Tótem y tabú



Yüklə 440 Kb.
səhifə10/11
tarix30.10.2018
ölçüsü440 Kb.
#76073
1   2   3   4   5   6   7   8   9   10   11

5
Representémonos ahora la escena de la comida totémica, añadiendo a ella algunos rasgos verosímiles que no hemos podido tener antes en cuenta. En una ocasión solemne mata el clan cruelmente a su animal totémico y lo consume crudo -sangre, carne y huesos-. Los miembros del clan se visten para esta ceremonia de manera a parecerse al tótem, cuyos sonidos y movimientos imitan, como si quisieran hacer resaltar su identidad con él. Saben que llevan a cabo un acto prohibido individualmente a cada uno, pero que está justificado desde el momento en que todos toman parte de él, pues, además, nadie tiene derecho a eludirlo. Una vez llevado a cabo el acto sangriento, es llorado y lamentado el animal muerto. El duelo que esta muerte provoca es dictado e impuesto por el temor de un castigo, y tiene, sobre todo, por objeto, según la observación de Robertson Smith referente a una ocasión análoga, sustraer al clan a la responsabilidad contraída.
Pero a este duelo sigue una regocijada fiesta en la que se da libre curso a todos los instintos y quedan permitidas todas las satisfacciones. Entrevemos aquí sin dificultad la naturaleza y la esencia misma de la fiesta.
Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una prohibición. Pero el exceso no depende del alegre estado de ánimo de los hombres, nacido de una prescripción determinada, sino que reposa en la naturaleza misma de la fiesta, y la alegría es producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente prohibido.
Pero ¿qué significa el duelo consecutivo a la muerte del animal totémico y que sirve de introducción a esta alegre fiesta? Si la tribu se regocija del sacrificio del tótem, que es un acto ordinariamente prohibido, ¿por qué lo llora al mismo tiempo?
Sabemos que la absorción del tótem santifica a los miembros de la tribu y refuerza la identidad de cada uno de ellos con los demás y de todos con el tótem mismo. El hecho de haber absorbido la vida sagrada, encarnada en la sustancia del tótem, explica la alegría de los miembros de la tribu, con todas sus consecuencias.
El psicoanálisis nos ha revelado que el animal totémico es, en realidad, una sustitución del padre, hecho con el que se armoniza la contradicción de que estando prohibida su muerte en época normal se celebre como una fiesta su sacrificio y que después de matarlo se lamente y llore su muerte. La actitud afectiva ambivalente, que aún hoy en día caracteriza el complejo paterno en nuestros niños y perdura muchas veces en la vida adulta, se extendería, pues, también al animal totémico considerado como sustitución del padre.
Confrontando nuestra concepción psicoanalítica del tótem con el hecho de la comida totémica y con la hipótesis darwiniana del estado primitivo de la sociedad humana, se nos revela la posibilidad de llegar a una mejor inteligencia de estos problemas y entrevemos una hipótesis que puede parecer fantástica, pero que presenta la ventaja de reducir a una unidad insospechada series de fenómenos hasta ahora inconexas.
La teoría darwiniana no concede, desde luego, atención ninguna a los orígenes del totemismo. Todo lo que supone es la existencia de un padre violento y celoso, que se reserva para sí todas las hembras y expulsa a sus hijos conforme van creciendo. Este estado social primitivo no ha sido observado en parte alguna. La organización más primitiva que conocemos, y que subsiste aún en ciertas tribus, consiste en asociaciones de hombres que gozan de iguales derechos y se hallan sometidos a las limitaciones del sistema totémico, ajustándose a la herencia por línea materna. ¿Puede esta organización provenir de la postulada por la hipótesis de Darwin? Y en caso afirmativo, ¿qué camino ha seguido tal derivación?
Basándose en la fiesta de la comida totémica, podemos dar a estas interrogaciones la respuesta siguiente: Los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver, poniendo así un fin a la existencia de la horda paterna. Unidos, emprendieron y llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido imposible. Puede suponerse que lo que les inspiró el sentimiento de su superioridad fue un progreso de la civilización quizá, el disponer de un arma nueva. Tratándose de salvajes caníbales era natural que devorasen el cadáver. Además, el violento y tiránico padre constituía seguramente el modelo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la asociación fraternal, y al devorarlo se identificaban con él y se apropiaban una parte de su fuerza. La comida totémica, quizá la primera fiesta de la Humanidad, sería la reproducción conmemorativa de este acto criminal y memorable que constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones morales y de la religión.
