Los actínidos
Como una recompensa a los químicos y físicos por descifrar el misterio de las tierras
raras, los nuevos conocimientos proporcionaron la clave de la Química de los
elementos situados al final de la tabla periódica, incluyendo los creados por el hombre.
Esta serie de elementos pesados empiezan con el actinio, número 89. En la tabla está
situado debajo del lantano. El actinio tiene 2 electrones en la capa Q, del mismo modo
que el lantano tiene otros 2 en la capa P. El electrón 89 y último del actinio pasa a
ocupar la capa P, del mismo modo que el 57 y último del lantano ocupa la capa O.
Ahora se plantea este interrogante: Los elementos situados detrás del actinio, ¿siguen
añadiendo electrones a la capa P y convirtiéndose así en elementos usuales de
transición? ¿O, por el contrario, se comportan como los elementos situados detrás del
lantano, cuyos electrones descienden para completar la subcapa omitida situada
debajo? Si ocurre esto, el actinio puede ser el comienzo de una nueva serie de
«metales de tierras raras».
Los elementos naturales de esta serie son el actinio, el torio, el protactinio y el uranio.
No fueron ampliamente estudiados hasta 1940. Lo poco que se sabía sobre su química
sugería que se trataba de elementos usuales de transición. Pero cuando se añadieron a
la lista los elementos neptunio y plutonio —elaborados por el hombre— y se estudiaron
detenidamente, mostraron un gran parecido químico con el uranio. Glenn Seaborg fue
urgido a proponer que los elementos pesados estaban, de hecho, siguiendo la pauta
lantánida y llenando y llenando el cuarto subhueco sin llenar del hueco O. Con el
laurencio se ha ocupado este subhueco, y los quince actínidos existen, en perfecta
analogía con los quince lantánidos. Una confirmación importante es que la
cromatografía de intercambios de iones separa los actínidos en la misma forma que
separa los lantánidos.
Los elementos 104 (ruterfordio) y 105 (hahnio) son transactínidos y, los químicos
están del todo seguros al respecto, aparecen por debajo del hafnio y tantalio, los dos
elementos que siguen a los lantánidos.
LOS GASES
Desde los comienzos de la Química se reconoció que podían existir muchas sustancias
en forma de gas, líquido o sólido, según la temperatura. El agua es el ejemplo más
común: a muy baja temperatura se transforma en hielo sólido, y si se calienta mucho,
en vapor gaseoso. Van Helmont —el primero en emplear la palabra «gas»— recalcó la
diferencia que existe entre las sustancias que son gases a temperaturas usuales, como
el anhídrido carbónico, y aquellas que, al igual que el vapor, son gases sólo a elevadas
temperaturas. Llamó «vapores» a estos últimos, por lo cual seguimos hablando «de
vapor de agua», no de «gas de agua».
El estudio de los gases o vapores siguió fascinando a los químicos, en parte porque les
permitía dedicarse a estudios cuantitativos. Las leyes que determinan su conducta son
más simples y fáciles de establecer que las que gobiernan el comportamiento de los
líquidos y los sólidos.
Licuefacción
En 1787, el físico francés Jacques-Alexandre-César Charles descubrió que, cuando se
enfriaba un gas, cada grado de enfriamiento determinaba una contracción de su
volumen aproximadamente igual a 1/273 del volumen que el mismo gas tenía a 0° C,
y, a la inversa, cada grado de calentamiento provocaba una expansión del mismo
valor. La expansión debida al calor no planteaba dificultades lógicas; pero si
continuaba la disminución de volumen de acuerdo con la ley de Charles (tal como se la
conoce hoy), al llegar a los -273° C, el gas desaparecería. Esta paradoja no pareció
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preocupar demasiado a los químicos, pues se daban cuenta de que la ley de Charles no
podía permanecer inmutable hasta llegar a temperaturas tan bajas, y, por otra parte,
no tenían medio alguno de conseguir temperaturas lo suficientemente bajas como para
ver lo que sucedía.
