Hombres de oracion



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UNA PEREGRINACIÓN DE ESPERANZA…

LA COMUNIÓN EN LA ORACIÓN
Introducción
El amor de Dios y la Provi­dencia

les (los hermanos) unirán, ante todo,

a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.

Es su bandera, no deben abandonarla jamás.



(André Coindre, Escritos y Documentos,1,

Cartas, 1821 - 1826, Carta VIII, p. 89)
Son numerosas las preguntas que se agolpan en mi mente al comenzar esta circular. Me encuentro como el joven que en el primer día del retiro se dirigía a nosotros, animadores y compañeros, resumiendo su situación con estas palabras: “Tengo muchas preguntas pero ninguna respuesta”. Tres días después, en el momento de separarnos, nos confesaba lleno de alegría: “Lo encontré: Jesucristo es la única respuesta”.
Hermanos y amigos, cuando escribí la primera circular, en septiembre del año pasado, me comprometí a dirigirles una segunda para mayo de 2008 sobre el tema de la oración; alimentaba el deseo de ayudarnos a una vivencia más profunda de la comunión con Dios. Llegado el momento de cumplir mi promesa, me encuentro como el joven del retiro: lleno de preguntas. ¿Qué es la oración? ¿Cómo aprender a orar? ¿Cómo motivarnos a orar? ¿Cómo llegar a ser, verdaderamente, hombres de oración?... Debo confesar, además, que al comenzar a escribir me asalta el miedo, el mismo que inquieta a algunos artistas antes de iniciar su actuación. Sí, tengo miedo de no llegar a decir algo provechoso. Porque no se trata sólo de escribir; es importante que lo escrito sirva para algo.
Hay experiencias que son más fáciles de admirar y de contemplar que de entender y explicar. Y esto sucede incluso en las ciencias profanas. Por ejemplo, ¿cuál es la causa de la atracción recíproca entre la tierra y la luna? Uno dirá que las fuerzas gravitacionales; pero otro responderá que nadie puede actuar donde no está presente. ¿Cómo explicar que entre la tierra y la luna exista una fuerza recíproca de atracción si ninguna de las dos está en la otra? Hoy sabemos que las ciencias profanas están muy lejos de responder a todas las preguntas que se pueden plantear en los temas que les son propios. Y sabemos también que, a medida que pasa el tiempo, sus respuestas pueden ser cada vez más aproximadas a la verdad, pero nunca alcanzan a expresar la verdad completa.
Si lo anterior es cierto para lo que se puede ver y tocar, lo es mucho más para todo lo que se refiere a Dios y a la experiencia de Dios. Decía Antoine de Saint-Exupéry que “sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. Como Moisés, sólo podemos ver la espalda a Dios (cf. Ex 33, 20). Eso quiere decir que por mucho que avancemos en su conocimiento, siempre será mucho más lo que desconocemos de Él que lo que sabemos. El misterio es comparable a una atmósfera inagotable, en la que cuanto más nos adentramos más respiramos un aire puro y limpio.
Dios trasciende la capacidad de comprensión del ser humano; es mucho más de lo que podemos decir y pensar de Él, como decía San Agustín. Por eso “invita más al silencio que a la palabra, más a la fe y a la adoración personal que al razonamiento y a la reflexión sobre Él mismo1”. Dios es, ante todo, objeto de fe y de experiencia religiosa. Algo así sucede también con la naturaleza, con las personas y con muchas de las grandes obras humanas. Son más objeto de admiración y de contemplación que de razonamiento.
No obstante lo anterior, frecuentemente presentamos a Dios con explicaciones racionales teóricas más que como el ser personal a quien contemplamos deslumbrados y que transforma toda nuestra existencia. Es más fácil especular sobre Dios que comunicar nuestra experiencia sobre Él. Sólo quienes han alcanzado una fe madura o, de otra manera, quienes viven realmente de Dios pueden susurrar su experiencia interior.
La interioridad, pues, no es algo meramente intelectual. La oración no es principalmente entender a Dios, imaginarlo, verlo; es, sobre todo, amarlo en la contemplación y en la acción. El conocimiento de Dios es don suyo y se ahonda en el diálogo con Él. Por eso Moisés le dice a Yahvé: “Dame la gracia de contemplar tu gloria” (Ex 33, 18).

