Hombres de oracion



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Moisés
La adoración del amigo de Dios
Al hablar de Moisés recordamos al gran líder que conduce a su pueblo por el desierto, camino de la libertad, hasta dejarlo a las puertas de la tierra prometida. Es un hombre fogoso y persistente. Lucha tenazmente contra la dureza del Faraón, contra los obstáculos de la naturaleza y contra la terquedad y la ceguera de su pueblo. ¿De dónde le viene todo ese arrojo y dinamismo?
La respuesta a esta pregunta la encontramos al principio del Éxodo. Moisés, que apacienta el rebaño de su suegro Jetró, llega al Horeb, la montaña de Dios. Allí “el Ángel de Yahvé se le aparece en una llama de fuego, en medio de una zarza” (Ex 3, 2), que arde sin consumirse. Moisés decide dar un rodeo para “ver el extraño espectáculo y por qué la zarza no se consume” (Ex 3, 3). Yahvé le dice: “No te acerques y quítate las sandalias, pues el lugar que pisas es un lugar santo” (Ex 3, 5).
Moisés se encuentra con Yahvé. Lo ve como el “Yo soy”, el Dios de siempre, que no pasa, que “no se muda”, como diría Santa Teresa de Ávila, que vive por sí mismo, que ha creado todo, que da vida y movimiento a todo; es el Dios que todo lo puede, que todo lo sabe. Es el Dios magnífico, más grande que los antepasados más grandes y más queridos del pueblo. Es el Dios “de los padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob” (Ex 3, 6). Es el Dios amigo de su pueblo. Es el “YO SOY”.
Moisés queda fascinado y entra en la oración de adoración, es decir, de diálogo entre el Dios maravilloso que se quita el velo de su rostro para mostrarse plenamente y el creyente que queda sin palabras al admirar su majestad. El corazón no alcanza a soportar la emoción y el gozo del encuentro; el amigo de Dios tiene que ocultar su rostro para no morir de amor.
Todo el libro del Éxodo es un diálogo continuo entre Dios y Moisés. En la tienda del encuentro, que Moisés coloca a cierta distancia del campamento, “Yahvé hablaba con Moisés cara a cara como un hombre habla con su amigo” (Ex 33, 11).

Una frase se repite con mucha frecuencia a lo largo del Éxodo: “Yahvé dijo a Moisés”. Es una muestra de que Moisés está permanentemente a la escucha de Dios. En muchas ocasiones no habla; responde con su silencio de adoración y de aceptación. Practica entonces la forma de oración que Jesús recomienda a sus discípulos: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mt 6, 7-8).



La oración en Moisés consiste en escuchar a Dios que le habla como un amigo habla a su amigo. Este es el momento cumbre de la adoración: ahora Dios se presenta verdadera y directamente como el Dios de Moisés. Ya no hay barreras ni mediaciones. Es el momento de la unión más íntima, de la plena unidad, de la adoración total. Es el clímax del intercambio amoroso reciproco entre el corazón de Dios y el corazón del creyente.
Otro momento de gran intimidad con Yahvé en la vida de Moisés es el de la renovación de la Alianza (cf. Ex 34). Cuado baja de la montaña Moisés no sabe “que la piel de su rostro brilla porque ha hablado con Dios” (Ex 34, 29). Moisés ha entrado en la órbita de Dios, hasta llegar a una gran sintonía de sentimientos y de espíritu con Él que se refleja en su rostro transformado. Es la serenidad, la paz, la bondad y la alegría propias del hombre amigo de Dios.
El encuentro con Dios hace que cambiemos nuestra forma de mirar a los demás, que los veamos como a hermanos. Y que la gente nos vea también de modo distinto, al sospechar que vivimos interiormente la experiencia de un encuentro inolvidable. Recuerdo la primera vez que vi de cerca al Papa Juan Pablo II. Fue en el año de 1981. Quedé impresionado por la serenidad y la paz que se reflejaba en su rostro. Y es que en virtud de la profunda unidad entre cuerpo y espíritu, la salud y lozanía del espíritu se reflejan en el espejo corporal.
La grandeza de Moisés no reside, en primera instancia, en su compromiso por la liberación de su pueblo, pues este compromiso nace de su profunda intimidad con el Señor. Su mayor grandeza está en tener un corazón que ama a Dios.
La oración apostólica
El diálogo entre Dios y Moisés versa siempre sobre las vicisitudes por las que el pueblo atraviesa y lo que se debe hacer para salir de cada dificultad. Moisés pregunta a Yahvé en su oración cómo resolver los problemas que se le presentan en la realización de su misión. En otras ocasiones le manifiesta sus limitaciones: “Yo no tengo facilidad para hablar” (Ex 4,10). Se dirige frecuentemente a Él para desahogarse por las recriminaciones y exigencias del pueblo, cansado de la marcha y siempre quejumbroso (cf. Ex 5, 22-23; 14, 11-12; 15, 24; 16, 2; 17, 3). Por otra parte, es de resaltar que Moisés escucha mucho más de lo que habla; escucha y hace lo que Yahvé le pide.
Los Hermanos del Sagrado Corazón somos personas de vida activa. Nuestra oración no puede ser impersonal ni atemporal ni alejada de la realidad. Como en el caso de Moisés, nuestra oración parte a menudo de las situaciones que vivimos en nuestra actividad diaria: los padres que no pueden pagar la pensión de estudios de sus hijos, los buenos resultados de nuestros alumnos en los exámenes oficiales, el alumno gravemente enfermo, la educadora que pronto va a contraer matrimonio, las dificultades de los niños y jóvenes que sufren las consecuencias del deterioro familiar, la culminación de un periodo de formación y de estudio, la fatiga de mi compañero educador, la celebración del cumpleaños de un amigo o de un miembro de la familia o de la comunidad, la tristeza de quien ha perdido a un miembro de su familia, la pérdida de gusto por nuestra vocación y misión, la paz interior y la alegría, frutos del encuentro con Dios. Como Moisés dialogamos con Dios sobre todas estas situaciones y escuchamos su Palabra. Como él transmitimos luego a los otros el mensaje recibido.

