Tótem y tabú



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El primero de los sistemas cósmicos edificados por la Humanidad, o sea el animismo, fue, como ya hemos visto, un sistema psicológico. En su cimentación no precisó para nada de la ciencia, pues la ciencia no interviene sino cuando nos hemos dado cuenta de que no conocemos el mundo, y tenemos, por tanto, que buscar los caminos susceptibles de conducirnos a tal conocimiento. Mas para el hombre primitivo era el animismo una concepción inmediata y natural. Sabía que las cosas de que el mundo se compone eran semejantes al hombre; esto es, a su propia consciencia de sí mismo. No debe, pues, sorprendernos hallar que el hombre primitivo transfiere al mundo exterior la estructura de su propia psiquis, y habremos de emprender la tentativa de volver a situar en el alma humana aquello que el animismo nos enseña sobre la naturaleza de las cosas.
La técnica del animismo, o sea la magia, nos revela clara y precisamente la intención de imponer a los objetos de la realidad exterior las leyes de la vida psíquica, proceso en el que no tienen que desempeñar todavía papel ninguno los espíritus, los cuales pueden, en cambio, ser también objeto de procedimientos mágicos. Los principios sobre los que la magia reposa son, pues, más primitivos y antiguos que la teoría de los espíritus, nódulo del animismo. Nuestra concepción psicoanalítica coincide en este punto con una teoría de R. R. Marett, que admite una fase preanimista del animismo, fase que aparece perfectamente caracterizada con el nombre de animatismo (una especie de hilozoísmo universal). Poco más es lo que puede decirse sobre el preanimismo, pues no se ha encontrado aún pueblo ninguno al que falte la creencia en los espíritus.
Mientras que la magia utiliza aún en su totalidad la omnipotencia de las ideas, el animismo cede una parte de esta omnipotencia a los espíritus, abriendo así el camino a la religión. Pero, ¿qué es lo que hubo de impulsar al primitivo a esta primera renunciación? No puede pensarse que fuera el descubrimiento de la inexactitud de sus principios, pues conservó la técnica mágica.
Los espíritus y los demonios no son, como en otro lugar lo indicamos, sino las proyecciones de sus tendencias afectivas. El primitivo personifica estas tendencias y puebla el mundo con las encarnaciones así creadas, de igual manera que Schreber, ese inteligente paranoico, encontró una reflexión de sus acercamientos y alejamientos libidinosos en las vicisitudes de sus confabulados `rayos de Dios'. De este modo vuelve a hallar en el exterior sus propios procesos psíquicos.
No vamos a emprender aquí la tarea (como lo llevé a cabo en mi trabajo sobre Schreber) de resolver el problema de los orígenes de la tendencia a proyectar al exterior determinados procesos psíquicos. Sin embargo, admitiremos que esta tendencia queda acentuada cuando la proyección implica la ventaja de un alivio psíquico. Esta ventaja es indudable en los casos de conflicto entre las tendencias que aspiran a la omnipotencia. El proceso patológico de la paranoia utiliza realmente el mecanismo de la proyección para resolver estos conflictos surgidos en la vida psíquica. Ahora bien: el caso tipo de los conflictos de este género es el que surge entre los dos términos de una oposición; esto es, el de la actitud ambivalente, antes minuciosamente analizado por nosotros al examinar la situación de las personas que lloran la muerte de un pariente querido. Este caso nos parece particularmente apropiado para motivar la creación de formaciones proyectivas. Nos hallamos aquí de acuerdo con la opinión de aquellos autores que consideran a los espíritus maléficos como los primeramente nacidos y hacen remontar la creencia en el alma a las impresiones que la muerte provoca en los supervivientes. No situamos, sin embargo, en primer término, como dichos autores lo hacen, el problema intelectual que la muerte plantea a los vivos, sino que vemos en el conflicto afectivo que tal situación crea a los supervivientes la fuerza que impulsa al hombre a reflexionar e investigar.
