Una mirada a la oscuridad



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El único temor que Arctor sentía era que alguien descubriera su radio. No un entremetido como Barris, sino un simple ladronzuelo. El aparato, con todos los dispositivos que habían sido incorporados, valía una fortuna. En caso de que lo robaran, Bob tendría que dar muchas explicaciones.

También ocultaba un arma en el coche, claro está. Barris nunca podría imaginarse dónde, aunque estuviera en medio de la más espeluznante de sus fantasías o el más clarividente de sus viajes. Barris buscaría un lugar exótico, como la columna de dirección o un sitio hueco. O colgando de un alambre en el depósito de gasolina, quizá recordando el cargamento de coca del clásico film Easy Rider. (Escondite que, dicho sea de paso, es el peor que puede encontrarse en caso de apuro. Todos los policías que hubieran visto la película habrían captado al momento lo que inteligentes psiquiatras habrían determinado después de arduo trabajo: que los dos tipos deseaban ser detenidos y, si era posible, que los mataran.) Bob Arctor escondía su arma en la guantera.

Todos los trucajes que Barris afirmaba, como una gran cosa, poseer en su vehículo podían guardar alguna relación con la realidad, la realidad del automóvil de Arctor, porque numerosos dispositivos radiofónicos que Bob tenía instalados en su coche habían sido exhibidos en programas de TV, en debates nocturnos que contaron con la presencia de los expertos que habían colaborado en su diseño, o descritos en revistas especializadas. Algunos de estos aparatos habían desaparecido de los laboratorios de la policía, levantando el consiguiente escándalo. En definitiva, el ciudadano medio (el típico ciudadano medio, como siempre decía Barris en su característico tono ampuloso, casi intelectual) sabía ya que ningún vehículo blanco-y-negro, es decir, de la policía, se arriesgaba a detener un Chevrolet 57 con rayas de rally, que fuera a toda velocidad conducido por un aparente quinceañero flipado. El polizonte que lo hiciera podía encontrarse con la desagradable sorpresa de haber impedido que un coche de la brigada de narcóticos persiguiera su presa. El típico ciudadano medio reconocía a todos esos vehículos en cuanto los veía aparecer a toda velocidad, asustando a viejas y gente honrada que luego manifestaría su indignación mediante cartas, y no cesaba de señalarlos y explicar su identidad a cualquier otra persona... cosa que no importaba nada. Lo que sí sería importante, y peligroso, es que los delincuentes, los locos del volante, las bandas de motoristas y, sobre todo, los traficantes y usuarios de la droga se las arreglaran para montar dispositivos similares e instalarlos en sus propios coches.

En ese caso, podrían desenvolverse con total impunidad.

—Entonces, iré andando —dijo Arctor. De todos modos, era lo que deseaba hacer. Sólo había estado probando a Barris y Luckman. Tenía que ir andando.

—¿Dónde vas? —preguntó Luckman.

—A ver a Donna. —La chica vivía muy lejos, demasiado para ir a pie. Así se aseguraba que nadie quisiera acompañarle. Se puso la chaqueta y se dirigió a la puerta—. Nos veremos luego.

—Mi coche... —Barris insistió en dar excusas.

—Si usara tu coche —le interrumpió Arctor—, tocaría lo que no debo y me encontraría flotando sobre el centro de Los Angeles como el dirigible de año nuevo. Y me utilizarían para verter borato sobre los pozos de petróleo incendiados.

—Me alegra que entiendas mi posición —murmuró Barris, aunque Arctor acababa de cerrar la puerta.
Fred, vestido con su monotraje mezclador, se hallaba sentado ante el cubo holográfico del Monitor Dos, contemplando impasible el cambio de imágenes que se sucedía ante sus ojos. Otros observadores examinaban hologramas, procedentes de diversas fuentes y playbacks en su mayoría, en aquel seguro piso. Lo que Fred veía era un holograma directo. Aunque el aparato grababa, como todos los demás, él había desestimado la cinta y preferido observar la transmisión en el mismo instante que era efectuada desde la supuestamente ruinosa casa de Bob Arctor.