El desarrollo de la teoría atómica —que describía los gases como grupos de
moléculas— presentó la situación en unos términos completamente nuevos. Entonces
empezó a considerarse que el volumen dependía de la velocidad de las moléculas.
Cuanto más elevada fuese la temperatura, a tanta mayor velocidad se moverían, más
«espacio necesitarían para moverse» y mayor sería el volumen. Por el contrario,
cuanto más baja fuese la temperatura, más lentamente se moverían, menos espacio
necesitarían y menor sería el volumen. En la década de 1860, el físico británico William
Thomson —que alcanzó la dignidad de par, como Lord Kelvin— sugirió que el contenido
medio de energía de las moléculas era lo que disminuía en un índice del 1/273 por
cada grado de enfriamiento. Si bien no podía esperarse que el volumen desapareciera
por completo, la energía sí podía hacerlo. Según Thomson, a -273° C, la energía de las
moléculas descendería hasta cero, y éstas permanecerían inmóviles. Por tanto, -273°
C debe de ser la temperatura más baja posible. Así, pues, esta temperatura
(establecida actualmente en -273,16° C, según mediciones más modernas) sería el
«cero absoluto», o, como se dice a menudo, el «cero Kelvin». En esta escala absoluta,
el punto de fusión del hielo es de 273 °K. En la figura 6.4 se representan las escalas
Fahrenheit, centígrada y Kelvin.
Este punto de vista hace aún más seguro que los gases se licuefactarían a medida que
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se aproximase el cero absoluto.
Con incluso menos energía disponible, las moléculas de gas requerirían tan poco sitio
que se colapsarían unas en otras y entrarían en contacto. En otras palabras, se
convertirían en líquidos, puesto que las propiedades de los líquidos se explican al
suponer que consisten en moléculas en líquido, pero que las moléculas contienen aún
energía suficiente como para deslizarse y quedar libres por encima, por debajo y para
pasarse unas a otras. Por esta razón, los líquidos pueden verterse y cambiar fácilmente
de forma para adaptarse a un recipiente en particular.
A medida que la energía continúa decreciendo con el descenso de la temperatura, las
moléculas llegarán a poseer tan poco espacio para abrirse paso las unas a las otras, e
incluso para ocupar alguna posición fijada en la que vibrar, que no pueden moverse.
En otras palabras, el líquido se ha helado y convertido en sólido. Así le pareció claro a
Kelvin que, a medida que uno se aproximaba al cero absoluto, todos los gases no sólo
se licuefactarían sino que se congelarían.
Naturalmente, entre los químicos existía un deseo de demostrar lo exacto de la
sugerencia de Kelvin, haciendo descender la temperatura hasta el punto donde todos
los gases se licuefactarían en primer lugar, y luego se congelarían, de la forma en que
se consigue el cero absoluto. (Existe aquí algo respecto de un horizonte lejano que
llama para su conquista.)
Los científicos habían estado explorando los extremos del frío mucho antes de que
Kelvin hubiese definido el último objetivo. Michael Faraday descubrió que, incluso a
temperaturas ordinarias, algunos gases se licuefacían bajo presión. Empleó un fuerte
tubo de vidrio inclinado en forma de bumerán. En el extremo cerrado, colocó una
sustancia que podría contener el gas tras el que iba. Luego, cerró el extremo abierto.
El extremo con la materia sólida lo situó en agua caliente, con lo que se liberó el gas
en una cantidad cada vez más creciente, y, puesto que el gas se hallaba confinado
dentro del tubo, desarrolló una presión cada vez mayor. El otro extremo del tubo lo
mantuvo Faraday en un cubilete lleno de hielo picado. En ese extremo, el gas se
hallaría sometido tanto a una presión elevada como a baja temperatura, y se licuaría.
En 1823, Faraday licuefacto de esta forma el gas cloro. El punto normal de licuefacción
del cloro es de -34,5° C (238,7° K).