En su diálogo franco e incesante, Moisés llega a tal grado de intimidad e identificación con Yahvé que ya no tiene palabras propias. Cuando habla al Faraón le transmite las mismas palabras de Yahvé (cf. Ex 5, 1). Lo mismo cuando se dirige al pueblo: “Moisés vino a contar al pueblo todas las palabras de Yahvé y todas las leyes, y todo el pueblo respondió a una sola voz: ‘todo lo que ha dicho Yahvé lo cumpliremos’” (Ex 24, 3).


Como cristianos y religiosos consagrados, ¿no estamos llamados a permanecer muy atentos a la voz de Dios, a sus planes, deseos y sentimientos para transmitirlos a quienes nos rodean? De este modo guardamos la humildad del Bautista, quien decía: “Detrás de mi viene alguien que es mucho mas grande que yo y a quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias” (Mc 1, 7). Como él, mostramos a Jesús: “He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 36).
La tendencia al poder, es decir, a buscar estar sobre los demás, a la fama, al prestigio, a aparentar y ser el centro en nuestro medio, nos persigue a lo largo de nuestra vida. Es lo que los maestros de la ascética llamaban “la soberbia de la vida”. Por esta vía podemos llegar a un punto en el que ya sólo nos predicamos a nosotros mismos. Sin embargo, cristiano es quien dice “nosotros” incluso si dice “yo”. El Profeta dice siempre la Palabra del Otro.

El cumplimiento de nuestra misión profética exige largos e intensos momentos de oración para ponernos en sintonía con Dios, apropiarnos de su Palabra y transmitirla después por nuestra vida. Moisés recibe la ley de Yahvé en sus encuentros de intimidad con Él en la montaña. Seremos guías válidos de los niños y jóvenes que se nos confían y de las personas que nos rodean en la medida en que permanezcamos en relación íntima con Dios.


David
La oración de contrición
Ante el Señor revisamos

nuestras vidas de hombres de acción.

(R 134)
Saúl, rey de Israel, no está cumpliendo bien su misión. Dios envía a Samuel a casa de Jesé, de Belén, para que elija a uno de sus ocho hijos y lo unja como rey. Yahvé, que no ve las apariencias sino el corazón (cf. 1 S 16, 7), inspira al profeta para que elija a David, el benjamín. ¿Qué ha visto Dios en el corazón de David? Ha visto sin duda todas las cualidades que mostrará después en su vida: valentía, nobleza, lealtad, humildad, contrición sincera, buena disposición para servir al pueblo, gran confianza en Dios (cf. 1 S 17, 37) y oración incesante.
En el segundo libro de Samuel el autor sorprende a David dirigiendo una oración a Yahvé (cf. 2 S 7, 18-29). En ella reconoce que Yahvé ha sido generoso con él, pues ha hecho grande su casa y la casa de sus siervos: “no hay nadie como Tú y no hay otro Dios que Tú” (2 S 7, 22). David reconoce que Yahvé ha querido ser el Dios de Israel para que Israel sea su pueblo por siempre (cf. 2 S 7, 24) y le pide bendiga “la casa de su servidor para que permanezca siempre en su presencia” (2 S 7, 29).
Más adelante David confiesa su gran pecado, el asesinato de Urías, el Hitita, para apropiarse de Betsabé, su esposa. David dice: “He pecado contra Yahvé” (2 S 12, 13). De acuerdo con la ley de su pueblo, merece la pena de muerte. Pero él es el rey, la autoridad máxima y, por lo tanto, ninguna otra autoridad humana puede juzgarlo. ¿De qué modo lavará su pecado si no va a ser sujeto de condena legal? David está convencido de que sólo Dios puede perdonarlo.

Desde entonces David será reconocido por su oración de contrición. Ésta se origina no en su mirada hacia sí mismo, hacia su propia fragilidad y pecado, sino esencialmente en su mirada a Yahvé, su protector y amigo: “Me esperaban en el día de mi desgracia, pero Yahvé fue para mi un apoyo; Él me ha librado, me ha puesto en camino, me ha salvado porque me ama” (2 S 22, 19-20).