El holograma captaba a Barris y Luckman a todo color y en imágenes muy definidas. Barris, sentado en el mejor sillón del cuarto de estar, estaba inclinado sobre la pipa de hash que estaba haciendo desde hacía varios días. La concentración en el trabajo, el enroscamiento de una cuerda blanca alrededor de la cazoleta, había convertido su cara en una máscara impasible. Luckman estaba encogido ante la mesita, devorando su cena Swanson de pollo frío, y observando un western por TV. Cuatro latas de cerveza vacías, aplastadas por la fuerza de su poderosa mano, yacían en la mesa. Cogió una quinta lata, medio llena, pero se le cayó al suelo. Volvió a asirla y soltó un taco. Barris alzó la vista, le miró como Mime en Sigfrido y reanudó su trabajo.

Fred prosiguió observando.

—Jodida televisión nocturna —murmuró Luckman con la boca llena de comida.

De repente, Luckman soltó la cuchara y se puso en pie a trompicones. Tambaleándose, escupió en dirección a Barris con ambas manos levantadas, gesticulando en silencio. De su boca abierta brotaba pollo a medio masticar, manchando sus ropas y el suelo. Los ansiosos gatos se precipitaron hacia allí.

Barris hizo una pausa en su trabajo y miró al desventurado Luckman que, entre repugnantes y furiosos sonidos guturales, dio un manotazo a la mesita, tirando las latas de cerveza y la comida. Los gatos huyeron asustados al escuchar el estruendo. Barris observaba fijamente la escena. Luckman dio varios pasos hacia la cocina. Otra holocámara, ante los aterrorizados ojos de Fred, captó a Luckman cuando éste buscó a tientas un vaso en la semioscuridad de la cocina y trató de abrir el grifo. Fred se puso en pie de golpe. Incrédulo, vio por el monitor dos que Barris, todavía sentado, reanudaba su trabajoso enrollamiento de la cuerda en torno a la cazoleta de la pipa de hash. Barris no volvió a alzar la vista. El monitor dos siguió captándole con toda su atención puesta en la tarea.

El sistema de sonido recogió un gran estrépito, sonidos desgarradores de agonía: un ser humano atragantándose y el furioso alboroto de objetos cayendo al suelo. Luckman tiraba todo lo que encontraba, ollas, sartenes, platos y cubiertos, en un desesperado intento por llamar la atención de Barris. Barris, insensible al ruido, seguía ocupándose de su pipa de hash, sin levantar los ojos de ella.

En la cocina, captada por el monitor uno, Luckman cayó al suelo de repente. Se derrumbó, produciendo un ruido sordo, y quedó inmóvil con los brazos extendidos. Barris prosiguió anudando la cuerda de su pipa de hash. En las comisuras de sus labios apareció una ligera y mezquina sonrisa.

Fred, puesto de pie, contempló la imagen paralizado e indignado al mismo tiempo. Alargó la mano hacia el teléfono que había junto al monitor, se detuvo, siguió observando.

Luckman estuvo varios minutos tendido en el suelo de la cocina, mientras Barris seguía dando vueltas y más vueltas a la cuerda. Estaba inclinado como una vieja haciendo calceta, sonriente, siempre sonriente, y meciéndose ligeramente. De repente, Barris tiró a un lado la pipa de hash, se levantó y miró con agudeza la forma de Luckman echada en el suelo de la cocina, el vaso roto que había cerca, la comida vomitada, las sartenes, los platos rotos... El rostro de Barris reflejó una repentina y fingida sorpresa. Se quitó las gafas de sol, dejando ver unos ojos grotescamente desorbitados. Gesticuló sin saber qué hacer, se movió de un lado a otro, corrió hacia Luckman, se detuvo a poca distancia del cuerpo, dio media vuelta y empezó a jadear.

Está representando su comedia, comprendió Arctor, ejecutando su numerito descubrimiento-pánico. Como si estuviera en un escenario. Barris, la imagen del monitor dos, se retorció, gimió de pena. Su rostro enrojeció. Luego se precipitó hacia el teléfono, lo cogió, se le cayó y volvió a cogerlo con dedos temblorosos... Acaba de descubrir que Luckman, solo en la cocina, está agonizando con un trozo de comida impidiendo su respiración, sin nadie que le oiga o ayude, pensó Fred. Y ahora, Barris trata frenéticamente de conseguir ayuda. Demasiado tarde.

—¿Operadora? —dijo Barris con lentitud y en tono estridente—. No sé si debo pedir por la brigada de inhalación o por la de resucitación.

—Señor, ¿se refiere a que hay alguien que se asfixia? ¿Desea...?