Para hallar verosímiles estas consecuencias haciendo abstracción de sus premisas, basta admitir que la horda fraterna rebelde abrigaba con respecto al padre aquellos mismos sentimientos contradictorios que forman el contenido ambivalente del complejo paterno en nuestros niños y en nuestros enfermos neuróticos. Odiaban al padre que tan violentamente se oponía a su necesidad de poderío y a sus exigencias sexuales, pero al mismo tiempo le amaban y admiraban. Después de haberle suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo de identificación con él, tenían que imponerse en ellos los sentimientos cariñosos, antes violentamente dominados por los hostiles. A consecuencia de este proceso afectivo surgió el remordimiento y nació la consciencia de la culpabilidad, confundida aquí con él, y el padre muerto adquirió un poder mucho mayor del que había poseído en vida, circunstancias todas que comprobamos aún hoy en día en los destinos humanos. Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos a sí mismos en virtud de aquella «obediencia retrospectiva» característica de una situación psíquica que el psicoanálisis nos ha hecho familiar. Desautorizaron su acto, prohibiendo la muerte del tótem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger los frutos de su crimen, rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos. De este modo es como la consciencia de la culpabilidad del hijo engendró los dos tabúes fundamentales del totemismo, los cuales tenían que coincidir con los deseos reprimidos del complejo de Edipo. Aquel que infringía estos tabúes se hacía culpable de los dos únicos crímenes que preocupaban a la sociedad primitiva.
Los dos tabúes del testimonio, con los cuales se inicia la moral humana, no poseen igual valor psicológico. Sólo uno de ellos, el respeto al animal totémico, reposa sobre móviles afectivos; el padre ha sido muerto y no hay ya nada que pueda remediarlo prácticamente. En cambio, el otro tabú, la prohibición del incesto, presenta también una gran importancia práctica. La necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide. Los hermanos, asociados para suprimir al padre, tenían que convertirse en rivales al tratarse de la posesión de las mujeres. Cada uno hubiera querido tenerlas todas para sí, a ejemplo del padre, y la lucha general que de ello hubiese resultado habría traído consigo el naufragio de la nueva organización. En ella no existía ya ningún individuo superior a los demás por su poderío que hubiese podido asumir con éxito el papel de padre. Así, pues, si los hermanos querían vivir juntos, no tenían otra solución que instituir -después de haber dominado quizá grandes discordias- la prohibición del incesto, con la cual renunciaban todos a la posesión de las mujeres deseadas, móvil principal del parricidio. De este modo salvaban la organización que los había hecho fuertes y que reposaba, quizá, sobre sentimientos y prácticas homosexuales, adquiridos durante la época de su destierro. Quizá de esta situación es de lo que nació el derecho materno descrito por Bachofen y que existió hasta el día en que fue reemplazado por la organización de la familia patriarcal.
Al otro tabú, esto es, el destinado a proteger la vida del animal totémico, se enlaza, en cambio, la aspiración del totemismo a ser considerado como la primera tentativa de una religión. El animal tótem se presentaba al espíritu de los hijos como la sustitución natural y lógica del padre y la actitud que una necesidad interna les imponía con respecto al mismo expresaba algo más que la simple necesidad de manifestar su arrepentimiento. Mediante esta actitud con respecto al subrogado del padre podía intentarse apaciguar el sentimiento de culpabilidad que los atormentaba y llevar a efecto una especie de reconciliación con su víctima. El sistema totémico era como un contrato otorgado con el padre y por el que éste prometía todo lo que la imaginación infantil puede esperar de tal persona -su protección y su cariño-, a cambio del compromiso de respetar su vida; esto es, de no renovar con él el acto que costó la vida al padre verdadero. En el totemismo había también, sin duda, un intento de justificación: «Si el padre nos hubiera tratado como nos trata el tótem, no habríamos sentido jamás la tentación de matarle.» De este modo contribuyó el totemismo a mejorar la situación y a hacer olvidar el suceso al que debía su origen.
