Tótem y tabú



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Nuestra labor psicoanalítica elegirá un diferente punto de partida. Sería erróneo suponer que los hombres se vieron impulsados a la creación de sus primeros sistemas cósmicos por una pura curiosidad intelectual, por la sola ansia de saber. La necesidad práctica de someter al mundo debió de participar, indudablemente, en estos esfuerzos. Así, pues, no nos sorprende averiguar que el sistema animista aparece acompañado de una serie de indicaciones sobre la forma en que debemos comportarnos para dominar a los hombres, a los animales y a las cosas; o, mejor dicho, a los espíritus de los hombres, de los animales y de las cosas. Este sistema de indicaciones, conocido con el nombre de «hechicería y magia», es considerado por S. Reinach como la estrategia del animismo. Por mi parte, prefiero compararlo a su técnica, como hacen Hubert y Mauss.
¿Puede establecerse una distinción de principio entre la hechicería y la magia? Desde luego, si hacemos abstracción, un poco arbitrariamente, de las vacilaciones del lenguaje usual.
La hechicería se nos muestra entonces esencialmente como el arte de influir sobre los espíritus, tratándolos como en condiciones idénticas se trataría a una persona humana; esto es, apaciguándolos y atrayéndolos o intimidándolos, despojándolos de su poder y sometiéndolos a nuestra voluntad: todo ello por medio de procedimientos cuya eficacia se halla comprobada en las relaciones humanas. La magia es algo diferente, pues en el fondo hace abstracción de los espíritus y no se sirve del método psicológico corriente, sino de procedimientos especiales. No es difícil descubrir que la magia constituye la parte más primitiva e importante de la técnica animista, pues entre los medios utilizados para influir sobre los espíritus hallamos procedimientos mágicos, y, además, la encontramos aplicada en casos en los que aún no parece haber tenido efecto la espiritualización de la Naturaleza.
La magia responde a fines muy diversos, tales como los de someter los fenómenos de la Naturaleza a la voluntad del hombre, protegerlo de sus enemigos y de todo género de peligros y darle el poder de perjudicar a los que le son hostiles. Pero el principio sobre el que reposa la acción mágica, o, mejor dicho, el principio de la magia, es tan evidente, que ha sido reconocido por todos los autores, y podemos expresarlo de un modo claro y conciso utilizando la fórmula de E. B. Tylor (aunque prescindiendo de la valoración que dicha fórmula implica): Mistaking an ideal connexion for a real one («Tomar por error una relación ideal por una relación real»). Vamos a demostrar esta circunstancia en dos grupos de actos mágicos.
Uno de los procedimientos mágicos más generalmente utilizados para perjudicar a un enemigo consiste en fabricar su efigie con materiales de cualquier naturaleza y sin que la semejanza sea requisito indispensable, pudiéndose también «decretar» que un objeto cualquiera constituirá tal efigie. Todo lo que a la misma se inflija recaerá sobre la persona cuya representación constituye, y bastará herir una parte de la primera para que enferme el órgano correspondiente de la segunda. Esta misma técnica mágica puede emplearse también con fines benéficos y piadosos, tales como el de proteger a un dios contra los malos demonios. Así escribe Frazer:
«Todas las noches, cuando Ra, el dios del sol (entre los antiguos egipcios), volvía a su residencia en el inflamado Occidente, tenía que sostener una encarnizada lucha contra un ejército de demonios conducidos por Apepi, su mortal enemigo. Ra luchaba contra ellos toda la noche, y a veces las potencias de las tinieblas conseguían ensombrecer el cielo con negras nubes y debilitar la luz del sol, incluso durante el día. Con El fin de ayudar al dios, se celebraba cotidianamente, en su templo de Tebas, la siguiente ceremonia: Se fabricaba con cera una imagen de Apepi, al que se daba la forma de un horrible cocodrilo o de una serpiente de innumerables anillos y se escribía encima, con tinta verde, el nombre del maléfico espíritu. Colocada esta figura en una vaina de papiro, sobre la cual se trazaba la misma inscripción, era envuelta en negros cabellos y después escupía encima el sacerdote, le cortaba con un cuchillo de sílex, la arrojaba al suelo y la pisaba con su pie izquierdo. Por último, terminaba la ceremonia quemando la figura en una hoguera alimentada con determinadas plantas. Destruido Apepi, todos los demonios de su séquito sufrían sucesivamente la misma suerte. Este servicio divino, que iba acompañado de ciertos discursos rituales, se celebraba ordinariamente por la mañana, al mediodía y por la noche; pero podía ser repetido en cualquier momento del día, cuando rugía la tormenta, llovía a torrentes o se mostraba el cielo oscurecido por negras nubes. Los perversos enemigos de Ra experimentaban los efectos del castigo, infligido a sus imágenes, del mismo modo que si tal castigo les hubiese sido aplicado directamente. Huían y el dios del sol triunfaba de nuevo».
