Pico della mirandola


Antonio Tulián DISCURSO SOBRE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE



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Antonio Tulián



DISCURSO SOBRE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE

En antiguos escritos de los árabes, padres venerados, he leído que Abdala, el Sarraceno (1), fue interrogado acerca de cuál era según su criterio el espectáculo más maravilloso en el escenario del mundo. El venerable había respondido que nada veía espléndido en el hombre. Coincide con esta afirmación aquella conocida cita de Hermes: «Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre».


Mas luego, estos dichos me llevaron a reflexionar sobre su real significado y, debo decirlo, las profusas razones aducidas a propósito de la grandeza humana no se me figuraron totalmente persuasivas: que el hombre, parte de las familias de las criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el vínculo entre ellas; que por su sentidos tan agudos, por su razón de agudo poder indagador y por la iluminación de su intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, siendo intermediario entre el tiempo y la eternidad es, como solían decir los persas, cópula, y también enlace de todos los seres del mundo y, según los dichos de David, apenas inferior a los ángeles.
El hombre es una cosa grande, qué duda cabe, pero no tanto como para que

reivindique el lugar de una ilimitada admiración. Por el contrario, ¿no debemos

admirar más a los propios ángeles y a los beatíficos coros celestiales?

Sin embargo, debo coincidir, y a través de esa lectura comprender, que es el hombre el más afortunado de todos los seres vivientes y digno, por cierto, de profunda admiración. También comprendí en qué consiste la suerte que le ha correspondido en el orden universal, no sólo para envidia de las bestias, sino también de los astros y los espíritus ultraterrenos.


¡Cosa singular y sorprendente! ¿y por qué no? El hombre es llamado y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso.
Pero escuchad, oh padres de la Iglesia, cómo es tal condición de grandeza y prestad atención, en vuestra cortesía, a este discurso mío.
Recordad que ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido con leyes de oculta sabiduría esta mansión mundana, augusto templo de la divinidad.
Con su inteligencia había embellecido la región celeste, insuflado vida a los etéreos globos con almas eternas, sembrado una turba de animales de variadas especies las partes viles y efervescentes del mundo inferior. Pero no bien consumada la obra, el artífice deseaba que hubiese alguien que pudiera comprender la razón de una obra tan inconmensurable, alguien que amara su belleza y admirara su inusitada vastedad. Por eso, como testimonian Moisés y Timeo, una vez cumplido todo pensó finalmente en producir al hombre.
Entre todos sus arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno sobre quien modelar la nueva criatura. y entre los tesoros, ninguno para otorgar en herencia al nuevo hijo, ni territorio alguno en todo el vasto mundo donde pudiera residir este contemplador del Universo. Todo estaba repartido y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados (2). Sin embargo, no hubiera sido digno de la potestad divina dejarse vencer, ni aun doblegarse, en su última creación; ni de su sabiduría permanecer indecisa en una

obra necesaria por falta de proyecto; ni tampoco hubiese sido digno de su benéfico amor que aquel ser destinado a elogiar la esplendidez divina en los otros estuviese reducido a lamentarla en sí mismo.


Por eso es que el óptimo artífice estableció que aquél, a quien no podía proveer de nada propio, tuviese en común todo cuanto les había sido dado separadamente a los otros. Tomó entonces al hombre así concebido, obra de la naturaleza indefinida y, poniéndolo en el centro del mundo, le habló de esta manera:
«No te he dado, oh Adán, un lugar definido, un particular aspecto ni, desde ya, una prerrogativa peculiar. Esto persigue el objetivo de que tengas un lugar, un aspecto

y las deferencias que conscientemente elijas, y que, de acuerdo con tu intención, ganes y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas normas que he prescrito.

Sin embargo tú, no limitado por carencia alguna, la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. En el centro del mundo te he colocado para que observes, con comodidad, cuanto en él existe. Así, no te he creado ni celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el propósito de que tú mismo, como juez y supremo artífice de ti mismo, te dieses la forma y te plasmases en la obra que eligieras. Tanto podrás degenerar en esas bestias inferiores como regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que, por cierto, son divinas.»
¡Oh, magnífica libertad de nuestro Dios padre! ¡Oh, admirable destino del hombre

a quien le ha sido concedido el obtener lo que él desee, ser lo que él quiera!


En el momento mismo de nacer, las bestias traen consigo del vientre materno todo lo que tendrán y necesitarán después.

Los espíritus superiores, desde el principio, o poco después, fueron lo que serán

eternamente. El Padre celestial, desde su nacimiento le confirió al hombre los gérmenes de toda especie y de toda la vida. Y según como cada cual los cultive, madurarán en él y le darán sus frutos. Si fueron vegetales, serán plantas; si sensibles, serán bestias; si racionales, se elevará a animal celeste; si intelectuales, será ángel o hijo de Dios y, si no contento con la suerte de ninguna criatura, se repliega en el centro de su unidad, transformado en un espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que fue colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará a todas.
¿Puede alguien no admirar a este camaleón nuestro? O, más bien, ¿quién podrá admirar más a cualquier otra cosa?

Asclepio el ateniense, en razón del aspecto cambiante y de una naturaleza que se

transforma hasta a sí misma, no se equivoca cuando afirma que, en los misterios, el hombre era simbolizado por Proteo (3).
De aquí las metamorfosis celebradas por los hebreos y por los pitagóricos.

También la más secreta teología hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya

en aquel ángel de la divinidad, llamado malakhha - shekkinah, ya, según otros,

en diversos espíritus divinos.


Por su lado, los pitagóricos transforman a los malignos en bestias y, si hemos de creer en Empédocles, hasta en plantas. Por alguna razón también Mahoma solía repetir: «Quien se aleja de la ley divina acaba por volverse bestia».

No es, desde ya, la corteza lo que define a la planta, sino por cierto su naturaleza ciega e insensible; la bestia de labor no está definida por su cuero, sino por el alma bruta y sensual. Tampoco el cielo con su curvatura celeste ni la separación del cuerpo hace el ángel, sino la recta razón e inteligencia espiritual.


Por lo tanto, si llegas a ver a alguno arrastrarse por el suelo con su vientre pegado como una serpiente, no es un hombre eso que veis, sino una planta. Si te topas con alguien esclavo de los sentidos, enceguecido por sensuales halagos, no es un hombre lo que tienes enfrente, sino una bestia. Si hay un pensador que, con recta razón, discierne todas las cosas, venéralo: es un animal celeste, no terreno.

Si, por otra parte, hay puro contemplador ignorante del cuerpo, compenetrado totalmente en las honduras de la mente, ese no es un animal terreno ni tampoco

por cierto celeste: ese es un espíritu más augusto; un espíritu revestido de carne

humana.
¿Hay, pues, alguien que no admire al hombre? A ese hombre que acertadamente es designado en los textos sagrados, tanto mosaicos como cristianos, tanto con el nombre de todo ser de carne, o con el de toda criatura, precisamente porque se fragua, modela y recrea a sí mismo según el aspecto de todo ser y también su ingenio, según la naturaleza

de toda criatura.
«El hombre no tiene una propia imagen nativa, sino muchas extrañas y adventicias», expone el persa Euanthes, y con razón, en la teología caldea. De aquí también el dicho caldeo: Enosh lushinnujim vekammah tebhaoth baal haj, esto es: «Animal de naturaleza varia, heterogénea y cambiante es el hombre».
¿Por qué poner de relieve todo esto? Para comprender que desde el instante de nuestro nacimiento en la condición de ser lo que queramos, nuestro deber es guardar de todo esto: que no se afirme que nosotros, siendo en grado tan alto, no nos damos cuenta de habernos vuelto semejantes a los salvajes y a las bestias de labor de trabajo. Mucho mejor sería que se repitiera acerca de nosotros aquellos dichos del profeta Asaf: «Sois dioses, hijos todos del Altísimo».
De manera que, aprovechándonos en exceso de la liberalidad del Padre, siempre indulgente, no volvamos nociva en vez de salubre esa libre elección que Él nos ha concedido. Es necesario que nuestro ánimo se inunde de una sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino el anhelar las más altas, de esforzarnos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con quererlo, podremos.
Releguemos las cosas terrenas, abjuremos de las astrales y, desechando todo lo

mundano, volvamos a la sede ultramundana, cerca del cenit de Dios. En su trono, como enseñan los sacros misterios, los Serafines y los Querubines ocupan los primeros puestos.