La contrición no es un remordimiento. Éste surge del sentimiento de abatimiento y de frustración de la persona tras su pecado, por haber sido incapaz de tener una conducta digna; es el auto reproche por la deshonra de su propia vida; es un sentimiento centrado en la persona misma, en su falta; es la decepción orgullosa por su debilidad.

El orgulloso se enoja consigo mismo por haber pecado. El humilde, por el contrario, siente un pesar profundo de haber ofendido a Dios, de no haber correspondido con amor al Amor. En la contrición la persona mira primero a Dios, de quien se siente profundamente amada, y, después, mirándose a sí misma, toma conciencia de que su pecado constituye una gran ingratitud; nace entonces en su corazón un arrepentimiento sincero. Tener contrición es compartir los sentimientos del salmista, el cual comienza por alzar su mirada al Dios bueno y compasivo: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa” (S 51(50), 3). Sigue después la petición de quien se reconoce pecador: “Lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (S 51(50), 4).

El camino de expiación es el de la ofrenda interior: “un corazón quebrantado y humillado tu no lo desprecias, Señor” (S 51(50), 19). El sacrificio que agrada a Dios es la contrición de corazón acompañada de la humildad y de la confesión. La herencia que David nos ha dejado es que el verdadero sacrificio a Dios se realiza cuando el hombre se ofrece a sí mismo todo entero, entregándole su miseria y poniendo en Él toda su esperanza.
Resumiendo, la verdadera contrición no se fundamenta en una contabilidad de nuestras faltas sino en el dolor por nuestro rechazo al amor. Nos dispone a hacer de toda nuestra vida una ofrenda de luz y de amor.
Capítulo II: Oramos con Jesús y María

En este capítulo presento a Jesús como el gran orante que pide por la humanidad y como el gran maestro de oración. Además, refuerzo la invitación del Capítulo general a vivir el encuentro con Dios en la intimidad con Jesús-hermano. Finalmente, presento la oración de María.


Jesús
La oración del Hijo
Que la oración sostenida por una gran confianza

sea para vosotros una arma que os acompañe siempre, decía...

Ella es indispensable a quienes trabajan

por la salvación de las almas.



