Una mirada a la oscuridad



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—Sí. La tengo en un azucarero, encima de una mesa.

—Será muy duro, durísimo. Destrozarás la almohada a mordiscos todas las noches, y cuando te despiertes encontrarás plumas por todas partes. Sufrirás ataques y se te llenarán los labios de espuma. Y te ensuciarás como si fueras un animal enfermo. ¿Estás dispuesto a pasar por eso? Ya puedes imaginarte que aquí no te daremos nada.

—Es igual, tampoco tengo —dijo Arctor. Aquello era un asco y se sentía intranquilo e irritado—. Mi amigo, el negro, ¿ha venido aquí? Espero que no le detuviera la bofia antes de llegar... Estaba tan chafado... ¡Jo! Apenas podía navegar. El pensaba que...

—En New-Path no hay relaciones de individuo a individuo, ya te darás cuenta.

—Sí, pero, ¿está aquí? —insistió Arctor. Sabía que estaba perdiendo el tiempo. Jesús, pensó, esto es peor que lo que les hacemos en chirona. Y la tía no va a decir ni pío. Es su forma de actuar. Igual que un muro de acero. En cuanto te metes en uno de estos sitios estás muerto para el resto del mundo. Es posible que Negro Weeks esté al otro lado del tabique, escuchando y meándose de risa, o que no esté aquí o yo que sé. Ni una orden judicial arreglaría nada; nunca ha dado resultado. El personal de estos centros sabe hacerse el remolón, poner obstáculos hasta que el tipo buscado por la policía se escabulla por una puerta lateral o se arroje a la caldera del sótano. No es extraño: todo el personal fue drogadicto en otros tiempos. Y a la ley no le complace la idea de hacer una redada en un centro de rehabilitación: los alaridos de la opinión pública serían incesantes.

Ya es hora de que renuncie a Negro Weeks, decidió Arctor, de que me lave las manos. No me extraña que no me hubieran enviado antes aquí. Estos tipos son desagradables. Y luego pensó: Por lo que a mí respecta, acabo de perder mi trabajo principal por tiempo indefinido. Negro Weeks ha dejado de existir.

Informaré al señor F., siguió pensando, y esperaré una nueva misión. ¡Al infierno con esto! Se puso en pie y dijo:

—Me voy.


En aquel momento regresaban los dos tipos, uno con una taza de café y otro cargado de libros, al parecer de tipo educativo.

—¿Te rajas? —dijo la chica en tono arrogante y despreciativo—. ¿No tienes valor para tomar una decisión? ¿Para quitarte la porquería que llevas encima? Te arrastrarás por el suelo en cuanto salgas de aquí. —Las tres personas le contemplaban, con furia.

—Ya volveré —dijo Arctor. Se dirigió hacia la salida.

—Jodido drogadicto —oyó que decía la chica a sus espaldas—. No tienes valor, chalado, no tienes nada. Arrástrate como una serpiente. Es tu decisión.

—Volveré —insistió Arctor, picado en su amor propio. Aquel ambiente le oprimía, y más ahora que se iba de allí.

—No queremos que vuelvas, cobarde —dijo uno de los tipos.

—Tendrás que pedirlo de rodillas —añadió el otro—. Tendrás que suplicar mucho, y aun así puede que no te dejemos entrar.

—A decir verdad, no queremos que vuelvas. Vete ahora mismo y para siempre —intervino la chica.

Arctor se detuvo junto a la puerta y se encaró con sus acusadores. Quiso decir algo pero, pese a todos sus esfuerzos, no lo logró. Le habían dejado la mente en blanco.

Su cerebro se negó a funcionar. Ni pensamientos, ni respuestas... Nada, ni siquiera una tenue idea le vino a la cabeza.

Extraño, pensó. Estaba confundido.

Salió del edificio y se dirigió a su coche.

Por lo que a mí respecta, meditó, Negro Weeks ha desaparecido para siempre. No pienso volver a uno de estos lugares.

Asqueado, decidió que era el momento de pedir otra misión. De ir tras otra persona.

Son más rudos que nosotros.

IV
Oculta en su monotraje mezclador, la masa difusa que respondía al nombre de Fred se encaró con otra masa difusa denominada Hank.

—Donna, Charles Freck y... veamos... —El monótono tono metálico de Hank se interrumpió—. Bien, y también se ha encargado de Jim Barris. —Hank tomó una nota en el cuaderno que tenía delante—. Y usted cree que Doug Weeks ha muerto o no se encuentra en esta zona.