La verdadera interioridad cristiana no es, “en su fundamento y en su esencia, una actividad de la mente, sino de la voluntad. Es una actitud, un estado, una disposición duradera e inmutable de amor a Dios, de confianza en Él, de total entrega a sus órdenes, deseos, preceptos y beneplácito, una permanente y delicada atención a la voz de Dios que habla en nuestro corazón bajo la forma de inspiraciones, llamadas y toques de conciencia2”. Orar es abrir nuestra inteligencia y nuestro corazón al misterio de Dios.

En esta circular, para no caer en la tentación de hablar de la oración de forma abstracta o teórica, presento la experiencia de encuentro íntimo con Dios de Abrahán, Moisés, David, Jesús y la Virgen María3. Quiero sorprenderlos en los momentos claves de su diálogo con Dios. Deseo describir sus sentimientos de temor, de asombro, de humildad, así como el fuego de amor que arde en sus corazones. Al mismo tiempo, quiero presentar su disposición de servicio y su fervor para entregarse incondicionalmente al Dios que sale a su encuentro. En la última parte subrayo la necesidad de orar la Palabra en Iglesia.
Capítulo I: Oramos con los amigos de Dios
Abrahán
A sus 75 años Abrahán oye la voz de Dios que le pide dejar su país de origen y la casa de su padre. Yahvé lo ha escogido para ser el favorecido por la promesa y le dice: “Haré de ti un gran pueblo...” (Gn 12, 2). El hombre reúne a su familia, a sus siervos y rebaños y se pone en camino hacia una tierra desconocida. Comienza su vida de nómada que durará muchos años, hasta que la muerte le sobrevenga a una edad muy avanzada. Cuando por fin llega a Siquem, en la nueva tierra de Canaán, Yahvé se le aparece y le asegura: “Daré esta tierra a tu descendencia” (Gn 12, 7). Abrahán, agradecido, levanta allí mismo un altar a Yahvé e invoca su nombre.
La oración de la vida

Dios está en el corazón de nuestra existencia concreta.

(R 128)
No, no es necesario que vayáis a buscarlo (a Dios) lejos;

lo encontraréis alrededor de vosotros, en medio de vosotros;

y en este estado de silencio, de unión con el buen Dios,

¡qué meditaciones fervientes y llenas de fuego podéis hacer!

(Carta del hermano Policarpo al H. Ambrosio,

USA, 21 de junio de 1854, in Positio, p. 164)