Este proceso dio nacimiento a ciertos rasgos que luego hallamos como determinantes del carácter de la religión. La religión totémica surgió de la consciencia de la culpabilidad de los hijos y como una tentativa de apaciguar este sentimiento y reconciliarse con el padre por medio de la obediencia retrospectiva. Todas las religiones ulteriores se demuestran como tentativas de solucionar el mismo problema, tentativas que varían según el estado de civilización en el que son emprendidas y los caminos que siguen en su desarrollo, pero que no son sino reacciones idénticamente orientadas al magno suceso con el que se inicia la civilización y que no ha dejado de atormentar desde entonces a la Humanidad.
Ya en esta época presenta el totemismo un rasgo que la religión ha conservado luego fielmente. La tensión de la ambivalencia era demasiado grande para poder ser compensada por medio de una organización cualquiera, o, dicho de otro modo, las condiciones psicológicas no eran nada favorables a la supresión de estas oposiciones afectivas. El caso es que la ambivalencia inherente al complejo paterno perdura tanto en el totemismo como en las religiones ulteriores. La religión del totemismo no abarca solamente las manifestaciones de arrepentimiento y las tentativas de reconciliación, sino que sirve también para conservar el recuerdo del triunfo conseguido sobre el padre. La satisfacción emanada de este triunfo conduce a la institución de la comida totémica, fiesta conmemorativa con ocasión de la cual quedan levantadas todas las prohibiciones impuestas por la obediencia retrospectiva y convierte en un deber la reproducción del parricidio en el sacrificio del animal totémico, siempre que el beneficio adquirido a consecuencia de tal crimen, o sea la asimilación y la aprobación de las cualidades del padre, amenaza desaparecer y desvanecerse bajo la influencia de nuevas transformaciones de la vida. No habrá de sorprendernos comprobar que este factor de la hostilidad filial vuelve a surgir a veces, bajo los más singulares disfraces y transformaciones, en ulteriores productos religiosos.
Si hasta aquí hemos perseguido y comprobado en la religión y en la moral las consecuencias de la corriente afectiva cariñosa con respecto al padre transformada en remordimientos, no podemos dejar de reconocer, sin embargo, que la victoria corresponde a las tendencias hostiles que impulsaron a los hermanos al parricidio. A partir de este momento, las tendencias sociales de los hermanos, en las cuales reposa la gran transformación, conservan durante mucho tiempo la más profunda influencia sobre el desarrollo de la sociedad, manifestándose en la santificación de la sangre común, o sea en la afirmación de la solidaridad de todas las vías del mismo clan. Asegurándose así, recíprocamente, la vida, se obligan los hermanos a no tratarse jamás uno a otro como trataron al padre. A la prohibición de matar al tótem, que es de naturaleza religiosa, se añade ahora otra de carácter social, la del fratricidio, y transcurrirá mucho tiempo antes que esta prohibición llegue a constituir, sobrepasando los límites del clan, el breve y preciso mandamiento de «no matarás». En un principio es sustituida la horda paterna por el clan fraterno, garantizado por los lazos de la sangre. La sociedad reposa entonces sobre la responsabilidad común del crimen colectivo, la religión sobre la consciencia de la culpabilidad y El remordimiento, y la moral, sobre las necesidades de la nueva sociedad y sobre la expiación exigida por la consciencia de la culpabilidad.
Contrariamente a las concepciones modernas del sistema totémico y de acuerdo con otras anteriores, nos revela, pues, el psicoanálisis una íntima conexión entre el totemismo y la exogamia, y asigna a ambos un origen simultáneo.
6
Obedeciendo a múltiples y poderosos motivos habré de abstenerme de la tentativa de describir aquí el desarrollo ulterior de las religiones, desde su comienzo en el totemismo hasta su estado actual. Me limitaré, pues, a perseguir en el complicado tejido de tal desarrollo dos hilos que surgen con particular evidencia: el tema del sacrificio totémico y la actitud del hijo con respecto al padre.