También de esta retribución, la dignidad y la gloria, incapaces ahora de desistir e intolerantes de los segundos puestos.

Con quererlo, no seremos inferiores a ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Cómo procederemos? Miremos cómo obran y cómo viven su vida. Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo), habremos igualado ya su suerte. El Serafín se inmola en el fuego del amor; resplandece con su inteligencia el Querubín; el trono se apoya en la solidez de la comprensión. Por lo tanto, aunque estemos dedicados a la vida activa, si asumimos proteger las cosas inferiores con justo discernimiento, nos apoyaremos en la solidez estable de los Tronos. Si, alejados de la acción, nos entregamos al ocio de la contemplación, meditando en la obra al Hacedor y en el Hacedor la obra, brillaremos abrazados de la querubínica luz. Si sólo ardemos por el amor del Hacedor de ese fuego que todo lo consume, de inmediato nos insuflaremos el aspecto seráfico. Sobre el Trono, es decir, sobre el justo juez, está Dios: Juez de los siglos. Por arriba del Querubín, esto es, por encima de quien contempla, vuela Dios que, como incubándolo, lo abriga. El espíritu de nuestro Señor «se mueve sobre las aguas», aguas, digo, que están sobre los cielos y que, como está escrito en Job (4), alaban a Dios con himnos antelucanos. El serafín, esto es, quien ama, está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno solo.


El poder de los Tronos es inmenso y lo alcanzaremos con el amor.
Pero ¿es posible juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que lo

visitó y confesó a su pueblo, como juez, lo que había visto en el monte. He aquí por

qué, en el medio, está siempre el Querubín, quien con su luz nos entrega la llama

seráfica y, a la vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.


Esto es lo que se anuda en las primeras mentes; el orden paládico preside la

filosofía contemplativa y esto es lo que primeramente debemos imitar, buscar y

aceptar para que así podamos ser arrebatados a las cimas del amor y bajar, prudentes y preparados, para afrontar los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la vida querubínica, el precio de esta operación es éste: tener claramente ante los ojos en qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto inalcanzable somos carne y nos apetecen las cosas terrenas; apoyémonos en los antiguos Padres, los cuales pueden ofrecernos un contundente y fecundo testimonio de tales cosas, para ello familiares y allegadas.
Interroguemos al apóstol Pablo, recipiente de elección, qué hicieron los ejércitos de querubines cuando él mismo fue arrebatado al tercer cielo. Como interpreta Dionisio, nos contestará que se purificaban; y una vez iluminados, se volvían perfectos.
Nosotros también, remedando en la tierra la vida querubínica, conteniendo

con la fuerza moral la impetuosidad de las pasiones, disipando la obnubilación

mental con la dialéctica, purifiquemos el alma, quitémosle las manchas de la ignorancia y de la corrupción, para que no se desaten los afectos ni deleite la razón.
Así compuesta y purificada el alma, demos a conocer la luz de la filosofía natural, y llevémosla finalmente a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas.
Más allá de nuestros Padres, indaguemos también al patriarca Job, cuya imagen brilla tallada en el cielo de la gloria.

El sabio patriarca nos enseñará que mientras dormía en el mundo terreno, velaba en el reino de los cielos. y mediante un símbolo (todo se presentaba así a los patriarcas) nos enseña que hay escaleras que suben de la profundidad de la tierra al sublime cielo, distinguidas en una serie de muchos escalones: allá, en el cenit, donde se aposenta el Señor, mientras suben y bajan los ángeles contempladores. Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando la vida de los ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escaleras del

Señor con los pies impuros o con las manos sin lavar? Según los Misterios, al impuro le está vedado tocar lo que es puro.
¿Pero qué son estos pies y estas manos? Sin duda el pie del alma es esa parte vil con que se apoya en la materia como en el desnudo suelo: y yo la entiendo como el instinto que alimenta y ceba, alimento de los deseos y maestro de sensual predisposición. ¿Y por qué llamaremos manos del alma a lo irascible que, esclavo de los apetitos, por ellos combate como un soldado, y rapaz, bajo el polvo y el sol, escamotea lo que el alma habrá de gozar adormilándose en la sombra? Para no ser expulsados de la escalera por soeces o

profanos, lavemos con la moral los pies y las manos, es decir, toda la parte sensible

en que tienen su espacio las lisonjas corporales que, como bien se acusa, atrapan el alma por el cuello. Lavémoslas como en agua corriente.
Es cierto, esto tampoco será suficiente para volverse compañero de los ángeles que rondan por la escala de Jacob si primero no hemos sido bien educados y habilitados para movernos con orden, de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su tránsito. Cuando hayamos logrado esto con el arte retórico y racional, y ya imbuidos por el espíritu del querubín, filosofando según los escalones de la escalera, esto es, de la naturaleza, y escudriñando todo desde el centro y enderezando todo al centro, tanto descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple -como Osiris (5)-, tanto nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo

uno, como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, que como se sabe, sentado mira desde la cúspide, nos consumaremos en la felicidad teológica.


Y recurramos al justo Job, que antes de ser insuflado de la vida hizo un pacto con el Dios de la vida, y preguntémosle qué es lo que el Sumo Dios prefiere sobre todo en esos millones de ángeles que están juntos a él: «La paz», responderá sin dudas, según lo que se lee en su propio libro: «(Dios es) Aquel que hace la paz en lo alto de los cielos».
Y como el orden medio interpreta los preceptos del orden superior para ser captados por los inferiores, las palabras del sublime Job nos sean interpretadas por el filósofo Empédocles (6). Éste, como lo testimonian sus escritos, simboliza con el odio y con el amor, esto es, con la guerra y con la paz, las naturalezas del alma humana, por las cuales somos llevados hacia al cielo o precipitados a los infiernos. Y él, arrebatado en esa lucha y discordia, como si de un loco se tratara, se duele de ser arrastrado al abismo, lejos de los dioses.
Grande es, sin duda, oh Padres, la desavenencia en nosotros; nuestras intensas luchas internas son peores que las peores guerras civiles. Si queremos huir de ellas y obtener esa paz que nos lleva a lo alto entre los elegidos del Señor, debemos apelar a la filosofía moral; sólo ella podrá tranquilizarlas y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece una paz con sus enemigos y controla los inestables tumultos de la bestia multiforme y el ímpetu, el furor y el asalto del león. Pero, si necesitados de nuestro bienestar, deseamos la seguridad de una paz perpetua, ésta vendrá y sin dudas satisfará abundantemente nuestros votos: desaparecidas ya la una y la otra bestia, como víctimas inmoladas, entre la carne y el espíritu se sellará un pacto inviolable de paz santísima.
Así, la dialéctica neutralizará los desórdenes de la razón mortificada tortuosamente por las pugnas entre las palabras y los silogismos insidiosos. La filosofía natural calmará las opiniones confrontadas y las divergencias que separan y lastiman de las más extrañas

maneras a las almas inquietas. Pero esa tranquilidad estará apoyada en el recuerdo de aquello que sostuvo Heráclito (7) acerca de que la naturaleza es engendrada por la guerra; por ello, Homero la llama: "contienda".


