Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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Primera edición en castellano, Turner, 1983

Traducción original de A. García Moreno fpublicada en 1876.

Esta segunda edición revisada por Luis Alberto Romero y con prólogo y comentario»en la parte relativa a España de F. Fernández y González: . „copyright © 2003, Turner

Publicaciones, S.L.Turner Publicaciones, S.L.Rafael Calvo, 42, 2° izda.28010 Madrid 'w.w.w.turnerlibros.comISBN: 84-7506-598-8 (O.C.) ISBN: 84-7506-607-0 (T.III) Depósito legal: M. 45.279-2003Printed in Spain



  1. ÍNDICE)

  2. LIBRO CUARTO La revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos 11

  3. Movimiento reformista. Tiberio Graco 77

  4. La revolución y Cayo Graco 109

  5. El gobierno de la restauración 139

  6. Los pueblos del norte 173

VI Tentativas de revolución por Mario
y de reforma por Druso

201


VII Insurrección de los subditos italiotas.Revolución sulpiciana 233El Oriente y el rey Mitrídates 281Ciña y Sila 323La constitución de Sila 357La República y la economía social 401Nacionalidad. Religión. Educación 431Literatura y arte 457Apéndice 489Notas 493

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LIBRO CUARTOLA REVOLUCIÓN

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LLOS SUBDITOS' a destrucción del reino de Macedonia coronó el edificio de la soberanía de Roma. Desde las columnas de Hércules hasta las desem­bocaduras del Nilo y del Oronte, es un hecho cumplido la consolidación de su imperio. Era la última palabra del destino que oprimía a los pueblos con el peso de una sentencia inevitable, y no les dejaba más que la elección entre la ruina, después de una resistencia sin esperanza, o la muerte como último momento de la desesperación que se resigna. Por su parte, la historia se dirige al hombre serio que la lee: exige que atraviese con ella los días buenos y los malos, los bellos paisajes de la primavera y los sombríos del invierno. Si tal no fuese su derecho, el que la escribe se sustraería seguramente a la ingrata misión de seguirla en sus cambios, múltiples pero monótonos, y de referir los largos combates del poderoso contra el débil que ocurren en las regiones españolas absorbidas por la conquista, o en las de África, Grecia y Asia, que aún no obedecen la ley de la clientela. Sin embargo, por insignificantes que parezcan y por más que estén relegados a segundo lugar en el cuadro, es necesario considerar los accidentes de la lucha, pues tienen una significación profunda. La condición de Italia no puede conocerse ni comprenderse sino asistiendo a la reacción de la provincia sobre la metrópoli.ESPAÑA. GUERRA DE LUSITANIA GUERRA CONTRA LOS CELTÍBEROSFuera de los países anexados naturalmente a Italia, y en los que no siempre ni en todas partes los nativos se mostraban completamente sometidos, vemos también a los ligurios, a los corsos y a los sardos proporcionar a los romanos ocasiones demasiado frecuentes, y no siempre honrosas, "de triunfos sobre las simples aldeas".

Al comenzar el tercer periodo de su historia, Roma solo ejerce una dominación completa sobre las dos provincias españolas que se extienden al sur y al este de la península pirenaica. Ya hemos dicho en otro lugar (volumen II, libro tercero, pág. 219) cuál era el estado de cosas; hemos visto a los celtas, a los fenicios, a los helenos y a los romanos agitándose en gran confusión. Allí se cruzaban y detenían en sus mil contactos las más diversas y desiguales civilizaciones: al lado de la barbarie absoluta, la antigua cultura de los iberos, y en las plazas de comercio, las civiliza­ciones más adelantadas de Fenicia y Grecia. Todo esto ocurría al lado de la latinidad creciente, representada principalmente por la multitud de italianos que trabajaban en la explotación de las minas, o por las fuertes guarniciones permanentes de los romanos. Por otro lado necesitamos citar entre las nuevas ciudades a la romana Itálica (no lejos de la actual Sevilla) y a la colonia latina de Carteya (Algeciras). Itálica, con Agrigento, debió ser la primera ciudad de lengua e instituciones latinas fundada del otro lado de los mares; Carteya debió ser la última. La primera tuvo por fundador a Escipión el Mayor. En el momento de abandonar España, en el año 548 (206 a.C.), había instalado allí a los veteranos que quisieron fijar su residencia en el país, aunque esto no quiere decir que estableciese un verdadero municipio. En realidad no asentó más que una plaza de mer­cado.1 Carteya, por el contrario, no fue fundada hasta el año 583 (171 a.C.). Quiso proveerse de esta forma al establecimiento de los numerosos hijos que nacían del comercio de soldados romanos con las españolas esclavas. Aun cuando eran esclavos, según la letra de la ley, se habían criado como libres. Oficial y formalmente emancipados, fueron a fijar su residencia en Carteya, en medio de los antiguos habitantes de la ciudad, erigida en estas circunstancias en colonia de derecho latino. Durante cerca de treinta años, a contar desde la organización de la provincia del Ebro, llevada a cabo por Tiberio Sempronio Graco en los años 575 y 577 (volumen II, libro tercero, pág. 224), los establecimientos españoles habían disfrutado de los indecibles beneficios de la paz. En esta época apenas se encuentra huella de una o dos expediciones contra los celtíberos y los lusitanos. Pero en el año 600 ocurrieron acontecimientos mucho más graves. Conducidos por un jefe llamado Púnico, los lusitanos se arrojaron sobre la provincia romana, derrotaron a los dos pretores reunidos y les mataron mucha gente. Los vetones (entre el Tajo y el alto Duero) aprovecharon inmediatamente la ocasión de hacer causa común con ellos, y, reforzados