Robertson Smith nos ha mostrado que en la forma primitiva del sacrificio retorna la comida totémica. El sentido del acto es en ambos casos el mismo: la santificación por la participación en la comida común. En el sacrificio perdura igualmente el sentimiento de la culpabilidad, que no puede ser apaciguado sino por la solidaridad de todos los participantes. Como nuevo elemento, hallamos, en cambio a la divinidad del clan, que asiste, invisible, al sacrificio y toma parte en la comida, al mismo título que los miembros de la tribu, los cuales se identifican con ella por la absorción de la carne del animal sacrificado. Mas ¿cómo llega el dios a ocupar esta situación que en un principio le era ajena?
La respuesta podía ser la de que en el intervalo había surgido -sin que sepamos de dónde- la idea de Dios, idea que se habría apoderado de toda la vida religiosa, de manera que la comida totémica habría quedado obligada, como todo lo que quería subsistir a adaptarse al nuevo sistema. Pero la investigación psicoanalítica del individuo nos ha evidenciado que el mismo concibe a Dios a imagen y semejanza de su padre carnal, que su actitud personal con respecto a Dios depende de la que abriga con relación a dicha persona terrenal y que, en el fondo, no es Dios sino una sublimación del padre. También aquí, como antes en el totemismo, nos aconseja el psicoanálisis que creamos a los fieles que nos hablan de Dios como de un padre celestial, lo mismo que en épocas remotas hablaron del tótem como de su antepasado. Si los datos del psicoanálisis merecen, en general, ser tomados en consideración, habremos de admitir que, sin perjuicio de aquellos otros orígenes y significaciones posibles de Dios sobre los cuales no puede proyectar nuestra disciplina luz ninguna, tiene que ser muy importante la participación de la idea de padre en la idea de Dios. Pero siendo así, figuraría el padre doblemente en el sacrificio primitivo, primero como dios y luego como víctima del sacrificio. Habremos, pues, de preguntarnos si es realmente posible esta noble representación, y en caso afirmativo, qué sentido hemos de atribuirle.
Sabemos que entre el dios y el animal sagrado (tótem, animal destinado al sacrificio) existen múltiples relaciones: la., a cada dios es consagrado generalmente un animal y a veces varios; 2a., en ciertos sacrificios particularmente sagrados -los que antes denominamos «místicos»- es precisamente el animal consagrado al dios el que le es ofrecido en sacrificio; 3a., el dios era adorado con frecuencia bajo la imagen de un animal, o, dicho de otro modo, ciertos animales continuaron siendo objeto de un culto divino mucho tiempo después del totemismo; 4a., en los mitos se transforma el dios con frecuencia en un animal, y muchas veces, precisamente en el que le está consagrado. Parecería, pues, natural admitir que el dios no es sino el animal totémico mismo del cual habría nacido en una fase ulterior del sentimiento religioso. La reflexión de que por su parte es el tótem una sustitución del padre, nos evita toda más amplia discusión. Así, pues, el tótem sería la primera forma de tal sustitución del padre, y el dios, otra posterior más desarrollada en la que el padre habría recobrado la figura humana. Esta nueva creación, nacida de la raíz de toda la formación religiosa, o sea de la añoranza del padre, habría llegado a ser posible, una vez que con el transcurso del tiempo sobrevinieron modificaciones esenciales en la actitud con respecto al padre y quizá también con respecto al animal.
Aun prescindiendo del comienzo de un extrañamiento psíquico del animal y de la descomposición del totemismo, efecto de la domesticación, no resulta difícil establecer cuáles fueron tales modificaciones. La situación creada por la supresión del padre entrañaba un elemento que con el transcurso del tiempo había de provocar un extraordinario incremento de la añoranza final. Los hermanos que se habían reunido para consumar el parricidio, abrigaban todos el deseo de llegar a ser iguales al padre y lo manifestaron absorbiendo en la comida totémica partes del cuerpo del animal sustitutivo. Pero a consecuencia de la presión que el clan fraterno ejercía sobre todos y cada uno de sus miembros, hubo de permanecer insatisfecho tal deseo. Nadie podía ni debía alcanzar ya nunca la omnipotencia del padre, objeto de los deseos de todos. De este modo, la hostilidad contra el padre que impulsó a su asesinato fue extinguiéndose en el transcurso de un largo período de tiempo para ceder su puesto al amor y dar nacimiento a un ideal cuyo contenido era la omnipotencia y falta de limitación del padre primitivo combatido un día, y la disposición a someterse a él. La primitiva igualdad democrática de todos los miembros de la tribu no pudo ser mantenida a la larga, a causa de los profundos cambios sobrevenidos en el estado de civilización, y entonces surgió una tendencia a resucitar el antiguo ideal del padre, elevando a la categoría de dioses a hombres que se habían demostrado superiores a los demás. Actualmente nos parece inconcebible que un hombre pueda llegar a ser dios y que un dios pueda morir, pero la antigüedad clásica admitía sin esfuerzo alguno estas representaciones. La elevación a la categoría de dios del padre antiguamente asesinado, al que la tribu hacía remontar su origen, constituía una tentativa de expiación mucho más seria de lo que antes lo fue el contrato con el tótem.