—O se oculta y está inactivo —añadió Fred.

—¿Ha oído a alguien mencionar este nombre: Earl o Art De Winter?

—No.


—¿Qué me dice de una tal Molly? Una mujerona.

—Nada.


—¿Y sabe algo de un par de negros, hermanos, de unos veinte años, apellidados Hatfield o algo parecido? Es posible que estén traficando con bolsas de heroína de una libra.

—¿Bolsas de heroína de una libra? ¿De una libra?

—Así es.

—No —contestó Fred—. No me olvidaría de una cosa así.

—Un tipo de nacionalidad y apellido suecos. Alto. Estuvo en chirona y tiene un retorcido sentido del humor. De aspecto imponente, aunque es delgado. Maneja mucho dinero, tal vez procedente del último cargamento que llegó a principios de este mes.

—Averiguaré lo que pueda —dijo Fred—. Libras de heroína. —Agitó la cabeza. O mejor dicho, fue la masa difusa la que hizo el gesto. Hank estaba examinando sus notas holográficas.

—Bien, este se encuentra en prisión. —Contempló una foto durante un instante y luego leyó la nota que había detrás—. No, este ha muerto. Tienen el cadáver abajo. —Prosiguió su examen. Iba pasando el tiempo—. ¿Cree que esa tal Jora pueda estar puteando por ahí?

—Lo dudo. —Jora Kajas tenía sólo quince años, pero ya se había hecho adicta a la sustancia M inyectable. Vivía en Brea, en una buhardilla de los barrios bajos cuya única fuente de calor era el calentador de agua. Sus ingresos procedían en su totalidad de una beca escolar concedida por el Estado de California. Por lo que Fred sabía, la chica no había asistido a clase desde hacía seis meses.

—Si lo hace, hágamelo saber enseguida. En ese caso buscaríamos a los padres.

—De acuerdo.

—Muchacho, los quinceañeros van cuesta abajo a toda velocidad. Estuvo aquí una mujer, el otro día... Parecía tener cincuenta años. Cabello escaso y canoso, dentadura incompleta, ojos hundidos, brazos que semejaban palillos... Le preguntamos qué edad tenía y contestó: «Diecinueve años.» Lo comprobamos. «¿Sabes la edad que aparentas?», preguntó una matrona. «Mírate al espejo.» Así lo hizo la chica, y luego se puso a llorar. Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que se inyectaba.

—¿Un año? —aventuró Fred.

—Cuatro meses.

—Están vendiendo una mercancía muy mala en estos momentos —dijo Fred, tratando de borrar la imagen de la chica, a sus diecinueve años y cayéndosele el pelo—. La cortan con una porquería peor que la normal.

—¿Sabe cómo se vició? Sus dos hermanos estaban metidos en la droga. Una noche entraron en el dormitorio de la chica, la sujetaron y le pusieron una inyección. Después la violaron. Los dos. Supongo que para introducirla en una nueva vida. Cuando la trajimos aquí llevaba varios meses pendoneando.

—¿Dónde están esos tipos ahora? —Fred pensó que podía ocuparse de ellos.

—Cumpliendo seis meses de cárcel por tenencia de droga. Además, la chica contrajo sífilis, hace poco, y no lo comprende. Es algo terrible para ella, pero sus hermanos creen que todo fue muy divertido.

—Unos tipos fabulosos —fue el irónico comentario de Fred.

—Voy a contarle un caso que le impresionará, estoy seguro. ¿Sabe usted que ingresaron tres bebés en el Fairfield Hospital y que deben ser inyectados con heroína todos los días? Son demasiado jóvenes para soportar la abstinencia, ¿comprende? Una enfermera trató de...

—Sí, esto me impresiona —dijo Fred en su rutinario tono de voz—. No hace falta que prosiga, gracias.

—Cuando se piensa que niños recién nacidos son adictos a la heroína porque...

—Por favor, no siga —rogó la masa difusa llamada Fred.

—Dígame, ¿cómo habría que castigar a una madre que suministra a su hijo recién nacido una pequeña dosis de heroína para calmarlo, para evitar que llore? ¿Una noche en la casa de Caridad del condado?

—Algo así —contestó la otra masa difusa—. Quizás un fin de semana, igual que se hace con los borrachos. A veces me gustaría saber cómo volverme loco. Pero lo he olvidado.