«DttMM» sujftosipor estos nuevos aliados, los bárbaros llevaron sus incursiones hasta el Mediterráneo. Incluso saquearon el país de los bastulofenicios, no lejos de la capital romana de Cartago Nova (Cartagena). A Roma estos ataques le parecieron demasiado serios, y envió un cónsul para castigar a los invasores, cosa que no se había visto desde el año 559. Por lo dzzz emás, como urgía mandar socorros, los dos cónsules entraron en su cargo con dos meses y medio de anticipación. A esto se debe que la investidura de los funcionarios anuales supremos fuera establecida en adelante el 1° de enero, en vez del 15 de marzo. Por consiguiente se fijó en esta misma fecha el principio del año, y así ha continuado siendo hasta nuestros días. Pero, antes de la llegada del cónsul Quinto Fulvio Nobilior con sus tropas, habían venido a las manos el pretor de la España ulterior, Lucio Mumio, y los lusitanos, guiados por Caesarus, sucesor de Púnico luego de haber muerto este en un combate. En un principio la fortuna se declaró a favor de los romanos: el ejército lusitano fue derrotado y su campamento, tomado. Pero desgraciadamente, las fuerzas de los legionarios, agotadas por largas marchas o en parte desbandadas en el ardor de la persecución, dieron la revancha al enemigo ya vencido. Entonces este volvió sobre ellos y les causó una terrible y completa derrota. El ejército romano también perdió su campamento y dejó nueve mil muertos en el lugar del combate. Por todas partes se propagó inmediatamente el incendio de la guerra. Mandados por Caucaenus, los lusitanos de la orilla izquierda del Tajo se arrojaron en el Alentejo sobre los celtas, subditos de Roma, y se apoderaron de Conistorgis, su capital, ubicada sobre el Guadiana. En testimonio de su victoria y como un llamamiento al combate, enviaron a los celtíberos las insignias militares que le habían conquistado a Mumio. No faltaban allí elementos para la insurrección. Dos pequeños pueblos celtíberos vecinos de los poderosos arébacos (no lejos de las fuentes del Duero y del Tajo), los belios y los titios, habían resuelto reunirse en Segeda, una de sus ciudades (hoy la Higuera, cerca de Jaén). Mientras se ocupaban en fortificar sus murallas, se los intimó a que cesasen de trabajar; pues toda nación sujeta que se permitía fundar una ciudad que le perteneciese en propiedad contravenía el orden de cosas establecido por Sempronio Graco. Al mismo tiempo se les exigieron prestaciones en hombres y dinero, que en realidad ya debían según la letra de los tratados, aunque habían caído en desuso hacía ya mucho tiempo. No hay ni que decir que los españoles se negaron a obedecer. No se trataba más que del ensanche de una ciudad, no de su construcción, y, en cuanto a las prestaciones, no solo se habían suspendido hacía tiempo, sino que los mismos romanos habían renunciado a ellas. Entre tanto, llegó Nobilior a la región citerior con un ejército de unos treinta mil hombres, con caballería númida y diez elefantes. Los muros de la nueva ciudad aún no estaban concluidos y se sometieron casi todos los segedanos, pero algunos más atrevidos fueron a refugiarse entre los arévacos, y les su­plicaron que hiciesen causa común con ellos. Enardecidos estos por la reciente victoria de los lusitanos sobre Mumio, se levantaron y eligieron por general a Caro, uno de los emigrados de Segeda. Tres días después ya había muerto este bravo general; pero los romanos, completamente derrotados, habían perdido seis mil hombres. Era el día 23 de agosto, día de la festividad de las Vulcanales, que desde entonces fue de triste memoria.2 Los arévacos, sin embargo, consternados por la muerte de Caro, se retiraron a Numancia, su plaza más fuerte (cerca de la moderna Soria). Nobilior los siguió hasta allí y se dio una segunda batalla bajo los muros de la misma ciudad. Gracias a sus elefantes, los romanos empu­jaron en un principio a los bárbaros a su fortaleza, pero, cuando uno de aquellos animales fue herido, se introdujo el desorden en las filas de los romanos. También esta vez volvieron a tomar los españoles la ofensiva y derrotaron al enemigo.Después de este descalabro, al que siguieron otros, y después de la pérdida de un cuerpo de caballería que se había pedido a Roma y había sido enviado al encuentro, la situación del cónsul en la región citerior era muy comprometida, hasta el punto de que la plaza de Oscilis, donde los romanos tenían su caja y sus almacenes militares, se rindió a los insurrectos. Con la ilusión de la victoria, los arévacos creían que podían dictar la paz, pero Mumio había tenido mejor suerte en la provincia meridional y sus victorias contrabalanceaban las derrotas del ejército del norte. Por debilitado que se viese a causa de sus anteriores desastres, supo atacar en tiempo oportuno a los lusitanos desparramados imprudente­mente por la orilla derecha del Tajo. Pasó después a la orilla izquierda, donde recorrían todo el territorio de los romanos, y libró toda la provincia meridional. Al año siguiente (602) el Senado envió al norte refuerzos considerables y reemplazó al incapaz Nobilior con el cónsul Marco Claudio Marcelo, quien ya había dado buenas pruebas