Por lo tanto, la santísima teología no puede brindarlos una verdadera quietud y otorgarnos el don de una permanente paz, ni don ni privilegio. Sí, en cambio, nos mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de guía, y ésta, viéndonos llegar, de lejos nos gritará: «Venid a mí, vosotros que estáis cansados. Venid y os restauraré. Venid a mí y os otorgaré la paz que no pueden daros el mundo ni la naturaleza».
Y así, respondiendo a esos suaves llamados, tan benignamente invitados, con los alados pies de Mercurio, volaremos hacia los brazos de la beatísima madre, y allí, de

la ansiada paz gozaremos; paz santísima, unión eterna, amistad concordante por la

cual todos los seres animados no sólo coinciden en esa Mente celestial y única que está por encima de toda mente, sino que además, de un modo sublime se confunden en uno sólo. Esta es la forma de amistad que los pitagóricos llamaron el propósito de toda filosofía. Esta es la paz que Dios predica en su morada y que permite a los ángeles

descender a la Tierra y anunciar a los hombres de buena voluntad para que también

ellos, los hombres, asciendan al cielo por ella y se vuelvan ángeles.

Auguremos, por lo tanto, esta paz a los amigos. Auguremos también esta paz a nuestro siglo. Fomentemos su prédica en todos nuestros actos, invoquémosla para nuestra alma, para que ella se vuelva así morada de Dios; para que, expulsada con la moral y con la dialéctica se adorne con toda la filosofía como un ornamento palaciego, corone el frontispicio de las puertas con la aureola de la teología, de modo que así descienda sobre ella el Rey de la gloria y, viniendo con el Padre, ponga mansión con ella.


Y si el alma del hombre es digna de tal huésped, ya que la bondad de Él es infinita, revestida de oro como de túnica nupcial y de la múltiple variedad de las ciencias, acogerá el espléndido huésped no ya como huésped, sino como a un esposo y, con tal de no ser de Él separada, deseará apartarse de su gente y, olvidada de la casa de su padre y hasta de sí misma, ansiará morir para vivir en el esposo celestial ante cuya mirada la muerte de los santos es preciosa. Muerte he dicho, si acaso muerte puede llamarse esa plenitud de vida cuya meditación de los sabios dijeron que era el estudio de la filosofía.
También, por cierto, apelamos a Moisés, en muy poco por debajo de la pletórica plenitud de la sagrada e inefable inteligencia con cuyo néctar se embriagan los ángeles. Oiremos al juez venerado que dicta las leyes para nosotros, habitantes en la desierta soledad del cuerpo. Dice el Éxodo: «Los que, aún impuros, precisen de la moral, habiten con el vulgo fuera del tabernáculo, bajo el cielo descubierto como los sacerdotes griegos, hasta que estén purificados. Los que, en cambio, ya adaptaron sus hábitos, y que fueron recibidos en el santuario, no toquen todavía las cosas sagradas, sino, a través de un noviciado dialéctico, ofrézcanse al servicio de los sagrados oficios de la filosofía.

Admitidos finalmente, contemplen, en las restricciones de la filosofía, ya el multicolor, es decir, sideral oropel del palacio de Dios; ya el candelabro celestial de siete llamas; ya los pelíceos elementos, para que sean recibidos en las más profundas moradas del templo por mérito de la teología sublime».


Por cierto, Moisés así nos lo ordena; y, ordenando así, nos acompaña e incita, y más aún, nos exhorta, a disponernos por medio de la filosofía, en tanto podamos, a recorrer el camino de la futura gloria celeste.
Bien es cierto que no sólo los misterios mosaicos y los cristianos, sino asimismo la teología de los antiguos nos muestran el valor y la dignidad de estas artes liberales de las cuales he venido a discutir. ¿Qué otra cosa, si no, quieren significar en los misterios de los griegos los grados habituales de los iniciados, que son admitidos a través de una purificación alcanzada con la moral y la dialéctica, artes que por cierto nosotros consideramos ya artes purificadoras? Y esa iniciación, ¿qué puede ser sino la interpretación de las más ocultas naturalezas mediante la filosofía?
Y cuando estaban así preparados, finalmente sobrevenía la famosa epopteia (8).

Es decir, la asunción de la luz divina mediante la luz de la teología. y pregunto: ¿quién no desearía ser iniciado en tales misterios? ¿Quién, desprendiéndose de todo valor terrero y desechando los bienes de la fortuna, prescindiendo del cuerpo, no deseará, cuando aún es un peregrino en la Tierra, llegar a la mesa servida por los dioses y, humedecido por el néctar de la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la inmortalidad? ¿Quién no se esforzaría por estar así inspirado por aquella celestial locura socrática, exaltada por Platón en el Pedro (9), y ser arrebatado en un instante y conducido a nuestra Jerusalén celeste, escapando, con el batir de las alas y de los pies, de este mundo, reino maligno?


¡Oh, padres!, ¡que nos arrebaten los furores socráticos y nos permitan volar fuera de la mente hasta colocarnos, nosotros y nuestra mente, en Dios!
Es claro y verdadero que seremos arrebatados si cumplimos primero con todo cuanto está en nosotros; si la moral, en efecto, ha refrenado, hasta sus justos límites los ímpetus de las pasiones, de manera tal que éstas estén armonizadas recíprocamente en acuerdo perdurable: si la razón procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos embriagaremos, como excitados por las Musas, con la armonía celeste.

Entonces Baco, el señor de las Musas, se apersonará ante nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, esto es, en los signos evidentes de la naturaleza, los secretos invisibles de Dios, y él, Baco, nos embriagará con la abundancia de la morada divina en la cual, si como Moisés somos fidelísimos devotos, la sapientísima y santísima teología nos insuflará con doble furor.


Y así, montados en un sublime torreón, desde esa perspectiva celestial, referiremos todas las cosas que son, que fueron y que serán a la medida de lo eterno; y admirando en ellas su original belleza, cual febeos magos, sus amadores alados, y colocados fuera de nosotros en un indecible amor, poseídos por la inspiración y pletóricos de Dios como Serafines ardientes, dejaremos de ser nosotros mismos, para ser Aquel que nos hizo.
Los nombres del divino Apolo, si alguien escruta a tondo sus significados y los misterios encubiertos, demuestran suficientemente que este dios era filósofo no menos que poeta. Ningún sentido tiene tratar esto de otra manera, pues ya copiosamente lo ha ilustrado Amonios (10). Sin embargo, recordemos, oh padres, a aquellos que están por ingresar en el sacrosanto y augustísimo templo, no del falso sino del verdadero Apolo

que ilumina toda alma que viene a este mundo, los tres preceptos délficos imprescindibles: se verá que no buscan otra cosa que no sea abrazar con toda su

fuerza aquella triple filosofía sobre la que discutimos.
En efecto, aquel viejo apotegma: medén agan, es decir: "nada con exceso": establece

rectamente la norma y la regla de toda virtud según el criterio del justo medio, del