Los actos mágicos fundados en estos mismos principios y motivados por iguales representaciones son innumerables. Citaré dos de ellos que han desempeñado siempre un papel importante en los pueblos primitivos y se conservan aún, en parte, en el mito y el culto de pueblos más avanzados. Trátase de las prácticas mágicas destinadas a provocar la lluvia y a lograr una buena cosecha. Se provoca la lluvia por medios mágicos, imitándola y reproduciendo artificialmente las nubes y la tempestad. Diríase que los que ruegan «juegan a la lluvia». Los ainos japoneses, por ejemplo, creen provocar la lluvia vertiendo agua a través de un cedazo y paseando procesionalmente por el pueblo una gran artesa provista de vela y remos, como si fuese un barco. La fertilidad de la tierra queda mágicamente asegurada ofreciéndole el espectáculo de relaciones sexuales. Así, para no citar sino un ejemplo entre mil, en determinadas regiones de las islas de Java, cuando se aproxima el momento de la floración del arroz, los labradores y las labradoras van por las noches a los campos, con el fin de estimular, mediante su ejemplo, la fecundidad del suelo y garantizar una buena cosecha. Por el contrario, las relaciones sexuales incestuosas son temidas y malditas a consecuencia de su nefasta influencia sobre la fertilidad del suelo y la abundancia de la cosecha.
En este primer grupo pueden incluirse, igualmente, determinadas prescripciones negativas, o sea medidas mágicas de precaución. Cuando una parte de los habitantes de un pueblo dayak va a la caza del jabalí, aquellos que permanecen en el pueblo no deben tocar con sus manos el aceite ni el agua, pues la inobservancia de esta precaución ablandaría los dedos de los cazadores, los cuales dejarían escapar así fácilmente su presa. Asimismo, cuando un cazador gilyak sigue en el bosque la pista de una pieza, está prohibido a los hijos que deja en casa trazar dibujos sobre la madera o la arena, pues si lo hicieran, los senderos del bosque se confundirían como las líneas del dibujo, y el cazador no encontraría ya su camino para volver al hogar. El hecho de que la distancia no signifique obstáculo ninguno para la eficacia de actos mágicos como los últimamente citados y otros muchos, siendo considerada, por tanto, la telepatía como un fenómeno natural, no nos plantea, como carácter peculiar de la magia, problema ninguno.
No podemos, en efecto, dudar de que el factor al que se atribuye máxima eficacia en todos estos actos mágicos es la analogía entre el acto realizado y el fenómeno cuya producción se desea. Por tal razón, denomina Frazer a esta clase de magia magia imitativa u homeopática. Si queremos que llueva, habremos de hacer algo que imite la lluvia o la recuerde. En una fase de civilización más avanzada se reemplazará este procedimiento mágico por procesiones en derredor de un templo y rogativas a los santos en él venerados, y más adelante aún, se renunciará igualmente a esta técnica religiosa para investigar por medio de qué acciones sobre la atmósfera misma resultará posible provocar la lluvia.
En un segundo grupo de actos mágicos, el principio de la semejanza es reemplazado por otro, que los ejemplos siguientes nos revelarán sin dificultad.
Para perjudicar a un enemigo se puede utilizar aún otro procedimiento, consistente en procurarse algunos cabellos suyos, limaduras de sus uñas o incluso jirones de sus vestidos, y someterlos a manejos hostiles o vejatorios. La posesión de estos objetos equivale al dominio de la persona de que provienen, la cual experimenta todos los efectos del mal que se inflige a los mismos. Según los primitivos, constituye el nombre una parte esencial de la personalidad. Así, pues, el conocimiento del nombre de una persona o de un espíritu procura ya un cierto poder sobre ellos. De aquí todas las singulares precauciones y restricciones que deben observarse en el uso de los nombres, y de las que ya hemos enumerado algunas en el capítulo dedicado al tabú. En estos casos queda reemplazada la analogía por la sustitución de la parte al todo.