mientras era pretor en España en el año 586 (168 a.C.), y que luego había mantenido su reputación de buen militar al ser nombrado cónsul por dos veces. La habilidad de sus medidas estratégicas y, mejor aún, su dulzura, resta­blecieron pronto el estado de cosas. Oscilis se rindió y los arévacos, a quienes hizo concebir esperanzas de paz con una módica contribución de guerra, estipularon la tregua y enviaron diputados a Roma. Libre Marcelo por este lado, pasó enseguida a la provincia meridional. Allí, los velones y lusitanos, a pesar de que habían sido sometidos y no se habían movido mientras Marco Atilio estaba en el país, apenas partió se habían sublevado de nuevo y saqueaban los países aliados de Roma. La presencia del cónsul bastó para restablecer la calma; pasó el invierno en Córduba (Córdoba), y durante este tiempo cesó en toda la península el ruido de las armas. En Roma, entre tanto, se seguía en negociaciones con los arévacos. Cosa singular y que pinta de un solo rasgo el estado interior de España: no se concluyó la paz por instigación de la facción romana que había entre los arévacos.Hicieron presente que la paz les sería funestísima, y añadieron que, si Roma no quería condenar a la ruina a todos sus partidarios, era necesa­rio que se decidiese a mandar cada año un ejército y un cónsul a España, o a hacer ahora un terrible escarmiento. Los embajadores arévacos fueron despedidos con una respuesta que no decía nada, y se optó por la con­tinuación de la guerra. En el año siguiente se encargó a Marcelo la prosecución de las operaciones. Pero ya sea, como se ha pretendido, que envidiase a su sucesor la gloria de haber puesto fin a la guerra o que por lo demás era esperado muy pronto en España o que creyese, como antes Graco, que la primera condición para una paz verdadera y durable era la de tratar bien a los españoles, cosa que es lo más probable, lo cierto es que tuvo una entrevista secreta con los hombres más notables entre los arévacos y concluyó un tratado bajo los mismos muros de Numancia. Aquellos se entregaban a discreción; se les impuso una indemnización en dinero y la entrega de rehenes, mediante lo cual volvieron a poner­se en vigor los antiguos tratados. Fue en este tiempo que llegó al ejército el cónsul Lucio Lúculo. Se encontró con que la guerra estaba terminada por un pacto formal, y que él en España no podía ganar gloria ni, sobre todo, dinero. Sin embargo supo arreglar bien su intriga. Se arrojó sobre los vecinos situados al oeste de los arévacos, sobre los vaceos, pueblo celtíbero independiente y que vivía en la mejor inteligencia con Roma. Estos preguntaron en qué habían delinquido, pero por toda respuesta Lúculo marchó sobre ellos y sorprendió una de sus ciudades, Cauca (Coca), ocho leguas al oeste de Segovia. Espantados los habitantes, compraron a peso de oro una capitulación, no obstante la cual, los romanos entraron en la ciudad y sin sombra siquiera de pretexto los degollaron o los hicieron esclavos. Después de esta noble hazaña, en que perecieron inicuamente veinte mil hombres, Lúculo fue aún más lejos. Al presentarse él todos huían dejando completamente desiertos los pueblos y las aldeas; algunas ciudades, como la fuerte plaza de Intercacia (al sur de Falencia), y Palantia (Falencia), capital del país, le cerraron sus puertas. La rapacidad del cónsul había quedado presa en sus mismas redes. ¿Qué ciudad se hubiera atrevido o querido tratar con un general que violaba de esa forma la fe jurada? Todos los habitantes emprendían la huida, sin dejar tras de sí nada que robar. No tardó en ser imposible continuar por más tiempo en estos países incultos. En Intercacia, por lo menos, los españoles pudieron entrar en negociaciones con un tribuno militar de nombre ya ilustre, con Escipión Emiliano, hijo del vencedor de Pidna y adoptivo del vencedor de Zama. Confiando en su palabra, después de haber dudado de la del cónsul, firmaron un convenio según el cual el ejército romano abandonó el país, luego de recibir vestidos y provisiones. En Falencia, por el contrario, tuvieron que levantar el sitio por falta de víveres, y, en su retirada, las tropas tuvieron que irse defendiendo hasta las orillas del Duero de los vaceos que las perseguían encarnizadamente. Lúculo pasó entonces al sur; allí, ese mismo año, el pretor Servio Suplicio Galba había sido de­rrotado por los lusitanos. Ambos generales establecieron sus cuarteles de invierno muy cerca uno de otro: Lúculo entre los turdetanos, y Galba bajo Conistorgis. Después, en el año 604, atacaron combinados a los lusitanos. Lúculo consiguió algunas ventajas cerca del estrecho de Gades. Galba hizo más pues trató con tres pueblos lusitanos ubicados en la orilla de­recha del Tajo, y les prometió establecerlos en otro lugar mucho mejor y más fértil. Los bárbaros, que se le habían unido en número de siete mil con la esperanza de lo prometido, se vieron de repente divididos en tres grupos y desarmados. Una parte de ellos fueron vendidos como esclavos y el resto, descuartizados. Quizá nunca ha habido una guerra manchada con tantas perfidias, crueldades y robos, como la hecha por estos dos romanos. Volvieron a Italia