cual trata la moral. y el famoso gnothi seaután, es decir: "conócete a ti mismo": incita y exhorta al conocimiento de toda la naturaleza. En efecto, el hombre se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como ha escrito primero Zoroastro y después Platón en el Alcibíades. Finalmente, iluminados por la filosofía natural en tal conocimiento, más cerca ahora a Dios y declamando el saludo teológico El, esto es,"Tú eres": llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente.
Recurriremos también a Pitágoras, sabio entre los sabios, por no haberse nunca considerado digno de tal nombre. Él prescribirá primeramente: «no sentarse sobre el celemín» (11), es decir, no dejar inactiva aquella parte racional con la cual el alma mide todo, juzga y examina, sino ejercitarla, conducirla y mantenerla lista con el ejercicio y la regla de la dialéctica.
Indicará luego de entre dos cuestiones que hay que evitar primero: «orinar de frente al sol» y «cortarnos las uñas durante el sacrificio». Sólo cuando con la moral hayamos expulsado de nosotros los apetitos superfluos de la voluntad y hayamos escondido las garras hirientes de la ira y los aguijones del ánimo, sólo entonces podremos penetrar en los sagrados misterios de Baco, de los cuales hemos hablado, y dedicarnos a la contemplación de la cual el Sol es merecidamente reputado padre y señor. Pitágoras,

el sabio, nos aconsejará además «alimentar el gallo», es decir, saciar con el alimento y la celeste ambrosía de las cuestiones divinas la parte divina de nuestra alma. Este es el gallo al que por su aspecto teme y respeta el león, esto es toda potestad terrena. Este es el gallo a quien fue otorgada la inteligencia según el sapientísimo Job. El hombre perdido se orienta por el canto de este gallo. Es el gallo que cada día, al amanecer, canta, cuando los astros matutinos alaban al Señor. Es el mismo gallo que Sócrates cuando esperaba reunir lo divino de su alma con la divinidad del Todo, lejos del peligro de enfermedad corpórea, ya moribundo, dijo ser deudor a Esculapio, o sea, el médico

de las almas (12).
Los caldeos, en sus copiosos documentos, si les damos fe, reseñan que en virtud de las mismas artes se abre a los mortales la vía de la felicidad. La sentencia de Zoroastro decía que el alma era alada. Según interpretan los caldeos, al caérseles las alas, se precipita al cuerpo y recién puede volar nuevamente cuando le vuelven a crecer. Habiéndole preguntado los discípulos de qué modo podrían volver al alma apta para

el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: «Mojad las alas con las aguas de la vida». Y luego, preguntado dónde podrían alcanzar las mencionadas aguas salvadoras, él respondió como era su hábito, con una parábola. «El paraíso de Dios está surcado por cuatro ríos: busca allí las aguas salvadoras.» Y mencionó luego el nombre de un río

que corre en el Septentrión: «Se dice Pischon, que significa Justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon, vale decir, Expiación; el de Oriente se llama Chiddekel y significa Luz; y el que corre al mediodía se llama Perath y se puede entender como Fe».
Mirad y considerad con mucha atención qué significan estos dogmas de Zoroastro. Significan, por cierto, que purifiquemos la legañosidad de los ojos con la ciencia moral, como con ondas occidentales; que con la dialéctica, como un nivel boreal, fijemos atentamente la mirada; que luego debemos habituarnos a tolerar en la contemplación de la naturaleza la luz aún temblorosa de la verdad; primer indicio del sol naciente; hasta

que, finalmente, a partir de la piedad teológica y con el santísimo culto de Dios,

resistamos vigorosamente, como las aves del cielo, el refulgente resplandor del sol

del mediodía.


Estos saberes matutinos y vespertinos fueron cantados por David, primero, y después generosamente explicados por Agustín (13). Estos son los rayos resplandecientes que insuflan el corazón de los Serafines e ilumina al mismo tiempo a los Querubines. Esta es la razón a que siempre tendía el padre Abraham. Este es el espacio donde, según enseñaron tanto los cabalistas como los moros, no hay sitio para los inmundos de espíritu.
Y corresponde exponer en público al menos algo de los más recónditos misterios, aunque más no sea, en forma alegórica; esa súbita caída del cielo ha condenado la cabeza del hombre al vértigo.

Pues, según los dichos de Jeremías, al abrir las ventanas de la muerte se han

contaminado el corazón y el sentimiento del hombre. Invoquemos por tanto, a

Rafael (14), el médico celeste, para que nos libere con la moral y con la dialéctica,

fármacos sanitarios. Restablecidos en buena salud se alojará en nosotros Gabriel (15), fuerza de Dios, quien, por medio de todos los milagros de la naturaleza, nos mostrará la bondad y la potencia de Dios, y nos presentará finalmente a Miguel (16), sumo sacerdote, quien, habiendo pregonado con nosotros en la filosofía, nos celebrará y con coronas de piedras preciosas nos coronará, con el sacerdocio de la Teología.
Estas razones, venerados padres, no sólo me incitaron, sino que me promovieron al estudio de la filosofía. Nada habría expuesto, por cierto, si no debiera responder a cuantos suelen condenar el estudio de la filosofía, sobre todo en los príncipes o en aquellos que en general gozan de cierta fortuna. Todo este filosofar, en efecto, es más bien razón de desprecio y de afrenta (tal es la miseria de nuestro tiempo) que de honor y de gloria. Y esta dañina y deformada convicción ha prevalecido hasta tal punto en la

mentalidad de la mayoría que, según ellos, sólo unos pocos o quizás nadie debería filosofar.


¿Acaso no vale nada el investigar y el tener siempre ante la mente los problemas de las causas, de los procesos de la naturaleza, de la razón del universo, de las leyes divinas, de los misterios de los cielos y de la Tierra? ¿O debemos obtener de ello una utilidad o una ganancia? Hemos llegado a tal punto (¡Y bien horroroso!) que sólo se considera sabios a aquellos que hacen del estudio de la sabiduría una fuente de ganancia, de modo que se puede ver a la púdica Palas (17), residente entre los hombres por don divino, expulsada, ridiculizada Y vilipendiada. No hay por lo tanto quien la ame, quien la acompañe, si no es con un contrato de prostitución y de otorgar ganancia con su violada virginidad y, luego de recibirlo, depositar en el cofre del rufián ese mal habido dinero.
Esto lo declaro, y por cierto con un gran dolor y profunda indignación, no ya contra los príncipes, sino contra los filósofos de estos tiempos. Ellos creen y predican que no se debe filosofar porque no se han establecido premios y recompensas para los filósofos; ¡como si con esta afirmación no mostraran no ser filósofos! Toda su vida, en efecto, al estar ésta puesta al servicio del lucro y de la ambición, no abrazan el conocimiento de la

verdad por sí misma.


Se me deberá conceder al menos, y no enrojeceré al ser elogiado por ello, que

nunca he filosofado sino por el amor a la pura filosofía. Tampoco he esperado ni

he buscado nunca en mis estudios y en mis meditaciones ninguna gratitud ni ningún fruto que no fuese la formación de mi alma y el conocimiento de la verdad, por mí el objetivo supremo.
Amante insobornable y apasionado de la verdad, he dejado toda preocupación por los asuntos privados y públicos, para dedicarme por entero a la paz contemplativa. De ésta ni las calumnias de los envidiosos ni los dardos malignos de los enemigos han podido hasta aquí ni podrán nunca apartarme. La filosofía me ha enseñado a depender de mi sola conciencia por sobre los juicios de los otros y al mismo tiempo a estar atento no a lo que se dice en mi contra, sino a no hacer o decir algo malo yo mismo.
Por eso, venerados padres, no ignoraba que esta discusión habría de resultar tan agradable y placentera a todos vosotros: promotores de las buenas artes que

quisisteis honrarla con vuestra presencia, como gravosa y molesta a muchos otros.