Lo que no nos es posible indicar es el lugar que corresponde en esta evolución a las grandes divinidades maternas, que precedieron quizá en todas partes a los dioses padres. Parece, en cambio, cierto que la transformación de la actitud con respecto al padre no se limitó al orden religioso, sino que se extendió, como era lógico, al otro sector de la vida humana sobre el que también había influido la supresión del padre, esto es, a la organización social. Con la institución de las divinidades paternas fue transformándose paulatinamente la sociedad huérfana de padre hasta adoptar el orden patriarcal. La familia pasó a constituir una reproducción de la horda primitiva antigua y devolvió al padre gran parte de sus antiguos derechos. Hubo, pues, nuevamente padres, pero las conquistas sociales del clan fraternal no se perdieron y la distancia de hecho que existió entre el nuevo padre de familia y el padre soberano absoluto de la horda primitiva era lo bastante grande para garantizar la persistencia de la necesidad religiosa y del amor filial, siempre despierto e insatisfecho.
Así, pues, en la escena del sacrificio ofrecido al dios de la tribu se halla realmente presente el padre, a doble título; como dios y como víctima del sacrificio. Pero en nuestra tentativa de llegar a la inteligencia de esta situación debemos ponernos en guardia contra aquellas interpretaciones superficiales que tienden a mostrárnosla como una simple alegoría, sin tener para nada en cuenta la estratificación histórica. La doble presencia del padre corresponde a dos significaciones sucesivas de la escena, en la cual han hallado una expresión plástica de la actitud ambivalente con respecto al padre y el triunfo de los sentimientos cariñosos del hijo sobre sus sentimientos hostiles. La derrota del padre y su profunda humillación han proporcionado los materiales para la representación de su supremo triunfo. La general importancia adquirida por el sacrificio depende de que otorga al padre satisfacción por la violencia de que fue objeto, precisamente con el mismo acto que perpetúa la memoria de tal violencia.
Más tarde pierde el animal su carácter sagrado y desaparecen las relaciones entre el sacrificio y la fiesta totémica. El sacrificio se convierte en una simple ofrenda a la divinidad, esto es, en un acto de desinterés y de renunciamiento en favor suyo. Dios aparece ya tan por encima de los hombres, que éstos no pueden comunicar con él sino por mediación de sus sacerdotes. Simultáneamente surgen en la organización social reyes revestidos de un carácter divino que extienden al estado el sistema patriarcal. Observamos, pues, que el padre, restablecido en sus derechos, se venga cruelmente de su antigua derrota elevando a un grado máximo el poder de la autoridad. Los hijos aprovechan estas nuevas circunstancias para eludir aún más su responsabilidad por el crimen cometido. No son ya ellos, en efecto, los responsables del sacrificio; es Dios mismo quien lo exige y ordena.
A esta fase pertenecen los mitos en los que el mismo dios da muerte al animal que le está consagrado, esto es, se da muerte a sí mismo, negación extrema del gran crimen que ha señalado los comienzos de la sociedad y el nacimiento de la consciencia de la responsabilidad. No resulta difícil reconocer una segunda significación del sacrificio. Expresa éste también, en efecto, la satisfacción por haber abandonado el culto del tótem a cambio del tributado a una divinidad, esto es, de haber establecido una sustitución del padre superior a la totémica. La traducción simplemente alegórica de la escena a la que nos venimos refiriendo coincide aquí en cierto modo con su interpretación psicoanalítica al pretender que dicha escena está destinada a mostrar que el dios ha superado la parte animal de su ser.