cargados de tesoros mal adquiridos: uno logró escapar a la condena y el otro ni siquiera fue acusado. A este Galba fue a quien, a los 85 años y solo algunos meses antes de morir, el viejo Catón quiso traerlo a presencia del pueblo para que diese cuenta de su conducta. Sus hijos, que fueron a rogar por él, y su oro robado en España demostraron inmediatamente su inocencia. Desde este día España vuelve a caer, como antes, bajo el régimen de los pretores. Esto no significa que haya que atribuir tal resultado al éxito de las famosas hazañas de Lúculo y Galba. La causa fue más bien la explosión de la cuarta guerra de Macedonia y de la tercera guerra púnica, en el año 605. Las perfidias de Galba habían exasperado a los lusita­nos en vez de someterlos; así es que se extendieron inmediatamente por todo el territorio turdetano. El procónsul Cayo Vetilio3 (de 607 a 608) marchó contra ellos, los batió y persiguió hasta una colina donde parecía que estaban completamente perdidos. Iban ya a capitular cuando de repente se levantó entre ellos Viriato. De nacimiento humilde, habituado desde la infancia a defender valerosamente su rebaño contra las bestias feroces y los ladrones, se había hecho temible como guerrillero en muchos y sangrientos combates. Había sido uno de los pocos que habían escapado de las redes tendidas por Galba a los lusitanos; y es él quien los exhorta hoy a no creer en las promesas de los generales de Roma y les promete salvarlos si quieren seguirlo. Su voz y su ejemplo los arrastran, y se pone a la cabeza de las partidas españolas. Estas se dispersaron por orden suya huyendo en pequeños grupos por diversos caminos, y yendo a reunirse en un lugar que Viriato les había de antemano señalado. En cuanto a él, reunió un cuerpo de mil caballos escogidos, con los que podía contar, y cubrió con ellos la retirada. Los romanos, que no tenían caballería ligera, no se atrevieron a acometer divididos a los bárbaros que les estaban oponiendo un cuerpo tan respetable de caballería. Durante dos días completos, el héroe cierra el paso a todo el ejército romano; después desaparece de repente y se reúne con los lusitanos en el punto convenido previamente. El general romano quiso perseguirlos y cayó en una em­boscada hábilmente preparada. Allí perdió la mitad de sus tropas y él mismo fue hecho prisionero y muerto; el resto pudo salvarse a duras penas por el lado del estrecho y se refugió en la colonia de Carteya. Se enviaron apresuradamente cinco mil hombres de milicias españolas para reforzar al ejército derrotado; pero Viriato las sorprendió en el camino y las destruyó completamente. Así quedó dueño absoluto de todo el país de los carpetanos, adonde los romanos no se atreven ya a ir a buscarlo. Reconocido como rey, mandó en adelante sobre toda Lusitania, y supo reunir en el ejercicio del poder la majestad activa del príncipe con la sencillez del antiguo pastor. Nada de insignias que lo distinguieran de cual­quier otro soldado. El día de sus bodas se sentó en la rica mesa de su suegro, el príncipe Astolpa, en la España romana; después, sin haber tocado siquiera la vajilla de oro ni los sabrosos manjares, puso a su esposa sobre su caballo y la llevó consigo a su montaña. Su parte de botín nunca fue mayor que la de sus compañeros. Solo su elevada estatura y su palabra enérgica hacían que pudiesen conocerlo sus soldados. Por lo demás, daba a todos ejemplo de moderación y constancia, dormía completamente armado y, en el combate, era el primero que se lanzaba a lo más recio de la pelea. Es una especie de héroe de Hornero que ha resucitado. El nombre de Viriato resonó gloriosamente en todos los ámbitos de España, y la valerosa nación creyó haber hallado en él al hombre que necesitaba para romper las cadenas impuestas por el extranjero. En efecto, sus primeras campañas tuvieron un éxito prodigioso tanto en el norte como en el sur. Supo atraer al pretor Cayo Plaucio, cuya vanguardia había ya destruido en la orilla derecha del Tajo, y lo derrotó tan completamente que le fue necesario en medio del estío encerrarse en sus cuarteles de invierno. Acusado más tarde ante el pueblo de haber deshonrado a Roma, se vio obligado a desterrarse de su patria. Después de vencer a Cayo Plaucio, Viriato aniquiló el ejército de Claudio Unimano, quien según parece era pretor de la provincia citerior, consiguió una tercera victoria sobre Cayo Nigidio y taló todo el país llano. En las montañas no se veían más que trofeos con las insignias de los pretores romanos y armas de los legionarios vencidos; en tanto, a cada nuevo triunfo del rey de los bár­baros, en Roma se redoblaba el asombro y la vergüenza. Por último, se dio la dirección de la guerra a un buen capitán, al cónsul Quinto Fabio Máximo Emiliano, segundo hijo del vencedor de Pidna. Sin embargo, no se atreven a enviar a España, donde el servicio es odioso para el legionario, a los experimentados veteranos recién venidos de Macedonia y de África. Máximo no llevó consigo más que dos legiones bisoñas, y tan poco sólidas como el mismo ejército de España desmoralizado ya por sus reveses. Como los lusitanos habían obtenido ventajas en los primeros encuentros,18