La primera creación teórica de los hombres, esto es, la de los espíritus, provendría, pues, de la misma fuente que las primeras restricciones morales a las que los mismos se someten, o sea las prescripciones tabú. Pero la identidad de origen no implica, en ningún modo, una simultaneidad de aparición. Si la situación de los supervivientes con respecto a los muertos fue realmente lo que hizo reflexionar al hombre y le obligó a ceder a los espíritus una parte de su omnipotencia y sacrificar una parte de su libertad de acción, podemos decir que estas formaciones sociales representan un primer reconocimiento de la Anagch, (necesidad) que se opone al narcisismo humano. El primitivo se inclinaría ante la fatalidad de la muerte con el mismo gesto por el que parece negarla.
Prosiguiendo el análisis de nuestras hipótesis, podríamos preguntarnos cuáles son los elementos esenciales de nuestra propia estructura psicológica que retornan y se reflejan en las formaciones proyectivas de las almas y de los espíritus. No puede negarse que la representación primitiva del alma coincide en sus rasgos esenciales con la ulterior del alma inmaterial, considerando, como ésta, que las personas y las cosas se hallan compuestas de dos elementos diferentes, entre los cuales aparecen distribuidas las diversas cualidades y modificaciones de la totalidad. Esta dualidad primitiva -para servirnos de la expresión de Herbert Spencer - es ya idéntica a aquel dualismo que se manifiesta en la corriente diferenciación de cuerpo y alma y cuyas indestructibles expresiones verbales reconocemos en la descripción del furioso o del demente como hombre que está «fuera de sí» o que «no está en sí».
Lo que así proyectamos, idénticamente al primitivo, en la realidad exterior, no puede ser sino nuestro conocimiento de que junto a un estado en el que una cosa es percibida por los sentidos y la consciencia, esto es, junto a un estado en el que una cosa dada se halla presente, existe otro en el que esta misma cosa no es sino latente, aunque susceptible de volver a hacerse presente. Dicho de otro modo: lo que proyectamos es nuestro conocimiento de la coexistencia de la percepción y el recuerdo, o, generalizando, de la existencia de procesos psíquicos inconscientes, a más de los conscientes. Podría decirse que el espíritu de una persona o de una cosa se reduce, en último análisis, a la propiedad que las mismas poseen de constituirse en objeto de un recuerdo o de una representación, cuando se hallan sustraídos a la percepción directa.
Ni en la representación primitiva del alma, ni tampoco en la moderna, podemos esperar hallar aquella precisa delimitación que la ciencia actual establece entre las actividades psíquicas inconscientes y conscientes. El alma animista reúne más bien las propiedades de ambas instancias. Su fluidez, su movilidad y su facultad de abandonar un cuerpo y tomar posesión de un modo permanente o pasajero de otro distinto, son caracteres que recuerdan la naturaleza de la consciencia. Pero la forma en que se mantiene oculta detrás de las manifestaciones de la personalidad hace pensar en lo inconsciente. Hoy en día no atribuimos ya la inmutabilidad y la indestructibilidad a los procesos conscientes, sino a los inconscientes, y consideramos a estos últimos como los verdaderos sustentadores de la actividad psíquica.
Hemos dicho antes que el animismo es un sistema intelectual y la primera teoría completa del mundo, y queremos ahora deducir algunas consecuencias de la concepción psicoanalítica de tal sistema. Nuestra experiencia cotidiana es muy apropiada para recordarnos a cada instante sus principales particulares. Soñamos durante la noche, y hemos aprendido a interpretar nuestros sueños. Sin renegar de su naturaleza, pueden los sueños mostrarse confusos e incoherentes, pero pueden también imitar el orden de las impresiones de la vida real, deduciendo un suceso de otro y estableciendo una correlación entre diferentes partes de su contenido, aunque nunca hasta el punto de no presentar algún absurdo o alguna incoherencia. Sometiendo un sueño a la interpretación, averiguamos que la disposición inconstante e irregular de sus partes constitutivas no presenta importancia ninguna para su comprensión. Lo esencial en el sueño son las ideas latentes, y estas ideas poseen siempre un sentido, son coherentes y se hallan dispuestas conforme a un cierto origen. Pero su orden y su disposición difieren totalmente de los del contenido manifiesto por nosotros recordado. La conexión de las ideas latentes ha desaparecido o ha sido sustituida por otra distinta en el contenido manifiesto. Además de la condensación de los elementos oníricos, ha tenido efecto, casi siempre, una nueva ordenación de los mismos, más o menos independientes de la primitiva. Por último, aquello que la elaboración onírica ha hecho de las ideas latentes ha pasado por un nuevo proceso -el llamado elaboración secundaria-, dirigido a desterrar la incoherencia resultante de la elaboración onírica y sustituirla por un nuevo sentido. Este nuevo sentido, establecido por la elaboración secundaria, no es ya el sentido de las ideas latentes.
