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Isaac Asimov
NUEVA GUÍA DE LA CIENCIA
CIENCIAS FÍSICAS
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Dirección científica: Jaime Josa Llorca. Profesor de Historia de las Ciencias Naturales
de la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona Colaborador científico del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas Associatedship of Chelsea Collage
(University ofLondon)
Autor de biografías y presentaciones: Néstor Navarrete
Autor de la traducción y adaptación: Lorenzo Cortina
Título original: Asimov's New Guide to Science
Título en español: Nueva guía de la ciencia
© 1960, 1965, 1972, 1984 by Basic Books, Inc.
Publicado por acuerdo de Basic Books, Inc. New York © RBA Editores, S. A., 1993, por
esta edición Pérez Caldos, 36 bis, 08012 Barcelona
ISBN (Obra completa): 84-473-0174-5 ISBN: 84-473-0209-1 Depósito Legal: B-
24.363-1993 Impresión: CAYFOSA. Ctra. de Caldes, km. 3. Sta. Perpetua de Mogoda
(Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain
Edicion Electronica: U.L.D.
Corregido por Mr Ixolite
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Nueva guía de la ciencia. Ciencias físicas
La Nueva guía de la ciencia que presentamos en dos volúmenes —el primero dedicado
a las Ciencias físicas (capítulos 1 a 10) y el segundo a las Ciencias biológicas (capítulos
11 a 17)—, recoge los elementos teóricos fundamentales para poder comprender el
panorama científico contemporáneo. No se trata, sin embargo, ni de un libro de texto
ni de una enciclopedia: es, en el sentido más noble del término, un libro de
divulgación. Su propósito es acercar a los lectores no especializados, pero interesados
o curiosos, todos aquellos aspectos de las ciencias que se consideran imprescindibles
para interpretar la cultura tecnológica en que vivimos.
Al mismo tiempo, gracias a la manera como Asimov expone esos principios básicos, la
obra llena el vacío producido por una enseñanza de la Historia que, quizás
excesivamente centrada en aspectos políticos, militares y económicos y en la cultura
de las artes y las letras, ha solido marginar a la cultura científica.
En este sentido, los diez capítulos que integran este primer volumen permiten conocer
de una manera coherente cómo han evolucionado las ideas de la humanidad respecto
de temas tan importantes como el Universo, la Tierra, la materia, las ondas o la
tecnología.
El Universo, el Sistema Solar y la Tierra
Buena parte de los conocimientos humanos tienen su origen en preguntas tales como:
¿A qué altura está el firmamento? ¿Por qué el camino del Sol varía a lo largo del año?
¿Por qué cambia regularmente la apariencia de la Luna? En los capítulos dedicados al
Universo y el Sistema Solar Asimov hace una descripción ordenada de los pasos que ha
dado la humanidad, a lo largo de miles de años, para construir un modelo plausible del
Cosmos que no entrara en contradicción con los hechos y que se rigiera por leyes a
partir de las cuales pudieran hacerse predicciones plausibles. Se recogen también
todas las novedades que han revolucionado la astrofísica en los últimos cincuenta
años: el Big Bang, los cuasares, los pulsares, los agujeros negros, las estrellas de
neutrones...
En los capítulos dedicados a la Tierra y su entorno inmediato se examinan temas como
la edad de nuestro planeta, el proceso de formación de la corteza terrestre, la
actividad volcánica, la tectónica de placas, el océano mundial o la atmósfera.
Lo infinitamente pequeño
El conocimiento de la materia experimentó un avance espectacular cuando se
comprobó que su aparente infinita variedad era producida por la combinación de algo
más de un centenar de elementos simples. La Nueva guía de la ciencia nos introduce
en el maravilloso mundo del átomo y de las partículas subatómicas, exponiendo con
rigor y claridad los argumentos y las experiencias que llevaron a los físicos y a los
químicos de los tres últimos siglos a construir el modelo actual que explica la
constitución básica de la materia.
Las ondas
La naturaleza de la luz, del calor o de la radioactividad son fenómenos cuya explicación
impulsó a los científicos más brillantes del siglo XX a desarrollar hipótesis que resultan
de difícil comprensión para los. no especialistas. De ahí el gran valor del esfuerzo de
Asimov para acercar al gran público cuestiones como la teoría de la relatividad de
Einstein, la mecánica cuántica basada en los trabajos de Planck o el principio de
incertidumbre de Werner Heisenberg.
La tecnología
La historia de la tecnología moderna, desde la primitiva máquina de vapor que
posibilitó la Revolución industrial hasta las más avanzadas aplicaciones del láser o de
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la robótica, permite ilustrar el progreso humano de los últimos doscientos años y abrir
las puertas a la especulación en torno a cómo vivirá el hombre en un futuro más o
menos próximo. Capítulo aparte merece la tecnología nuclear, con sus apocalípticas
amenazas, pero también con sus prometedoras perspectivas de proporcionar una
energía barata, limpia e inagotable si consigue controlarse la fusión nuclear.
Otros libros de la colección relacionados con el tema
1001 cosas que todo el mundo debería saber sobre ciencia
de James Trefil
Temas científicos de M. Hazen y James Trefil Los descubridores de Daniel J. Boorstin
Del mismo autor, en esta colección
Nueva guía de la ciencia. Ciencias biológicas
El código genético
La búsqueda de los elementos
La medición del universo
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A Janet Jeppson Asimov que comparte
mi interés por la ciencia
y por cualquier otro aspecto de mi vida.
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PRÓLOGO
El rápido avance de la ciencia resulta excitante y estimulante para cualquiera que se
halle fascinado por la invencibilidad del espíritu humano y por la continuada eficacia
del método científico como herramienta para penetrar en las complejidades del
Universo.
Pero, ¿qué pasa si uno se dedica también a mantenerse al día con cada fase del
avance científico, con el deliberado propósito de interpretar dicho avance para el
público en general? Para esa persona, la excitación y el estímulo quedan templados por
cierta clase de desesperación.
La ciencia no se mantiene inmóvil. Es un panorama que sutilmente se disuelve y
cambia mientras lo observamos. No puede captarse en cada detalle y en cualquier
momento temporal sin quedarse atrás al instante.
En 1960, se publicó The Intelligent Man’s Guide to Science y, al instante, el avance de
la ciencia la dejó atrás. Por ejemplo, para abarcar a los cuasares y al láser (que eran
desconocidos en 1960 y constituían ya unas palabras habituales un par de años
después), se publicó en 1965 The New Intelligent Man’s Guide to Science.