Bien sé que no falta quien ha condenado antes y que ahora condena en muchos

modos esta iniciativa mía. Ha sido así permanentemente: las buenas acciones, y por cierto las santas, tienen en general críticos no más numerosos, pero tampoco, como sabéis, más escasos, que las conductas viciosas y vacuas.


Desde ya que hay quienes desaprueban por completo esta clase de discusiones y censuran esta iniciativa mía de debatir en público cuestiones doctas argumentando que no es más que un artilugio para realizar una bella exhibición de ingenio y de doctrina que para abrirse al conocimiento. También están aquellos que, aunque no desaprueban esta suerte de ejercicio, no la aceptan en absoluto, simplemente por la razón de que yo, a

mi edad, esto es, habiendo cumplido apenas veinticuatro años, he tenido la audacia de proponer una discusión sobre los misterios más altos de la Teología cristiana, sobre las doctrinas más profundas de la filosofía, en una amplísima reunión de hombres doctísimos, ante el Senado Apostólico. Si bien éstos aceptan que proponga mis argumentos, no admiten que lo haga sobre novecientas tesis, pues afirman que esto es

tan superfluo y ambicioso como superior a mis fuerzas.
Es claro que me hubiera rendido ante tantas objeciones si así me lo enseñara la

filosofía que profeso. Ni ahora, por su enseñanza, respondería, si considerara que

esta discusión había sido promovida con el propósito de polemizar y altercar entre

nosotros. Lejos de nuestro ánimo toda intención de litigio y de contienda, lejos esa envidia que según Platón, aparta del consenso de los dioses. Mejor examinemos amigablemente si es admisible que yo emprendiera esta disputa y discutiese

acerca de tantas cuestiones.
A aquellos que critican la costumbre de plantear en público estas cuestiones,

no he de decirles muchas cosas, desde el momento que tal culpa, si es que debe

considérasela como tal, no sólo es común a todos vosotros, Eximios Doctores, que también asiduamente han asumido esta tarea no sin suma alabanza y gloria, sino a Platón, a Aristóteles, a todos los reputados filósofos de todos los tiempos. Todos ellos sentían la convicción de que nada les era más favorable al logro de la verdad que buscaban que el ejercicio continuo y frecuente de la discusión.

En el mismo sentido que se robustecen las fuerzas del cuerpo con la gimnástica, también, sin duda, en esta especie de palestra del espíritu, el vigor del alma se fortifica y endurece con el estudio y el debate. No otra cosa han querido dar a entender los poetas con las famosas armas de Palas y los hebreos al llamar barzel, vale decir, "hierro", al símbolo de las serpientes, sino la oportunidad de tal clase de luchas para obtener la

sabiduría, sino la necesidad de ellas para defenderla.
Quizá también esta razón tienen los caldeos al demandar que en el nacimiento del destinado a ser filósofo Marte mire con aspecto trino a Mercurio, como si removidas estas conjunciones y resueltos estos contrastes, toda la filosofía hubiera de resultar tarda

y perezosa.

Desde ya que poco puedo argumentar en contra de aquellos que me señalan como inferior a la empresa: si, en efecto, me considero a la altura de los conocimientos, se me acusará de falta de modestia y de ser presuntuoso; si, por el contrario, me confieso inferior, me señalarán como temerario e inconsulto.
Esta situación en que me encuentro es ciertamente embarazosa ya que no puedo dejar de prometer lo que luego no puedo dar sin reproche. Acaso podría citar lo de Job: «El espíritu está en todos».

O quizás escuchar a Timoteo (18): «Que nadie te desprecie por tu juventud». Sin

embargo, a fuerza de ser más sincero y siguiendo a mi conciencia, diré que en

mí no hay nada de grande ni de singular.


Aun admitiendo ser estudioso y ansioso de las buenas artes, sin embargo no pretendo ni me arrogo el nombre de doctor.

Por lo cual, si me he impuesto una tarea tan gravosa, no ha sido inconsciente de mi debilidad, sino porque sabía que ser vencido en esta suerte de batallas doctrinarias es un provecho. Por esto ocurre que el más débil debe enfrentarlas y buscarlas con empeño y propia iniciativa, ya que aquel que sucumbe recibe no un daño sino una ventaja, porque vuelve a casa más rico, esto es, más avezado y docto para futuras batallas. Así insuflado por tal espíritu, yo, sólo un débil soldado, no he tenido temor alguno de afrontar la

peligrosa batalla con combatientes aguerridísimos y, por cierto, los más valerosos entre todos. Si mi empresa ha sido o no temeraria, podrá considerárselo mejor por el resultado del combate que por mi edad.

Me queda por cierto, contestar a aquellos que están ofendidos por el número

grandísimo de las tesis propuestas. Como si el peso de cargar a ellas sobre las espaldas pendiera sobre ellos y no fuera yo quien debe afrontar tal fatiga, sin medir su

peso. Es por cierto muy extraño e inconveniente querer poner un límite a la obra

ajena y, como dice Cicerón, «el exigir mediocridad en aquello que tanto mejor

es cuando mayor sea». En suma, en esta magna empresa se me impone sucumbir o

triunfar. Si es digno de alabanza y me arriesgo en acertar en diez argumentos, no

veo por qué se estima una culpa el hacerlo en novecientos. Si, en cambio, fracaso,

los que me odian tendrán motivos para acusarme; los que en cambio me aman, podrán excusarme. Que un joven como yo, de escaso ingenio y de exigua doctrina, haya fracasado en tan arriesgada empresa es más bien un hecho digno de perdón

que de condena.


Así dice también el poeta Propercio: «Si me flaquearen las fuerzas, verán mi

gloria en mi atrevimiento: las empresas grandes se gratifican en el intento». Si en

nuestro tiempo hay quienes buscan imitar a Gorgias de Leontini (19) proponiendo
disputas, no sin alabanzas, no sólo novecientas tesis, sino sobre todos los argumentos de todas las artes, ¿por qué no puedo yo, sin insultos ni reproche, discutir sobre otras muchas, bien precisas y determinadas? Me contestan que esto es superfluo y ambicioso. Y yo les respondo y lo he comprobado que de ninguna manera es superfluo, sino que para mí es necesario hacerlo: si ésos coincidieran conmigo en la razón de filosofar, se verían compelidos a reconocer tal necesidad absoluta.
Efectivamente, quienes se han sumado a una escuela filosófica cualquiera, por ejemplo la de Tomás, o la de Scoto, que en estos tiempos arrasan con los adeptos, fundan su adhesión doctrinal en la discusión de pocas cuestiones. En cambio yo me he propuesto el principio de no jurar por la palabra de nadie; frecuentar y conocer a todos los maestros de filosofía; examinar todas y cada una de las posiciones; recorrer así todas las

escuelas. Enfrentado así a la necesidad de hablar de todos los filósofos, para no esgrimir una sola tesis específica, como si estuviera abrazado por ella y desatento de las otras, las cuestiones que propongo no podían ser en conjunto sino muchas, aunque pocas en lo atinente a cada uno.


Se me quiere reprochar que «da tempestad me lleva a cualquier ribera» (20). Una

regla fue observada por todos los antiguos: los estudiosos de toda disciplina no

deben descuidar ningún escrito. Esta regla la observó en particular Aristóteles, quien, por esta razón, era apodado anagnostes, vale decir, "lector". Es sin duda de mente estrecha encerrarse en una sola escuela, sea ella la del Pórtico o de la Academia. No puede por ello elegir con acierto entre todas la suya propia quien primero no ha examinado todas a fondo.