La elaboración secundaria del producto de la elaboración onírica constituye un excelente ejemplo de la naturaleza y las exigencias de un sistema. Una función intelectual que nos es inherente exige de todos aquellos objetos de nuestra percepción o nuestro pensamiento, de los que llega a apoderarse, un mínimo de unidad, de coherencia y de inteligibilidad, y no teme establecer relaciones inexactas cuando por circunstancias especiales no consigue aprehender las verdaderas. Esta formación de sistemas se nos muestran no sólo en los sueños, sino también en las fobias y las ideas obsesivas y en determinadas formas de la demencia. En la paranoia constituye el rasgo más evidente y dominante del cuadro patológico. Tampoco en las demás formas de neuropsicosis puede quedar desatendido. En todos estos casos nos es fácil demostrar que ha tenido efecto una nueva ordenación de los materiales psíquicos, correspondiente a un nuevo fin, y a veces forzada, aunque comprensible si nos colocamos en el punto de vista del sistema. Lo que mejor caracteriza entonces a este último es que cada uno de sus elementos deja transparentar, por lo menos, dos motivaciones, una de las cuales reposa en los principios que constituyen la base del sistema (y puede, por tanto, presentar todos los caracteres de la locura), y otra, oculta, que debe ser considerada como la única eficaz y real.
He aquí, a título de ilustración, un ejemplo tomado de la neurosis. En el capítulo sobre el tabú he mencionado de pasada a una enferma cuyas interdicciones obsesivas presentaban una singularísima semejanza con el tabú de los maoríes. La neurosis de esta mujer se hallaba orientada contra su marido y culminaba en la repulsa del deseo inconsciente de la muerte del mismo. Sin embargo, en su fobia, manifiesta y sistemática, no piensa la paciente para nada en su marido, el cual aparece eliminado de sus cuidados y preocupaciones conscientes. Lo que la paciente teme es oír hablar de la muerte en general. Un día oyó a su marido encargar que mandasen afilar sus navajas de afeitar a una determinada tienda. Impulsada por una singular inquietud, fue la paciente a ver el lugar en el que dicha tienda se hallaba situada, y a la vuelta de su viaje de exploración exigió de su marido que se desprendiese para siempre de sus navajas, pues había descubierto que al lado de la tienda en la que iban a ser afiladas existía una funeraria. De este modo creó su intención un enlace indisoluble entre las navajas de afeitar y la idea de la muerte. Esta es la motivación sistemática de la prohibición. Pero podemos estar seguros de que aun sin el descubrimiento de la macabra vecindad hubiera vuelto la enferma a su casa en la misma disposición de ánimo. Para ello le hubiera bastado encontrar en su camino un entierro, una persona de luto o ver una corona fúnebre. La red de las condiciones se hallaba suficientemente extendida para que la presa cayera en ella, fuese como fuese. Sólo de la sujeto dependía aprovechar o no las ocasiones que habían de presentarse.
Sin temor a equivocarnos podemos admitir que en otros casos cerraba los ojos ante tales ocasiones, y entonces decía que «el día había sido bueno». Asimismo adivinamos fácilmente la causa real de la prohibición relativa a las navajas de afeitar. Tratábase de un acto de defensa contra el placer que la paciente experimentaba ante el pensamiento de que al servirse de las navajas recientemente afiladas podía su marido cortarse fácilmente el cuello.