(H. Policarpo, Circ. del 8 de enero de 1843 in Positio, p. 390)
En Conakry, capital de Guinea, los Hermanos dirigen el Colegio Sainte Marie. La propiedad, que tiene una superficie de alrededor de cinco hectáreas, está rodeada casi totalmente por el mar. El clima es tropical, caliente y húmedo. En mi breve paso por allí experimento la delicia de sentarme por momentos a la sombra, a la orilla del océano, para recibir la suave y refrescante brisa que en el mes de febrero viene del norte.
Mirando la mar pienso en la infinitud de Dios y en nuestra relación con Él. Van pasando por mi mente los hombres y mujeres orantes de todos los tiempos. E imagino que sus oraciones son ríos que desembocaban en ese mar que es Jesucristo, el Hijo de Dios, en quien se reconcilian Dios y el hombre. Alzando la vista veo a lo lejos el horizonte, donde se juntan el cielo y la tierra. Allí, en el confín de ese grandioso templo natural, Jesús presenta al Padre el rico caudal de oraciones que le llega de los cuatro puntos cardinales y de todos los tiempos. Jesús es el orante, el maestro de oración que transmite fielmente al Padre la oración de sus hermanos.
¿Qué es lo más original en la oración de Jesús? La novedad está en que Jesús ora al Padre como un verdadero hijo. Nadie ha tenido ni tendrá una conciencia tan elevada de ser amado por Dios. Él es plenamente consciente de ser el Amado del Padre, con quien mantiene un trato muy familiar e íntimo.
La oración no es simple conocimiento intelectual, emoción o sentimiento de devoción. Estas realidades son importantes, disponen para la oración y la acompañan, pero no son su esencia. “Orar es, en su más íntima esencia, un acto de amor, y la oración es tanto más perfecta cuanto más se refleja en ella el amor, cuanto más se eleva el que ora del amor imperfecto al amor perfecto8”.
La oración de Jesús es perfecta, porque su amor al Padre es total. En efecto, “Jesús se ha hecho hombre, y esa es la razón por la que, por primera vez, un corazón humano late al unísono con el Corazón de Dios; por primera vez un amor perfecto hacia el Padre hace palpitar un corazón humano; por primera vez un corazón de hombre late con un amor perfecto hacia los hombres9”.
El Evangelista Lucas sorprende a Jesús en oración, después de su bautismo. De repente el cielo se abre y el Espíritu desciende en forma de paloma. Una voz dice desde lo alto: “Tu eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” (Lc 3, 22). Cuando Jesús ora, experimenta la sensación gozosa de ser mirado por el Padre como verdadero hijo. En Mateo y Marcos la frase que se escucha es: “Este es mi Hijo amado, que me complace totalmente” (Mt 3, 17; Mc 1, 11). Jesús no solamente es el Hijo sino el Hijo amado a quien el Padre mira con ojos de infinita ternura. El Padre lo ama con un amor incomparable y Él corresponde con un amor que es don total. Por ello Jesús es la mayor gloria del Padre, su mayor alegría.
Jesús está, pues, absolutamente convencido del amor y del cuidado solícito del Padre, se abandona totalmente a Él e invita a sus discípulos a tener la misma confianza. El Padre alimenta pródigamente los pájaros del cielo y viste primorosamente los lirios del campo. Entonces, ¿por qué preocuparse por la comida, por la bebida o por el vestido, como hacen los paganos? No os inquietéis, “vuestro Padre del cielo sabe que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6, 32). Jesús, pues, ora con la certeza de que el Padre es el mejor de todos los padres y da siempre lo mejor a sus hijos: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos las dará a quienes se las piden” (Mt 7, 11).
Jesús no juzga ni condena a los demás. Por el contrario, ama a todos, los ayuda en sus necesidades, es comprensivo y perdona. Él es como el Padre y pide a sus discípulos que tengan la misma disposición: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36).
Jesús tiene siempre la imagen del Padre en su mente y en su corazón. A Él dirige su mirada y de Él habla hasta en los momentos de más actividad. Puesto que ama al Padre, necesita momentos para estar a solas con Él. En múltiples ocasiones los evangelios nos dicen que Jesús se retira al monte, al desierto o a un lugar apartado para orar. Por ejemplo, antes de llamar a sus discípulos pasa toda la noche en oración (cf. Lc 6, 12). La montaña simboliza el encuentro entre Dios y el hombre y el desierto es la imagen del lugar solitario, pero lleno de la presencia de Dios. A Dios se le encuentra sobre todo en el silencio de los lugares apartados: “Retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt, 6, 6).
Al invitarlos a hacer un rato de reflexión y examen de conciencia yo decía a mis alumnos hace algunos años que en este mundo de ruido y precipitación el mejor regalo que nos podemos hacer es el silencio y la calma. Los hermanos del Sagrado Corazón nos hacemos un regalo similar cuando respondemos a la invitación de Jesús, “venid vosotros mismos aparte” (Mc 6, 31), retirándonos diariamente a la soledad de la capilla, de la habitación o del oratorio.
La transfiguración en el Tabor constituye para Jesús una experiencia sublime de oración (cf. Mt 17, 1-8; Mc 9, 2-8; Lc 9, 28-36). En esta ocasión no está sólo, pues ha invitado a Pedro, Santiago y Juan y los ha conducido hasta lo alto de la montaña. El cuadro es asombroso: Jesús, el nuevo Moisés y el Mesías de Dios, está en el centro, acompañado por Moisés y Elías.

En el monte Tabor la persona de Jesús se transforma maravillosamente en su encuentro con el Padre y el Espíritu, hasta tal punto que su rostro brilla como el sol y sus vestiduras son blancas como la nieve. El corazón de Jesús se llena de gozo inmenso al escuchar las palabras del Padre: “Este es mi Hijo muy amado; escuchadle” (Mt 17, 5; cf. Mc 9, 7; Lc 9, 35). El resplandor del rostro de Moisés al descender de la montaña no es mas que un pálido reflejo del brillo incomparable del rostro de Jesús. Su identificación con el Padre de la luz es total. Su amor al Padre es tan grande que ya no se pertenece. El Padre es todo para Él y Él es todo del Padre.