En 1835, un químico francés, C. S. A. Thilorier, empleó el método de Faraday para
formar dióxido de carbono líquido bajo presión, empleando cilindros metálicos, que
podrían soportar mayores presiones que los tubos de vidrio. Preparó dióxido de
carbono líquido en considerable cantidad y luego lo dejó escapar del tubo a través de
una estrecha boquilla.
Naturalmente, en esas condiciones, el dióxido de carbono líquido, expuesto a las
temperaturas normales se evaporaría con rapidez. Cuando un líquido se evapora, sus
moléculas se separan de aquellas de las que está rodeado, a fin de convertirse en
entidades singulares que se muevan con libertad. Las moléculas de un líquido tienen
una fuerza de atracción entre sí, y el conseguir liberarse de la atracción es algo que
requiere energía. Si la evaporación es rápida, no hay tiempo para que suficiente
energía (en forma de calor) entre en el sistema, y la única restante fuente de energía
para alimentar la evaporación es el líquido en sí. Por tanto, cuando el líquido se
evapora rápidamente, la temperatura del líquido residual disminuye.
(Este fenómeno es algo experimentado por nosotros, puesto que el cuerpo humano
siempre transpira ligeramente, y la evaporación de la fina capa de agua de nuestra piel
retira calor de esa piel y nos mantiene frescos. Cuanto más calor hace, como es
natural, más sudamos, y si el aire es húmedo y esa evaporación no puede tener lugar,
la transpiración se recoge en nuestro cuerpo y nos llegamos a sentir incluso
incómodos. El ejercicio, al multiplicar las reacciones productoras de calor dentro de
nuestro cuerpo, también incrementa la transpiración, y asimismo nos encontramos
incómodos en condiciones de humedad.)
Cuando Thilorier (para volver a él) permitió al dióxido de carbono evaporarse, la
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temperatura del líquido descendió a medida que tenía lugar la evaporación, hasta que
el dióxido de carbono se congeló. Por primera vez se había conseguido formar dióxido
de carbono.
El dióxido de carbono líquido es estable sólo bajo presión. El dióxido de carbono sólido
expuesto a condiciones ordinarias se sublima, es decir, se evapora directamente a gas
sin fundirse. El punto de sublimación del dióxido de carbono sólido es de -78,5° C
(194,7° K).
El dióxido de carbono sólido tiene la apariencia de hielo empañado (aunque está
mucho más frío), y dado que no forma un líquido se le ha llamado hielo seco. Cada año
se producen unas 400.000 toneladas del mismo, y la mayor parte se emplea para
preservar los alimentos a través de la refrigeración.
El enfriamiento por evaporación revolucionó la vida humana. Con anterioridad al siglo
XIX, el hielo, cuando estaba disponible, podía emplearse para conservar los alimentos.
El hielo debía recogerse en invierno y guardarse, bajo aislamiento, durante el verano;
o bien había que bajarlo desde las montañas. En el mejor de los casos era un proceso
tedioso y difícil, y la mayoría de la gente debía improvisarlo en verano (o con el calor
de todo el año, pongamos por caso).
Ya en 1755, el químico escocés William Cullen había producido hielo al formar un vacío
sobre ciertas cantidades de agua, ayudando a la rápida evaporación, que enfriaba el
agua hasta el punto de congelación. Naturalmente, esto no podía competir con el hielo
natural. Ni tampoco el proceso podía usarse indirectamente de una forma simple para
enfriar los alimentos, puesto que se formaría hielo y obstruiría los conductos.
En la actualidad, un gas apropiado se licuefacta con un compresor y se le hace
alcanzar la temperatura deseada. A continuación se le obliga a circular por un
serpentín en torno a una cámara en donde se encuentran los alimentos. A medida que
se evapora, retira el calor de la cámara. El gas que sale es de nuevo licuefactado por
un compresor, se le enfría y se le hace circular. El proceso es continuo, y el calor es
bombeado fuera de la cámara cerrada hasta la atmósfera exterior. El resultado es un
frigorífico, que ha remplazado a las viejas neveras de hielo.