Pero, de todos modos, la ciencia avanzó inexorablemente. Ahora se suscitó el asunto
de los pulsars, los agujeros negros, la deriva continental, los hombres en la Luna, el
sueño REM, las ondas gravitatorias, la holografía, el ciclo AMP, etcétera, todo ello con
posterioridad a 1965.
Por lo tanto, ya había llegado el momento de una nueva edición, la tercera. ¿Y cómo la
llamamos? ¿The New Intelligent Man's Guide to Science? Obviamente, no. La tercera
edición se llamó, abiertamente, Introducción a la ciencia y se publicó en 1972 y, en
español, por esta Editorial al año siguiente.
Pero, una vez más, la ciencia se negó a detenerse. Se aprendieron bastantes cosas
acerca del Sistema Solar, gracias a nuestras sondas, que requirieron un capítulo
completo. Y ahora tenemos el nuevo universo inflacionario, nuevas teorías acerca del
fin de los dinosaurios, sobre los quarks, los gluones, así como las unificadas teorías de
campo, los monopolos magnéticos, la crisis de energía, ordenadores domésticos,
robots, la evolución puntuada, los oncogenes, y más y muchas más cosas...
Por lo tanto, ha llegado el momento de una nueva edición, la cuarta, y dado que para
cada edición siempre he cambiado el título, también lo hago ahora. Se tratará, pues,
de la Nueva guía de la ciencia.
isaac asimov
Nueva York 1984
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Capítulo primero
¿QUÉ ES LA CIENCIA?
Casi en su principio fue la curiosidad.
Curiosidad, el abrumador deseo de saber, algo que no es característico de la materia
muerta. Ni tampoco parece formar parte de algunas formas de organismos vivientes,
que, por toda clase de razones, podemos escasamente decidirnos a considerar vivas.
Un árbol no despliega curiosidad acerca de su medio ambiente en cualquier forma que
podamos reconocer, ni tampoco lo hace una esponja o una ostra. El viento, la lluvia,
las corrientes oceánicas le brindan lo que es necesario, y a partir de esto toman lo que
pueden. Si la posibilidad de los acontecimientos es tal que les aporta fuego, veneno,
depredadores o parásitos, mueren tan estoica y tan poco demostrativamente como
han vivido.
Sin embargo, ya muy pronto en el esquema de la vida algunos organismos
desarrollaron un movimiento independiente. Significó un tremendo avance en su
control del entorno. Un organismo que se mueve ya no tiene que aguardar con estólida
rigidez a que la comida vaya a su encuentro, sino que va tras los alimentos.
De este modo, entró en el mundo la aventura..., y la curiosidad. El individuo que
titubeó en la caza competitiva por los alimentos, que fue abiertamente conservador en
su investigación, se murió de hambre. Desde el principio, la curiosidad referente al
medio ambiente fue reforzada por el premio de la supervivencia.
El paramecio unicelular, que se mueve de forma investigadora, no poseía voliciones y
deseos conscientes, en el sentido en que nosotros los tenemos, pero constituyó un
impulso, incluso uno «simplemente» fisicoquímico, que tuvo como consecuencia que se
comportara como si investigase su medio ambiente en busca de comida o de
seguridad, o bien ambas cosas. Y este «acto de seguridad» es el que más fácilmente
reconocemos como inseparable de la clase de vida más afín a la nuestra.
A medida que los organismos se fueron haciendo más complicados, sus órganos
sensoriales se multiplicaron y se convirtieron a un tiempo en más complejos y en más
delicados. Más mensajes de una mayor variedad se recibieron de y acerca del medio
ambiente externo. Al mismo tiempo, se desarrolló (no podemos decir si como causa o
efecto) una creciente complejidad del sistema nervioso, ese instrumento viviente que
interpreta y almacena los datos recogidos por los órganos sensoriales.
El deseo de saber
Y con esto llegamos al punto en que la capacidad para recibir, almacenar e interpretar
los mensajes del mundo externo puede rebasar la pura necesidad. Un organismo
puede haber saciado momentáneamente su hambre y no tener tampoco, por el
momento, ningún peligro a la vista. ¿Qué hace entonces?
Tal vez dejarse caer en una especie de sopor, como la ostra. Sin embargo, al menos
los organismos superiores, siguen mostrando un claro instinto para explorar el medio
ambiente. Estéril curiosidad, podríamos decir. No obstante, aunque podamos burlarnos
de ella, también juzgamos la inteligencia en función de esta cualidad. El perro, en sus
momentos de ocio, olfatea acá y allá, elevando sus orejas al captar sonidos que
nosotros no somos capaces de percibir; y precisamente por esto es por lo que lo
consideramos más inteligente que el gato, el cual, en las mismas circunstancias, se
entrega a su aseo, o bien se relaja, se estira a su talante y dormita. Cuanto más
evolucionado es el cerebro, mayor es el impulso a explorar, mayor la «curiosidad
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excedente». El mono es sinónimo de curiosidad. El pequeño e inquieto cerebro de este
animal debe interesarse, y se interesa en realidad, por cualquier cosa que caiga en sus
manos. En este sentido, como en muchos otros, el hombre no es más que un
supermono.
El cerebro humano es la más estupenda masa de materia organizada del Universo
conocido, y su capacidad de recibir, organizar y almacenar datos supera ampliamente
los requerimientos ordinarios de la vida. Se ha calculado que, durante el transcurso de
su existencia, un ser humano puede llegar a recibir más de cien millones de datos de
información. Algunos creen que este total es mucho más elevado aún.
Precisamente este exceso de capacidad es causa de que nos ataque una enfermedad
sumamente dolorosa: el aburrimiento. Un ser humano colocado en una situación en la
que tiene oportunidad de utilizar su cerebro sólo para una mínima supervivencia,
experimentará gradualmente una diversidad de síntomas desagradables, y puede
llegar incluso hasta una grave desorganización mental.
Por tanto, lo que realmente importa, es que el ser humano sienta una intensa y
dominante curiosidad. Si carece de la oportunidad de satisfacerla en formas
inmediatamente útiles para él, lo hará por otros conductos, incluso en formas
censurables, para las cuales reservamos admoniciones tales como: «La curiosidad
mató el gato», o «Métase usted en sus asuntos».
La abrumadora fuerza de la curiosidad, incluso con el dolor como castigo, viene
reflejada en los mitos y leyendas. Entre los griegos corría la fábula de Pandora y su
caja. Pandora, la primera mujer, había recibido una caja, que tenía prohibido abrir.
Naturalmente, se apresuró a abrirla, y entonces vio en ella toda clase de espíritus: de
la enfermedad, el hambre, el odio y otros obsequios del Maligno, los cuales, al escapar,
asolaron el mundo desde entonces.