—Es un arte perdido —comentó Hank—. Tal vez exista un manual de instrucciones al respecto.

—Hubo una película, hacia 1970. Se llamaba French Connection, y se desarrollaba en torno a un equipo de dos hombres, dos policías dedicados al tráfico de heroína. En el momento que llegaban a su objetivo, uno de ellos se volvía loco y empezaba a disparar contra toda persona que se le pusiera por delante, incluyendo a sus superiores. El protagonista no distinguía a unos de otros.

—Entonces me alegro de que no sepa quién soy. Podría alcanzarme por accidente.

—Es igual —dijo Fred—. Llegará un día en que nos alcanzarán a los dos, a usted y a mí.

—Será un alivio, un verdadero alivio. —Hank continuó examinando sus holonotas—. Jerry Fabin. Bueno, podemos descartarle. Inútil total. Los muchachos de abajo dicen que Fabin habló con los agentes que le conducían a la clínica. Les explicó que un hombrecillo de apenas un metro de alto, sin piernas, montado en un carro, le había estado persiguiendo día y noche. Pero nunca se lo contó a nadie porque temía que la gente se espantaría, se alejaría de él, y entonces se quedaría sin amigos, sin nadie con quien poder hablar.

—Sí —admitió estoicamente Fred—. Fabin está acabado. Vi el electroencefalograma de la clínica. Podemos olvidarnos de él.

Siempre que se reunía con Hank para darle informes experimentaba un profundo cambio interno. Normalmente lo advertía después de la entrevista. Pero durante el tiempo que hablaba con su superior, y por alguna razón desconocida, asumía ante él una actitud comedida, objetiva. Durante ese tipo de sesiones, todo lo que saliera a relucir, fuera lo que fuese, carecía de significado emotivo para él.

Al principio habría creído que la explicación residía en los monotrajes mezcladores que Hank y él empleaban y que les impedían percibirse mutuamente en el aspecto físico. Más tarde supuso que las vestimentas eran algo secundario, que lo importante era la situación considerada en sí misma. Hank, de una forma deliberada, basada en motivos profesionales, reducía el calor, la excitación normal que podía esperarse en reuniones de ese tipo. Enfado, tolerancia, ira, comprensión... Ningún tipo de emociones fuertes servía para nada, a ninguno de los dos. Hablaban de crímenes, crímenes graves perpetrados por personas con las que Fred convivía, e, incluso, como el caso de Donna y Luckman, por gente apreciada por él. Y así las cosas, ¿qué utilidad podían tener las emociones? Fred debía mostrarse neutral. Ambos hablaban de modo natural y con toda la objetividad posible. Con el paso del tiempo, comportarse así le resultó cada vez más fácil. No necesitaba prepararse para la reunión. Pero cuando terminaba la entrevista sus sentimientos se desbocaban.

Indignación ante todo lo que había presenciado, horror al recordarlo: conmoción. Representaciones monstruosas, irresistibles, para las que no estaba preparado. Y dentro de su cabeza un sonido que siempre pecaba de excesivo volumen.

Pero nada sucedía mientras estaba frente a Hank. En teoría, podía describir todo lo que había presenciado sin inmutarse. O escuchar cualquier cosa que le contara Hank.

Por ejemplo, podía decir de repente: «Donna tiene el hígado desecho y utiliza su jeringuilla para destruir a todos sus amigos, a todos los que puede. Lo mejor sería dar una paliza a Donna hasta que no tenga ganas de seguir así.» Su propia chica... siempre y cuando él hubiera presenciado esos hechos o los supiera a ciencia cierta. O bien: «Donna sufrió una vasoconstricción general. Ingirió un alucinógeno similar al LSD y la mitad de los vasos sanguíneos de su cerebro quedaron bloqueados.» O también podía decir: «Donna ha muerto.» Y Hank tomaría notas antes de preguntar: «¿Quién vendió la mercancía a esa chica? ¿Dónde la fabrican?» O quizá preguntaría: «¿Dónde es el entierro? Habrá que fichar a todos los que asistan.» Y su superior discutiría el asunto con toda tranquilidad.

Así era Fred. Pero luego Fred se convertía en Bob Arctor. El cambio se producía en la calle, en algún lugar situado entre la pizzería y la gasolinera Arco (veinticinco centavos litro en la actualidad). Y el terrible colorido de la transformación se filtraba por todo su ser, tanto si le gustaba como si no.