Decíamos que la oración de Jesús nace de su conciencia profunda de ser hijo. Se trata de una conciencia total, enteramente confiada, capaz de emerger por encima de toda duda, aún en los momentos más difíciles de su vida, como la noche de Getsemaní o el día de su muerte en la cruz.
La noche de Getsemaní (cf. Mt 26, 36-46; Mc 14, 32-42; Lc 22, 39-46) es la noche del miedo, de la angustia, de la tristeza, pero también del abandono confiado en las manos del Padre. Jesús sabe que sus enemigos lo buscan para matarlo. Él ama la vida, pero vislumbra el horror del sufrimiento, así como la inminente y desconocida muerte. ¿Cómo terminará todo? ¿Su sed de vivir se ahogará para siempre en una muerte sin retorno? Un sentimiento de pavor se va apoderando de Él a medida que pasa el tiempo. Su ansiedad crece por momentos. Pero cuanto más grande es el terror más se entrega a su Padre.
La imagen del Padre le reconforta pero, al mismo tiempo, alimenta su tristeza, pues sabe cómo su propio sufrimiento es doloroso para el Padre. Evidentemente, el Padre no desea su dolor ni su muerte, así como no los desea a ninguno de sus hijas e hijos, hombres y mujeres del mundo. Y en esos momentos Jesús, y también el Padre y el Espíritu con Él, soporta el océano de sufrimiento de la humanidad entera de todos los tiempos. Sufren con los hambrientos y sedientos de siempre, con los pobres, con los abandonados, con los enfermos, con los perseguidos, con los destrozados por la guerra, con los jóvenes esclavos de dependencias que destruyen su vida, con los niños no deseados ni amados.
Por otra parte, Dios padece por todos los hombres y mujeres que no corresponden a su amor. El Dios-Amor sufre porque no es amado. Pero no sufre tanto por Él sino por sus queridos hijos e hijas que no lo aman, los pecadores, porque ellos mismos se excluyen del gozo que tiene preparado a quienes lo aman de verdad.
Creer que Dios sufre con nosotros puede hacernos más fuertes ante la adversidad y el dolor y conducirnos a vivir la experiencia de la infinita ternura del Padre.
Jesús es desgarrado por una violenta lucha interior ante la inminencia de la condena y de la muerte. ¿Debe aceptar pasivamente que sobrevengan? ¿O es el momento de hacer algo extraordinario para doblegar el destino? Es la hora de la tentación. En primer lugar es, probablemente, la tentación del poder: ¿por qué no utilizar el poder que el Padre le ha dado para aplastar a los enemigos? Es también, tal vez, la tentación del poseer: ¿por qué, por ejemplo, no convertir las piedras en oro para pagar con él a sus enemigos y calmar su ira? Es, quizá, la tentación del placer: ¿por qué no dar marcha atrás, negando todos los mensajes que hayan podido exasperar a sus enemigos, y dedicarse a una vida placentera y fácil, sin complicaciones?
El sufrimiento aumenta hasta hacerse insoportable. Ya no es un dolor de vida sino un dolor y una angustia de muerte. El corazón se acelera descontroladamente, un sudor frío y como de gotas de sangre resbala por todo su cuerpo y cae sobre la tierra (cf. Lc 22, 44). Un corazón de hombre no puede soportar el dolor del Corazón de Dios.
Cuanto más agudo es su dolor, más se entrega a su Padre. Se dirige a Él, nombrándolo con la palabra con que los niños llaman tiernamente a su padre: “!Abba, Papá¡; todo es posible para ti; aparta de mi esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú” (Mc 14, 36). Incluso en el momento más álgido de su sufrimiento no renuncia a su condición de ser totalmente hombre y a su voluntad de ser en todo igual a nosotros menos en el pecado, a su opción de someterse a todas las vicisitudes humanas, sin excluir el dolor ni la misma muerte.
La tentación arrecia. Por dos veces se levanta para ver qué hacen sus discípulos y los encuentra dormidos. Una y otra vez suplica al Padre repitiendo las mismas palabras: “¡Abba, Papá!...” Jesús ama al Padre con un amor infinito, e inmenso es también su amor a los hijos e hijas del Padre, sus hermanos y hermanas. Movido por su fe total en el Padre, su confianza absoluta en su amor, y por su amor apasionado a todos sus hermanos y hermanas, Jesús decide ser fiel a sí mismo y a su misión hasta el final, aunque tenga que pasar como todos los humanos por el difícil trance de la muerte. Esa es su decisión y todo lo demás lo deja en manos del Padre, abandonándose totalmente a Él. Es el fin de la tentación.
En su agonía en el Huerto de los olivos y en su pasión y muerte Jesús nos revela a un Dios que tiene vocación-pasión de humanidad. Jesús muere porque su vocación es ser Dios-con-nosotros hasta el final, totalmente Hijo de Dios y hombre a la vez. Y ser totalmente hombre significa asumir la condición humana con todas sus consecuencias, incluidos el dolor y la muerte, sin recurrir a poderes superiores. En su opción de compartir su vida con nosotros, de acompañarnos siempre, en las buenas y en las malas, y de asemejarse a nosotros, como un hombre cualquiera (cf. Flp 2, 6-11), Jesús nos muestra que Él es verdaderamente nuestro hermano y amigo. De este modo, la fuerza del Dios liberador se manifiesta en la debilidad.
La oración de Jesús: “Que todos sean uno.” (Jn 17)
Oremos sin cesar; oremos los unos por los otros

dándonos cita a menudo

en los Sagrados Corazones de Jesús y de María,

refugio habitual en todas nuestras necesidades.

(H. Policarpo, Carta después de la clausura del Capítulo,

5 de septiembre de 1856, in Positio, p. 345)