El canibalismo de los primitivos presenta una análoga motivación sublimada. Absorbiendo por la ingestión partes del cuerpo de una persona, se apropia el caníbal las facultades de que la misma se hallaba dotada, creencia a la que obedecen también las diferentes precauciones y restricciones a las que el régimen alimenticio queda sometido entre los primitivos. Una mujer encinta se abstendrá de comer la carne de determinados animales, cuyos caracteres indeseables, por ejemplo, la cobardía, podrían transmitirse al hijo que lleva en su seno. La eficacia del acto mágico no queda disminuida en modo alguno por la separación sobrevenida entre el todo y la parte, ni tampoco porque el contacto entre la persona y un objeto dado no haya sido sino instantáneo. Así, podemos perseguir a través de milenios enteros la creencia de la relación mágica entre la herida y el arma que la produjo. Cuando un melanesio consigue apoderarse del arco cuya flecha le ha herido, lo deposita cuidadosamente en un sitio fresco, creyendo disminuir con ello la inflamación de la llaga. Pero si el arco queda entre las manos de los enemigos, éstos lo depositarán seguramente en lugar inmediato al fuego, con el fin de agravar dicha inflamación. En su Historia Natural (XXVIII) aconseja Plinio que cuando nos arrepentimos de haber causado mal a alguien, debemos escupir en la mano que ha causado el mal, acto que calmará inmediatamente el dolor de la víctima. Francisco Bacon menciona en su Natural History la creencia, muy extendida, de que para curar una herida basta engrasar el arma que la produjo. Algunos labradores ingleses siguen aún hoy en día tal receta, y cuando se han herido con una hoz, procuran conservar ésta en un perfecto estado de limpieza, con lo cual creen evitar la supuración de la herida. En junio de 1912 contaba un periódico local inglés que una mujer llamada Matilde Henry, de Norwich, se había introducido en un talón un clavo de hierro, y que, sin dejar que le examinaran el pie ni siquiera quitarse la media, mandó a su hija que metiera el clavo en aceite, esperando librarse así de toda complicación. A los pocos días moría del tétanos por no haber desinfectado la herida.
Los ejemplos de este último grupo son ejemplos de magia contagiosa a la que Frazer distingue de la magia imitativa. Lo que confiere eficacia a la magia contagiosa no es ya la analogía, sino la relación en el espacio; esto es, la contigüidad, y su representación o su recuerdo. Mas como la analogía y la contigüidad son los dos principios esenciales de los procesos de asociación, resulta que todo el absurdo de las prescripciones mágicas queda explicado por el régimen de la asociación de ideas. Vemos, pues, cuán verdadera es la definición que Tylor ha dado de la magia, definición que ya citamos antes: Mistaking an ideal connexion for a real one. Frazer la define aproximadamente en los mismos términos: Men mistook the order of their ideas for the order of nature, and hence imagined that the control which they have, or seem to have, over their throughts, permitted them to exercise a corresponding control over things.
Extrañaremos, pues, al principio, ver que ciertos autores rechazan por insatisfactoria esta luminosa explicación de la magia. Pero reflexionando un poco hallamos justificada su objeción de que la teoría que sitúa la asociación en la base de la magia explica únicamente los caminos por ella seguidos, sin informarnos sobre lo que constituye su esencia misma; esto es, sobre las razones que impulsan al hombre primitivo a reemplazar las leyes naturales por leyes psicológicas. La intervención de un factor dinámico se nos hace aquí indispensable; pero mientras que la investigación de este factor induce en error a los críticos de la teoría de Frazer, nos resulta, en cambio, difícil dar una explicación satisfactoria de la magia profundizando en la teoría de la asociación.
Consideramos, en primer lugar, el caso más simple e importante de la magia imitativa. Según Frazer, puede ésta ser practicada aisladamente, mientras que la magia contagiosa presupone siempre la imitativa. Los motivos que impulsan al ejercicio de la magia resultan fácilmente reconocibles. No son otra cosa que los deseos humanos. Habremos únicamente de admitir que el hombre primitivo tiene una desmesurada confianza en el poder de sus deseos. En el fondo, todo lo que intenta obtener por medios mágicos no debe suceder sino porque él lo quiere. De este modo, no tropezamos al principio sino con el deseo.