Exactamente del mismo modo podemos reconstruir y detallar una perturbación de la deambulación, una abasia o una agorafobia, en los casos en que uno de estos síntomas ha conseguido sustituir o un deseo inconsciente y a la defensa contra el mismo. Todas las demás fantasías inconscientes o reminiscencias eficaces del enfermo utilizan entonces tal exutorio para imponerse, a título de manifestaciones sintomáticas, y entrar en el cuadro formado por la perturbación de la deambulación, afectando relaciones aparentemente racionales con los demás elementos. Sería, pues, una empresa vana y absurda querer deducir, por ejemplo, la estructura sintomática y los detalles de una agorafobia del principio fundamental de la misma.
La coherencia y el rigor de las relaciones no son sino aparentes. Una observación más penetrante descubrirá en ellas, como en la formación de la fachada de un sueño, las mayores inconsecuencias y arbitrariedades. Los detalles de tal fobia sistemática toman su motivación real de razones ocultas, que pueden no tener nada que ver con la perturbación de la deambulación. A esta circunstancia se debe también que las manifestaciones de altas fobias difieran tan profunda y radicalmente de una persona a otra.
Volviendo al sistema que aquí nos interesa más particularmente, o sea al del animismo, podemos concluir, por lo que de otros sistemas psicológicos sabemos, que tampoco entre los primitivos es la «superstición» la motivación única o necesaria de las prohibiciones y costumbres tabú. Habremos, pues, de investigar los motivos ocultos que en el fondo puedan constituir su base real. Bajo el reinado de un sistema animista, toda prescripción y toda actividad tienen que presentar una justificación sistemática que denominaremos «supersticiosa»; pero la «superstición» es, como la «angustia», el «sueño» o el «demonio», una de aquellas construcciones provisorias que caen por tierra ante la investigación psicoanalítica. Desplazando estas construcciones, colocadas a manera de pantalla entre los hechos y el conocimiento, comprobados que la vida psíquica y la cultura de los salvajes se hallan aún muy lejos de haber sido estimadas en su verdadero valor.
Si consideramos la represión de tendencias como una medida del nivel de cultura, nos veremos obligados a reconocer que incluso bajo el sistema animista ha habido progresos y desarrollos que han sido tratados con un injustificado desprecio, por atribuirles una motivación supersticiosa. Cuando oímos referir que los guerreros de una tribu salvaje se imponen antes de entrar en campaña las más rigurosas castidad y pureza, nos inclinamos en el acto a juzgar que si se desembarazan de sus impurezas es para hacerse menos vulnerable a la influencia mágica de sus enemigos y que, por tanto, su abstinencia no es motivada sino por razones supersticiosas. Pero el hecho de la represión de determinadas tendencias queda subsistente, y comprenderemos mejor estos casos, admitiendo que si el guerrero se impone todas estas restricciones es por una razón de equilibrio, pues sabe que se hallará pronto en situación de ofrecerse la más completa satisfacción de sus tendencias crueles y hostiles, satisfacción que le estaba prohibido buscar en tiempo ordinario. Lo mismo sucede con los numerosos casos de restricción sexual que nos imponemos mientras nos hallamos consagrados a trabajos que traen consigo una cierta responsabilidad. Por mucho que se dé a estas prohibiciones una explicación extraída de las relaciones mágicas, no deja de saltar a la vista su razón fundamental. Trátase de realizar una economía de fuerzas por medio de la renuncia a la satisfacción de determinadas tendencias, y si queremos admitir a todo precio la racionalización mágica de la prohibición, no debemos echar a un lado tampoco su raíz higiénica. Cuando los hombres de una tribu salvaje son convocados para la caza, la pesca, la guerra o la cosecha de plantas preciosas, sus mujeres, que permanecen en el hogar, quedan sometidas durante la expedición a numerosas y graves restricciones, a las que los mismos salvajes atribuyen una favorable acción a distancia sobre el resultado de la expedición. Pero no es necesaria gran clarividencia para darse cuenta de que esta acción a distancia no es otra que la ejercida sobre el pensamiento de los ausentes y que detrás de todos estos disfraces se disimula un excelente conocimiento psicológico, o sea el de que los hombres no trabajarán con todas sus energías sino hallándose completamente seguros de la conducta de sus mujeres, que permanecen solas y sin que nadie las vigile en el hogar. A veces oímos expresar directamente y sin ninguna motivación psicológica la idea de que la infidelidad de la mujer puede anular por completo el trabajo responsable del hombre ausente.