En el encuentro de oración es siempre Dios quien tiene la iniciativa y comienza a rezar. Él se nos muestra primero y nos habla por su Palabra, por los acontecimientos, por las experiencias que vivimos y a través de las personas. Es Él quien nos pide de beber, quien tiene sed de nosotros (cf. Jn 19, 28). Dios es el mendigo de nuestro amor y nos da el suyo. Nuestra oración comienza en el momento en que percibimos que Dios nos quiere dar algo inmenso.
Abrahán está en contacto permanente con Dios en su diario peregrinar. Lo descubre en su camino de nómada, en su vida ordinaria. Para él el mundo entero es una catedral, un templo, un lugar de encuentro con Dios. No se limita tan solo a realizar actos de oración sino que permanece en un estado continuo de oración, encontrando a Dios en todo. Esto es muy importante para nosotros, llamados a ser hombres de oración. Ésta no se reduce sólo a ciertas prácticas de piedad que realizamos en momentos concretos. El orante tiene siempre la mente y el corazón en el Dios amado, con quien permanece unido en todos los momentos de su existencia. Santa Teresa de Ávila decía que “hasta en los pucheros anda el Señor”.
Si morimos continuamente a nuestro propio egoísmo y despertamos al amor, “entonces toda la vida cotidiana se convierte en respiración del amor, respiración del deseo, de la fidelidad, de la fe, de la disponibilidad, del don a Dios… si por la vida cotidiana nos dejamos elevar a la bondad, a la paciencia, a la paz, a la comprensión, a la longanimidad, a la dulzura, al perdón, al don de la fidelidad, entonces la vida cotidiana ya no es sólo vida cotidiana, entonces es también oración4”.
En nuestra relación con Dios hablamos de su vida y de nuestra vida concreta de todos los días. Nuestra oración se apoya en la oración de la Iglesia, pero es también una oración personal, como dice el Papa Benedicto XVI: “Esta oración (la oración activa) puede y debe surgir sobre todo de nuestro corazón, de nuestras miserias, de nuestras esperanzas, de nuestras alegrías, de nuestros sufrimientos, de nuestra vergüenza por el pecado así como de nuestro agradecimiento por el bien recibido5”.
Abrahán entra en contacto con Dios en su lento caminar de cada día. Para vivir en “estado de oración” hay que ir despacio, como Abrahán, al paso de sus corderos, de sus camellos y de su gente. No es fácil orar en la sociedad de la velocidad. Hoy más que nunca necesitamos de espacios adecuados que favorezcan la privacidad y la intimidad necesarias para sumergirnos en la oración.
Quienes llevamos más años en la vida religiosa aprendimos a comenzar toda actividad con alguna breve oración o invocación. Era la manera de vivir en una actitud continua de oración y de permanecer unidos a Dios en clase, en el estudio, en el trabajo o en el recreo. Hace no mucho tiempo un joven le decía a un hermano, profesor de matemáticas, que siempre comenzaba la clase con una oración espontánea: “me gusta su forma de enseñar las matemáticas, pero lo que más me agrada es la oración con la que comienza cada clase”.
La oración en la luz y en la noche
Dios repite su promesa de prosperidad a Abrahán en varios momentos de su vida. Él no responde al principio; expresa su fe, su amor y su esperanza con el silencio. Pasado un buen tiempo y después de haber escuchado varias veces la promesa de Yahvé, Abrahán se dirige a Él con cierto tono de duda y de reproche: “He aquí que no me has dado descendencia y que uno de mis criados me heredará” (Gn 15, 3). Con respecto a la promesa de la tierra, asaltado por la incertidumbre, pide una prueba: “Mi Señor Yahvé, ¿cómo sabré que la poseeré?” (Gn 15, 8).
Yahvé le reitera su promesa y sella con él el pacto que se significa en el sacrificio de animales. Abrahán los parte por medio, colocando cada mitad enfrente de la otra. Pero las aves rapaces se lanzan sobre los cadáveres y Abrahán tiene que luchar para echarlas. Al declinar el sol, cansado, cae en un profundo sopor. Entrada la noche, “un horno humeante y un fuego abrasador pasaron sobre los animales partidos” (Gn 15, 17).
La persona que vive la experiencia de encuentro con Dios pasa inicialmente por momentos de luz, de entusiasmo y de gozo. La vida le sonríe, toda la gente le parece buena, cree tocar el sol con las manos, el futuro se le presenta prometedor. Por otra parte, se confía totalmente a Dios, está segura de que “quien a Dios tiene nada le falta”, en palabras de Santa Teresa de Ávila; sabe que Dios es fiel y cumple siempre sus promesas. Esa fue, sin duda, la experiencia primera de Abrahán.
Pero van pasando los años y las pruebas de la vida despiertan muchos interrogantes. La duda, el cansancio y la desolación se van apoderando del creyente. La fe se acompaña de la oscuridad. Quien avanza en el encuentro con Dios entra en la noche, la del contemplativo, de la que habla S. Juan de la Cruz. Es la fatiga, la angustia y el desánimo del hombre de Dios y del apóstol. Ha trabajado todo el día, y al final, cansado, tiene que seguir luchando. Llega un momento en el que quien ama y espera tiene necesidad de señales. El verdadero amor pregunta con frecuencia: “¿es verdad que me amas?” Porque el amor nunca es totalmente evidente. Y a veces la fe flaquea.
Es importante continuar la oración cuando llega la aridez; el desierto, en la Biblia, es el lugar del encuentro con Dios. “Orar es aceptar la noche de la fe6”. En ella se hace más realidad que nunca que oramos no para sentir gusto en la oración sino para dar gusto a Dios, como quien va al hospital a visitar al amigo gravemente enfermo. Como Abrahán, entramos en la noche, pero al mismo tiempo encontramos apoyo en la fe. Así como los ocupantes de la casa apagan las luces para admirar las maravillas de la noche, de la misma manera es necesaria la noche para avanzar en el descubrimiento de las maravillas de Dios.
Abrahán habla con Dios para expresarle su perplejidad: ¿me amas todavía?, ¿puedo aún estar seguro de tu promesa? Y experimenta de nuevo el inmenso amor de Dios, representado en el fuego que pasa entre los animales ofrecidos en sacrificio. Una nueva situación, un nuevo acontecimiento, un retiro, una sesión espiritual, un rato de oración en la capilla, un momento especial de intimidad nos ayudan muchas veces en nuestra vida cristiana y religiosa a reestablecer la relación de amor, es decir, la alianza con Dios. El amor sale fortalecido de la prueba. La crisis se resuelve con un encuentro con Dios más íntimo y fuerte que nunca, que queda profundamente grabado en la memoria y en el corazón. El hombre de Dios vuelve a vivir el amor primero, animado por un entusiasmo renovado. El amor renace al amanecer de cada día, la vida vuelve a ser agradable.
Pero al cabo de los años la promesa no se cumple todavía y la duda se insinúa en su espíritu. No se ve en el horizonte ninguna señal de que vayan a llegar días mejores. Sobreviene de nuevo la tentación de desesperanza. Yahvé sale de nuevo al encuentro de Abrahán. Otra vez, la promesa. Abrahán ríe (cf. Gn 17, 17). Es la sonrisa sarcástica de quien no cree mucho lo que oye. Pero Dios se hace presente otra vez de forma especial; se sella de nuevo el pacto de amor con el signo de la circuncisión, que identifica a quienes forman parte del pueblo amado por Dios. La vida espiritual es un eterno recomenzar. En ella la constancia es indispensable, como indispensable es la perseverancia en la oración.
Todos los hombres de Dios pasan por días amargos y noches oscuras. Recordemos, por ejemplo, a Moisés. Después de solicitar al Faraón que deje salir a su pueblo, de la negativa de éste y de su represión, tiene que soportar ahora las quejas de los suyos: “Tu nos has hecho odiosos a los ojos del Faraón” (Ex 5, 21). Moisés recibe nuevamente de Dios la orden de ir donde el Faraón y le replica: “Los Israelitas no me han escuchado, ¿cómo el Faraón me escuchará?” (Ex 6, 12). Pero, como en Abrahán, la fe y la esperanza hacen que el amor salga fortalecido de la prueba.