En 1834, un inventor norteamericano, Jacob Perkins, patentó (en Gran Bretaña) el
empleo del éter como refrigerante. Otros gases, como el amoníaco y el dióxido de
azufre empezaron también a emplearse. Todos estos refrigerantes tenían la desventaja
de ser venenosos o inflamables. Sin embargo, en 1930, el químico estadounidense
Thomas Midgley descubrió el diclorodifluormetano (CF2Cl2), mucho más conocido bajo
su nombre registrado de «Freón». No es tóxico (como demostró Midgley llenándose de
él los pulmones en público), es ininflamable y se adecúa a la perfección a estas
funciones. Con el freón, la refrigeración doméstica se convirtió en algo extendido y
popular.
(Aunque el freón y otros fluorocarbonos han demostrado en todo momento ser
inofensivos para los seres humanos, las dudas comenzaron a presentarse, en la década
de 1970, respecto a su efecto sobre la ozonosfera, tal y como se ha descrito en el
capítulo anterior.)
La refrigeración también se aplica, moderadamente, en unos volúmenes mayores en el
acondicionamiento del aire, así llamado porque el aire se acondiciona, es decir, se filtra
y se deshumidifica. La primera unidad práctica de acondicionamiento del aire se diseñó
en 1902 por el inventor norteamericano Willis Haviland Carrier y, después de la
Segunda Guerra Mundial, el aire acondicionado se ha convertido en algo ampliamente
difundido en las ciudades norteamericanas y de otros países.
Volvamos de nuevo a Thilorier. Añadió dióxido de carbono sólido en un líquido llamado
dietiléter (más conocido hoy como anestésico, véase capítulo 11). El dietiléter tiene un
punto bajo de ebullición y se evapora con rapidez. Entre él y la baja temperatura del
dióxido de carbono sólido, que se sublima, se consigue una temperatura de -110° C
(163,2° K).
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En 1845, Faraday volvió a la tarea de licuefactar gases bajo el efecto combinado de la
baja temperatura y de la alta presión, empleando dióxido de carbono sólido y el
dietiléter como mezcla enfriante. A pesar de esta mezcla y del empleo de unas
presiones más elevadas que antes, había seis gases que no se licuefactaban. Se
trataba del hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno, el monóxido de carbono, el óxido
nítrico y el metano, por lo que les llamó gases permanentes. A esta lista podemos
añadir cinco gases más que Faraday no conocía en su época. Uno de ellos era el flúor,
y los otros cuatro son los gases nobles: helio, neón, argón y criptón.
Sin embargo, en 1869 el físico irlandés Thomas Andrews dedujo a partir de sus
experimentos que todo gas poseía una temperatura crítica por encima de la cual no se
podía licuefactar, ni siquiera bajo presión. Esta presunción fue más tarde vertida en
una firme base teórica por el físico neerlandés Johannes van der Waals quien, como
resultado de todo esto, consiguió el premio Nobel de Física en 1910.
Por lo tanto, para licuefactar cualquier gas se ha de estar seguro de que se trabaja a
unas temperaturas por debajo del valor crítico, o en otro caso todo constituirá algo
baldío. Se hicieron grandes esfuerzos para alcanzar unas temperaturas aún más bajas
para conquistar a estos tozudos gases. Un método en cascada —bajar la temperatura
paso a paso— demostró ser el truco mejor. En primer lugar, el dióxido de azufre
licuefactado, enfriado a través de la evaporación, se empleó para licuefactar el dióxido
de carbono; a continuación, el dióxido de carbono líquido se empleó para licuar un gas
más resistente, etcétera. En 1977, el físico suizo Raoul Pictet consiguió finalmente
licuefactar oxígeno, a una temperatura de -140° C (133° K) y a una presión de 500
atmósferas (21.000 kg/cm2). El físico francés Louis Paul Caitellet, aproximadamente en
la misma época, licuefacto no sólo el oxígeno sino también el nitrógeno y el monóxido
de carbono. Naturalmente, esos líquidos hicieron posible el seguir adelante y el
conseguir unas temperaturas aún más bajas. El punto de licuefacción del oxígeno a la
presión ordinaria del aire se demostró a su debido tiempo que era la de -183° C (90°
K), la del monóxido de carbono, -190° C (83° K), y la del nitrógeno, -195° C (78° K).