En la historia bíblica de la tentación de Eva, no cabe duda de que la serpiente tuvo la
tarea más fácil del mundo. En realidad podía haberse ahorrado sus palabras
tentadoras: la curiosidad de Eva la habría conducido a probar el fruto prohibido,
incluso sin tentación alguna. Si deseáramos interpretar alegóricamente este pasaje de
la Biblia, podríamos representar a Eva de pie bajo el árbol, con el fruto prohibido en la
mano, y la serpiente enrollada en torno a la rama podría llevar este letrero:
«Curiosidad.»
Aunque la curiosidad, como cualquier otro impulso humano, ha sido utilizada en forma
innoble —la invasión en la vida privada, que ha dado a la palabra su absorbente y
peyorativo sentido—, sigue siendo una de las más nobles propiedades de la mente
humana. En su definición más simple y pura es «el deseo de conocer».
Este deseo encuentra su primera expresión en respuestas a las necesidades prácticas
de la vida humana: cómo plantar y cultivar mejor las cosechas; cómo fabricar mejores
arcos y flechas; cómo tejer mejor el vestido, o sea, las «Artes Aplicadas». Pero, ¿qué
ocurre una vez dominadas estas tareas, comparativamente limitadas, o satisfechas las
necesidades prácticas? Inevitablemente, el deseo de conocer impulsa a realizar
actividades menos limitadas y más complejas.
Parece evidente que las «Bellas Artes» (destinadas sólo a satisfacer unas necesidades
de tipo espiritual) nacieron en la agonía del aburrimiento. Si nos lo proponemos, tal
vez podamos hallar fácilmente unos usos más pragmáticos y más nuevas excusas para
las Bellas Artes. Las pinturas y estatuillas fueron utilizadas, por ejemplo, como
amuletos de fertilidad y como símbolos religiosos. Pero no se puede evitar la sospecha
de que primero existieron estos objetos, y de que luego se les dio esta aplicación.
Decir que las Bellas Artes surgieron de un sentido de la belleza, puede equivaler
también a querer colocar el carro delante del caballo. Una vez que se hubieron
desarrollado las Bellas Artes, su extensión y refinamiento hacia la búsqueda de la
Belleza podría haber seguido como una consecuencia inevitable; pero aunque esto no
hubiera ocurrido, probablemente se habrían desarrollado también las Bellas Artes.
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Seguramente se anticiparon a cualquier posible necesidad o uso de las mismas.
Tengamos en cuenta, por ejemplo, como una posible causa de su nacimiento, la
elemental necesidad de tener ocupada la mente.
Pero lo que ocupa la mente de una forma satisfactoria no es sólo la creación de una
obra de arte, pues la contemplación o la apreciación de dicha obra brinda al espectador
un servicio similar. Una gran obra de arte es grande precisamente porque nos ofrece
una clase de estímulo que no podemos hallar en ninguna otra parte. Contiene
bastantes datos de la suficiente complejidad como para incitar al cerebro a esforzarse
en algo distinto de las necesidades usuales, y, a menos que se trate de una persona
desesperadamente arruinada por la estupidez o la rutina, este ejercicio es placentero.
Pero si la práctica de las Bellas Artes es una solución satisfactoria para el problema del
ocio, también tiene sus desventajas: requiere, además de una mente activa y
creadora, destreza física. También es interesante cultivar actividades que impliquen
sólo a la mente, sin el suplemento de un trabajo manual especializado. Y, por
supuesto, tal actividad es provechosa. Consiste en el cultivo del conocimiento por sí
mismo, no con objeto de hacer algo con él, sino por el propio placer de la causa.
Así, pues, el deseo de conocer parece conducir a una serie de sucesivos reinos cada
vez más etéreos y a una más eficiente ocupación de la mente, desde la facultad de
adquirir lo simplemente útil, hasta el conocimiento de lo estético, o sea, hasta el
conocimiento «puro».
Por sí mismo, el conocimiento busca sólo resolver cuestiones tales como «¿A qué
altura está el firmamento?», o «¿Por qué cae una piedra?». Esto es la curiosidad pura,
la curiosidad en su aspecto más estéril y, tal vez por ello, el más perentorio. Después
de todo, no sirve más que al aparente propósito de saber la altura a que está el cielo y
por qué caen las piedras. El sublime firmamento no acostumbra interferirse en los
asuntos corrientes de la vida, y, por lo que se refiere a la piedra, el saber por qué cae
no nos ayuda a esquivarla más diestramente o a suavizar su impacto en el caso de que
se nos venga encima. No obstante, siempre ha habido personas que se han interesado
por preguntas tan aparentemente inútiles y han tratado de contestarlas sólo con el
puro deseo de conocer, por la absoluta necesidad de mantener el cerebro trabajando.
El mejor método para enfrentarse con tales interrogantes consiste en elaborar una
respuesta estéticamente satisfactoria, respuesta que debe tener las suficientes
analogías con lo que ya se conoce como para ser comprensible y plausible. La
expresión «elaborar» es más bien gris y poco romántica. Los antiguos gustaban de
considerar el proceso del descubrimiento como la inspiración de las musas o la
revelación del cielo. En todo caso, fuese inspiración o revelación, o bien se tratara de
la clase de actividad creadora que desembocaba en el relato de leyendas, sus
explicaciones dependían, en gran medida, de la analogía. El rayo, destructivo y
terrorífico, sería lanzado, a fin de cuentas, como un arma, y a juzgar por el daño que
causa parece como si se tratara realmente de un arma arrojadiza, de inusitada
violencia. Semejante arma debe de ser lanzada por un ente proporcionado a la
potencia de la misma, y por eso el trueno se transforma en el martillo de Thor, y el
rayo en la centelleante lanza de Zeus. El arma sobrenatural es manejada siempre por
un hombre sobrenatural.
Así nació el mito. Las fuerzas de la Naturaleza fueron personificadas y deificadas. Los
mitos se interinfluyeron a lo largo de la Historia, y las sucesivas generaciones de
relatores los aumentaron y corrigieron, hasta que su origen quedó oscurecido. Algunos
degeneraron en agradables historietas (o en sus contrarias), en tanto que otras
ganaron un contenido ético lo suficientemente importante como para hacerlas
significativas dentro de la estructura de una religión mayor.
Con la mitología ocurre lo mismo que con el Arte, que puede ser pura o aplicada. Los
mitos se mantuvieron por su encanto estético, o bien se emplearon para usos físicos.