Y luego completa que en toda escuela hay algo de insigne que no le es común con

las otras. Y para entrar a ver a los nuestros, a quienes ha llegado finalmente la filosofía, hay en John Scoto (21) algo de pujante y de sutil; en Santo Tomás, de compacto y de equilibrado; en San Francisco, de agudo y punzante. Y debemos hablar de los árabes, entre los cuales está Averroes que propone algo de seguro e indiscutible; en Avempace y en Alfarabí de grave y meditado; en Avicena, de divino y platónico (22).
También los griegos exhiben mayormente una filosofía límpida y clara: generosa y amplia en Simplicio, sintética en Temistio, inteligente y coherente en Alejandro de Afrodisia, sutilmente elaborada en Teofrasto, dinámica y gentil en Ammonios. y si se desea recurrir a los platónicos, para hablar sólo de algunos, tenemos en Porfirio la abundancia de los argumentos y una compleja religiosidad; la filosofía secreta y los misterios primitivos se pueden rastrear en Jámblico; la obra de Plotino se muestra en un todo admirable, porque habla divinamente de las cosas divinas y cuando habla de las cosas humanas supera a todos los hombres, a tal punto que con esfuerzo apenas si lo

entienden los propios platónicos. Y omito los más recientes: Proclo, de lujuriante

fertilidad asiática, y de quien fluyeron Hermias, Damascio, Olimpiodoro y tantos otros, en todos los cuales brilla siempre aquel "lo divino", emblema característico de los seguidores del gran Platón. (23)
Y cuando una escuela combate las más sublimes afirmaciones y se burla capciosamente de las buenas causas de la inteligencia, esta acción refuerza y no debilita la verdad, como muchos creen. El viento, al agitar la llama, la alimenta, no la extingue.
Esta razón me ha llevado a presentar las conclusiones no de una doctrina única -como hubiera complacido a muchos- sino de todas, de modo que de la apelación a varias escuelas y de la confrontación de diferentes corrientes filosóficas nazca ese «fulgor de la verdad» como decía Platón en las Cartas, para que de ese modo la verdad resplandezca en nuestras almas más claramente como el sol naciente desde el cielo.
¿De qué me hubiera servido discutir sólo la filosofía de los latinos, esto es, de Tomás, de Scoto, de Francisco, omitiendo la sapiencia de los griegos y de los que los siguieron hasta nuestros días? Los nuestros han considerado, respecto del campo filosófico, atenerse siempre a los descubrimientos de los anteriores y a perfeccionar el pensamiento ajeno.
¿Valdría la pena discutir sobre cuestiones naturales con los peripatéticos sin que interviniera también la Academia de los platónicos, cuya doctrina de las cosas

divinas, según Agustín (24), ha sido siempre santísima entre todas las filosofías y ahora por primera vez, que yo sepa, que la envidia se aparte de estas palabras, ha sido llevada a un público debate? ¿Qué sentido tendría, además, discutir todas las opiniones ajenas, alrededor de un banquete de sabios, si yo hubiese aportado nada mío, nada generado y elaborado por nuestro propio ingenio?


Es verdaderamente poco digna, como afirma Séneca, la sabiduría que no es sino reflejo de los libros, como si esos reflejos de los mayores cerraran las puertas a nuestra obra; como si, exprimida ya la fuerza de la naturaleza no se pudiera engendrar algo que, aunque sin exhibir plenamente la verdad, la vislumbre al menos en lontananza. Pues si el campesino odia la infecundidad del campo y el marido la de la mujer, también es cierto que la Mente repudiará tanto más a un alma infecunda, cautivada a sí misma cuanto más noble sea la prole que de ella se desea. Por eso es que yo, no satisfecho con

haber reunido además de las comunes muchas otras doctrinas, desde los caldeos hasta Pitágoras, numerosos de los más escondidos misterios de los hebreos, hemos propuesto también a la discusión muchísimos argumentos encontrados y elaborados por nosotros,

referentes a las cosas naturales y divinas.
Ante todo, hemos establecido el acuerdo entre Platón y Aristóteles, que ya antes muchos han sostenido, aunque por cierto ninguno pudo probarlo lo suficiente. Ya el latino Boecio había prometido hacerlo, pero no consta que cumpliera con su compromiso de siempre.

También entre los griegos, por ejemplo Simplicio, que había sostenido lo mismo y ojalá hubiera cumplido su promesa; tro tanto sucede con Agustín, cuyo libro Contra los Académicos escribe que fueron muchos los que intentaron probar tal cosa en sus sutilísimas argumentaciones, esto es, que la filosofía de Platón y la de Aristóteles son una y la misma filosofía. Y no olvidemos que Juan Gramático (25) dice que Platón difiere de Aristóteles sólo para aquellos que no comprenden las palabras de Platón, pero ha dejado la demostración a los sucesores.


También hemos de sumar otras tesis en las cuales afirmamos que los pareceres

considerados discordes de tanto de Scoto como de Tomás, tanto de Averroes como

de Avicena, son, sin dudas, coincidentes.
Más tarde hemos expuesto las conclusiones halladas por nosotros, tanto en lo que

respecta a la filosofía platónica como a la aristotélica y de allí surgieron setenta y dos

nuevas tesis físicas y metafísicas que una vez demostradas posibilitarán que cualquier persona, si no me engaño, lo que me será revelado prontamente, pueda resolver cualquier cuestión, propuesta natural y teológica, con muy otro criterio que el enseñado en las escuelas y usado por los filósofos de nuestro tiempo. Y nadie debe extrañarse, oh padres, de que yo, inmaduro en edad, por lo cual algunos insinúan, que apenas puedo leer las disertaciones de los otros, quiera plantear una nueva filosofía. Sin embargo, lo que pretendo es que se la elogie si mi defensa es buena o, por el contrario, se la condene si se la demuestra falsa. Por ello les pido a aquellos que juzgarán, a través de estos

escritos, mis descubrimientos, que no se obnubilen por los años del autor, sino por los méritos y deméritos de la obra.


También podráis ver que en estas nuevas tesis propuestas, se apela a otro procedimiento filosófico basado en los números; aunque es bien antiguo, ha sido retomado por nosotros, teniendo en cuenta que fue seguido por los primeros teólogos, especialmente por Pitágoras, por Aglaofemo, por Filolao, por Platón, y también por los platónicos antiguos. Esa doctrina se ha extraviado en los tiempos por negligencia de los sucesores que apenas si se encuentran rastros de ella.
En el Epinomis, Platón dice que la ciencia del numerar es brillante y altamente divina entre las artes liberales y las ciencias del contemplar. Y cuando se pregunta por qué el hombre es el más sapiente de los animales, se responde: porque sabe numerar.
Es ésta una sentencia que también Aristóteles recuerda en los Problemas. Según Abumasar, fue opinión de Avenzoar, el babilonio, que «todo lo sabe quien sabe numerar». Lo cual de ninguna manera sería verdadero si entendiéramos por el arte de

numerar el vulgar arte del cómputo en el que son expertos sobre todo los mercaderes. En el mismo sentido se pronuncia Platón cuando advierte que no debemos confundir esta aritmética divina con la aritmética de los mercaderes. Tras largas reflexiones, considerando, pues, haber analizado a fondo esta aritmética tan exaltada y presto a enfrentar la discusión, he asumido el compromiso de confrontar públicamente, a través de setenta y cuatro cuestiones referidas a los números, reconocidas principalmente entre la física y las divinas.


