses fortificaron las
murallas de su ciudad y las de sus
demes rurales.
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Su política de neutralidad,
vinculada con los políticos Euríclidas y Mición, les ahorró compromisos en las
guerras macedonias y romanas de 222-205 (véase el capítulo 10), e incluso la toma
romana de Egina en 210 y su entrega a los etolios (que la vendieron a Átalo de
Pérgamo) no les llevó a tomar partido, sino antes bien a unirse a los intentos
fracasados de mediación bajo la égida de Ptolomeo IV en 209 (Livio, 27. 30. 4-6).
Aunque el nombre de la ciudad aparece en el texto de la paz de Fenice, esto puede
haber sido una falsificación. No obstante, en poco tiempo la neutralidad se haría
imposible.
En 201, una escaramuza diplomática con los acarnanios aliados de Filipo V,
quizá provocado precipitadamente por los atenienses, desató feroces incursiones en
el Ática de aquellos acarnanios con ayuda macedonia. Livio ve sus efectos en graves
términos: «el ejército ... comenzó a pasar a hierro y fuego el Ática, regresando
después a Acarnania con toda clase de botín» (31. 14. 7-10). En efecto, la opinión
antimacedonia se impuso entre los atenienses. Declararon la guerra a Filipo y
abolieron dos tribus antigónidas (como habían hecho en aquellas ocasiones en que
habían asegurado su libertad de Macedonia). Las referencias a los Antigónidas
fueron borradas de los documentos oficiales, se agregaron maldiciones a las
oraciones públicas y se prohibió la entrada al Ática a los macedonios (Livio, 31. 44.
2-9). Como Átalo I de Pérgamo estaba en Atenas en ese momento para buscar auxilio
militar contra Filipo, y como su llamado tuvo éxito, los atenienses aprovecharon la
oportunidad para crear una tribu de Atálidas y un demes de Apolónidas (en honor a la
reina Apolonis), y agregar el culto del rey al panteón epónimo. La moneda de los
honores cultuales se estaba devaluando un poco, pero los ánimos estaban caldeados y
los atenienses no podían esperar misericordia de Filipo.
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Los atenienses enviaron un emisario a Roma en busca de ayuda. Más tarde
esto sería utilizado por los romanos para justificar su entrada en Grecia, pero no era
el motivo principal ni la causa de su guerra contra Filipo. Para los atenienses era un
paso sensato, pues en 200 un ejército romano brindaba la única protección confiable
frente a los ejércitos macedonios que incluso penetraron hasta la Academia, apenas
extramuros de la ciudad (Polib. 16. 27. 1; Livio, 31. 16. 2). Poco después, Filipo
mismo penetró en la ciudad a la cabeza de su ejército; una vez más fueron los aliados
de Atenas, esta vez las tropas pergamenses así como romanas, las que los sacaron del
aprieto (Livio, 31. 24. 4-25. 2). Sin embargo, subsiguientemente, la guerra se trasladó
a otros teatros, y los atenienses volvieron a un estatus menor entre los adeptos de
Roma. El duro acuerdo impuesto a Filipo en 196 y la declaración de Flaminino de
que los griegos debían ser libres, marcó el fin de la amenaza macedonia para la
Grecia meridional.
Durante todo el siglo II los atenienses permanecieron leales partidarios de
Roma, convirtiéndose probablemente en aliados formales entre 191 y 188. Durante
cien años no predominó una posición contraria. Fue un notable siglo de paz para
Atenas,
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lo cual puede querer decir realmente que aquellos que apoyaban a Roma
eran la sólida mayoría, quizá con más seguridad que cualquier otra polis.