En otros casos las dificultades que encontramos para orar no se deben a la oscuridad que acompaña nuestra disposición permanente de profundo amor a Dios sino que son señal de nuestra poca fe, de nuestra tibieza y de cierto abandono de la vida espiritual. ¿Cómo discernir la causa de la aridez? Por la perseverancia. El hombre de Dios persiste siempre en la oración a pesar de las dificultades; el tibio, muy a menudo, da la espalda a la oración, incluso antes de haber encontrado obstáculos para la misma. Frente a las dificultades, pedimos insistentemente al Señor el don de la oración, buscamos los lugares más adecuados para realizarla y aumentamos el tiempo de la misma.


La oración de intercesión
Yahvé es el amigo que protege a Abrahán y a los suyos, le aconseja y no tiene secretos para él. Antes de la destrucción de Sodoma Dios se dice: “¿Ocultaré a Abrahán lo que voy a hacer?” (Gn 18, 17). Enterado de la intención de Yahvé, Abrahán intercede por la ciudad utilizando todos los argumentos, la astucia y la gran capacidad de negociación de los nómadas comerciantes. La aceptación de su pequeñez le da la valentía para negociar con el Dios misericordioso.
En otro momento de su vida, Abrahán, que se encuentra en tierra extraña, teme que alguien atente contra su vida con la intención de tomar a Sara como esposa. Por eso la presenta como hermana suya. Abimelek, que ignora la verdad, la toma para sí y Yahvé, como advertencia, hace estériles a todas las mujeres de su casa. Entonces Abrahán pide por Abimelek, por su mujer y sus siervos.
Abrahán “esperando contra toda esperanza” (Rm 4, 18), se dirige a Dios con una oración llena de convicción y de firme certeza en la que intercede sobre todo por el bien de los otros. Él tiene siempre el nombre de Dios a flor de labios y lo invoca con frecuencia. Invocar el Nombre de Dios es provocar la presencia de Dios en el hoy y en el aquí de nuestra vida, es hacer que el Dios-Amor intervenga siempre en ella.