Las innumerables prescripciones tabú a las que son sometidas las mujeres de los salvajes durante la menstruación aparecen motivadas por el temor supersticioso a la sangre, y es ésta, desde luego, una razón real. Pero sería injusto no tener en cuenta las intenciones estéticas o higiénicas, a cuyo servicio resulta hallarse este temor; intenciones que han debido disimularse en todos los casos bajo disfraces mágicos.
Advertimos perfectamente que con estas tentativas de explicación nos exponemos al reproche de atribuir al salvaje actual una sutileza psíquica que traspasa los límites de lo verosímil. Pienso, sin embargo, que con la psicología de los pueblos que han permanecido en la fase animista podría sucedernos lo que con la vida anímica infantil, cuya riqueza y sutileza no han sido justamente estimadas durante mucho tiempo por la falta de comprensión de los adultos.
Voy a mencionar aún un grupo de prescripciones tabú, inexplicables hasta el presente, y lo hago porque tales prescripciones aportan una confirmación resplandeciente de la interpretación psicoanalítica. En muchos pueblos salvajes se halla prohibido conservar en la casa, en determinadas circunstancias, armas cortantes e instrumentos puntiagudos. Frazer cita una superstición alemana, según la cual no se debe colocar o mantener un cuchillo con el filo de la hoja dirigida hacia arriba, pues Dios y los ángeles podrían herirse. ¿Cómo no ver en este tabú una alusión a ciertos actos sintomáticos que podríamos hallarnos tentados de cometer con ayuda del arma cortante y bajo la influencia de malas inclinaciones inconscientes?
IV
EL RETORNO INFANTIL AL TOTEMISMO
DEL psicoanálisis, que ha sido el primero en descubrir la constante determinación de los actos y productos psíquicos, no es de temer que se vea tentado de retraer a una sola fuente un fenómeno tan complicado como la religión. Cuando, por deber o por necesidad, se ve obligado a mostrarse unilateral y a no hacer resaltar sino una sola fuente de esta institución, no pretende afirmar que tal fuente sea única ni que ocupe el primer lugar entre las demás. Sólo una síntesis de los resultados obtenidos en las diferentes ramas de la investigación podrá decidir la importancia relativa que debe ser atribuida en la génesis de la religión al mecanismo que a continuación vamos a intentar describir. Pero tal labor sobrepasaría tanto los medios de que el investigador psicoanalítico dispone como el fin que persigue.
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En el capítulo 1) de este apartado establecimos la noción del totemismo. Hemos visto que el totemismo es un sistema que en algunos pueblos primitivos de Australia, América y África reemplaza a la religión y constituye la base de la organización social. Sabemos que en 1869 atrajo el escocés MacLennan, por vez primera, la atención general sobre los fenómenos del totemismo, considerados hasta entonces como simples curiosidades, expresando la opinión de que muchos usos y costumbres existentes en diferentes sociedades antiguas y modernas debían ser considerados como supervivencias de una época totémica. Desde esta fecha ha reconocido la ciencia la importancia del totemismo en toda su amplitud. Como una de las últimas opiniones formuladas sobre esta cuestión citaré la que Wundt expresa en sus Elementos de la psicología de los pueblos (1912): «Teniendo en cuenta todos estos hechos, podemos admitir, sin temor a apartarnos demasiado de la verdad, que la cultura totémica ha constituido en todas partes una fase preliminar del desarrollo ulterior y un estado de transmisión entre la humanidad primitiva y la época de los héroes y de los dioses» (pág.139).


El fin que en el presente ensayo perseguimos nos obliga a estudiar más detenidamente los caracteres del totemismo. Por razones que más tarde comprenderá el lector prefiero seguir aquí la exposición desarrollada por S. Reinach, que en 1900 formuló el siguiente Código del totemismo en doce artículos, especie de catecismo de la religión tótemista;
1. Ciertos animales no deben ser muertos ni comidos. Los hombres mantienen en cautividad individuos de estas especies animales y los rodean de cuidados.