Por ejemplo, los primeros campesinos sintiéronse muy preocupados por el fenómeno
de la lluvia y por qué caía tan caprichosamente. La fertilizante lluvia representaba,
obviamente, una analogía con el acto sexual, y, personificando a ambos (cielo y
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tierra), el hombre halló una fácil interpretación del porqué llueve o no. Las diosas
terrenas, o el dios del cielo, podían estar halagados u ofendidos, según las
circunstancias. Una vez aceptado este mito, los campesinos encontraron una base
plausible para producir la lluvia. Literalmente, aplacando, con los ritos adecuados, al
dios enfurecido. Estos ritos pudieron muy bien ser de naturaleza orgiástica, en un
intento de influir con el ejemplo sobre el cielo y la tierra.
Los griegos
Los mitos griegos figuran entre los más bellos y sofisticados de nuestra herencia
literaria y cultural. Pero se da el caso de que los griegos fueron también quienes, a su
debido tiempo, introdujeron el camino opuesto de la observación del Universo, a saber,
la contemplación de éste como algo impersonal e inanimado. Para los creadores de
mitos, cada aspecto de la Naturaleza era esencialmente humano en su
imprevisibilidad. A pesar de la fuerza y la majestad de su personificación y de los
poderes que pudieron tener Zeus, o Marduk, u Odín, éstos se mostraban, también
como simples hombres, frívolos, caprichosos, emotivos, capaces de adoptar una
conducta violenta por razones fútiles, y susceptibles a los halagos infantiles. Mientras
el Universo estuviera bajo el control de unas deidades tan arbitrarias y de relaciones
tan imprevisibles, no había posibilidades de comprenderlo; sólo existía la remota
esperanza de aplacarlo. Pero, desde el nuevo punto de vista de los pensadores griegos
más tardíos, el Universo era una máquina gobernada por leyes inflexibles. Así, pues,
los filósofos griegos se entregaron desde entonces al excitante ejercicio intelectual de
tratar de descubrir hasta qué punto existían realmente leyes en la Naturaleza.
El primero en afrontar este empeño, según la tradición griega, fue Tales de Mileto
hacia el 600 a. de J.C. Aunque sea dudoso el enorme número de descubrimientos que
le atribuyó la posteridad, es muy posible que fuese el primero en llevar al mundo
helénico el abandonado conocimiento babilónico. Su hazaña más espectacular consistió
en predecir un eclipse para el año 585 a. de J.C., fenómeno que se produjo en la fecha
prevista.
Comprometidos en su ejercicio intelectual, los griegos presumieron, por supuesto, que
la Naturaleza jugaría limpio; ésta, si era investigada en la forma adecuada, mostraría
sus secretos, sin cambiar la posición o la actitud en mitad del juego. (Miles de años
más tarde, Albert Einstein expresó también esta creencia al afirmar: «Dios puede ser
sutil, pero no malicioso.») Por otra parte, creíase que las leyes naturales, cuando son
halladas, pueden ser comprensibles. Este optimismo de los griegos no ha abandonado
nunca a la raza humana.
Con la confianza en el juego limpio de la Naturaleza, el hombre necesitaba conseguir
un sistema ordenado para aprender la forma de determinar, a partir de los datos
observados, las leyes subyacentes. Progresar desde un punto hasta otro, estableciendo
líneas de argumentación, supone utilizar la «razón». Un individuo que razona puede
utilizar la «intuición» para guiarse en su búsqueda de respuestas, mas para apoyar su
teoría deberá confiar, al fin, en una lógica estricta. Para tomar un ejemplo simple: si el
coñac con agua, el whisky con agua, la vodka con agua o el ron con agua son brebajes
intoxicantes, puede uno llegar a la conclusión que el factor intoxicante debe ser el
ingrediente que estas bebidas tienen en común, o sea, el agua. Aunque existe cierto
error en este razonamiento, el fallo en la lógica no es inmediatamente obvio, y, en
casos más sutiles, el error puede ser, de hecho, muy difícil de descubrir.
El descubrimiento de los errores o falacias en el razonamiento ha ocupado a los
pensadores desde los tiempos griegos hasta la actualidad. Y por supuesto que
debemos los primeros fundamentos de la lógica sistemática a Aristóteles de Estagira,
el cual, en el siglo IV a. de J.C., fue el primero en resumir las reglas de un
razonamiento riguroso.
En el juego intelectual hombre-Naturaleza se dan tres premisas: La primera, recoger
las informaciones acerca de alguna faceta de la Naturaleza; la segunda, organizar
estas observaciones en un orden preestablecido. (La organización no las altera, sino
que se limita a colocarlas para hacerlas aprehensibles más fácilmente. Esto se ve claro,
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por ejemplo, en el juego del bridge, en el que, disponiendo la mano por palos y por
orden de valores, no se cambian las cartas ni se pone de manifiesto cuál será la mejor
forma de jugarlo, pero sí se facilita un juego lógico.) Y, finalmente, tenemos la tercera,
que consiste en deducir, de su orden preestablecido de observaciones, algunos
principios que la resuman.
Por ejemplo, podemos observar que el mármol se hunde en el agua, que la madera
flota, que el hierro se hunde, que una pluma flota, que el mercurio se hunde, que el
aceite de oliva flota, etc. Si ponemos en una lista todos los objetos que se hunden y en
otra todos los que flotan, y buscamos una característica que distinga a todos los
objetos de un grupo de los de otro, llegaremos a la conclusión de que los objetos
pesados se hunden en el agua, mientras que los ligeros flotan.
Esta nueva forma de estudiar el Universo fue denominada por los griegos Philosophia
(Filosofía), voz que significa «amor al conocimiento» o, en una traducción libre, «deseo
de conocer».
Geometría y Matemáticas
Los griegos consiguieron en Geometría sus éxitos más brillantes, éxitos que pueden
atribuirse, principalmente, a su desarrollo de dos técnicas: la abstracción y la
generalización.
Veamos un ejemplo: Los agrimensores egipcios habían hallado un sistema práctico de
obtener un ángulo recto: dividían una cuerda en 12 partes iguales y formaban un
triángulo, en el cual, tres partes de la cuerda constituían un lado; cuatro partes, otro,
y cinco partes, el tercero (el ángulo recto se constituía cuando el lado de tres unidades
se unía con el de cuatro). No existe ninguna información acerca de cómo descubrieron
este método los egipcios, y, aparentemente, su interés no fue más allá de esta
utilización. Pero los curiosos griegos siguieron esta senda e investigaron por qué tal
triángulo debía contener un ángulo recto. En el curso de sus análisis llegaron a
descubrir que, en sí misma, la construcción física era solamente incidental; no
importaba que el triángulo estuviera hecho de cuerda, o de lino, o de tablillas de
madera. Era simplemente una propiedad de las «líneas rectas», que se cortaban
formando ángulos. Al concebir líneas rectas ideales independientes de toda
comprobación física y que pudieran existir sólo en la mente, dieron origen al método
llamado abstracción, que consiste en despreciar los aspectos no esenciales de un
problema y considerar sólo las propiedades necesarias para la solución del mismo.