También hemos propuesto algunos teoremas mágicos, en los cuales hemos afirmado que la magia es doble: una se funda exclusivamente en las obras y la autoridad de los demonios, cosa del todo execrable y monstruosa; la otra por el contrario, si bien se la considera, no es sino la consumación absoluta de la filosofía natural. Los griegos,

atendiendo a la una y la otra, indican la primera, no considerándola de ningún modo

digna del hombre de magia, y la nombran con la palabra goeteian; en cambio, a la segunda la mencionan con el propio y peculiar nombre de mágeian, es decir, la perfecta y suprema sabiduría.
Porfirio (26) afirma acertadamente que en lengua persa "mago" tiene el mismo significado que entre nosotros "intérprete y cultor de las cosas divinas". Es, por lo tanto,

muy grande, y aun grandísima, oh padres, la diferencia entre estas artes. Siendo la primera no sólo condenada y execrada por la religión cristiana sino por todas las leyes,

por todo los sabios y por todos los pueblos amantes de las cosas celestes y divinas. Es

aquélla la más fraudulenta entre todas las artes; en cambio ésta es firme, digna de fe

y sólida. Todos los que con aquélla practicaron, lo simularon siempre, pues el difundirlo les habría granjeado la ignominia y, por cierto, la condena; en el ejercicio de la magia divina, muy por el contrario, tanto en la antigüedad como en los tiempos venideros, se ganó suma celebridad y gloria en las letras. Ningún filósofo estudioso ni hombre deseoso de aprender las buenas artes la abrazó para su causa; en cambio, para aprehender ésta, Pitágoras, Empédocles, Demócrito y Platón, y tantos más, cruzaron los mares para, al regresar, enseñarla a sus discípulos. Así la cultivaron como arte suprema en sus misterios.
Así, en tanto y en cuanto ninguna razón superior la garantiza, ella no es tenida en cuenta por ninguna autoridad. Ésta, en cambio, fue ennoblecida por ilustres genitores, entre todos, dos cultores principales: Xalmoxis, que fue iniciado por Abaris el hiperbóreo, y Zoroastro, no aquel en quien acaso pensáis, sino el hijo de Oromasio.
Y será Platón quien, si lo interrogamos en el Alcibíades (27), nos diga en qué consiste la magia de ellos: la magia de Zoroastro era la ciencia de las cosas divinas. La misma ciencia que los reyes persas enseñaban a sus hijos para que aprendieran a regir el propio Estado según el ejemplo del orden del mundo. Y en el Cármides (28) nos contestará que así como la medicina ofrece la salud al cuerpo, magia de Xalmoxis es la medicina del alma; con ella se alcanza la templanza interior.
En esa misma huella perseveraron Carondas, Damigeron Apolonio, Ostanes, Dárdano (29). Luego la siguió el propio Homero, quien, como algún día demostraremos en nuestra Teología poética, en el viaje de su Ulises simbolizó, entre otras muchas ciencias, también a ésta.
Los siguieron Eudoxo y Hermipo (30). Y luego, casi todos aquellos que investigaron a fondo los misterios pitagóricos y platónicos. Entre los modernos puedo señalar a tres: el árabe Alkindi, Rogelio Bacon y Guillermo de París. También la registra Plotino, quien demuestra que el mago es ministro y no artífice de la naturaleza; ese hombre tan sabio aprueba tal clase de magia y la sostiene, mientras en cambio, aborrece a tal punto la otra que, invitado a la celebración de los malos espíritus, responde que es mejor que ellos fueran a él y no él a ellos. Aquélla no puede reivindicar ni el nombre de arte ni el nombre de ciencia; ésta, llena de misterios tan profundos, abraza la más alta contemplación de las cosas más secretas y, finalmente, el conocimiento entero de

la naturaleza.


Ésta, como extrayendo de las profundidades la luz, las benéficas fuerzas dispersas

y diseminadas en el mundo por la bondad de Dios, no tanto realiza los milagros mas

sí se pone al servicio de la naturaleza milagrosa. Ésta, indagando íntimamente el secreto acuerdo del universo, eso que los griegos llaman, significativamente, sympatheian habiendo explorado el mutuo vínculo de las cosas naturales, adaptando a cada una de las congénitas lisonjas que se llaman iunges, es decir, encantamiento de los magos, lleva a la luz, como si ella misma fuese el origen, los milagros escondidos en las profundidades del mundo, en el seno de la naturaleza, en los misterios de Dios. Y así como el labrador comulga los olmos y las vides, el mago desposa la tierra y el cielo; esto es, a las fuerzas del mundo inferior con las dotes y las propiedades del mundo superior.
Se deduce por tanto, que como la primera magia aparece monstruosa y nociva, la segunda es divina y saludable. Sobre todo porque la primera pone al hombre a expensas de los enemigos de Dios, es decir, lo aleja de Dios; en cambio la otra, lo excita a tal admiración por las obras del Señor, que de ella derivan seguramente la caridad, la fe y

la esperanza.


Porque, en efecto, nada fomenta más la religión y el culto de Dios que la constante contemplación de sus maravillas: cuando a través de esta magia natural de la cual tratamos las hayamos examinado detenidamente, entonces, más ardientemente animados por el culto y el gran amor del Artífice, seremos impelidos a cantar: «Los cielos están pletóricos y la tierra también lo está, de la majestad de Tu gloria».
Y dejemos ya el tema de la magia, de la cual he hablado tanto, porque conozco a

muchos que, como los perros que ladran a lo que no conocen, así también ellos condenan y odian lo que no comprenden.


Continúo pues con los temas que, tomados de los antiguos misterios de los hebreos, he acarreado para confirmación de la sacrosanta y católica fe y con el propósito de que no sean valorados por quienes los ignoran como vanidades, tonterías o invenciones de charlatanes; quiero que todos sepan a qué llevan, por cuáles ilustres autores son apoyados y por cierto, cuán escondidas, divinas y necesarias son tales cosas para defender nuestra sagrada religión contra las descabelladas calumnias de los hebreos.
No sólo los célebres doctores lo consignan, sino, entre los nuestros también Esdras, Hilario y Orígenes, que Moisés recibió en el monte no sólo aquella Ley que dejó a los sucesores puesta en cinco libros, sino también una secreta y profunda interpretación de ella. Y, se dijo, Dios le ordenó que publicara esa ley pero que la interpretación no la escribiese ni la divulgase y sólo la revelara a Josué y éste, después, por turno, a los otros sumos sacerdotes sucesivos, bajo absoluto y sagrado silencio.
El simple relato de los hechos debía ser suficiente para conocer la potencia de Dios, su ira contra los impuros, la indulgencia para con los buenos y la justicia para con todos. Bastaba ser educados por medio de preceptos divinos y saludables para una vida buena y feliz, para el culto de la verdadera religión. Pero no revela abiertamente a la plebe los misterios más secretos, escondidos bajo la corteza de la Ley y ocultos bajo la tosca vestidura de las palabras, exponer los sublimes arcanos de Dios. ¿Qué hubiera sido sino dar el sacramento a los perros y arrojar las perlas a los cerdos?
Sin duda, no fue obra de la prudencia humana sino de la divina, mantener todo esto oculto al vulgo y comunicarlo sólo a los perfectos, a los únicos entre los cuales, afirma Pablo, es digno pronunciar palabras de sabiduría. y los antiguos filósofos respetaron escrupulosamente ese mandato.
Pitágoras escribió muy pocas cosas que al morir confió a su hija Damo. Las esfinges esculpidas en los templos egipcios apercibían que las enseñanzas místicas fueran custodiadas con los nudos de los enigmas, inasequibles a la multitud profana. Platón le dice a Dionisio acerca de las sustancias supremas: «Debo apelar al enigma, de modo que si alguna vez la carta cayera en mano ajena, lo que escribo no sea comprendido por otros». Por su parte, Aristóteles argumentaba que los libros de la Metafísica en que trata a las cosas divinas eran éditos e inéditos. ¿Qué más? Jesucristo, maestro de vida,

según Orígenes, reveló a los discípulos muchas cosas que ellos no quisieron escribir para que no llegaran al vulgo. Esto lo confirma sobre todo Dionisio Areopagita, quien dice que los misterios más secretos fueron transmitidos por los fundadores de nuestra religión ek noü eis noun eis noun diá meson logon, lo que quiere decir, de mente a mente, sin escritos y desde ya, sin intermediarios del Verbo.