LOS PAÍSES SUJETOS HASTA EL TIEMPO DE LOS GRACOSel romano mantuvo encerrados a sus soldados en el campamento junto a Urso (Osuna), como hombre prudente que era. De esta forma no aceptó la batalla que diariamente se le ofrecía, ni volvió a salir a campaña hasta el año siguiente, después de que sus tropas se hubieran aguerrido en pequeñas excursiones militares. Luchó al fin en mejores condiciones con­tra un enemigo muy superior, y después de afortunados combates fue a establecer en Córdoba sus cuarteles de invierno. Desgraciadamente fue reemplazado muy pronto por el cobarde y torpe pretor Quincio. Los romanos sufrieron derrota tras derrota, y su general volvió a entrar en Córdoba en pleno estío, mientras Viriato inundaba con sus bandas toda la provincia meridional (año 611). Lo sucedió Quinto Fabio Máximo Serviliano, hermano adoptivo de Máximo Emiliano, que vino a la península con dos legiones y diez elefantes, e intentó penetrar en Lusi-tania. Libró una serie de batallas indecisas, rechazó con mucho trabajo un asalto dirigido contra su campamento y, por último, se vio obligado a volver a entrar en la provincia romana. Viriato lo siguió, pero como también fue abandonado por sus tropas, que se volvieron de repente a sus casas según tenían por costumbre los insurgentes españoles, tuvo a su vez que volver a entrar en Lusitania. Al año siguiente (613) Serviliano volvió a tomar la ofensiva, atravesó los valles del Betis y el Anas (Gua­dalquivir y Guadiana), acampó en el país enemigo y ocupó en él gran número de ciudades.Entre los prisioneros que cayeron en sus manos eligió a los jefes (unos quinientos aproximadamente) y los condenó a muerte, luego hizo cortar las manos a los subditos romanos que habían hecho defección al pasarse al enemigo. El resto fueron vendidos como esclavos. Pero también a Serviliano la guerra de España le reservaba funestos reveses. Mientras los romanos, exaltados por el éxito, se ocupaban en el sitio de Erisana, Virianto los sorprendió, los derrotó y los empujó a una pelada colina, donde los tuvo enteramente prisioneros. Sin embargo, cometió la torpeza que antes había cometido el general samnita en las Horcas Caudinas, les concedió la paz contentándose con que Serviliano reconociese la independencia de Lusitania y su título de rey del país. El poder de Roma había caído tan bajo como el honor de su nombre. Satisfechos con no tener sobre sí una guerra tan temible y pesada, pueblo y Senado, todos ratificaron el tratado. Entre tanto, Serviliano fue reemplazado por Quinto Servilio Cepión, su hermano carnal y sucesor en el cargo, quien no se19