Al recorrer las páginas de la Sagrada Escritura vemos que los grandes amigos de Dios son muy cercanos a los otros, se preocupan por aliviar sus sufrimientos, por ayudarlos en sus necesidades e interceden a Dios por ellos. Si Abrahán ha sido un gran intercesor por los suyos, lo mismo podemos decir de Moisés. La oración de adoración lo lleva a rogar por su pueblo; se mantiene en lugar de los suyos ante Dios e introduce él mismo sus causas ante Él (cf. Ex 18, 19). Moisés ora en lo alto de la montaña con los brazos extendidos mientras Josué combate a Amaleq en el llano: “Mientras Moisés tenía sus brazos levantados, Israel era el más fuerte. Cuando los dejaba caer, Amaleq avanzaba” (Ex 17, 11).


En otra circunstancia, tras suplicar a Yahvé que le muestre su gloria y le dé la gracia de conocerlo, Moisés pasa a interceder por su pueblo: “Perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad” (Ex 34, 9). El reconocimiento de la grandeza de Dios, lleva a Moisés a convertirse en el servidor de sus hermanos. En el episodio del becerro de oro Moisés reza a Yahvé: “Olvida tu cólera ardiente y renuncia a hacer caer la desgracia sobre tu pueblo” (Ex 32, 12). Moisés es verdaderamente el hijo amado que confía totalmente en su Padre e intercede por su pueblo.
En estos últimos tiempos se ha subrayado la importancia de la oración de acción de gracias y de alabanza. El acento puesto a estas formas de oración ha sido entendido por algunos como una llamada a abandonar la oración de petición. Es necesario afirmar, sin embargo, que ésta sigue teniendo hoy un gran valor.
Con la oración de petición no pretendemos que Dios cambie de opinión. Lo importante no es lo que pedimos a Dios o si obtenemos lo que solicitamos, sino la disposición con que nos situamos ante él. La oración de petición afianza nuestra fe en el Dios Amor y nos hace ser más conscientes de su bondad, de su ternura, de su misericordia, de su poder y de su grandeza. Al mismo tiempo nos lleva a reconocer más profundamente nuestra fragilidad y pobreza, y a sentirnos más hijos del Padre. La verdadera importancia reside en que esta oración estrecha nuestra relación con Dios.
Por otra parte, Dios no necesita que le pidamos. Él es el Padre bueno que conoce nuestras necesidades. Somos nosotros quienes necesitamos pedir para tomar conciencia de que Él es nuestro Salvador, nuestro Señor, quien da sentido a nuestra vida. Somos nosotros quienes, llenos de gozo al experimentar el amor de Dios, le pedimos a Él que esté siempre con nosotros. Somos nosotros quienes necesitamos pedir para tomar conciencia de que no somos Dios ni podemos llegar a ser Dios, de que la finalidad de nuestra vida no somos nosotros mismos, de que nuestra vocación es ser para Dios y para los demás.
El Evangelio nos confirma el valor y la necesidad de la oración de intercesión y nos insta a practicarla: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mt 7, 7-8). Al mismo tiempo nos indica que debemos perseverar en nuestras súplicas aunque aparentemente no obtengamos respuesta (cf. Lc 11, 5-12; R 133).
Hablando de la oración de intercesión, en muchos lugares del Instituto existe la costumbre de orar diariamente en comunidad por las vocaciones en la Iglesia y en el Instituto. Les animo, Hermanos, a seguir con dicha práctica y a continuar colaborando en el despertar vocacional, como quiere nuestra Regla de Vida, “Por la oración, por la transparencia y el dinamismo de nuestras vidas y por la invitación personal dirigida a los jóvenes” (R 175).
El 28 de abril del año pasado, respondiendo a la invitación del H. Ivan Turgeon, Provincial de Canadá, participé en el Encuentro por las vocaciones realizado en Sherbrooke. Interpreté dicho encuentro como una llamada del Señor a mantener y acrecentar, si cabe, el compromiso de todos y de cada uno de los hermanos del Instituto en este campo. Al mismo tiempo, recibí el gran testimonio del interés y del trabajo de tantos hermanos en un medio donde los frutos no son muy abundantes. Su actitud es un ejemplo para todos: esperar aunque no haya muchas señales de esperanza, interceder a Dios con perseverancia y poner de nuestra parte todos los medios para el logro de lo que pedimos.
Todo para Dios y todo para los demás
Yahvé se dirige de nuevo a Abrahán y éste responde: “Heme aquí” (Gn 22,1). Le pide que sacrifique a su hijo. Abrahán se pone en camino en actitud silenciosa, obediente y dócil. Su hijo le pregunta por el cordero para el sacrificio. “Dios proveerá” (Gn 22, 8), responde el padre.
Abrahán es un hombre todo para Dios, capaz de ofrecerle lo que más quiere: su hijo único, tan deseado y esperado, el hijo prometido que le permitirá seguir presente en la historia. Al finalizar el dramático episodio, Abrahán renueva su amor a Dios, ofreciéndole el sacrificio del carnero que encuentra listo. Una vez más, Yahvé le reitera su promesa y todo comienza de nuevo.