Aquella veraz interpretación de la ley comunicada a Moisés por Dios fue llamada cábala (31), lo cual entre los hebreos significa lo mismo que para nosotros: Tradición. Y esto simplemente porque esa doctrina había sido transmitida, no por medio de documentos literarios, sino a través de revelaciones que el uno recibía del otro, diríase, como por derecho hereditario. Sin embargo, cuando los hebreos fueron liberados por Ciro de la cautividad babilónica y cuando hubieron construido el templo bajo Zorobabel,

depositaron su preocupación en restaurar la Ley. Entonces, la cabeza de la Iglesia, Esdras (32), tras correr el libro de Moisés, viendo claramente que era imposible mantener la costumbre fijada por los padres de transmitir oralmente la doctrina en esa situación de los exilios, las persecuciones, las penas y las prisiones a las que era sometido el pueblo de Israel, y dado que así habrían parecido los misterios, concebidos por Dios, de tal celeste doctrina, desconfiando de la perdurabilidad de la memoria en la interpretación de textos escritos, pidió que cada cual manifestase lo que tenía en la memoria de los misterios de la Ley.


Estos misterios, llamados misterios de los escribas, fueron transcriptos en setenta volúmenes, tantos cuantos eran entonces los sabios en el Sanhedrín. Y porque esto no debéis creérmelo sólo a mí, oíd a Esdras que dice así: «Cuando hubieron pasado cuarenta días, el Altísimo nos habló diciendo: "lo primero que has escrito, hazlo público y que lo lean los dignos y los indignos; pero conservarás los últimos setenta libros para confiarlos a los sapientes de tu pueblo; en ellos está la vena del intelecto, la fuente de sabiduría, un río de ciencia". Y así he hecho».
Estos son los libros de la ciencia de la Cábala. Con razón proclamó Esdras que en ellos estaba la vena del intelecto, esto es, la sublime teología de la supersustancial Divinidad; es decir, la fuente de la sabiduría; la exacta metafísica de las formas inteligibles y angélicas, y el río de la ciencia, o sea, la férrea filosofía de la naturaleza. Sixto IV, sumo Pontífice, el inmediato predecesor de Inocencio VIII, bajo cuya tutela felizmente vivimos, se esforzó con gran cuidado y celo en que estos libros fueran traducidos al latín para pública utilidad de nuestra fe. En el momento de su muerte, eran tres los que habían sido traducidos. Estos libros son hoy venerados entre los hebreos con tan religioso respeto que no puede tocarlos quien no haya cumplido los cuarenta años. Me los he procurado con no leve gasto, los he leído con suma diligencia e infatigable estudio: he visto en ellos -Dios es mi testigo- no tanto la religión mosaica como

la cristiana; sino que he encontrado allí el misterio de la Trinidad, la Encarnación

del Verbo, la divinidad del Mesías.
He leído en ellos las mismas cosas que cada día leemos en Pablo y en Dionisio, en Jerónimo y en Agustín, sobre el pecado original y sobre la expiación de éste por medio de Cristo; sobre la Jerusalén celeste y sobre la caída de los demonios; sobre las órdenes angélicas y también sobre el Purgatorio y las penas del Infierno.
En lo que concierne a la filosofía, es como oír sin más a Pitágoras ya Platón, cuyas afirmaciones son tan afines a la fe cristiana que nuestro Agustín da grandísimas gracias a Dios por haberle caído en las manos los libros platónicos.
Para terminar, no hay argumentos controvertidos entre nosotros y los hebreos en que éstos no puedan ser combatidos y convencidos con los libros de los cabalistas, hasta el punto de no quedarles ni un rincón donde esconderse. De lo cual tengo testigo inalienable en Antonio Crónico, varón muy erudito, quien en un banquete en su casa, oyó con sus propios oídos a Dáctilo Hebreo, gran perito en tal ciencia, llegar en todo y por todo a las mismas conclusiones que los cristianos a propósito de la Trinidad.
Para volver al examen de los argumentos de mi disputa, he aportado también mi forma de interpretar las composiciones de Orfeo y de Zoroastro. En los textos griegos, Orfeo se lee casi integralmente, en cambio Zoroastro está mutilado, pero más completo en los caldeos.

Ambos son considerados padres y autores de la antigua sabiduría.


Para no mencionar, en efecto, a Zoroastro, recordado frecuentemente por los platónicos y siempre con una suma veneración, Jámblico de Calcidia escribe que Pitágoras tuvo la teología órfica como modelo para plasmar y formar su filosofía. Por ello precisamente, por haber derivado de la iniciación órfica, las enseñanzas de Pitágoras son llamadas sagradas. De las instituciones órficas emergió, como de su primera fuente, la secreta

doctrina de los números y todo aquello que de grande y de sublime tuvo la filosofía griega.


Según los modos de los teólogos antiguos, Orfeo revistió los misterios de sus dogmas con el velo de la fábula y los disimuló con alegorías poéticas, de modo que quien lee sus himnos puede creer que no pasan de fabulillas y divagaciones juguetonas.
Todo esto he querido expresarlo para que se comprenda cuál ha sido mi fatiga y cuál la dificultad para sacar de la maraña de los enigmas, del velo de las fábulas, los significados de la secreta filosofía. Y todo esto sin la colaboración de otros intérpretes en una materia tan difícil, tan recóndita e inexplorada.
Sin embargo los perros han ladrado y en sus ladridos me han acusado de acumular por mera ostentación minucias y tonterías, como si yo no hubiera propuesto todas las cuestiones más ambiguas y controvertidas sobre las cuales disputan las escuelas filosóficas más egregias; como si yo no hubiese propuesto cuestiones siempre ignoradas y nunca abordadas por aquellos que me atacan y se repuntan príncipes entre los filósofos.
Muy lejos estoy de esas culpas, por eso he tratado de reducir la discusión al menor

número posible de puntos. Si hubiese querido, como buscan otros, dividirla y desmenuzarla en sus miembros, ésta habría alcanzado un número innumerable de tesis.


Para silenciar el resto, ¿quién no sabe que una sola de las novecientas tesis, a saber, aquella sobre la concordancia de la filosofía de Aristóteles y de Platón, yo la hubiera podido dividir -sin ser mínimamente sospechoso de afectada prolijidad-, en seiscientos puntos, para no decir más, enumerando separadamente todos los lugares en que los otros consideran que contrastan y yo, en cambio, pienso que están de acuerdo?
Aunque no sea modesto de mi parte y contraría mi índole diré la verdad, y la diré porque los envidiosos me conminan a decirla y asimismo los calumniadores me obligan; yo he pretendido mostrar no tanto que sé muchas cosas como que sé cosas que muchos ignoran.
Y para que mi discurso no entretenga más vuestro deseo, para que ahora esto lo demuestren los hechos, oh padres venerados, excelentísimos doctores a quienes me acerco, no sin gran placer, ya quienes veo, prontos y preparados en espera de la contienda, con pronto augurio y felicidad, como al sonido de la trompa de guerra, vayamos pues al combate.


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