Los geómetras griegos dieron otro paso adelante al buscar soluciones generales para
las distintas clases de problemas, en lugar de tratar por separado cada uno de ellos.
Por ejemplo, se pudo descubrir, gracias a la experiencia, que un ángulo recto aparece
no sólo en los triángulos que tienen lados de 3, 4 y 5 m de longitud, sino también en
los de 5, 12 y 13 y en los de 7, 24 y 25 m. Pero éstos eran sólo números, sin ningún
significado. ¿Podría hallarse alguna propiedad común que describiera todos los
triángulos rectángulos? Mediante detenidos razonamientos, los griegos demostraron
que un triángulo era rectángulo únicamente en el caso de que las longitudes de los
lados estuvieran en relación de x2 + y2 = z2, donde z es la longitud del lado más largo.
El ángulo recto se formaba al unirse los lados de longitud x. e y. Por este motivo, para
el triángulo con lados de 3, 4 y 5 m, al elevar al cuadrado su longitud daba por
resultado 9 + 16 = 25. Y al hacer lo mismo con los de 5, 12 y 13, se tenía 25 + 144 =
169. Y, por último, procediendo de idéntica forma con los de 7, 24 y 25, se obtenía 49
+ 576 = 625. Éstos son únicamente tres casos de entre una infinita posibilidad de
ellos, y, como tales, intrascendentes. Lo que intrigaba a los griegos era el
descubrimiento de una prueba de que la relación debía satisfacerse en todos los casos.
Y prosiguieron el estudio de la Geometría como un medio sutil para descubrir y
formular generalizaciones.
Varios matemáticos griegos aportaron pruebas de las estrechas relaciones que existían
entre las líneas y los puntos de las figuras geométricas. La que se refería al triángulo
rectángulo fue, según la opinión general, elaborada por Pitágoras de Samos hacia el
525 a. de J.C., por lo que aún se llama, en su honor, teorema de Pitágoras.
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Aproximadamente en el año 300 a. de J.C., Euclides recopiló los teoremas
matemáticos conocidos en su tiempo y los dispuso en un orden razonable, de forma
que cada uno pudiera demostrarse utilizando teoremas previamente demostrados.
Como es natural, este sistema se remontaba siempre a algo indemostrable: si cada
teorema tenía que ser probado con ayuda de otro ya demostrado, ¿cómo podría
demostrarse el teorema número 1? La solución consistió en empezar por establecer
unas verdades tan obvias y aceptables por todos, que no necesitaran su demostración.
Tal afirmación fue llamada «axioma». Euclides procuró reducir a unas cuantas
afirmaciones simples los axiomas aceptados hasta entonces. Sólo con estos axiomas
pudo construir el intrincado y maravilloso sistema de la geometría euclídea. Nunca con
tan poco se construyó tanto y tan correctamente, por lo que, como recompensa, el
libro de texto de Euclides ha permanecido en uso, apenas con la menor modificación,
durante más de 2.000 años.
El proceso deductivo
Elaborar un cuerpo doctrinal como consecuencia inevitable de una serie de axiomas
(«deducción») es un juego atractivo. Los griegos, alentados por los éxitos de su
Geometría, se entusiasmaron con él hasta el punto de cometer dos serios errores.
En primer lugar, llegaron a considerar la deducción como el único medio respetable de
alcanzar el conocimiento. Tenían plena conciencia de que, para ciertos tipos de
conocimiento, la deducción resultaba inadecuada; por ejemplo, la distancia desde
Corinto a Atenas no podía ser deducida a partir de principios abstractos, sino que
forzosamente tenía que ser medida. Los griegos no tenían inconveniente en observar
la Naturaleza cuando era necesario. No obstante, siempre se avergonzaron de esta
necesidad, y consideraban que el conocimiento más excelso era simplemente el
elaborado por la actividad mental. Tendieron a subestimar aquel conocimiento que
estaba demasiado directamente implicado en la vida diaria. Según se dice, un alumno
de Platón, mientras recibía instrucción matemática de su maestro, preguntó al final,
impacientemente:
—Mas, ¿para qué sirve todo esto?
Platón, muy ofendido, llamó a un esclavo y le ordenó que entregara una moneda al
estudiante.
—Ahora —dijo— no podrás decir que tu instrucción no ha servido en realidad para
nada.
Y, con ello, el estudiante fue despedido.
Existe la creencia general de que este sublime punto de vista surgió como
consecuencia de la cultura esclavista de los griegos, en la cual todos los asuntos
prácticos quedaban confiados a los sirvientes. Tal vez sea cierto, pero yo me inclino
por el punto de vista según el cual los griegos sentían y practicaban la Filosofía como
un deporte, un juego intelectual. Consideramos al aficionado a los deportes como a un
caballero, socialmente superior al profesional que vive de ellos. Dentro de este
concepto de la puridad, tomamos precauciones casi ridículas para asegurarnos de que
los participantes en los Juegos Olímpicos están libres de toda mácula de
profesionalismo. De forma similar, la racionalización griega por el «culto a lo inútil»
puede haberse basado en la impresión de que el hecho de admitir que el conocimiento
mundano —tal como la distancia desde Atenas a Corinto— nos introduce en el
conocimiento abstracto, era como aceptar que la imperfección nos lleva al Edén de la
verdadera Filosofía. No obstante la racionalización, los pensadores griegos se vieron
seriamente limitados por esta actitud. Grecia no fue estéril por lo que se refiere a
contribuciones prácticas a la civilización, pese a lo cual, hasta su máximo ingeniero,
Arquímedes de Siracusa, rehusó escribir acerca de sus investigaciones prácticas y
descubrimientos; para mantener su status de aficionado, transmitió sus hallazgos sólo
en forma de Matemáticas puras. Y la carencia de interés por las cosas terrenas —en la
invención, en el experimento y en el estudio de la Naturaleza— fue sólo uno de los
factores que limitó el pensamiento griego. El énfasis puesto por los griegos sobre el
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estudio puramente abstracto y formal —en realidad, sus éxitos en Geometría— los
condujo a su segundo gran error y, eventualmente, a la desaparición final.