Siendo Fred, las pasiones quedaban mitigadas. Bomberos, médicos y enterradores pasaban por un proceso similar en su trabajo. Ninguno de ellos saltaba y gritaba. Para sentir la realidad debían quitarse el uniforme, tanto el de expertos en su profesión como el de seres inhumanos. Un individuo no posee tanta energía.

No es que Hank le obligara a ser insensible, sino que le permitía ser así. Por su propio bien. Era un detalle apreciado por Fred.

—¿Qué hay de Arctor? —preguntó Hank.

Oculto en su monotraje mezclador, Fred facilitaba informes sobre diversas personas, incluyéndose a sí mismo. Tenía que hacerlo. En caso contrario, su superior —y a través de él todo el aparato de la ley— sabría la verdadera personalidad de Fred, con monotraje mezclador o sin él. La información iría circulando y no pasaría mucho tiempo antes de que él, Bob Arctor, sentado en su casa, fumando y tomando droga con los otros drogadictos, descubriera que un hombrecillo de apenas un metro de alto, montado en un carro, le seguía a todas partes. Y no se trataría de una alucinación, como en el caso de Jerry Fabin.

—Arctor no hace nada del otro mundo —dijo Fred. Siempre hablaba en términos similares—. Sigue con su empleo en el Blue Chip Stamp, se toma algunas tabletas de muerte cortada con meta...

—No estoy seguro. —Hank mostró una determinada hoja de papel—. Aquí tengo un informe, facilitado por un tipo que por lo general es de fiar. Dice que Arctor tiene bastante más dinero del que le pagan en el Blue Chip Redemption Center. Llamamos por teléfono y preguntamos cuál era el salario de Arctor. Más bien escaso. Seguimos preguntando por qué ganaba tan poco y descubrimos que el tipo no trabaja allí la jornada completa.

—Esto sí que es bueno. —Fred comprendió con tristeza que el dinero de sobra procedía, evidentemente, de su trabajo como agente secreto. Todas las semanas recibía billetes pequeños a través de una máquina automática de bebidas situada en un bar restaurante mejicano de Placentia. En esencia se trataba de gratificaciones por haber suministrado información que había conducido a demostrar la culpabilidad de alguien. Algunas veces la suma era excepcionalmente grande, por ejemplo cuando se descubría un cargamento importante de heroína.

—Y según este informador —prosiguió Hank en tono reflexivo—. Arctor va y viene de modo misterioso, sobre todo al anochecer. Llega a su casa, cena y vuelve a salir con cualquier pretexto. A veces con mucha precipitación. Pero nunca se marcha por demasiado rato. —Hank, la masa difusa, miró a Fred—. ¿Ha observado esto? ¿Puede confirmarlo? ¿Qué hay detrás del misterio?

—Debe tratarse de Donna, su chica.

—¿Debe tratarse? Se supone que usted ha de saberlo con toda seguridad.

—Sí, es Donna. Arctor se acuesta con ella siempre que puede. —Se sentía muy molesto—. Pero lo comprobaré y le diré lo que haya. ¿Quién es el informador? Puede ser alguien que quiera perjudicar a Arctor.

—Demonios, no lo sabemos. Hablamos por teléfono. No tenemos registro vocal... El tipo debió emplear algún truco electrónico casero. —Hank se rió. Una risa extraña, dado su timbre metálico—. Pero funcionó. Ya lo creo que funcionó.

—¡Dios! —protestó Fred—. ¡Se trata de ese flipado de Jim Barris, haciendo su numerito esquizofrénico porque tiene celos de Arctor! Barris asistió a interminables cursos de electrónica práctica cuando estaba en el ejército. Y también aprendió mantenimiento de maquinaria pesada. No daría un centavo por él como informador.

—No sabemos si se trata de Barris. Además, Barris puede ser otra cosa aparte de «flipado». Tenemos varios hombres investigándolo. No creo que nada le fuera útil, Fred, por lo menos hasta ahora.

—De todos modos, se trata de un amigo de Arctor.

—Sí, no hay duda. Se trata de un acto de venganza. Estos drogadictos... Se denuncian el uno al otro en cuanto tienen algún problema entre ellos. Es un hecho probado: él parecía conocer muy de cerca a Arctor.

—Un tipo simpático —dijo Fred amargamente.

—Bueno, así funciona nuestro trabajo. ¿Qué diferencia hay entre eso y lo que usted hace?