—Me parece que es un paro cardíaco —aclaró Barris, ya con su característica voz profesional, tranquila y apagada. Una voz mortífera que jugaba a sabiendas con el peligro, la gravedad del momento y el tiempo que iba pasando—. Puede ser eso o una involuntaria aspiración de un bolo alimenticio dentro de...

—¿Cuál es la dirección, señor? —le interrumpió la operadora.

—La dirección... Veamos, la dirección es...

—¡Dios mío! —dijo Fred en voz alta.

De pronto, Luckman, tumbado en el suelo, se retorció convulsivamente. Se estremeció y vomitó la comida que obstruía su garganta. Ya en pie, aunque vacilante, abrió los ojos. Su mirada reflejó una confusión total.

—Un momento, parece que ya se repone —dijo Barris con toda tranquilidad—. Gracias, pero no hará falta su ayuda. —Y colgó sin esperar respuesta.

—¡Jo! —pareció decir Luckman mientras se recuperaba—. Mierda. —Respiraba con gran dificultad y tosía sin cesar.

—¿Estás bien? —preguntó Barris con voz preocupada.

—Debo haberme atragantado. ¿Me he desmayado?

—No exactamente. Entraste en un estado alterado de conciencia. Durante algunos segundos. Un estado alfa, es muy posible.

—¡Jo! ¡Estoy hecho un puerco! —Inseguro, dando tumbos, el debilitado Luckman trató de ponerse en pie. Todo le daba vueltas y buscó apoyo en la pared—. Estoy degenerando. Como un borracho viejo. —Se dirigió con pasos vacilantes hacia el lavabo.

Las últimas escenas hicieron que Fred recuperara la tranquilidad. El chico se repondría. ¡Pero Barris...! ¿Qué tipo de persona era? Luckman se había salvado a pesar de él. ¡Vaya chiflado! ¡Qué retorcimiento! ¿Cómo podía haber estado tan tranquilo? ¿Dónde tenía la cabeza?

—Un hombre puede morir así —dijo Luckman mientras se lavaba.

Barris sonrió.

—Tengo una constitución física muy fuerte —prosiguió Luckman, escupiendo agua—. ¿Y qué hacías mientras yo estaba muriéndome? ¿Contemplarme?

—Me viste con el teléfono en la mano. Estaba hablando con los auxiliares médicos. Me puse en acción en cuanto...

—Trolas —interrumpió Luckman agriamente, y siguió tragando agua fresca—. Sé muy bien lo que harías si me muriera... Robarías todo lo que tengo en mi escondite. Y hasta buscarías en mis bolsillos.

—Es sorprendente comprobar lo limitada que es la anatomía humana, el hecho de que comida y aire deban compartir un mismo conducto. De modo que los riesgos...

Luckman le dedicó un silencioso corte de manga.


Rechinar de frenos. Un bocinazo. Bob Arctor observó el tráfico nocturno. Un coche deportivo con el motor en marcha, junto a la acera. En su interior, una chica haciéndole señas.

Donna.


¡Vaya!, pensó. Fue hacia la acera, y Donna abrió la puerta del MG.

—¿Te he asustado? —preguntó la chica—. Pasé a tu lado cuando iba a tu casa, pero no te reconocí al momento. Luego he girado en redondo para volver a buscarte. Sube.

Arctor entró en silencio y cerró la puerta.

—¿Por qué vas a pata? —preguntó Donna—. ¿Tiene la culpa el coche? ¿Aún no está reparado?

—Acabo de hacer una flipada. No un viaje, sino... —Se estremeció.

—Tengo tu mercancía.

—¿Qué?

—Mil tabletas de muerte.



—¿Muerte? —repitió Arctor.

—Sí, muerte de primera calidad. Será mejor que conduzca yo. —Donna puso la primera y arrancó. No tardó mucho en conducir demasiado aprisa. Siempre conducía aprisa, y muy cerca del vehículo que iba delante, pero era una experta.

—¡El jodido de Barris! —estalló Bob—. ¿Sabes cómo actúa? Si quiere matar a alguien, no lo mata. Se limita a esperar que surja una situación adecuada y la víctima muera, para quedarse sentado presenciando la agonía. En realidad, prepara las muertes, pero no sé cómo lo hace, no estoy seguro. Es igual: lo arregla todo para que ocurra la jodida muerte. —Hizo una pausa mientras meditaba—. Por ejemplo, Barris no pondría explosivos plásticos conectados al encendido de tu coche. Lo que haría...