Con respecto al niño, que se encuentra en condiciones psíquicas análogas, pero no posee aún las mismas aptitudes motoras, hemos admitido antes que comienza por procurar a sus deseos una satisfacción verdaderamente alucinatoria, haciendo nacer la situación satisfactoria por medio de excitaciones centrífugas de sus órganos sensoriales. El adulto primitivo encuentra ante sí otro camino. A su deseo se enlaza un impulso motor, la voluntad, y esta voluntad, que entrando luego al servicio del deseo, será lo bastante fuerte para cambiar la faz de la tierra, es utilizada para lograr la satisfacción por una especie de alucinación motora. Esta representación del deseo satisfecho puede ser comparada al juego de los niños, que reemplaza en éstos a la técnica puramente sensorial de la satisfacción. Si el juego y la representación imitativa bastan al niño y al primitivo, no es por su sobriedad y modestia (en el sentido actual de estas palabras) ni por una resignación procedente de la consciencia de su impotencia real. Trátase de una secuela naturalísima del exagerado valor que atribuyen a su deseo, a la voluntad que de él depende y a los caminos que han emprendido. Con el tiempo, se desplaza el acento psíquico desde los motivos del acto mágico hasta sus medios e incluso hasta el acto mismo. Sería quizá más exacto decir que son precisamente dichos medios los que revelan por vez primera al primitivo el exagerado valor que enlaza a sus actos psíquicos. Parece entonces como si fuese el acto mágico lo que impone la realización de lo deseado, por su analogía con ello. En la fase animista del pensamiento no existe aún ocasión de evidenciar objetivamente la situación real, cosa que se hace ya posible en fases ulteriores, en las que continúan practicándose los mismos procedimientos; pero comienza ya a surgir el fenómeno psíquico de la duda, como manifestación de una tendencia a la represión.
Entonces admiten ya los hombres que de nada sirve invocar a los espíritus si no se tiene la fe, y que la fuerza mágica de la oración permanece ineficaz si no es dictada por una piedad verdadera.
La posibilidad de una magia contagiosa basada en la asociación por contigüidad nos muestra que la valoración psíquica del deseo y de la voluntad se ha extendido a todos los actos psíquicos subordinados a esta última. Resulta de esto una sobreestimación general de todos los procesos psíquicos: Las cosas se borran ante sus representaciones, y se supone que todos los cambios impresos a éstas alcanzan necesariamente a aquéllas, y que las relaciones existentes entre las segundas deben existir igualmente entre las primeras. Como el pensamiento no conoce las distancias y reúne en el mismo acto de consciencia las cosas más alejadas en el espacio y en el tiempo, también el mundo mágico franqueará telepáticamente las distancias espaciales, y tratará las relaciones pasadas como si fuesen actuales. La imagen refleja del mundo interior se superpone en la época animista a la imagen que actualmente nos formamos del mundo exterior y la oculta a los ojos del sujeto. Haremos resaltar asimismo el hecho de que los dos principios de la asociación, la semejanza y la contigüidad, encuentran su síntesis en una unidad superior: el contacto. La asociación por contigüidad equivale a un contacto directo. La asociación por analogía es un contacto en el sentido figurado de la palabra. La posibilidad de designar con la misma palabra tales dos clases de asociación indica ya la identidad del proceso psíquico. Esta misma extensión de la noción de contacto se nos reveló antes en el análisis del tabú.
3
Esta expresión («omnipotencia de las ideas») la debo a un enfermo muy inteligente que padecía de representaciones obsesivas, y que, una vez curado, merced al psicoanálisis, dio pruebas de clara inteligencia y buen sentido. Forjó esta expresión para explicar todos aquellos singulares e inquietantes fenómenos que parecían perseguirle, y con él a todos aquellos que sufrían de su misma enfermedad. Bastábale pensar en una persona para encontrarla en el acto, como si la hubiera invocado. Si un día se le ocurría solicitar noticias de un individuo al que había perdido de vista hacía algún tiempo era para averiguar que acababa de morir, de manera que podía creer que dicha persona había atraído telepáticamente su atención, y cuando sin mal deseo ninguno maldecía de una persona cualquiera, vivía a partir de aquel momento en el perpetuo temor de averiguar la muerte de dicha persona y sucumbir bajo el peso de la responsabilidad contraída.
Con respecto a la mayor parte de estos casos, pudo explicarse por sí mismo en el curso del tratamiento cómo se había producido la engañosa apariencia y lo que él había añadido por su parte para dar más fuerza a sus supersticiosos temores. Todos los enfermos obsesivos son supersticiosos como éste, y casi siempre en contra de sus más arraigadas convicciones.