—Yo no lo hago por celos.

—Sinceramente, ¿por qué lo hace?

—Me gustaría saberlo —respondió Fred al cabo de unos instantes.

—Olvide el caso Weeks. Creo que de ahora en adelante le asignaré como misión principal la vigilancia de Bob Arctor. ¿Tiene otro apellido intermedio? El usa la inicial...

—¿Por qué Arctor? —preguntó Fred. Emitió un sonido estrangulado, como si surgiera de un robot.

—Ingresos secretos, trabajo secreto, se gana enemigos a causa de sus actividades... ¿Cuál es el apellido materno de Arctor? —Bolígrafo en mano, Hank esperó la respuesta.

—Postlethwaite.

—¿Cómo se escribe?

—No lo sé, no tengo puñetera idea.

—Postlethwaite. —Hank tomó una nota—. ¿De dónde proviene ese apellido?

—De Gales —contestó secamente Fred. Apenas podía oír nada. Sus oídos, al igual que todos sus sentidos, se habían embotado.

—¿No es en Gales dónde cantan eso sobre los hombres de Harlech? ¿Qué es Harlech? ¿Una ciudad?

—Harlech fue el escenario de la heroica defensa contra la casa de York en 1468... —Se interrumpió. Mierda, pensó, esto es terrible.

—Aguarde —estaba diciendo Hank mientras escribía—, quiero tomar nota.

—¿Significa esto que pondrá aparatos de escucha en la casa y coche de Arctor?

—Sí, con el nuevo sistema holográfico. Es mejor, y en estos momentos disponemos de varios dispositivos de este tipo. Supongo que le interesarán copias y registros. —Hank también anotó esto.

—Me quedaré con lo que pueda obtener —repuso Fred. La situación le resultaba totalmente extraña, y ansiaba que llegara el final de la reunión. Pensó: si pudiera tomarme un par de tabletas, sólo dos...

Frente a él, la otra forma difusa escribía sin cesar, completando todos los números de inventario de los artilugios electrónicos que obtendría en cuanto se diera el visto bueno a la petición. Y tanto Fred como su casa quedarían así sometidos a un sistema de vigilancia de la más reciente invención.


Barris había estado intentando, durante más de una hora, perfeccionar un silenciador construido con materiales caseros que no valían más de once centavos. Casi lo había logrado, utilizando chapa de aluminio y un trozo de espuma de caucho.

Barris se estaba preparando para disparar su pistola, silenciador casero incluido, en la oscuridad nocturna del traspatio de Bob Arctor, entre abundante cizaña y basura.

—Los vecinos lo oirán —dijo Charles Freck, muy intranquilo. Vio muchas ventanas iluminadas en los alrededores. Tal vez gente que veía la televisión o liaba porros.

—A este vecindario sólo le preocupan los asesinatos —dijo Luckman. Nadie le veía, pero él no se perdía detalle.

—¿Para qué quieres un silenciador? —preguntó Charles Freck a Barris—. Son cosas ilegales, ¿sabes?

—Mira, chico —dijo Barris de mala gana—, vivimos en una sociedad degenerada y que corrompe al individuo. Así que toda persona que se precie necesita un arma a todas horas. Para protegerse. —Entornó los ojos y disparó la pistola con su silenciador casero. Sonó un tremendo estampido y los tres hombres quedaron momentáneamente sordos. Se escucharon lejanos ladridos de perros.

Barris, sonriente, empezó a desenrollar la chapa de aluminio que rodeaba la espuma de caucho. Parecía divertirse.

—Un buen silenciador —se mofó Charles Freck, preguntándose cuándo aparecería la policía. Un montón de coches patrulla.

—Lo que pasa —explicó Barris, mostrando a sus dos amigos orificios chamuscados en la espuma de caucho— es que aumenta el sonido en vez de amortiguarlo. Pero ya casi lo tengo. Tengo la idea, vaya.

—¿Cuánto vale esa pistola? —preguntó Charles Freck. Nunca había tenido un arma de fuego. En varias ocasiones había tenido navaja, pero siempre hubo alguien que se la robó. Una vez fue una chica, aprovechándose de que él estaba en el cuarto de baño.

—No mucho —dijo Barris—. Si está usada, como ésta, unos treinta dólares. —Alargó el arma a Freck, que se echó hacia atrás receloso—. Te la vendo. Deberías tener una, para protegerte de la gente que quiera hacerte algo.