La oración de Jesús a la hora de su sacrificio muestra el lazo íntimo entre Él y su Padre. Jesús comienza dirigiéndose al Padre con estas palabras: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17, 1).
Contra lo que pudiera pensarse, Jesús no empieza pidiendo por sí mismo. Es verdad que dice: “Padre… glorifica a tu Hijo”, es decir, glorifícame, lléname de gloria, de gozo, de satisfacción, de felicidad. Pero para Jesús, dada su íntima unión al Padre, su gloria y la gloria del Padre son la misma cosa. Y la gloria del Padre es que sus hijos tengan la vida eterna, es decir el conocimiento del único Dios verdadero. Por eso Jesús pide al Padre la gracia de ser capaz de darles dicha vida, en cumplimiento de la misión recibida.
En su oración Jesús pide por sus discípulos, por las mujeres y hombres de todos los tiempos. Pero como buen intercesor comienza por motivar su petición, apoyándola, en primer lugar, en su actitud para con el Padre, como diciéndole: “Mira, yo me he portado bien contigo porque te he glorificado, he cumplido la misión que me encomendaste, pues he dado a conocer tu amor a los hombres que Tú me has dado como hermanos” (cf. Jn 17, 4.6).
En segundo lugar Jesús apoya su súplica en la bondad de los discípulos, pues han creído que Jesús es la Palabra del Padre, su Hijo enviado al mundo (cf. Jn 17, 7-8). Además, el Padre debe recordar que los discípulos son sus hijos (cf. Jn 17, 9). Y si son del Padre son también del Hijo, en virtud del gran amor entre ambos: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17, 10).
Finalmente Jesús apoya su Intercesión en su profunda unión con los discípulos, quienes son sus íntimos, sus amigos: “Padre, si me amas a mí, tienes también que amarlos a ellos. El bien de ellos es mi bien, ellos son mi gloria (cf. Jn 17, 10), su gozo es mi gozo”.
Una vez que Jesús ha motivado bien su petición, la presenta al Padre: “Guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11 ; cf. Jn 17, 21-23). Jesús ha venido a este mundo para sellar la alianza de Dios con los hombres en el amor y para reforzar la unidad de los hombres entre sí. En eso se resume su misión: “que todos sean uno”, que permanezcan en el amor, al experimentar el gozo de saber que son hijos amados del Padre (cf. Jn 17, 24.26).
En mis visitas a las comunidades de las diferentes provincias he podido constatar que las relaciones fraternas, la acogida y la sencillez son casi siempre sobresalientes. Pero también he observado divisiones y antipatías, que causan decepciones y tristezas. Por eso, oremos a ejemplo de Jesús para que en todos los lugares y ante todas las personas demos un testimonio de profunda unidad. El Hermano Policarpo decía al respecto: “Mis buenos Hermanos, pienso que el único medio que tenéis para ser felices es vivir en estrecha y perfecta unión. No tengáis todos sino un solo corazón y una sola alma…” (Carta del 27 de noviembre de 1851 a los HH. de USA, in Positio, p. 313).
Jesús, Maestro de oración
El ejemplo de Jesús, que se dirige sin cesar hacia su Padre,

nos muestra la necesidad de la oración continua.



(R 129)
Como hemos visto, una peculiaridad de la oración de Jesús es que nace de su inmenso amor al Padre, un amor sin par que se concreta en un trato muy familiar con Él. Por otra parte, Jesús no limita su oración a determinadas prácticas de piedad; vive continuamente en oración, unido al Padre, aun en los momentos de más febril actividad misionera. Más todavía, se retira a lugares apartados para tener una relación exclusiva y más íntima con su Padre; pasa muchas noches orando y esto alimenta y revitaliza tan bien su relación filial que, al día siguiente, se le ve lleno de ardor.
La relación de Jesús con sus discípulos durante su vida pública es muy cercana. Ellos tienen la ocasión de estar junto a su maestro y de apreciar cómo se entretiene con el Padre de los cielos y cómo habla de Él; también son testigos de su permanente servicio a todos los que llegan a Él solicitando su ayuda. Ven que su Maestro participa de las oraciones habituales de todo judío fiel, pero notan que ora al Padre de una forma única, con un inmenso amor y una indefectible confianza. Por eso le suplican: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). La respuesta de Jesús no se hace esperar: “Orad así: Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6, 9-13).
Jesús enseña a orar a sus discípulos como Él ora. Lo primero que le viene a la mente cuando se dispone a orar es la imagen del Padre. Sobre este particular dice el Papa Benedicto XVI: “La enseñanza de Jesús no viene de un aprendizaje humano… proviene del contacto directo con el Padre, del diálogo ‘cara a cara’, de la visión de aquel que está en ‘el seno del Padre’ (Jn 1, 18)10”. En este diálogo el Padre le muestra a Jesús su gran amor y Jesús le expresa el suyo. Su amor ágape lo vive en su oblación total y gratuita al Padre y a sus hermanos, los hijos del Padre.
Jesús, en su oración, se acuerda mucho más del Padre y de sus hijos que de sí mismo. Por eso la oración que recomienda a sus discípulos comienza con estas dos palabras: “Padre nuestro”. Orar no es tanto decir a Dios “Padre mío” sino “Padre nuestro”, conscientes de que Dios es Padre de todos y de que, por lo tanto, todos somos hermanos.
En el momento de dirigirnos al Padre, nuestra primera impresión es el asombro por su gran amor. Quedamos maravillados y con nuestro pensamiento fijo en Él. No pensamos sino en Él y no pedimos mas que para Él. Esa es la primera parte del Padre nuestro: “Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 9-10). Quien ama de verdad busca ante todo el bien del amado.
El Padre nuestro comienza con Dios y nos conduce después por los caminos del ser humano. En la segunda parte pedimos por “nosotros”. El cristiano es siempre un “yo” que se abre al “Tú” divino para formar la comunidad del “nosotros”. Como cristianos, a la vez que pedimos por nosotros mismos, pedimos por los demás, por la satisfacción de todas nuestras necesidades resumidas en la petición del pan cotidiano; pedimos, además, para obtener el perdón de Dios con el fin de vivir en su amor, una de cuyas exigencias es la disposición para perdonar a quienes nos ofenden.
El Espíritu, nuestro entrenador en el ejercicio de la oración
El Espíritu... nos transforma y traduce ante Dios

la oración inexpresada de nuestros corazones.