Sería, sin embargo, erróneo creer que los sentimientos hostiles pertenecientes al complejo paterno enmudecen por completo en esta época del restablecimiento de la autoridad del padre. Por el contrario, las primeras fases del régimen de las dos nuevas formaciones sustitutivas del padre, esto es, de los dioses y de los reyes, son las que nos ofrecen las manifestaciones más acentuadas de esta ambivalencia, que permanece característica de la religión.
En su obra The golden bough ha emitido Frazer la hipótesis de que los primeros reyes de las tribus latinas eran extranjeros que desempeñaban el papel de una divinidad, siendo sacrificados solemnemente como tales en una fiesta determinada. El sacrificio anual de un dios parece haber sido un rasgo característico de las religiones semitas. El ceremonial de los sacrificios humanos efectuados en los más diversos puntos de la Tierra habitada muestra innegablemente que las víctimas eran sacrificadas a título de representantes de la divinidad, y esta costumbre se mantiene aún en épocas muy posteriores, con la única diferencia de que los hombres vivos quedan reemplazados por modelos inanimados (maniquíes-muñecos). El sacrificio divino teoantrópico, del que desgraciadamente no puedo tratar aquí tan detalladamente como antes del sacrificio animal, proyecta una viva luz sobre el pasado y nos revela el sentido de las formas de sacrificio más antiguas. Nos muestra con toda certidumbre que la víctima era siempre la misma: el dios al que se tributaba culto, o sea, en último análisis, el padre. La cuestión de las relaciones entre los sacrificios animales y los hombres encuentra ahora una sencilla solución. El sacrificio animal primitivo se hallaba ya destinado a reemplazar un sacrificio humano, la solemne muerte del padre, y cuando la representación sustitutiva del padre hubo recobrado los rasgos humanos, pudo transformarse de nuevo el sacrificio animal en un sacrificio humano.
El recuerdo del primer gran acto de sacrificio se demostró, pues, indestructible, a pesar de todos los esfuerzos realizados para borrarlo de la memoria, y precisamente cuando los hombres quisieron distanciarse más de sus motivos, hubo de surgir su exacta reproducción en la forma del sacrificio divino. No creo necesario exponer aquí cuáles fueron las evoluciones -racionalizaciones- del pensamiento religioso que hicieron posible este retorno. Robertson Smith, muy alejado de nuestra referencia del sacrificio al magno suceso de la historia primitiva de la Humanidad, indica que las ceremonias de las fiestas con las que los antiguos semitas celebraban la muerte de una divinidad eran explicadas como la conmemoración de una tragedia mítica y que las lamentaciones rituales no poseían el carácter de una expresión espontánea, sino que parecían haber sido impuestas y ordenadas por el temor a la cólera divina. Esta interpretación nos parece exacta y los sentimientos de los fieles aparecen explicados por la situación que en el fondo entrañaba la ceremonia.
Admitamos ahora como un hecho comprobado que los dos factores determinantes, los sentimientos rebeldes del hijo y la consciencia de su culpabilidad, no desaparecen jamás en el desarrollo ulterior de las religiones. Toda tentativa de solución del problema religioso, esto es, de conciliación de los dos poderes psíquicos opuestos, acaba por ser abandonada, probablemente bajo la influencia combinada de las transformaciones de la civilización, los sucesos históricos y las modificaciones psíquicas internas.
La tendencia del hijo a ocupar el lugar del dios padre se exterioriza cada vez con mayor claridad. La introducción de la agricultura aumentó en la familia patriarcal la importancia del hijo, el cual se permite nuevas manifestaciones de su libido incestuosa, que encuentra una satisfacción simbólica en el cultivo de la madre tierra. Nacen entonces las figuras divinas de Attis, Adonis, Tammuz y otras, espíritus de la vegetación y divinidades juveniles que gozan de los favores amorosos de las divinidades maternas y realizan con ellas el incesto, desafiando al padre. Pero la consciencia de la culpabilidad, no mitigada por estas creaciones, se expresa en los mitos que asignan a los jóvenes amantes una corta vida o los castigan con la castración o la cólera de la ofendida divinidad paterna, representada bajo la forma de un animal. Adonis es muerto por un jabalí, el animal sagrado de Afrodita. Attis, el amante de Cibeles, muere castrado. Las lamentaciones que siguen a la muerte de estos dioses y la alegría que saluda su resurrección han pasado a constituir parte integrante del ritual de otra divinidad solar, predestinada a más duradero reinado.