En 1895, el ingeniero químico inglés William Hampson y el físico alemán Karl von
Linde, independientemente, idearon una forma de licuefactar el aire a gran escala. El
aire era primero comprimido y enfriado a temperaturas ordinarias. Luego se le dejaba
expansionar y, en el proceso, quedaba por completo helado. Este aire helado se
empleaba para bañar un contenedor de aire comprimido hasta que quedaba del todo
frío. El aire comprimido se dejaba expansionar a continuación, con lo que se volvía aún
más frío. Se repitió el proceso, consiguiendo cada vez un aire más y más frío, hasta
que se licuefacto.
El aire líquido, en gran cantidad y barato, se separó con facilidad en oxígeno y
nitrógeno líquidos. El oxígeno podía emplearse en lámparas de soldar y para fines
médicos; el nitrógeno, también resultaba útil en estado inerte.
Así, las lámparas de incandescencia llenas de nitrógeno permitieron que los filamentos
permaneciesen a unas temperaturas al rojo blanco durante mayores períodos de
tiempo, antes de que la lenta evaporación del metal las destruyese, que de haber
estado los mismos filamentos en bombillas a las que se hubiese hecho el vacío. El aire
líquido podía emplearse asimismo como fuente para unos componentes menores, tales
como el argón y otros gases nobles.
El hidrógeno resistió todos los esfuerzos para licuefactarlo hasta 1900. El químico
escocés James Dewar llevó a cabo esta proeza al recurrir a una nueva estratagema.
Lord Kelvin (William Thomson) y el físico inglés James Prescott Joule habían mostrado
que, incluso en estado gaseoso, un gas podía enfriarse, simplemente, permitiéndole
expansionarse e impidiendo que el calor se filtre en el gas desde el exterior, siempre y
cuando la temperatura sea lo suficientemente baja como para iniciar el proceso.
Entonces, Dewar enfrió el hidrógeno comprimido hasta una temperatura de -200° C en
una vasija rodeada de nitrógeno líquido, dejando que este superfrígido hidrógeno se
expansionase y se enfriara aún más, repitiendo el ciclo una y otra vez, haciendo pasar
el hidrógeno cada vez más frío por unos conductos. El hidrógeno comprimido, sometido
a este efecto Joule-Thomson, se hizo finalmente líquido a una temperatura de unos -
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240° C (33° K). A temperaturas aún inferiores, Dewar consiguió obtener hidrógeno
sólido.
Para conservar estos líquidos superenfriados, ideó unos frascos especiales revestidos
de plata. Se les dotó de una doble pared en medio de la cual se había hecho el vacío.
El calor no se pierde (o se gana) a través del vacío más que con ayuda de un proceso
comparativamente lento de radiación, y el revestimiento de plata reflejaba la radiación
entrante (o, pongamos por caso, saliente). Esos frascos Dewar son el antepasado
directo de los termos domésticos.
Combustible de cohetes
Con la llegada de los cohetes, los gases licuefactados consiguieron niveles aún
mayores de popularidad. Los cohetes requerían una reacción química en extremo
rápida, que contuviese grandes cantidades de energía. El tipo más conveniente de
combustible era uno líquido, como el alcohol o el queroseno, y oxígeno líquido. El
oxígeno, o algún agente oxidante alternativo, debe llevarse en el cohete en todo caso,
porque el cohete queda desprovisto de cualquier suplemento natural de oxígeno
cuando abandona la atmósfera. Y el oxígeno no debe encontrarse en forma líquida,
puesto que los líquidos son más densos que los gases, y puede albergarse en los
depósitos de combustible más oxígeno en forma líquida que en forma gaseosa. Por
consiguiente, el oxígeno líquido ha sido muy solicitado para todo lo relacionado con los
cohetes.