Seducidos por el éxito de los axiomas en el desarrollo de un sistema geométrico, los
griegos llegaron a considerarlos como «verdades absolutas» y a suponer que otras
ramas del conocimiento podrían desarrollarse a partir de similares «verdades
absolutas». Por este motivo, en la Astronomía tomaron como axiomas las nociones de
que: 1) La Tierra era inmóvil y, al mismo tiempo, el centro del Universo. 2) En tanto
que la Tierra era corrupta e imperfecta, los cielos eran eternos, inmutables y perfectos.
Dado que los griegos consideraban el círculo como la curva perfecta, y teniendo en
cuenta que los cielos eran también perfectos, dedujeron que todos los cuerpos celestes
debían moverse formando círculos alrededor de la Tierra. Con el tiempo, sus
observaciones (procedentes de la navegación y del calendario) mostraron que los
planetas no se movían en círculos perfectos y, por tanto, se vieron obligados a
considerar que realizaban tales movimientos en combinaciones cada vez más
complicadas de círculos, lo cual fue formulado, como un sistema excesivamente
complejo, por Claudio Ptolomeo, en Alejandría, hacia el 150 de nuestra Era. De forma
similar, Aristóteles elaboró caprichosas teorías acerca del movimiento a partir de
axiomas «evidentes por sí mismos», tales como la afirmación de que la velocidad de
caída de un objeto era proporcional a su peso. (Cualquiera podía ver que una piedra
caía más rápidamente que una pluma.)
Así, con este culto a la deducción partiendo de los axiomas evidentes por sí mismos, se
corría el peligro de llegar a un callejón sin salida. Una vez los griegos hubieron hecho
todas las posibles deducciones a partir de los axiomas, parecieron quedar fuera de
toda duda ulteriores descubrimientos importantes en Matemáticas o Astronomía. El
conocimiento filosófico se mostraba completo y perfecto, y, durante cerca de 2.000
años después de la Edad de Oro de los griegos, cuando se planteaban cuestiones
referentes al Universo material, tendíase a zanjar los asuntos a satisfacción de todo el
mundo mediante la fórmula: «Aristóteles dice...», o «Euclides afirma...».
El Renacimiento y Copémico
Una vez resueltos los problemas de las Matemáticas y la Astronomía, los griegos
irrumpieron en campos más sutiles y desafiantes del conocimiento. Uno de ellos fue el
referente al alma humana.
Platón sintióse más profundamente interesado por cuestiones tales como: «¿Qué es la
justicia?», o «¿Qué es la virtud?», antes que por los relativos al hecho de por qué caía
la lluvia o cómo se movían los planetas. Como supremo filósofo moral de Grecia,
superó a Aristóteles, el supremo filósofo natural. Los pensadores griegos del período
romano se sintieron también atraídos, con creciente intensidad, hacia las sutiles
delicadezas de la Filosofía moral, y alejados de la aparente esterilidad de la Filosofía
natural. El último desarrollo en la Filosofía antigua fue un excesivamente místico
«neoplatonismo», formulado por Plotino hacia el 250 de nuestra Era.
El cristianismo, al centrar la atención sobre la naturaleza de Dios y su relación con el
hombre, introdujo una dimensión completamente nueva en la materia objeto de la
Filosofía moral, e incrementó su superioridad sobre la Filosofía natural, al conferirle
rango intelectual. Desde el año 200 hasta el 1200 de nuestra Era, los europeos se
rigieron casi exclusivamente por la Filosofía moral, en particular, por la Teología. La
Filosofía natural fue casi literalmente olvidada.
No obstante, los árabes consiguieron preservar a Aristóteles y Ptolomeo a través de la
Edad Media, y, gracias a ellos, la Filosofía natural griega, eventualmente filtrada, volvió
a la Europa Occidental. En el año 1200 fue redescubierto Aristóteles. Adicionales
inspiraciones llegaron del agonizante Imperio bizantino, el cual fue la última región
europea que mantuvo una continua tradición cultural desde los tiempos de esplendor
de Grecia.
La primera y más natural consecuencia del redescubrimiento de Aristóteles fue la
aplicación de su sistema de lógica y razón a la Teología. Alrededor del 1250, el teólogo
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italiano Tomás de Aquino estableció el sistema llamado «tomismo», basado en los
principios aristotélicos, el cual representa aún la Teología básica de la Iglesia Católica
Romana. Pero los hombres empezaron también pronto a aplicar el resurgimiento del
pensamiento griego a campos más pragmáticos.
Debido a que los maestros del Renacimiento trasladaron el centro de atención de los
temas teológicos a los logros de la Humanidad, fueron llamados «humanistas», y el
estudio de la Literatura, el Arte y la Historia es todavía conocido con el nombre
conjunto de «Humanidades».
Los pensadores del Renacimiento aportaron una perspectiva nueva a la Filosofía
natural de los griegos, perspectiva no demasiado satisfactoria para los viejos puntos de
vista. En 1543, el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publicó un libro en el que fue
tan lejos que llegó incluso a rechazar un axioma básico de la Astronomía. Afirmó que el
Sol, y no la Tierra, debía de ser considerado como el centro del Universo. (Sin
embargo, mantenía aún la noción de las órbitas circulares para la Tierra y los demás
planetas.) Este nuevo axioma permitía una explicación mucho más simple de los
movimientos observados en los cuerpos celestes. Ya que el axioma de Copérnico
referente a una Tierra en movimiento era mucho menos «evidente por sí mismo» que
el axioma griego de una Tierra inmóvil, no es sorprendente que transcurriera casi un
siglo antes de que fuera aceptada la teoría de Copérnico.
En cierto sentido, el sistema copernicano no representaba un cambio crucial. Copérnico
se había limitado a cambiar axiomas; y Aristarco de Samos había anticipado ya este
cambio, referente al Sol como centro, 2.000 años antes. Pero téngase en cuenta que
cambiar un axioma no es algo sin importancia. Cuando los matemáticos del siglo XIX
cambiaron los axiomas de Euclides y desarrollaron «geometrías no euclídeas» basadas
en otras premisas, influyeron más profundamente el pensamiento en muchos aspectos.
Hoy, la verdadera historia y forma del Universo sigue más las directrices de una
geometría no euclídea (la de Riemann) que las de la «evidente» geometría de Euclides.
Pero la revolución iniciada por Copérnico suponía no sólo un cambio de los axiomas,
sino que representaba también un enfoque totalmente nuevo de la Naturaleza. Paladín
en esta revolución fue el italiano Galileo Galilei.