—¿Tienes el dinero? —preguntó Donna—. ¿El dinero de la mercancía? Es francamente de primera y necesito el dinero ahora mismo. Debo tenerlo esta noche para pagar otras cosas.

—Lo tengo. —Y era cierto. Estaba en su cartera.

—No me gusta Barris —dijo Donna—. Y no confío en él. Está chiflado, ¿sabes? Y si estás con él, también te vuelves loca. Pero si te alejas de Barris, todo va bien. Ahora mismo, tú estás loco.

—¿Lo estoy? —preguntó él, sorprendido.

—Sí —repuso Donna con toda tranquilidad.

—¡Vaya...! —No supo que responder. En especial porque Donna no se equivocaba nunca.

—¡Hey! —dijo Donna con entusiasmo—. ¿Por qué no me llevas a un concierto de rock? La semana que viene, en el Anaheim Stadium. ¿Vale?

—Bueno —respondió Bob mecánicamente. Y después comprendió lo que eso significaba: Donna le pedía que salieran juntos—. ¡Claro que sí! —Alegría. La vida volvía a él. Y gracias de nuevo a la chiquilla morena a la que tanto quería—. ¿Cuándo?

—Es el domingo por la tarde. Llevaré un poco de ese hash oscuro y voy a ir muy cargada. Habrá un montón de gente, así que no se darán cuenta. —Donna le miró escrutadoramente—. Pero ponte ropa limpia y no esa asquerosidad que llevas a veces. Me refiero a que... —Su voz se dulcifico—. Bueno, quiero que parezcas atractivo, porque lo eres.

—De acuerdo —dijo Bob muy complacido.

—Iremos a mi casa. Me darás el dinero, nos tomaremos algunas tabletas, nos pondremos cómodos y disfrutaremos. Y si tú quisieras comprar una botella de Southern Comfort también nos podríamos atiborrar.

—Fabuloso —respondió él sinceramente.

—Lo que de verdad me gustaría hacer esta noche es ir al autocine. —Donna redujo velocidad para doblar la curva de su calle y entrar en el camino particular de la casa—. He comprado el periódico y he mirado la cartelera. Lo único que vale la pena es el programa del Torrance, pero ya es demasiado tarde. Empezó a las cinco y media. Un asco.

—Nos hemos perdido... —empezó a decir Arctor mientras consultaba su reloj.

—No, aún podemos ver la mayor parte. —Donna le dedicó una sonrisa cariñosa antes de parar el motor—. Es toda la serie del Planeta de los simios, las once películas. Desde las cinco y media de la tarde a las ocho de la mañana. Me iré a trabajar saliendo del autocine, así que tengo que cambiarme hora. Iremos al cine, fumaremos y beberemos Southern Comfort toda la noche. ¡Es fabuloso!, ¿no? —La chica miró a Bob, esperando una respuesta afirmativa.

—Toda la noche —repitió Arctor.

—Sí, sí, sí. —Donna salió del coche y fue hasta la otra puerta para ayudar a Bob—. ¿Cuándo viste por última vez todas las películas del Planeta de los simios? Yo he visto muchas a principios de este año, pero luego me puse enferma y me perdí las últimas. Fue por culpa de un bocadillo que compré en el autocine. Me supo muy mal, porque me perdí la última película y ahí es donde se revela que todos los hombres famosos, como Lincoln y Nerón, fueron monos camuflados que dirigieron la historia humana desde sus principios. Por eso tengo tantas ganas de ver el programa. —Donna bajó la voz conforme se acercaban a la puerta principal de la casa—. Me estafaron vendiéndome aquel bocadillo, así que cuando volví a ir al autocine, el de La Habra, metí una moneda doblada en la ranura y un par más en otras máquinas automáticas. No se lo dirás a nadie, ¿verdad? ¿Te acuerdas de Larry, Larry Talling, el que salía conmigo? Pues él y yo doblamos un montón de monedas de veinticinco y cincuenta centavos usando la prensa y una llave muy grande que tenía Harry. Claro, me aseguré que todas las máquinas fueran de la misma empresa. Bueno, estropeamos casi todas las máquinas, prácticamente todas. —Abrió la puerta de la casa, sumida en la oscuridad, lenta y gravemente.

—Estafarte a ti es un mal negocio, Donna —opinó Bob al entrar en la cuidada vivienda de Donna.

—No pises la moqueta —se apresuró a decir Donna.