—Hay mucha gente así —intervino Luckman, sonriente y con la ironía acostumbrada en él—. El otro día leí en el Times de Los Angeles que regalaban un transistor al que hiciera más daño a Freck.

—Te la cambio por un cuentakilómetros Borg-Wagner —dijo Freck.

—Que robaste del garaje de la esquina —añadió Luckman.

—Bueno, a lo mejor el arma también es robada —dijo Charles Freck. Casi todas las cosas que tenían algún valor eran robadas; indicando así que el objeto valía la pena—. Además, el tío del garaje fue el primero que robó ese cuentakilómetros. No me extrañaría que haya cambiado de dueño quince veces. Es un aparato muy bueno.

—¿Cómo sabes que lo robó? —preguntó Luckman.

—Jo, tío, tiene ocho cuentakilómetros en su garaje, todos colgando de hilos cortados. ¿Cómo se explica que tenga tantos? ¿A quién se le ocurre comprar ocho cuentakilómetros?

—Creo que estuviste enfaenado con el cefaloscopio, ¿no? —dijo Luckman a Barris—. ¿Ya has acabado?

—No puedo ocuparme de eso sin descanso, día y noche. Es muy complicado —explicó Barris—. Me hace falta estirar las piernas de vez en cuando. —Con una complicada navaja cortó otro fragmento de espuma de caucho—. Este será totalmente silencioso.

—Bob piensa que estás reparando el cefaloscopio —prosiguió Luckman—. Está echado en su casa, suponiendo eso. Pero tú estás aquí afuera, disparando tu pistola. ¿No quedaste con Bob en que el alquiler que debes se compensaría con...?

—Como la buena cerveza —dijo Barris—, la reparación complicada y trabajosa de un equipo electrónico averiado...

—Limítate a disparar con ese silenciador de once centavos, el gran prodigio de nuestros tiempos —interrumpió Luckman. Y eructó.


No aguanto más, pensó Robert Arctor.

Estaba solo, acostado en la cama de su habitación. Casi a oscuras, miraba el vacío con un gesto ceñudo. Bajo la almohada tenía su revólver calibre 32, un arma especial de la policía. La había sacado de debajo del colchón al oír que Barris disparaba su 22 en el traspatio. Y la había puesto más a mano.

Pero el revólver bajo la almohada no tenía ninguna utilidad contra algo tan indirecto como el sabotaje de su posesión más apreciada y costosa. Nada más llegar a casa tras rendir informe a Hank, había examinado todas sus cosas, descubriendo que estaban perfectamente. En especial el coche. El coche era lo primero en una situación así. No sabía lo que se estaba tramando contra él, ni quién estaba detrás de todo aquello, aunque tenía que ser un cobarde rastrero: algún flipado falto de integridad o valor que acechaba su vida en la oscuridad, un francotirador bien oculto en un lugar seguro. No una persona, sino más bien una especie de síntoma ambulante y secreto de su forma de vida.

Hubo una época en la que Bob no había vivido así, con una 32 bajo la almohada, con un chalado que disparaba su pistola en el traspatio con Dios sabe qué propósito y con otro tipo, o tal vez el mismo, imprimiendo por la fuerza su tipo de cerebro, su mente cortocircuitada, en un cefaloscopio increíblemente caro y valioso que era apreciado y gozado por los que vivían en la casa y por todas sus amistades. En otro tiempo, Bob Arctor había vivido de forma muy distinta: había tenido una esposa, muy parecida a las demás esposas, dos hijas de corta edad, un hogar fijo que era barrido, fregado y limpiado cada día, periódicos caducos y ni siquiera abiertos que iban directamente de la puerta al cubo de la basura o que, algunas veces, hasta se leían. Pero un día, al sacar un tostador de maíz que estaba bajo el fregadero, Arctor se golpeó la cabeza contra la punta de un armario de cocina. El dolor, el corte en la cabeza, tan inesperado e inmerecido, había aclarado en cierta forma su confusión. Comprendió al instante que no era el armario de cocina lo que él odiaba: odiaba a su mujer, sus dos hijas, toda la casa, el traspatio con su segadora mecánica, el garaje, el sistema de calefacción, el jardín, la cerca, todo el jodido lugar y toda la gente que vivía allí. Quiso divorciarse, irse. Y así lo hizo, al cabo de poco tiempo, entrando poco a poco en una nueva y sombría vida en la que carecía de todo lo anterior.


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