Experimentación e inducción
Por muchas razones los griegos se habían sentido satisfechos al aceptar los hechos
«obvios» de la Naturaleza como puntos de partida para su razonamiento. No existe
ninguna noticia relativa a que Aristóteles dejara caer dos piedras de distinto peso, para
demostrar su teoría de que la velocidad de caída de un objeto era proporcional a su
peso. A los griegos les pareció irrelevante este experimento. Se interfería en la belleza
de la pura deducción y se alejaba de ella. Por otra parte, si un experimento no estaba
de acuerdo con una deducción, ¿podía uno estar cierto de que el experimento se había
realizado correctamente? Era plausible que el imperfecto mundo de la realidad hubiese
de encajar completamente en el mundo perfecto de las ideas abstractas, y si ello no
ocurría, ¿debía ajustarse lo perfecto a las exigencias de lo imperfecto? Demostrar una
teoría perfecta con instrumentos imperfectos no interesó a los filósofos griegos como
una forma válida de adquirir el conocimiento.
La experimentación empezó a hacerse filosóficamente respetable en Europa con la
aportación de filósofos tales como Roger Bacon (un contemporáneo de Tomás de
Aquino) y su ulterior homónimo Francis Bacon. Pero fue Galileo quien acabó con tal
teoría de los griegos y efectuó la revolución. Era un lógico convincente y genial
publicista. Describía sus experimentos y sus puntos de vista de forma tan clara y
espectacular, que conquistó a la comunidad erudita europea. Y sus métodos fueron
aceptados, junto con sus resultados.
Según las historias más conocidas acerca de su persona, Galileo puso a prueba las
teorías aristotélicas de la caída de los cuerpos consultando la cuestión directamente a
partir de la Naturaleza y de una forma cuya respuesta pudo escuchar toda Europa. Se
afirma que subió a la cima de la torre inclinada de Pisa y dejó caer una esfera de 5
kilos de peso, junto con otra esfera de medio kilo; el impacto de las dos bolas al
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golpear la tierra a la vez terminó con los físicos aristotélicos.
Galileo no realizó probablemente este singular experimento, pero el hecho es tan
propio de sus espectaculares métodos, que no debe extrañar que fuese creído a través
de los siglos.
Galileo debió, sin duda, de echar a rodar las bolas hacia abajo sobre planos inclinados,
para medir la distancia que cubrían aquéllas en unos tiempos dados. Fue el primero en
realizar experimentos cronometrados y en utilizar la medición de una forma
sistemática.
Su revolución consistió en situar la «inducción» por encima de la deducción, como el
método lógico de la Ciencia. En lugar de deducir conclusiones a partir de una supuesta
serie de generalizaciones, el método inductivo toma como punto de partida las
observaciones, de las que deriva generalizaciones (axiomas, si lo preferimos así). Por
supuesto que hasta los griegos obtuvieron sus axiomas a partir de la observación; el
axioma de Euclides según el cual la línea recta es la distancia más corta entre dos
puntos, fue un juicio intuitivo basado en la experiencia. Pero en tanto que el filósofo
griego minimizó el papel desempeñado por la inducción, el científico moderno
considera ésta como el proceso esencial de la adquisición del conocimiento, como la
única forma de justificar las generalizaciones. Además, concluye que no puede
sostenerse ninguna generalización, a menos que sea comprobada una y otra vez por
nuevos y más nuevos experimentos, es decir, si resiste los embates de un proceso de
inducción siempre renovada.
Este punto de vista general es exactamente lo opuesto al de los griegos. Lejos de ver
el mundo real como una representación imperfecta de la verdad ideal, nosotros
consideramos las generalizaciones sólo como representaciones imperfectas del mundo
real. Sea cual fuere el número de pruebas inductivas de una generalización, ésta podrá
ser completa y absolutamente válida. Y aunque millones de observadores tiendan a
afirmar una generalización, una sola observación que la contradijera o mostrase su
inconsistencia, debería inducir a modificarla. Y sin que importe las veces que una teoría
haya resistido las pruebas de forma satisfactoria, no puede existir ninguna certeza de
que no será destruida por la observación siguiente.
Por tanto, ésta es la piedra angular de la moderna Filosofía de la Naturaleza. Significa
que no hay que enorgullecerse de haber alcanzado la última verdad. De hecho, la frase
«última verdad» se transforma en una expresión carente de significado, ya que no
existe por ahora ninguna forma que permita realizar suficientes observaciones como
para alcanzar la verdad cierta, y, por tanto, «última». Los filósofos griegos no habían
reconocido tal limitación. Además, afirmaban que no existía dificultad alguna en aplicar
exactamente el mismo método de razonamiento a la cuestión: «¿Qué es la justicia?»,
que a la pregunta: «¿Qué es la materia?» Por su parte, la Ciencia moderna establece
una clara distinción entre ambos tipos de interrogantes. El método inductivo no puede
hacer generalizaciones acerca de lo que no puede observar, y, dado que la naturaleza
del alma humana, por ejemplo, no es observable todavía por ningún método directo, el
asunto queda fuera de la esfera del método inductivo.
La victoria de la Ciencia moderna no fue completa hasta que estableció un principio
más esencial, o sea, el intercambio de información libre y cooperador entre todos los
científicos. A pesar de que esta necesidad nos parece ahora evidente, no lo era tanto
para los filósofos de la Antigüedad y para los de los tipos medievales. Los pitagóricos
de la Grecia clásica formaban una sociedad secreta, que guardaba celosamente para sí
sus descubrimientos matemáticos. Los alquimistas de la Edad Media hacían
deliberadamente oscuros sus escritos para mantener sus llamados «hallazgos» en el
interior de un círculo lo más pequeño y reducido posible. En el siglo XVI, el matemático
italiano Nicoló Tartaglia, quien descubrió un método para resolver ecuaciones de tercer
grado, no consideró inconveniente tratar de mantener su secreto. Cuando Jerónimo
Cardano, un joven matemático, descubrió el secreto de Tartaglia y lo publicó como
propio, Tartaglia, naturalmente, sintióse ultrajado, pero aparte la traición de Cardano
al reclamar el éxito para él mismo, en realidad mostróse correcto al manifestar que un
descubrimiento de este tipo tenía que ser publicado.
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Hoy no se considera como tal ningún descubrimiento científico si se mantiene en
secreto. El químico inglés Robert Boyle, un siglo después de Tartaglia y Cardano,
subrayó la importancia de publicar con el máximo detalle todas las observaciones
científicas. Además, una observación o un descubrimiento nuevo no tiene realmente
validez, aunque se haya publicado, hasta que por lo menos otro investigador haya
repetido y «confirmado» la observación. Hoy la Ciencia no es el producto de los
individuos aislados, sino de la «comunidad científica».