2. Un animal muerto accidentalmente hace llevar luto a la tribu y es enterrado con iguales honores que un miembro de la misma.
3. La prohibición alimenticia no recae algunas veces sino sobre una cierta parte del cuerpo del animal.
4. Cuando se impone la necesidad de matar a un animal habitualmente respetado, se excusa la tribu cerca de él y se intenta atenuar, por medio de toda clase de artificios y expedientes, la violencia del tabú; esto es, el asesinato.
5. Cuando el animal es sacrificado ritualmente, es solemnemente llorado.
6. En ciertas ocasiones solemnes y en determinadas ceremonias religiosas se revisten los individuos con la piel de determinados animales. Entre los pueblos que viven aún bajo el régimen del totemismo se utiliza para estos usos la piel del tótem.
7. Existen tribus e individuos que se dan el nombre de los animales tótem.
8. Muchas tribus se sirven de imágenes de animales como símbolos heráldicos y ornan con ellas sus armas de caza o de guerra. Los hombres se dibujan o tatúan en sus cuerpos las imágenes de estos animales.
9. Cuando el tótem es un animal peligroso y temido, se admite que respeta a los miembros del clan que lleva su nombre.
10. El animal tótem defiende y protege a los miembros del clan.
11. El animal tótem predice el porvenir a sus fieles y les sirve de guía.
12. Los miembros de una tribu tótemista creen con frecuencia hallarse enlazados al animal tótem por un origen común.
Para apreciar en su valor este catecismo de la religión totémica es necesario saber que Reinach ha incluido en él todos los signos y todos los fenómenos de supervivencia en los que se basan los autores para afirmar la existencia, en un momento dado, del sistema totémico. La actitud particular del autor con respecto al problema se manifiesta en que prescinde, hasta cierto punto, de los rasgos esenciales del totemismo. Más adelante veremos, en efecto, que las dos proposiciones fundamentales del catecismo totémico relega una a último término y omite la otra por completo.
Para formarnos una idea exacta de los caracteres del totemismo nos dirigiremos a un autor que ha consagrado a este tema una obra en cuatro volúmenes, en los cuales nos ofrece una completísima colección de observaciones y una detenida y profunda discusión de los problemas que las mismas plantean. Aunque nuestra investigación psicoanalítica nos haya conducido a resultados distintos de los suyos, no olvidaremos nunca lo mucho que a Frazer debemos ni el placer y las enseñanzas que la lectura de su obra fundamental, Totemism and Exogamy, nos ha proporcionado.
«Un tótem -escribía Frazer en su primer trabajo (Totemism, Edimburgo, 1887), reproducido luego en el primer volumen de su gran obra Totemism and Exogamy- es un objeto material al que el salvaje testimonia un supersticioso respeto porque cree que entre su propia persona y cada uno de los objetos de dicha especie existe una particularísima relación. Esta relación entre un hombre y su tótem es siempre recíproca. El tótem protege al hombre, y el hombre manifiesta su respeto hacia el tótem en diferentes modos; por ejemplo, no matándole cuando es un animal o no cogiéndole cuando es una planta. El tótem se distingue del fetiche en que no es nunca un objeto único, como este último, sino una especie animal o vegetal; con menos frecuencia, una clase de objetos inanimados, y más raramente aún, una clase de objetos artificialmente fabricados.
Pueden distinguirse, por lo menos, tres variedades de tótem:
1. El tótem de la tribu, que se transmite hereditariamente de generación en generación.
2. El tótem particular a un sexo; esto es, perteneciente a todos los miembros varones o hembras de una tribu dada, con exclusión de los miembros del sexo opuesto.
3. El tótem individual, que pertenece a una sola persona y no se transmite a sus descendientes.
Las dos últimas variedades presentan una importancia insignificante comparadas con el tótem de la tribu. Aparecieron muy posteriormente a éste y no son sino formaciones accesorias.