Abrahán, el hombre que habla con Dios, que ha sellado una alianza de amor con El, ama profundamente a los demás: es solidario con Lot y organiza un numeroso grupo de guerreros para rescatarlo de su secuestro; es generoso con el rey de Sodoma y rechaza las propiedades que le quiere regalar; es comprensivo con Sara, ofendida por el desaire de su esclava Agar; es hospitalario con los viajeros de la encina de Mambré que, en definitiva, resultan ser el mismo Dios y, después de atenderlos magníficamente en su tienda, los acompaña por el camino hacia Sodoma; llora a su esposa Sara cuando fallece a los 127 años y le da una digna sepultura en la cueva de Makpela, en Hebrón; es un hombre que dialoga con sus vecinos para superar los desacuerdos y para intercambiar favores; respeta los bienes ajenos y paga el precio justo por ellos, incluso aunque se los ofrezcan como regalo (cf. Gn 23, 7-16).


Esta actitud de Abrahán de ser todo para los demás es la disposición de los verdaderos amigos de Dios. La encontramos también en Moisés. En su relación de intimidad con Yahvé, Moisés percibe la llamada a servir al pueblo oprimido: “He visto la miseria de mi pueblo en Egipto... Ahora vete, yo te envío... yo estaré contigo” (Ex 3, 7.10.12). En dicha relación ya no hay simplemente un yo y un tú: hay un “nosotros” que es el pueblo. El hombre de Dios ora así: “Yo amo, lo que tú amas, Señor, tu voluntad es mi voluntad, tus sentimientos son mis sentimientos, tu pueblo es también mi pueblo y a él quiero consagrar por entero mi vida”. De esta manera, Moisés llega a una identificación plena con la voluntad de Dios, haciendo siempre lo que Yahvé quiere, que no es otra cosa que el servicio a sus hijos.
En mis visitas a África francófona he encontrado hermanos de todas las edades que llevan una intensa vida de oración, dan un importante testimonio de vida religiosa fraterna y realizan una extraordinaria misión. Pero quiero resaltar sobre todo el ejemplo de los viejos misioneros, a quienes deseo rendir un justo y merecido reconocimiento. Estoy convencido de la importancia de mantener y acrecentar en el momento presente el espíritu misionero en nuestro Instituto. En gran medida nuestro futuro, como para Abrahán, está afuera. Respondamos con generosidad a la invitación de Dios: “Sal de tu tierra”.
Pues bien, en el norte de Camerún, encontré a los hermanos Rosaire Bergeron y Gilbert Allard. Ellos me perdonarán por atentar contra su humildad. Estoy seguro de que seré perdonado también por otros muchos hermanos de los que no hablo y que merecen igualmente un profundo reconocimiento. Que Dios les pague a todos en esta vida con un regalo cien veces mayor al don de sus vidas ofrecidas generosamente.
El hermano Rosaire tiene 78 años y el hermano Gilbert 72. Todos los martes por la mañana salen de Mokolo, su lugar de residencia, y se trasladan a Maroua, a unos ochenta kilómetros de distancia, para dar clases en el Seminario Mayor Interdiocesano.