—¿Por donde voy, entonces?

—Quédate quieto, o anda por encima de los periódicos.

—Donna...

—No empieces a darme la lata por tener que pisar los periódicos. ¿Sabes el trabajo que me cuesta tener limpia la moqueta? —Empezó a desabrocharse la chaqueta.

—Tacaña —dijo Arctor, quitándose su propia chaqueta—. Tacaña como una campesina francesa. ¿Tiras alguna cosa a la basura? ¿Conservas trozos de cuerda demasiado cortos para...?

—Mira, Bob —interrumpió Donna, echando hacia atrás su pelo negro y sacándose la chaqueta de cuero—. Un día de estos me casaré y necesitaré todas esas cosas, todo lo que guardo. Cuando te casas no te sobra nada. Por ejemplo, ese espejo fantástico lo vimos en el patio de los vecinos. Éramos tres y nos costó una hora pasarlo por encima de la valla. Y algún día...

—De todas las cosas que tienes en tu casa, ¿cuántas son robadas y cuántas compradas?

—¿Compradas? —Donna le miró inquisitivamente—. ¿Qué quiere decir compradas?

—Cosas que se compran, como la droga, como la mercancía que me vas a dar ahora. —Sacó la cartera—. Voy a darte dinero a cambio, ¿no?

Donna asintió. Observó a Bob con aire de sumisión (en realidad, de educación), pero sin perder la dignidad. Con ciertas reservas.

—Tú vas a darme droga a cambio del dinero —dijo Arctor, mostrando los billetes—. Comprar es una extensión en el gran mundo de las transacciones comerciales de lo que estamos haciendo nosotros ahora, o sea, un negocio de droga.

—Creo que lo entiendo. —Donna se quedó mirándole con sus grandes ojos oscuros, serena pero alerta. Deseaba aprender.

—Cuando... cuando seguiste a aquel camión de reparto de la Coca-Cola, ¿cuántas botellas robaste? ¿Cuántas cajas?

—Para todo un mes. Para mí y mis amigos.

Bob la miró con aire de reproche.

—Es una especie de cambio, ¿no? —dijo Donna.

—¿Qué...? —Arctor empezó a reír—. ¿Qué diste a cambio?

—Me doy yo misma a cambio.

—¿A quién? —Bob cambió la risa por sonoras carcajadas—. ¿Al conductor del camión que probablemente tuvo que...?

—La Coca-Cola es un monopolio capitalista. Solamente ellos pueden hacer Coca, como la compañía telefónica cuando quieres telefonear a alguien. Todo son monopolios capitalistas. —Sus ojos centellearon antes de añadir—: ¿Sabes que la fórmula de la Coca-Cola es un secreto cuidadosamente guardado y transmitido, que sólo conocen algunas personas de la misma familia, y que si muere la última de ellas que haya memorizado la fórmula, no se fabricará más Coca? O sea, que debe haber una fórmula escrita y guardada en una caja fuerte, para evitar ese caso. ¿Dónde la tendrán? —concluyó, meditabunda y con los ojos muy brillantes.

—Ni tú ni tus amigos de robo encontraréis nunca la fórmula de la Coca-Cola. Aunque viváis mil años.

—¿Y PARA QUÉ NARICES FABRICAR COCA SI LA PODEMOS ROBAR DE LOS CAMIONES? Tienen muchos camiones. Siempre te encuentras con ellos y van muy despacio. Yo los sigo siempre que puedo, es algo que pone enfermos a los conductores. —Donna le sonrió. Fue una sonrisa íntima, cariñosa, repleta de picardía, como si la chica tratara de atraerle a la extraña realidad que ella vivía.

Imaginó a Donna siguiendo incansable a un camión de reparto, cada vez más ansiosa e impaciente. Y por fin, cuando el camión aparcaba, en lugar de irse a toda velocidad, Donna frenaba también y saqueaba la carga. No tanto porque fuera una ladrona, o por venganza, sino porque, cuando el camión se detenía, la chica ya llevaba un buen rato mirando las Cajas de Coca y había planeado lo que haría con ellas. Su impaciencia se había convertido en ingeniosidad. Había cargado el coche —no el MG, sino el otro más grande, el Camaro que llevaba por entonces, antes de reventarlo por completo— con cajas y más cajas de Coca-Cola. Y después, durante un mes, ella y sus amigos se habían hartado de bebida gratis. Y entonces...