El tótem de la tribu (o del clan) es venerado por un grupo de hombres y mujeres que llevan su nombre, se consideran como descendientes de un antepasado común y se hallan estrechamente ligados unos a otros por deberes comunes y por la creencia en el tótem común.
El totemismo es un sistema a la vez religioso y social. Desde el punto de vista religioso consiste en las relaciones de respeto y de mutua consideración entre el hombre y el tótem. Desde el punto de vista social, en obligaciones de los miembros del clan entre sí y con respecto a otras tribus. En el curso del desarrollo ulterior del totemismo muestran estos dos aspectos una tendencia a separarse uno de otro. El sistema social sobrevive con frecuencia al religioso, e inversamente hallamos restos del totemismo en la religión de países en los cuales ha desaparecido ya el sistema social fundado en el totemismo. Dada nuestra ignorancia de los orígenes del totemismo, no podemos determinar con certidumbre la modalidad de las relaciones primitivamente existentes entre tales dos sectores, religioso y social. Es, sin embargo, muy verosímil que se hallasen al principio inseparablemente ligados uno al otro. Dicho en otros términos, cuanto más nos remontamos en el curso del desarrollo totémico, más claramente comprobamos que los miembros de la tribu se consideran pertenecientes a la misma especie que el tótem, y que su actitud con respecto al mismo no difiere en nada de la que observan con respecto a los demás miembros de su tribu.
En su descripción especial del totemismo como sistema religioso nos enseña Frazer que los miembros de una tribu se nombran según el tótem y creen también, en general, que descienden de él. De esta creencia resulta que no cazan al animal tótem, no lo matan ni lo comen, y se abstienen de todo otro uso del tótem cuando el mismo no es un animal. La prohibición de matar y comer el tótem no es el único tabú que a él se refiere. A veces está también prohibido tocarle incluso mirarle o pronunciar su nombre. La trasgresión de estas prohibiciones del tabú, protectoras del tótem, es castigada automáticamente con graves enfermedades o con la muerte.
El clan sustenta y mantiene en cautividad, con gran frecuencia, individuos de la raza tótem. Un animal tótem es llorado y enterrado como un miembro del clan cuando es encontrado muerto. En aquellas ocasiones en que se ven forzados a matar un animal tótem, lo hacen observando un ritual de excusa y ceremonias de expiación.
La tribu espera de su tótem protección y respeto. Cuando el mismo es un animal peligroso (animal de presa o serpiente venenosa), se le supone incapaz de perjudicar a sus camaradas humanos, y cuando esta creencia queda contradicha, es la víctima expulsada de la tribu. Los juramentos -piensa Frazer- eran, al principio, ordalías, y así, se sometía a la decisión del tótem la resolución de cuestiones delicadas, tales como las de descendencia o autenticidad. El tótem auxilia a los hombres en las enfermedades y dispensa al clan presagios y advertencias. La aparición de un animal tótem cerca de una casa era considerada con frecuencia como el anuncio de una muerte, suponiéndose que el tótem venía a buscar a su pariente.
En muchas circunstancias importantes, el miembro del clan procura acentuar su parentesco con el tótem, haciéndose exteriormente semejante a él; esto es, cubriéndose con la piel del animal o haciéndose tatuar en el cuerpo la imagen del mismo, etc. En los sucesos solemnes, tales como el nacimiento, la iniciación de los adolescentes y los entierros, se exterioriza en palabras y actos esta identificación con el tótem. Para ciertos fines mágicos y religiosos se bailan danzas, en el curso de las cuales todos los miembros de la tribu se cubren con la piel de su tótem e imitan los ademanes que le caracterizan. Hay, en fin, ceremonias en el curso de las cuales es solemnemente sacrificado el animal.
El lado social del totemismo se expresa sobre todo en un determinado mandamiento, rigurosísimo, y en una amplia restricción. Los miembros de un clan totémico se consideran como hermanos y hermanas obligados a ayudarse y protegerse recíprocamente. Cuando un miembro del clan es muerto por un extranjero, toda la tribu de que el asesino forma parte es responsable de su acto criminal, y el clan a que pertenecía la víctima exige solidariamente la expiación de la sangre vertida. Los lazos totémicos son más fuertes que los de familia en el sentido que actualmente les atribuimos y no coinciden con ellos, pues el tótem se transmite generalmente por línea materna, siendo muy probable que la herencia paterna no existiese al principio en absoluto.