Uno de los primeros grupos —y, sin duda, el más famoso— en representar tal
comunidad científica fue la «Royal Society of London for Improving Natural
Knowledge» (Real Sociedad de Londres para el Desarrollo del Conocimiento Natural),
conocida en todo el mundo, simplemente, por «Royal Society». Nació, hacia 1645, a
partir de reuniones informales de un grupo de caballeros interesados en los nuevos
métodos científicos introducidos por Galileo. En 1660, la «Society» fue reconocida
formalmente por el rey Carlos II de Inglaterra.
Los miembros de la «Royal Society» se reunían para discutir abiertamente sus
hallazgos y descubrimientos, escribían artículos —más en inglés que en latín— y
proseguían animosamente sus experimentos. Sin embargo, se mantuvieron a la
defensiva hasta bien superado el siglo XVII. La actitud de muchos de sus
contemporáneos eruditos podría ser representada con un dibujo, en cierto modo de
factura moderna, que mostrase las sublimes figuras de Pitágoras, Euclides y Aristóteles
mirando altivamente hacia abajo, a unos niños jugando a las canicas y cuyo título
fuera: «La Royal Society.»
Esta mentalidad cambió gracias a la obra de Isaac Newton, el cual fue nombrado
miembro de la «Society». A partir de las observaciones y conclusiones de Galileo, del
astrónomo danés Tycho Brahe y del astrónomo alemán Johannes Kepler —quien había
descrito la naturaleza elíptica de las órbitas de los planetas—, Newton llegó, por
inducción, a sus tres leyes simples de movimiento y a su mayor generalización
fundamental: ley de la gravitación universal. El mundo erudito quedó tan impresionado
por este descubrimiento, que Newton fue idolatrado, casi deificado, ya en vida. Este
nuevo y majestuoso Universo, construido sobre la base de unas pocas y simples
presunciones, hacía aparecer ahora a los filósofos griegos como muchachos jugando
con canicas. La revolución que iniciara Galileo a principios del siglo XVII, fue
completada, espectacularmente, por Newton, a finales del mismo siglo.
Ciencia moderna
Sería agradable poder afirmar que la Ciencia y el hombre han vivido felizmente juntos
desde entonces. Pero la verdad es que las dificultades que oponían a ambos estaban
sólo en sus comienzos. Mientras la Ciencia fue deductiva, la Filosofía natural pudo
formar parte de la cultura general de todo hombre educado. Pero la Ciencia inductiva
representaba una labor inmensa, de observación, estudio y análisis. Y dejó de ser un
juego para aficionados. Así, la complejidad de la Ciencia se intensificó con las décadas.
Durante el siglo posterior a Newton, era posible todavía, para un hombre de grandes
dotes, dominar todos los campos del conocimiento científico. Pero esto resultó algo
enteramente impracticable a partir de 1800. A medida que avanzó el tiempo, cada vez
fue más necesario para el científico limitarse a una parte del saber, si deseaba
profundizar intensamente en él. Se impuso la especialización en la Ciencia, debido a su
propio e inexorable crecimiento. Y con cada generación de científicos, esta
especialización fue creciendo e intensificándose cada vez más.
Las comunicaciones de los científicos referentes a su trabajo individual nunca han sido
tan copiosas ni tan incomprensibles para los profanos. Se ha establecido un léxico de
entendimiento válido sólo para los especialistas. Esto ha supuesto un grave obstáculo
para la propia Ciencia, para los adelantos básicos en el conocimiento científico, que, a
menudo, son producto de la mutua fertilización de los conocimientos de las diferentes
especialidades. Y, lo cual es más lamentable aún, la Ciencia ha perdido
progresivamente contacto con los profanos. En tales circunstancias, los científicos han
llegado a ser contemplados casi como magos y temidos, en lugar de admirados. Y la
impresión de que la Ciencia es algo mágico e incomprensible, alcanzable sólo por unos
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cuantos elegidos, sospechosamente distintos de la especie humana corriente, ha
llevado a muchos jóvenes a apartarse del camino científico.
Desde la Segunda Guerra Mundial, han aparecido entre los jóvenes unos fuertes
sentimientos de abierta hostilidad, incluso entre los educados en las Universidades.
Nuestra sociedad industrializada se basa en los específicos descubrimientos de los dos
últimos siglos, y nuestra sociedad considera que está acosada por los indeseables
efectos secundarios de su auténtico éxito.
La mejora de las técnicas médicas ha aportado un desbocado incremento de población,
de industrias químicas y de motores de combustión interna, que están mancillando
nuestra agua y nuestro aire, mientras que la demanda de materias primas y de
energía está vaciando y destruyendo la corteza terrestre. Y todo esto es fácilmente
achacado a la «Ciencia» y a los «científicos» por aquellos que no acaban de entender
que cualquier conocimiento puede crear problemas, y no es a través de la ignorancia
como se resolverán.
Sin embargo, la ciencia moderna no debe ser necesariamente un misterio tan cerrado
para los no científicos. Podría hacerse mucho para salvar el abismo si los científicos
aceptaran la responsabilidad de la comunicación —explicando lo realizado en sus
propios campos de trabajo, de una forma tan simple y extensa como fuera posible— y
si, por su parte, los no científicos aceptaran la responsabilidad de prestar atención.
Para apreciar satisfactoriamente los logros en un determinado campo de la Ciencia, no
es preciso tener un conocimiento total de la misma. A fin de cuentas, no se ha de ser
capaz de escribir una gran obra literaria para poder apreciar a Shakespeare. Escuchar
con placer una sinfonía de Beethoven no requiere, por parte del oyente, la capacidad
de componer una pieza equivalente. Por el mismo motivo, se puede incluso sentir
placer en los hallazgos de la Ciencia, aunque no se haya tenido ninguna inclinación a
sumergirse en el trabajo científico creador.
Pero —podríamos preguntarnos— ¿qué se puede hacer en este sentido? La primera
respuesta es la de que uno no puede realmente sentirse a gusto en el mundo
moderno, a menos que tenga alguna noción inteligente de lo que trata de conseguir la
Ciencia. Pero, además, la iniciación en el maravilloso mundo de la Ciencia causa gran
placer estético, inspira a la juventud, satisface el deseo de conocer y permite apreciar
las magníficas potencialidades y logros de la mente humana.
Sólo teniendo esto presente, emprendí la redacción de este libro.
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Primera parte
CIENCIAS FÍSICAS
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