(R 130)
La oración de Jesús reside en el diálogo que mantiene con su Padre, del que se siente infinitamente amado, y al que ama con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Dicha oración es la manifestación de un amor tan intenso, que ni uno ni otro lo pueden guardar para ellos solos. El Padre ama tanto al Hijo que no puede pasar sin decirle cuánto lo ama. Y lo mismo pasa con el Hijo con respecto al Padre. Ese intercambio de amor es perfecto, tan perfecto que tiene todas las cualidades, incluso la de existir. Ese intercambio existe y se llama el Espíritu de Amor.
Así como la oración de Jesús, nuestra oración nace también de la conciencia de ser los hijos amados por el Padre y hermanos de Jesús. Y es el Espíritu quien nos da esta conciencia, como nos dice S. Pablo: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que os hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 15-16).
En la oración, todo empieza por el reconocimiento de que Dios es para nosotros Padre-Madre, más bueno que el mejor de los padres-madres del mundo. Es el Espíritu quien nos ayuda a conocer el amor de Dios y a orar en espíritu y en verdad. Gracias al Espíritu podemos dirigir al Padre la oración de nuestro amor que se resume en una frase: “Tú me amas”. Y gracias a Él podemos también pedirle: “Haz que yo me deje invadir por tu amor”. Estas son las dos expresiones fundamentales de toda oración. La Regla de Vida nos confirma que el Espíritu apoya nuestra oración al afirmar que Él: “Nos impulsa a la confianza, porque Dios es bueno y fiel; a la súplica, porque es el dueño de nuestras vidas. Nos transforma y traduce ante Dios la oración inexpresada de nuestros corazones” (R 130). Gracias al Espíritu nuestra oración es una parte de la melodía del cielo, el perfume del incienso que sube hasta el altar de la Trinidad.
El encuentro con Dios requiere una actitud de conversión: “quítate las sandalias” (Ex 3,5), dice Yahvé a Moisés. El Espíritu nos apoya en este proceso en el cual cada vez vamos siendo más de Dios, abandonando el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, la tendencia a la vida fácil, la inconstancia, el individualismo, la superficialidad, la distracción, el querer saberlo todo, el meterse en todo, el comentar las faltas y debilidades del prójimo, la falta de silencio exterior e interior, el activismo y, en general, nuestras imperfecciones y pecados.
Sabemos que no somos capaces de liberarnos por nosotros mismos de todas estas esclavitudes y por eso “ponemos nuestra frágil esperanza en la gracia del Espíritu Santo, siempre activo para unificar nuestra vida y liberarnos de las coacciones que nos impiden dedicar tiempo para comulgar de corazón a corazón con Jesús en la oración” (Una peregrinación de esperanza, p. 20).
El camino de la ascesis pasa por la muerte (mortificación) del hombre viejo para que vaya naciendo en nosotros el hombre nuevo. He puesto la palabra mortificación entre paréntesis, con cierto temor, porque nos puede recordar prácticas del pasado que hoy no son aceptables. Pero siempre es necesaria la mortificación bien entendida: decir sí a todo lo que agrada a Dios, aunque nos cueste; y decir no a lo que no le agrada e incluso a muchas otras cosas, buenas en sí mismas, que no son necesarias. La mortificación nos ayuda al desprendimiento de nosotros mismos para abandonarnos confiadamente en los brazos del Padre.

Encontrar a Jesús“Venid a mí.” (Mt 11, 28)
Unid vuestras oraciones a las mías y pedid al buen Salvador

que os dé un lugar en su Corazón sagrado,

con el fin de que podáis establecer en Él vuestra morada

y que Él sea sobre todo el lugar de vuestro refugio

en el tiempo del combate y de la desolación.