La conversación de la «omnipotencia de las ideas» se nos muestra en la neurosis obsesiva con mayor claridad que en ninguna otra, por ser aquella en la que los resultados de esta primitiva manera de pensar logran aproximarse más a la consciencia. Sin embargo, no podemos ver en la «omnipotencia de las ideas» el carácter distintivo de esta neurosis, pues el examen analítico nos lo revela también en las demás. En todas ellas es la realidad intelectual, y no la exterior, lo que rige la formación de síntomas. Los neuróticos viven en un mundo especial, en el que, para emplear una expresión de que ya me he servido en otras ocasiones, sólo la valuta neurótica se cotiza. Quiero decir con esto que los neuróticos no atribuyen eficacia sino a lo intensamente pensado y representado afectivamente, considerando como cosa secundaria su coincidencia con la realidad. El histérico reproduce en sus accesos y fija por sus síntomas sucesos que no se han desarrollado sino en su imaginación, aunque en último análisis se refieran a sucesos reales o constituidos con materiales de este género. Así, pues, interpretaríamos equivocadamente el sentimiento de culpabilidad que pesa sobre el neurótico si lo quisiéramos explicar por faltas reales. Un neurótico puede sentirse agobiado por un sentimiento de culpabilidad que sólo encontraríamos justificado en un asesino varias veces reincidente, y haber sido siempre, sin embargo, el hombre más respetuoso y escrupuloso para con sus semejantes. Mas, no obstante, posee dicho sentimiento una base real. Fúndase, en efecto, en los intensos y frecuentes deseos de muerte que el sujeto abriga en lo inconsciente contra sus semejantes. No carece, pues, de fundamento, en cuanto no tenemos en cuenta los hechos reales, sino las intenciones inconscientes. La omnipotencia de las ideas, o sea el predominio concedido a los procesos psíquicos sobre los hechos de la vida real, muestra así la ilimitada influencia sobre la vida afectiva de los neuróticos y sobre todo aquello que de la misma depende. Al someterle al tratamiento psicoanalítico, que convierte en consciente a lo inconsciente, observamos que no le es posible creer en la absoluta libertad de las ideas y que teme siempre manifestar sus malos deseos, como si la exteriorización de los mismos hubiera de traer consigo fatalmente su cumplimiento. Esta actitud y las supersticiones que dominan su vida nos muestran cuán próximo se halla al salvaje, que cree poder transformar el mundo exterior sólo con sus ideas.
Los actos obsesivos primarios de estos neuróticos son propiamente de naturaleza mágica. Cuando no actos de hechicería, son siempre actos de contra hechicería, destinados a alejar las amenazas de desgracia que atormentan al sujeto al principio de su enfermedad. Siempre que me ha sido posible penetrar en el misterio, he comprobado que la desgracia que el enfermo esperaba no era sino la muerte. Según Schopenhauer, el problema de la muerte se alza en el umbral de toda filosofía. Sabemos ya que la creencia en el alma y en el demonio, característica del animismo, se ha formado bajo la influencia de las impresiones que la muerte produce en el hombre. Es difícil saber si estos primeros actos obsesivos o de defensa se hallan sometidos al principio de la analogía y del contraste, pues, dadas las condiciones de la neurosis, aparecen generalmente deformados, por su desplazamiento sobre una minucia, sobre un acto por completo insignificante. También las fórmulas de defensa de la neurosis obsesiva hallan su pareja en las fórmulas de la hechicería y de la magia. La historia de la evolución de los actos obsesivos puede describirse en la forma siguiente: Tales actos, al principio muy lejanos a lo sexual, comienzan por constituir una especie de conjuro destinado a alejar los malos deseos y acaban siendo una sustitución del acto sexual prohibido, imitándolo con la mayor fidelidad posible.
Si aceptamos la evolución antes descrita de las concepciones humanas del mundo, según la cual la fase animista fue sustituida por la religiosa, y ésta, a su vez, por la científica, nos será también fácil seguir la evolución de la «omnipotencia de las ideas» a través de estas fases. En la fase animista se atribuye el hombre a sí mismo la omnipotencia: en la religiosa, la cede a los dioses, sin renunciar de todos modos seriamente a ella, pues se reserva el poder de influir sobre los dioses, de manera a hacerlos actuar conforme a sus deseos. En la concepción científica del mundo no existe ya lugar para la omnipotencia del hombre, el cual ha reconocido su pequeñez y se ha resignado a la muerte y sometido a todas las demás necesidades naturales. En nuestra confianza en el poder de la inteligencia humana, que cuenta ya con las leyes de la realidad, hallamos todavía huellas de la antigua fe en la omnipotencia.