Los acompañé un martes por la mañana. A las ocho y media comenzaban los cursos y aproveché para entrar a la clase de cada uno y saludar a los estudiantes. Me sorprendió gratamente el aprecio sincero que los discípulos manifestaron a sus dos viejos maestros. En la clase del hermano Rosaire un seminarista pidió la palabra para expresarse más o menos así: “Quiero manifestarle, Hermano José Ignacio, que estamos muy contentos con el hermano Rosaire, es una persona extraordinaria y un magnífico maestro y deseamos que siga siendo nuestro profesor por mucho tiempo”. Yo, para tomarle el pelo, le respondí: “Veo que estás haciendo méritos para tener una buena nota en filosofía al final del curso”. Y añadí de inmediato: “Te agradezco tus palabras. Estoy convencido de que las dices con toda sinceridad”. Bueno, pues para asombrarlos un poco más, les diré que el hermano Rosaire, a pesar de su edad, tenía ese día siete horas de clase.


¿Dónde está la fuente de tanta bondad y de tanta entrega? No lo dudemos: en la estrecha relación con Dios que se establece por la rica vida de oración y se expresa en la oración de la vida cotidiana.
Al ver estos ejemplos, los hermanos mayores y enfermos que no pueden implicarse tan fuertemente en el apostolado, pueden sentir cierta tristeza y llegar a pensar que es muy poco su servicio a Dios, a la Iglesia y al Instituto, y que son una carga para los demás. La Regla de vida nos dice todo lo contrario: “Viviendo su prueba en el abandono y la unión al Corazón de Jesús que sufre, los hermanos enfermos realizan una misión de gran apoyo en el Instituto. Llegan a ser motivo de gracia para los hermanos comprometidos en el apostolado activo, tanto por su serenidad y valor ante la enfermedad como por su oración” (R 161). Y no puedo pasar sin citar otra frase que encuentro hermosa: “Tenemos necesidad de ancianos que oran, que sonríen, que aman con un amor desinteresado, que saben maravillarse; ellos pueden mostrar a los jóvenes que vale la pena vivir, que la nada no tiene la última palabra7”.
Al escribir lo anterior, viene a mi mente el recuerdo lleno de emoción de algunos hermanos mayores que me son muy cercanos. Esta vez no heriré la humildad de ninguno de ellos. Durante toda su existencia han dado testimonio de ser hombres de Dios al servicio de los demás y hoy añaden a su vida santa el testimonio de su amor maduro, de su alegría y el gran servicio de su oración.

Hasta la plena confianza y la unión total
Abrahán pide a su siervo más anciano, a su hombre de confianza, que vaya a la tierra de sus padres para buscar en su familia una mujer para su hijo Isaac. El siervo le propone llevar al joven con él porque tiene miedo de que la mujer no quiera seguirlo sin conocer previamente a su futuro esposo. Abrahán rechaza esta proposición y le dice: ‘Yahvé... enviará un ángel delante de ti para que tomes de allí una mujer para mi hijo” (Gn 24, 7). La fe de Abrahán es como algunas clases de madera que, cuanto más tiempo están dentro del agua, más se endurecen. O como los buenos vinos, tanto mejores cuanto más añejos. La confianza de Abrahán en Yahvé va en aumento a medida que pasa el tiempo, hasta que muere a los 175 años para unirse a su parentela, después de haber vivido una vejez feliz (cf. Gn 25, 8).
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