(Cartas del H. Policarpo a varios hermanos in Positio, p. 442)


Hermanos, en el comienzo de mi primera circular les decía que quería “subrayar en ella la necesidad y la urgencia de volver en nuestra vida a lo esencial”. A lo largo de la misma intentaba mostrar cómo nuestra relación con Dios es algo fundamental en nuestra vida cristiana y religiosa. Dicha relación la vivimos en el encuentro íntimo con Jesús-Hermano, que quiere compartir con nosotros la experiencia sublime del amor del Padre y “transformarnos para una más profunda comunión con los demás” (Una peregrinación de esperanza, p. 20).
Volver la vida cristiana a lo esencial es reavivar la fe en Jesús y centrar nuestra vida en Él. La fe es experiencia personal de confianza en el Dios que se nos revela en Jesús. Ahora bien, Jesús vive sólo para el Padre. Por lo tanto, nosotros vivimos la fe plenamente si vivimos sólo para Dios, único Señor (cf. Ex 20, 3).
El cristiano y el religioso viven su vocación en la creciente identificación con Jesús (cf. Rm 8, 29; Jn 14, 5-6). Se trata de adoptar su modo de pensar y de amar. Esto es fácil de decir, pero es tarea de toda la vida. Entramos a la vida religiosa, por ejemplo, con unas determinadas motivaciones. Puede ser que entre ellas estén la búsqueda de Dios, el deseo de perfección o de prestar un servicio a los demás. Pero también suele haber motivaciones humanas, insuficientes para asegurar la perseverancia: el deseo de ser más, de tener más, de estar sobre los demás, de asegurar nuestra vida, de recibir una capacitación, etc.
Vivir la fe requiere de una actitud de conversión. La palabra conversión significa cambio de dirección o de orientación de nuestra vida. Como acabo de escribir, en un principio podemos entrar a la vida religiosa para conseguir ciertas ventajas para nosotros mismos. Ahora bien, en la vida no hay mas que dos opciones: o vivimos para Dios y los otros o vivimos para nosotros mismos. La conversión es la reorientación continua de nuestra vida hacia Dios y hacia los otros. En otras palabras, vivir la fe requiere la transfiguración permanente de nuestro amor (cf. R 74). Dicha transfiguración es el paso del amor con resabios de egoísmo (eros) a un amor cada vez más altruista, hasta llegar al amor puro que se expresa en el don total y desinteresado de nosotros mismos (ágape). San Pablo, que vivía completamente anegado en el misterio de Cristo, expresaba así esta realidad: “Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi” (Ga 2, 20).
El camino de conversión del que hablamos es un camino de perfección: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Ser perfectos buscar en todo la voluntad de Dios, orar y amar perfectamente, practicar las virtudes humanas y cristianas. Se trata de ser hombres y mujeres de Dios, es decir, de ser santos. La santidad es el mejor regalo que podemos hacer al mundo de hoy. Ella consiste en el amor a Dios y al prójimo (cf. 1 Jn 4, 20-21). Toda la vida cristiana y espiritual se resume, en última instancia en dos actitudes vitales: la filiación y la fraternidad. Se trata de vivir como hijos de Dios y como hermanos unos de otros, buscando agradar a Dios en todo: “Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la mayor gloria de Dios” (1 Cor 10, 31).
Quienes nos decimos seguidores de Jesús imitamos su forma de ser. Como Él, sabemos estar con los demás, situándonos a su mismo nivel, y no buscamos estar por encima de ellos en una posición dominante. Si Dios es un Dios cercano y amigo, nuestras relaciones no pueden establecerse desde el poder – “yo soy más que tú” –, desde el poseer – “yo tengo más que tú” – ni del placer egoísta – “tú vales solamente si eres mío” –.
En mis visitas a las comunidades repito con frecuencia que, “a ejemplo de Jesús-Hermano, somos hermanos para estar con los demás, no para estar sobre ellos”. Y este principio vale tanto para el ejercicio de la autoridad como de la obediencia, así como para nuestras relaciones con todo tipo de personas. La frase tiene un gran sentido, pues brota de la más genuina teología y espiritualidad de la comunión y de la encarnación. Quienes viven de acuerdo con este principio son personas de profunda vida espiritual, fraterna y apostólica.
Por otra parte, son actitudes propias del orgulloso creerse superior, sobreestimar sus cualidades y negar sus defectos, buscar la admiración de los demás, ser ambicioso y querer imponerse siempre sobre los otros. El humilde, por el contrario, es sencillo, agradecido, se pone al servicio de los otros, reconoce sus cualidades y también sus defectos. La humildad es la verdad. Y la verdad es que hemos recibido todo lo bueno que tenemos: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué gloriarte, como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4, 7).
El humilde reconoce que todo lo bueno es don de Dios: “Es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar” (Flp 2, 13); “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5); “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13). El humilde mira a Dios más que a sí mismo, se abre a la acción de Dios y se abandona a Él. La humildad es condición indispensable de toda virtud y perfección. Es, sobre todo, la virtud de Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis la paz para vuestras almas” (Mt 11, 29).
El encuentro íntimo con Jesús hará que nos identifiquemos cada vez más con Él, con sus sentimientos, con sus actitudes, con sus palabras, con sus acciones, con sus virtudes, especialmente con la mansedumbre y la humildad. Para llegar a dicho encuentro, el Capítulo general de 2006 nos invita a “arriesgar la transformación del ritmo trepidante de nuestra vida, tomando el ‘camino necesario’ de la ascesis para orar ‘en espíritu y en verdad (Jn 4, 23)’ (R 131; cf. R 133, 139)” (Una peregrinación de esperanza, p. 21).

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