Remontando el curso de la historia, del desarrollo de las tendencias libidinosas, desde las formas que las mismas afectan en la edad adulta hasta sus primeros comienzos en el niño, establecimos en un principio una importante distinción, que dejamos expuesta en nuestros Tres ensayos sobre una teoría sexual (1905). Las manifestaciones de los instintos sexuales pueden ser reconocidas desde un principio; pero en sus más tempranos comienzos no se hallan aún orientadas hacia ningún objeto exterior. Cada uno de los componentes instintivos de la sexualidad labora por su cuenta en busca del placer, sin preocuparse de los demás, y halla su satisfacción en el propio cuerpo del individuo. Es ésta la fase del autoerotismo, a la cual sucede la de la elección del objeto.
Un estudio más detenido ha hecho resaltar la utilidad e incluso la necesidad de intercalar entre estas dos fases una tercera, o, si se prefiere, de descomponer en dos la primera, o sea la del autoerotismo. En esta fase intermedia, cuya importancia se impone cada vez más a la investigación, las tendencias sexuales, antes independientes unas de otras, aparecen reunidas en una unidad y han hallado su objeto, el cual no es, de todos modos, un objeto exterior ajeno al individuo, sino su propio yo, constituido ya en esta época. Teniendo en cuenta ciertas fijaciones patológicas de este estado, que más tarde observamos, hemos dado a esta nueva fase el nombre de narcisismo. El sujeto se comporta como si estuviese enamorado de sí mismo, y los instintos del yo y los deseos libidinosos no se revelan aún a nuestro análisis con una diferenciación suficiente.
Aunque no nos hallemos todavía en situación de dar una característica suficientemente precisa de esta fase narcisista, en la que los instintos sexuales, hasta entonces disociados, aparecen fundidos en una unidad y toman como objeto al yo, no dejamos de presentir que tal organización narcisista no habrá ya de desaparecer nunca por completo. El hombre permanece hasta cierto punto narcisista, aun después de haber hallado para su libido objetos exteriores; pero los revestimientos de objeto que lleva a cabo son como emanaciones de la libido que reviste su yo y pueden volver a él en todo momento.
El estado conocido con el nombre de enamoramiento, tan interesante desde el punto de vista psicológico y que constituye como el prototipo normal de la psicosis, corresponde al grado más elevado de tales emanaciones con relación al nivel del amor a sí mismo.
Nada parece más natural que enlazar al narcisismo, como su característica esencial, el alto valor -exagerado desde nuestro punto de vista- que el primitivo y El neurótico atribuyen a los actos psíquicos. Diremos, pues, que en el primitivo se halla el pensamiento aún fuertemente sexualizado. A esta circunstancia se debe tanto la creencia en la omnipotencia de las ideas como la convicción de la posibilidad de dominar el mundo, convicción que no queda destruida por las innumerables experiencias cotidianas susceptibles de advertir al hombre del lugar exacto que ocupa en él. El neurótico nos muestra, por un lado, que una parte muy considerable de esta actitud primitiva perdura en él como constitucional, y por otro, que la represión sexual por la que ha pasado ha determinado una nueva sexualización de sus procesos intelectuales. Los efectos psíquicos tienen que ser los mismos en ambos casos de sobrecarga libidinosa del pensamiento; esto es, tanto en la primitiva como en la regresiva, y estos efectos son el narcisismo intelectual y la omnipotencia de las ideas.
Si aceptamos que la omnipotencia de las ideas constituye un testimonio en favor del narcisismo, podemos intentar establecer un paralelo entre el desarrollo de la concepción humana del mundo y el de la libido individual.
Hallamos entonces que tanto temporalmente como por su contenido corresponden la fase animista al narcisismo, la fase religiosa al estadio de objetivación caracterizado por la fijación de la libido a los padres y la fase científica a aquel estado de madurez en el que El individuo renuncia al principio del placer, y subordinándose a la realidad, busca su objeto en el mundo exterior.
El arte es el único dominio en el que la «omnipotencia de las ideas» se ha mantenido hasta nuestro días. Sólo en el arte sucede aún que un hombre atormentado por los deseos cree algo semejante a una satisfacción y que este juego provoque -merced a la ilusión artística- efectos afectivos, como si se tratase de algo real. Con razón se habla de la magia del arte y se compara al artista a un hechicero. Pero esta comparación es, quizá, aún más significativa de lo que parece. El arte, que no comenzó en modo alguno siendo «el arte por el arte», se hallaba al principio al servicio de tendencias hoy extinguidas en su mayoría, y podemos suponer que entre dichas tendencias existía un cierto número de intenciones mágicas.
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