•dio por contento con las concesiones hechas. El Senado tuvo la debilidad de autorizar al cónsul a urdir maquinaciones secretas en contra de Viriato, y después cerró los ojos ante la falta de cumplimiento de la palabra empeñada. Así pues, Cepión entró en Lusitania cuando sus habitantes estaban desprevenidos y recorrió todo el país; llegó inclusive a la región de los vetones y los galaicos. Por su parte Viriato, como era demasiado débil en fuerzas, evitó la batalla escapándose constantemente de su adversario mediante hábiles maniobras (año 614). Al año siguiente no tuvo solo que habérselas con Cepión, que había vuelto a comenzar sus ataques: la provincia del norte, ya desembarazada, envió también a Lusitania su ejército al mando de Marco Popilio. Viriato pidió la paz a toda costa. Los romanos exigieron la entrega de todos los tránsfugas de sus dos provincias, y hasta la del suegro de Viriato. Todos ellos fueron entregados, y decapitados o mutilados. Aún hay más. Los romanos nunca manifestaron de una vez a los vencidos lo riguroso de la suerte que les estaba reservada. Una exigencia siguió a otra, y la situación se hizo cada día más dura a intolerable; por último, se comunicó a los lusitanos la orden de entregar las armas. Viriato recordó el triste fin de sus compa­triotas, desarmados antes por Galba, y apeló a la lucha, pero demasiado tarde. Las vacilaciones habían permitido que germinase a su alrededor la traición: tres de sus adictos, Audax, Ditalcon y Minucio de Urso, desesperando de la victoria, habían obtenido de él permiso para reanudar con Cepión las negociaciones. Sin embargo, no usaron esta licencia sino para comprar una amnistía y otras recompensas para sí mismos, y vendieron al extranjero la cabeza del héroe español. A la vuelta al campamento, aseguraron a Viriato el buen éxito de sus negociaciones. Cuando llegó la noche lo asesinaron en su tienda mientras dormía. Los lusitanos honraron su memoria con funerales fastuosos en los que lucharon doscientas parejas de gladiadores. Dignos de él, aun después de su muerte no retrocedieron ante la lucha con Roma, y eligieron un nuevo general en sustitución del rey asesinado. Tautamus, este era su nombre, concibió el plan atrevido de sorprender y apoderarse de Sagunto, pero no tenía la sagacidad ni los talentos militares de su predecesor. Su expedición fracasó: atacado por los romanos al tiempo de pasar el Betis, tuvo que entregarse. Ahora sí los lusitanos estaban subyugados; habían tenido que defenderse no tanto de una guerra legal, como de la traición y el asesinato.

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