Había devuelto los cascos en diferentes tiendas, reclamando lo que supuestamente le habían cobrado por ellos.

—¿Qué haces con las chapas? —había preguntado un día Bob Arctor—. ¿Las envuelves en muselina y las guardas en tu cobre de cedro?

—Las tiro —había sido la triste respuesta de Donna—. No se puede hacer nada con chapas de Coca. Ya no hay concursos ni premios.

Mientras Bob recordaba esto, Donna había desaparecido en otra habitación, de la que salió cargada con varias bolsas de polietileno.

—¿Quieres contarlas? —preguntó—. Hay mil, seguro. Las pesé en mi balanza antes de pagarlas.

—Perfecto.

Arctor cogió las bolsas y ella el dinero. Bob pensó: Donna, podría meterte en chirona. Pero no lo haré nunca, hagas lo que hagas y aunque sea en mi contra. Eres una maravilla, dulce y llena de vida. Nunca voy a destruirte. No lo entiendo, pero es así.

—¿Puedes darme diez? —preguntó la chica.

—¿Diez? ¿Diez para ti? Desde luego. —Abrió una de las bolsas. Eran difíciles de desatar, pero Bob tenía experiencia... y extrajo diez justas. Más otras diez para él. Volvió a cerrar la bolsa y se fue al recibidor en busca de su chaqueta, para dejar la mercancía allí.

—¿Sabes qué hacen ahora en las tiendas de discos? —preguntó Donna enérgicamente cuando Bob volvió. Las diez tabletas de la chica habían desaparecido. Ya las había ocultado—. ¿Sabes lo que hacen con las cassettes?

—Te detienen si las robas.

—Siempre lo han hecho. Pero ahora... Ya sabes, coges un LP o una cinta, te vas al mostrador y el dependiente arranca la etiqueta del precio. Pues bueno, a ver si imaginas lo que he averiguado casi exponiéndome a que me detuvieran. Adivínalo. —Se echó en un sillón, sonriendo satisfecha, y cogió un pequeño envoltorio que Arctor identificó como hash antes de que Donna lo desenvolviera—. No es sólo una etiqueta engomada para el precio. Debe tener un trocito de metal especial, de forma que si el dependiente no arranca la etiqueta y tratas de salir de la tienda, suena una alarma.

—¿Y por qué dices que te expusiste a ser detenida?

—Una tía muy menuda iba delante mío y trató de irse con una cassette bajo la chaqueta. Sonó la alarma, la cogieron y luego vino la poli.

—¿Y cuántas llevabas tú escondidas?

—Tres.

—¿Llevabas droga en el coche? —preguntó Bob—. Porque si te cogen con una cinta robada te embargarán el coche. Se lo llevarán a la comisaría, descubrirán la carga y también te meterán en chirona por eso. Aunque apostaría a que tú hiciste eso en un lugar donde... —Se interrumpió antes de completar la frase, «...sabías que ningún polizonte podía intervenir para ayudarte».



Pero no podía decir tal cosa, porque ese polizonte era él mismo. Si echaban el guante a Donna, él la ayudaría con toda su alma, al menos hasta donde llegara su influencia. Pero no podría hacer nada en el condado de Los Angeles, por ejemplo. Y si alguna vez llegaba el caso, que finalmente llegaría, él estaría lo bastante lejos como para enterarse o prestar ayuda. Un drama, una fantasía horrible, empezó a desplegarse en su mente: Donna agonizando, como Luckman, sin que nadie la oyera o moviera un dedo. Alguien podría escucharla, gente como Barris, pero se quedaría inmóvil hasta que la chica expirara. No sería una muerte literal, igual que la de Luckman... ¿La de Luckman? Bueno, podía haber muerto. Pero Donna, adicta a la sustancia M, sería encarcelada y forzada al pavo frío, a la abstinencia total. Y puesto que era traficante, drogadicta y ladrona... estaría en chirona mucho tiempo, expuesta a muchas otras cosas, todas horribles. Cuando saliera en libertad sería una Donna distinta. Aquella expresión tierna y cariñosa, aquel calor tan apreciado por Bob Arctor... se convertiría en Dios sabía el qué, en algo vacío y envejecido. Donna transformada en objeto. A todos les pasaría lo mismo, algún día, pero Bob esperaba estar muerto cuando Donna pasara esa experiencia. Encontrarse en un lugar donde no pudiera prestar ayuda.


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