La restricción tabú correlativa consiste en que los miembros del mismo clan totémico no deben contraer matrimonio entre sí y deben abstenerse en general de todo contacto sexual. Nos hallamos aquí en presencia de la exogamia, el famoso y enigmático corolario del totemismo. A ella hemos consagrado ya todo el primer capítulo de la presente obra y, por tanto, nos limitaremos a recordar: primero, que es un efecto del pronunciado horror que el incesto inspira al salvaje; segundo, que se nos hizo comprensible como prevención contra el incesto en los matrimonios de grupo, y tercero, que primitivamente se halla encaminada a preservar del incesto a la generación joven, y sólo después de un cierto desarrollo llega a constituir también una traba para las generaciones anteriores.
A esta exposición del totemismo, debida a Frazer y una de las primeras en la literatura sobre este tema, añadiremos algunos extractos de otra más reciente. En sus Elementos de psicología de los pueblos, publicados en 1912, escribe Wundt (pág. 116): «El animal tótem es considerado como el animal antepasado del grupo correspondiente. Totem es, pues, por un lado, una designación de grupo, y, por otro, un nombre patronímico, presentando también, en esta última acepción, una significación mitológica. Todas estas significaciones del concepto de tótem están, sin embargo, muy lejos de hallarse rigurosamente delimitadas. En ciertos casos retroceden a último término algunas de ellas, convirtiéndose entonces los tótem en una simple nomenclatura de las divisiones del clan, mientras que en otros pasa, en cambio, a primer término la representación relativa a la descendencia o a la significación ritual del tótem… La noción del tótem sirve de base a la subdivisión interior y a la organización del clan. Estas normas y su profundo arraigo en las creencias y los sentimientos de los miembros del clan hicieron que el animal tótem no fuera considerado al principio únicamente como el nombre de un grupo de miembros de una tribu, sino casi siempre también como el antepasado de dichos miembros… De este modo llegaron tales animales antepasados a ser objeto de un culto… Este culto se exterioriza en determinadas ceremonias y solemnidades, pero sobre todo en la actitud individual con respecto al tótem. El carácter totémico no era privativo de un animal único, sino de todos los pertenecientes a una especie determinada. Salvo en ciertas circunstancias excepcionales, estaba rigurosamente prohibido comer de la carne del animal tótem. Esta interdicción presenta una importante contrapartida en el hecho de que en determinadas ocasiones solemnes, y observando un cierto ceremonial, era muerto y comido el animal tótem…» «…El aspecto social más importante de esta divisa totémica de la tribu consiste en las normas morales que de ella resultan con respecto a las relaciones de los grupos entre sí. Las más importantes de estas normas son las que se refieren a las relaciones matrimoniales. Así resulta que dicha división de la tribu implica un importante fenómeno que aparece por vez primera en la época tótemista: la exogamia.»
Haciendo abstracción de todas las modificaciones y atenuaciones ulteriores, podemos considerar como característicos del totemismo primitivo los siguientes rasgos esenciales: Los tótem no eran primitivamente sino animales y se los consideraba como los antepasados de las tribus respectivas. El tótem no se transmitía sino por línea materna. Estaba prohibido matarlo o comer de él, cosa que para el hombre primitivo significaba lo mismo. Por último, los miembros de una división totémica se veían rigurosamente prohibidos a todo contacto sexual con los del sexo opuesto pertenecientes al mismo clan.
Extrañamos, pues, que en el código del totemismo formulado por Reinach aparezca omitido uno de los dos tabú capitales, la exogamia, y no se mencione el otro, el carácter ancestral del animal tótem, sino de pasada. Pero si hemos preferido a otras esta exposición de Reinach, autor que, por otra parte, ha contribuido muy meritoriamente al esclarecimiento de estas cuestiones, ha sido sobre todo para preparar a nuestros lectores a las divergencias de opinión que habremos de encontrar en los autores a los que acudiremos ahora en demanda de aclaraciones.
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