La efectividad de una mezcla de combustible y oxidante se mide por el llamado
«impulso específico» el cual representa el número de kilos de empuje producidos por la
combustión de 1 kg de la mezcla de combustible-oxidante por segundo. Para una
mezcla de queroseno y oxígeno, el impulso específico es igual a 121. Puesto que la
carga máxima que un cohete puede transportar depende del impulso específico, se
buscaron combinaciones más eficaces. Desde este punto de vista, el mejor combustible
químico es el hidrógeno líquido. Combinado con oxígeno líquido, puede dar un impulso
específico igual a 175 aproximadamente. Si el ozono o el flúor líquidos pudiesen usarse
igual que el oxígeno, el impulso específico podría elevarse hasta 185.
Ciertos metales ligeros, como el litio, el boro, el magnesio, el aluminio y,
particularmente, el berilio, liberan más energía o se combinan con más oxígeno de lo
que hace incluso el hidrógeno. Sin embargo, algunos de ellos son raros, y todos
implican dificultades técnicas en su quemado, dificultades provenientes de la carencia
de humos, de los depósitos de óxido, etcétera.
También existen combustibles sólidos que hacen las veces de sus propios oxidantes
(como la pólvora, que fue el primer propelente de los cohetes, pero mucho más
eficiente). Tales combustibles se denominan monopropelentes, puesto que no
necesitan recurrir al suplemento o al oxidante y son por sí mismos el propelente
requerido. Los combustibles que también precisan de oxidantes son los bipropelentes.
Los monopropelentes se guardan y utilizan con facilidad, y arden de una forma rápida
pero controlada. La dificultad principal radica, probablemente, en desarrollar un
monopropelente con un impulso específico que se aproxime al de los bipropelentes.
Otra posibilidad la constituye el hidrógeno atómico, como el que empleó Langmuir en
su soplete. Se ha calculado que el motor de un cohete que funcionase mediante la
recombinación de átomos de hidrógeno para formar moléculas, podría desarrollar un
impulso específico de más de 650. El problema principal radica en cómo almacenar el
hidrógeno atómico. Hasta ahora, lo más viable parece ser un rápido y drástico
enfriamiento de los átomos libres, inmediatamente después de formarse éstos. Las
investigaciones realizadas en el «National Bureau of Standards» parecen demostrar
que los átomos de hidrógeno libre quedan mejor preservados si se almacenan en un
material sólido a temperaturas extremadamente bajas —por ejemplo, oxígeno
congelado o argón—. Si se pudiese conseguir que apretando un botón —por así
decirlo— los gases congelados empezasen a calentarse y a evaporarse, los átomos de
hidrógeno se liberarían y podrían recombinarse. Si un sólido de este tipo pudiese
conservar un 10 % de su peso en átomos libres de hidrógeno, el resultado sería un
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combustible mejor que cualquiera de los que poseemos actualmente. Pero, desde
luego, la temperatura tendría que ser muy baja, muy inferior a la del hidrógeno
líquido. Estos sólidos deberían ser mantenidos a temperaturas de -272° C, es decir, a
un solo grado por encima del cero absoluto.
Otra solución radica en la posibilidad de impulsar los iones en sentido retrógrado (en
vez de los gases de salida del combustible quemado). Cada uno de los iones, de masa
pequeñísima, produciría impulsos pequeños, pero continuados, durante largos períodos
de tiempo. Así, una nave colocada en órbita por la fuerza potente —aunque de breve
duración— del combustible químico, podría, en el espacio —medio virtualmente libre
de fricción—, ir acelerando lentamente, bajo el impulso continuo de los iones, hasta
alcanzar casi la velocidad de la luz. El material más adecuado para tal impulso iónico
es el cesio, la sustancia que más fácilmente puede ser forzada a perder electrones y a
formar el ion de cesio. Luego puede crearse un campo eléctrico para acelerar el ion de
cesio y dispararlo por el orificio de salida del cohete.
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