Cuando el cristianismo comenzó a introducirse en el mundo antiguo tropezó con la competencia de otra religión, la de Mithra, y durante algún tiempo vaciló la victoria entre ambas divinidades.
El rostro nimbado de luz de la juvenil divinidad persa ha permanecido impenetrable para nuestra inteligencia. Las imágenes de esculturas de Mithra que nos lo muestran sacrificando bueyes nos autorizan quizá a deducir que representaba al hijo que llevó a cabo por sí solo el sacrificio del padre y redimió así a los hermanos de la culpa común que sobre ellos pesaba desde el crimen primitivo. Pero había aún otro camino para atenuar tal consciencia de la culpabilidad, y este otro camino es el que Cristo fue el primero en seguir. Sacrificando su propia vida redimió a todos sus hermanos del pecado original.
La doctrina del pecado original es de origen órfico. Quedó conservada en los misterios y pasó de ellos a las escuelas filosóficas de la antigüedad griega. Los hombres eran descendientes de los titanes que mataron y descuartizaron a Dionisos-Zagreos, y el peso de este crimen gravitaba sobre ellos. En un fragmento de Anaximandro leemos que la unidad del mundo quedó destruida por un crimen primitivo y que todo lo que de él resultó debía soportar perdurablemente el castigo. Si bien el acto de los titanes recuerda, por los detalles de la asociación de la colectividad, el asesinato y el descuartizamiento, el sacrificio totémico descrito por San Nilo -así como otros muchos mitos de la antigüedad, entre ellos el de Orfeo mismo-, nos desorienta, en cambio, la circunstancia de que el dios asesinado por los titanes era una divinidad juvenil.
En el mito cristiano, el pecado original de los hombres es indudablemente un pecado contra Dios Padre. Ahora bien: si Cristo redime a los hombres del pecado original sacrificando su propia vida, habremos de deducir que tal pecado era un asesinato. Conforme a la Ley de Talión, profundamente arraigada en el alma humana, el asesinato no puede ser redimido sino con el sacrificio de otra vida. El holocausto de la propia existencia indica que lo que se redime es una deuda de sangre. Y si este sacrificio de la propia vida procura la reconciliación con Dios Padre, el crimen que se trata de expiar no puede ser sino el asesinato del padre.
Así, pues, en la doctrina cristiana confiesa la Humanidad más claramente que en ninguna otra su culpabilidad, emanada del crimen original, puesto que sólo en el sacrificio de un hijo ha hallado expiación suficiente. La reconciliación con el padre es tanto más sólida cuanto que simultáneamente a este sacrificio se proclama la total renunciación a la mujer, causa primera de la rebelión primitiva. Pero aquí se manifiesta una vez más la fatalidad psicológica de la ambivalencia. Con el mismo acto con el que ofrece al padre la máxima expiación posible alcanza también el hijo el fin de sus deseos contrarios al padre, pues se convierte a su vez en dios al lado del padre, o más bien en sustitución del padre. La religión del hijo sustituye a la religión del padre, y como signo de esta sustitución se resucita la antigua comida totémica; esto es, la comunión, en la que la sociedad de los hermanos consume la carne y la sangre del hijo -no ya las del padre-, santificándose de este modo e identificándose con él. Nuestra mirada persigue a través de los tiempos la identidad de la comida totémica con el sacrificio de animales, el sacrificio humano teoantrópico y la eucaristía cristiana y reconoce en todas estas solemnidades la consecuencia de aquel crimen que tan agobiadoramente ha pesado sobre los hombres y del que, sin embargo, tienen que hallarse tan orgullosos. La comunión cristiana no es en el fondo sino una nueva supresión del padre, una repetición del acto necesitado de expiación. Observamos ahora cuán acertada es la afirmación de Frazer de que la «comunión cristiana ha absorbido y se ha asimilado un sacramento mucho más antiguo que el cristianismo».
Yüklə 440 Kb.

Dostları ilə paylaş:
1   2   3   4   5   6   7   8   9   10   11




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə