Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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más dañinas que en el pasado, puesto que los frentes de playa se hallan en la

actualidad mucho más construidos y poblados desde la Segunda Guerra Mundial, y

aunque no existe un conocimiento claro de la posición y movimientos de dichas

tormentas, sí resulta cierto que la pérdida de vidas y propiedades sería muchas veces

mayor de lo que es ahora. (Respecto a la utilidad y valor del programa espacial, el

rastreo mediante satélites de los huracanes por sí solo ya representa un precio mayor

de lo que cuesta el programa en sí.)

Otros empleos terrestres de los satélites se han desarrollado asimismo. Ya en 1945, el

escritor de ciencia-ficción británico Arthur C. Clarke había señalado que los satélites

podrían emplearse como relés en los que los mensajes de radio se esparcirían por

continentes y océanos, y que únicamente tres satélites estratégicamente situados

podrían hacer frente a una cobertura a nivel mundial. Lo que parecía un sueño

descabellado comenzó a hacerse real quince años después. El 12 de agosto de 1961,

Estados Unidos lanzó el Echo I, un tenue globo de poliéster forrado de aluminio, que

fue inflado en el espacio hasta ocupar un diámetro de 33 metros para servir como

reflector pasivo de las ondas de radio. Una figura eminente en este exitoso proyecto

fue Robinson Pierce de «Bell Telephone Laboratories», que él mismo fue un escritor de

historias de ciencia-ficción bajo seudónimo.

El 10 de julio de 1962 fue lanzado el Telstar I, otro satélite estadounidense, el cual

hizo algo más que reflejar ondas. Las recibió y amplificó, para retransmitirlas

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seguidamente. Gracias al Telstar, los programas de televisión cruzaron los océanos por



vez primera (aunque, desde luego, el nuevo ingenio no pudo mejorar su calidad). El 26

de julio de 1963 se lanzó el Syncom II, satélite que orbitaba la superficie terrestre a

una distancia de 35.880 km. Su período orbital era de 24 horas exactas, de modo que

«flotaba» fijamente sobre el océano Atlántico, sincronizado con la Tierra. El Syncom



III, «colocado» sobre el océano índico y con idéntica sincronización, retransmitió a

Estados Unidos, en octubre de 1964, La Olimpiada del Japón.

El 6 de abril de 1965 se lanzó otro satélite de comunicaciones más complejo aún: el

Early-Bird, que permitió el funcionamiento de 240 circuitos radiofónicos y un canal de

televisión. (Durante dicho año, la Unión Soviética empezó a lanzar también satélites de

comunicación.) Hacia los años 1970, televisión, radio y radiotelefonía se habían

convertido en esencialmente globales, gracias a los relés por satélite.

Tecnológicamente, la Tierra se ha convertido en «un mundo», y las fuerzas políticas

que trabajan contra este hecho ineludible son crecientemente arcaicas, anacrónicas y

mortíferamente peligrosas.

El hecho de que los satélites puedan usarse para realizar un mapa de la superficie de

la Tierra y estudiar sus nubes resulta algo obvio. No del todo tan obvio pero asimismo

igual de cierto es el hecho de que los satélites pueden estudiar el manto de nieve, los

movimientos de los glaciares, detalles geológicos en amplia escala. A partir de detalles

geológicos, pueden señalarse las regiones en que es probable que exista petróleo.

Cabe estudiar las cosechas a gran escala, así como los bosques, y también señalar las

regiones donde reinan la anormalidad y las enfermedades. Es posible localizar los

incendios forestales y asimismo las necesidades de irrigación. Pueden estudiarse los

océanos, así como las corrientes de agua y los movimientos de los peces. Tales



satélites de recursos terrestres constituyen la respuesta inmediata a aquellos críticos

que pusieron en tela de juicio el dinero gastado en el espacio ante los grandes

problemas del tipo «aquí y ahora, y en nuestra casa». A menudo es desde el espacio

donde esos problemas pueden estudiarse mejor y demostrar los métodos de la

solución.

Finalmente, existen en órbita numerosos satélites espía diseñados para ser capaces de

detectar movimientos militares, concentraciones y almacenamientos militares,

etcétera. No faltan personas que planean convertir el espacio en otra arena para la

guerra, o para desarrollar satélites asesinos que destruyan los satélites enemigos, o

para situar armas avanzadas en el espacio que se empleen con mayor rapidez que las

armas terrestre. Esto constituye un lado demoníaco de la exploración del espacio, y el

simple hecho de pensar en ello, aunque sea de forma marginal, aumenta la velocidad a

que una guerra termonuclear a una escala total puede llegar a destruir la civilización.

El propósito declarado de «mantener la paz» desalentando a la otra parte de llevar a

cabo la guerra, es algo proclamado por ambas superpotencias, tanto Estados Unidos

como la Unión Soviética. El acrónimo de esta teoría de la paz a través de «una

destrucción mutua asegurada», con cada lado sabiendo que comenzar una guerra

aportaría la destrucción propia, así como la del otro bando, es una locura, y lo es

porque aumentar la cantidad y lo mortífero de los armamentos hasta ahora jamás ha

impedido la guerra.

LOS GASES EN EL AIRE

La atmósfera inferior

Hasta los tiempos modernos se consideraba el aire como una sustancia simple y

homogénea. A principios del siglo XVII, el químico flamenco Jan Baptista van Helmont

empezó a sospechar que existía cierto número de gases químicamente diferenciados.

Así, estudió el vapor desprendido por la fermentación de los zumos de fruta (anhídrido

carbónico) y lo reconoció como una nueva sustancia. De hecho, Van Helmont fue el

primero en emplear el término «gas» —voz que se supone acuñada a partir de «caos»,

que empleaban los antiguos para designar la sustancia original de la que se formó el

Universo—. En 1756, el químico escocés Joseph Black estudió detenidamente el

anhídrido carbónico y llegó a la conclusión de que se trataba de un gas distinto del

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aire. Incluso demostró que en el aire había pequeñas cantidades del mismo. Diez años



más tarde, Henry Cavendish estudió un gas inflamable que no se encontraba en la

atmósfera. Fue denominado hidrógeno. De este modo se demostraba claramente la

multiplicidad de los gases.

El primero en darse cuenta de que el aire era una mezcla de gases fue el químico

francés Antoine-Laurent Lavoisier. Durante unos experimentos realizados en la década

de 1770, calentó mercurio en una retorta y descubrió que este metal, combinado con

aire, formaba un polvo rojo (óxido de mercurio), pero cuatro quintas partes del aire

permanecían en forma de gas. Por más que aumentó el calor, no hubo modo de que se

consumiese el gas residual. Ahora bien, en éste no podía arder una vela ni vivir un

ratón.


Según Lavoisier, el aire estaba formado por dos gases. La quinta parte, que se

combinaba con el mercurio en su experimento, era la porción de aire que sostenía la

vida y la combustión, y a la que dio el nombre de «oxígeno». A la parte restante la

denominó «ázoe», voz que, en griego, significa «sin vida». Más tarde se llamó

«nitrógeno», dado que dicha sustancia estaba presente en el nitrato de sodio, llamado

comúnmente «nitro». Ambos gases habían sido descubiertos en la década anterior: el

nitrógeno, en 1772, por el físico escocés Daniel Rutherford, y el oxígeno, en 1774, por

el ministro unitario inglés Joseph Priestley.

Esto sólo es suficiente para demostrar que la atmósfera terrestre constituye un caso

único en el Sistema Solar. Aparte de la Tierra, seis mundos en el Sistema Solar se

sabe que poseen una atmósfera apreciable. Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno (los

primeros dos de una forma segura; los otros dos con cierta probabilidad) poseen

atmósferas de hidrógeno, con helio como constituyente menor. Marte y Venus tienen

atmósferas de dióxido de carbono, con nitrógeno como constituyente menor. Sólo la

Tierra posee una atmósfera uniformemente repartida entre dos gases, y sólo la Tierra

posee el oxígeno como constituyente principal. El oxígeno es un gas activo y, desde

unas consideraciones químicas ordinarias, puede esperarse que se combine con otros

elementos y llegue a desaparecer de la atmósfera en su forma libre. Esto es algo sobre

lo que volveremos más adelante en este capítulo, pero, por ahora, continuemos

tratando con los ulteriores detalles de la composición química del aire.

A mediados del siglo XIX, el químico francés Henri-Victor Regnault analizó muestras de

aire de todo el Planeta y descubrió que la composición del mismo era idéntica en todas

partes. El contenido en oxígeno representaba el 20,9 %, y se presumía que el resto (a

excepción de indicios de anhídrido carbónico) era nitrógeno.

Comparativamente, el nitrógeno es un gas inerte, o sea, que no se combina

rápidamente con otras sustancias. Sin embargo, puede ser forzado a combinarse, por

ejemplo, calentándolo con metal de magnesio, lo cual da nitrato de magnesio sólido.

Años después del descubrimiento de Lavoisier, Henry Cavendish intentó consumir la

totalidad del nitrógeno combinándolo con oxígeno, bajo la acción de una chispa

eléctrica. No tuvo éxito. Hiciera lo que hiciese, no podía liberarse de una pequeña

burbuja de gas residual, que representaba menos del 1 % del volumen original.

Cavendish pensó que éste podría ser un gas desconocido, incluso más inerte que el

nitrógeno. Pero como no abundan los Cavendish, el rompecabezas permaneció como

tal largo tiempo, sin que nadie intentara solucionarlo, de modo que la naturaleza de

este aire residual no fue descubierta hasta un siglo más tarde.

En 1882, el físico británico John W. Strutt (Lord Rayleigh) comparó la densidad del

nitrógeno obtenido a partir de ciertos productos químicos, y descubrió, con gran

sorpresa, que el nitrógeno del aire era definitivamente más denso. ¿Se debía esto a

que el gas obtenido a partir del aire no era puro, sino que contenía pequeñas

cantidades de otro más pesado? Un químico escocés, Sir William Ramsay, ayudó a

Lord Rayleigh a seguir investigando la cuestión. Por aquel entonces contaban ya con la

ayuda de la espectroscopia. Al calentar el pequeño residuo de gas que quedaba tras la

combustión del nitrógeno y examinarlo al espectroscopio, encontraron una nueva serie

de líneas brillantes, líneas que no pertenecían a ningún elemento conocido. Este nuevo

y muy inerte elemento recibió el nombre de «argón» (del término griego que significa

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«inerte»).

El argón suponía casi la totalidad del 1 % del gas desconocido contenido en el aire.

Pero seguían existiendo en la atmósfera diversos componentes, cada uno de los cuales

constituía sólo algunas partes por millón. Durante la década de 1890, Ramsay

descubrió otros cuatro gases inertes: «neón» (nuevo), «criptón» (escondido), «xenón»

(extranjero) y «helio»», gas este último cuya existencia en el Sol se había descubierto

unos 30 años antes. En décadas recientes, el espectroscopio de rayos infrarrojos ha

permitido descubrir otros tres: el óxido nitroso («gas hilarante»), cuyo origen se

desconoce; el metano, producto de la descomposición de la materia orgánica y el

monóxido de carbono. El metano es liberado por los pantanos, y se ha calculado que

cada año se incorporan a la atmósfera unos 45 millones de toneladas de dicho gas,

procedentes de los gases intestinales de los grandes animales. El monóxido de carbono

es, probablemente, de origen humano, resultante de la combustión incompleta de la

madera, carbón, gasolina, etc.



La estratosfera

Desde luego, todo esto se refiere a la composición de las capas más bajas de la

atmósfera. ¿Qué sucede en la estratosfera? Teisserenc de Bort creía que el helio y el

hidrógeno podrían existir allí en determinada cantidad, flotando sobre los gases más

pesados subyacentes. Estaba en un error. A mediados de la década de 1930, los

tripulantes de globos rusos trajeron de la estratosfera superior muestras de aire

demostrativas de que estaba constituida por oxígeno y nitrógeno en la misma

proporción de 1 a 4 que se encuentra en la troposfera.

Pero había razones para creer que en la atmósfera superior existían algunos gases

poco corrientes, y una de tales razones era el fenómeno llamado «claridad nocturna».

Se trata de una débil iluminación general de todo el cielo nocturno, incluso en ausencia

de la Luna. La luz total de la claridad nocturna es mucho mayor que la de las estrellas,

pero tan difusa que no puede apreciarse, excepto con los instrumentos fotodetectores

empleados por los astrónomos.

La fuente de esta luz había sido un misterio durante muchos años. En 1928, el

astrónomo V. M. Slipher consiguió detectar en la claridad nocturna algunas líneas

espectrales, que habían sido ya encontradas en las nebulosas por William Huggins en

1864 y que se pensaba podían representar un elemento poco común, denominado

«nebulio». En 1927, y en experimentos de laboratorios, el astrónomo americano Ira

Sprague Bowen demostró que las líneas provenían del «oxígeno atómico», es decir,

oxígeno que existía en forma de átomos aislados y que no estaba combinado en la

forma normal como molécula de dos átomos. Del mismo modo, se descubrió que otras

extrañas líneas espectrales de la aurora representaban nitrógeno atómico. Tanto el

oxígeno atómico como el nitrógeno atómico de la atmósfera superior son producidos

por la radiación solar, de elevada energía, que escinde las moléculas en átomos

simples, lo cual fue sugerido ya, en 1931, por Sydney Chapman. Afortunadamente,

esta radiación de alta energía es absorbida o debilitada antes de que llegue a la

atmósfera inferior.

Por tanto, la claridad nocturna —según Chapman— proviene de la nueva unión,

durante la noche, de los átomos separados durante el día por la energía solar. Al

volverse a unir, los átomos liberan parte de la energía que ha absorbido en la división,

de tal modo que la claridad nocturna es una especie de renovada emisión de luz solar,

retrasada y muy débil, en una forma nueva y especial. Los experimentos realizados

con cohetes en la década de 1950 suministraron pruebas directas de que esto ocurre

así. Los espectroscopios que llevaban los cohetes registraron las líneas verdes del

oxígeno atómico con mayor intensidad a 96 km de altura. Sólo una pequeña

proporción de nitrógeno se encontraba en forma atómica, debido a que las moléculas

de este gas se mantienen unidas más fuertemente que las del oxígeno; aun así, la luz

roja del nitrógeno atómico seguía siendo intensa a 144 km de altura.

Slipher había encontrado también en la claridad nocturna líneas sospechosamente

parecidas a las que emitía el sodio. La presencia de éste pareció tan improbable, que

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se descartó el asunto como algo enojoso. ¿Qué podía hacer el sodio en la atmósfera

superior? Después de todo no es un gas, sino un metal muy reactivo, que no se

encuentra aislado en ningún lugar de la Tierra. Siempre está combinado con otros

elementos, la mayor parte de las veces en forma de cloruro de sodio (sal común). Pero

en 1938, los científicos franceses establecieron que las líneas en cuestión eran, sin

lugar a dudas, idénticas a las de sodio. Fuera o no probable, tenía que haber sodio en

la atmósfera superior. Los experimentos realizados nuevamente con cohetes dieron la

clave para la solución: sus espectroscopios registraron inconfundiblemente la luz

amarilla del sodio, y con mucha más fuerza, a unos 88 km de altura. De dónde

proviene este sodio, sigue siendo un misterio; puede proceder de la neblina formada

por el agua del océano o quizá de meteoros vaporizados. Más sorprendente aún fue el

descubrimiento, en 1958, de que el litio —un pariente muy raro del sodio— contribuía

a la claridad nocturna.

En 1956, un equipo de científicos norteamericanos, bajo la dirección de Murray

Zelikov, produjo una claridad nocturna artificial. Dispararon un cohete que, a 96 km de

altura, liberó una nube de gas de óxido nítrico, el cual aceleró la nueva combinación de

átomos de oxígeno en la parte superior de la atmósfera. Observadores situados en

tierra pudieron ver fácilmente el brillo que resultaba de ello. También tuvo éxito un

experimento similar realizado con vapor de sodio: originó un resplandor amarillo

claramente visible. Cuando los científicos soviéticos lanzaron hacia nuestro satélite el



Lunik III, en octubre de 1959, dispusieron las cosas de forma que expulsara una nube

de vapor de sodio como señal visible de que había alcanzado su órbita.

A niveles más bajos de la atmósfera, el oxígeno atómico desaparece, pero la radiación

solar sigue teniendo la suficiente energía como para formar la variedad de oxígeno

triatómico llamada «ozono». La concentración de ozono alcanza su nivel más elevado a

24 km de altura. Incluso aquí, en lo que se llama «ozonosfera» (descubierta en 1913

por el físico francés Charles Fabry), constituye sólo una parte en 4 millones de aire,

cantidad suficiente para absorber la luz ultravioleta y proteger así la vida en la Tierra.

El ozono está formado por la combinación del oxígeno de un solo átomo con las

moléculas ordinarias de oxígeno (de dos átomos). El ozono no se acumula en grandes

cantidades, puesto que es inestable. La molécula de tres átomos puede romperse con

facilidad en la forma mucho más estable de dos átomos a través de la acción de la luz

solar, por el óxido de nitrógeno que se presenta de forma natural en pequeñas

cantidades en la atmósfera y por otros productos químicos. El equilibrio entre la

formación y la destrucción deja, siempre en la ozonosfera, la pequeña concentración a

la que nos hemos referido; y su escudo contra los rayos ultravioleta del Sol (que

destruiría gran parte de las delicadas moléculas tan esenciales para el tejido vivo), ha

protegido la vida desde que el oxígeno penetró por primera vez en grandes cantidades

en la atmósfera terrestre.

La ozonosfera no está muy por encima de la tropopausa y varía en altura de la misma

manera, siendo más baja en los polos y más elevada en el ecuador. La ozonosfera es

más rica en ozono en los polos y más pobre en el ecuador, donde el efecto destructor

de la luz solar es más elevado.

Sería peligroso si la tecnología humana llegase a producir una aceleración de la ruptura

del ozono en la atmósfera superior y debilitase el escudo de la ozonosfera. El

debilitamiento del mencionado escudo incrementaría la incidencia ultravioleta en la

superficie terrestre, lo cual, a su vez, aumentaría la incidencia del cáncer de piel,

especialmente entre las personas de piel clara. Se ha estimado que una reducción del

5 % del escudo de ozono acarrearía 500.000 casos adicionales de cáncer de piel cada

año, en todo el mundo en general. La luz ultravioleta, si aumentase en concentración,

también afectaría a la vida microscópica (plancton) en la superficie del mar con

posibles consecuencias fatales, dado que el plancton forma la base de la cadena

alimentaria en el mar y, hasta cierto punto, también en tierra.

Existe en realidad cierto peligro de que la tecnología humana afecte a la ozonosfera.

De una forma creciente, los aviones de reacción vuelan a través de la estratosfera, y

los cohetes se abren camino por toda la atmósfera y por el espacio. Los productos

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químicos vertidos en la atmósfera superior por los tubos de escape de los mencionados



vehículos pueden, concebiblemente, acelerar la ruptura del ozono. La posibilidad fue

empleada como un argumento contra el desarrollo de aviones supersónicos a principios

de la década de los setenta.

En 1974, se encontró de forma inesperada que los esprays constituyen un posible

peligro. Esos recipientes albergan freón (un gas del que volveré a hablar en este libro)

como fuente de presión para hacer salir el contenido de los recipientes (atomizadores

para el cabello, desodorantes, ambientadores del aire, y cosas de este tipo) en un fino

chorro pulverizado. El mismo freón es, químicamente, tan inofensivo como quepa

imaginar en un gas: incoloro, inodoro, inerte, sin reacciones, y sin ningún efecto sobre

los seres humanos. Unos 800 millones de kilos fueron liberados a la atmósfera a partir

de atomizadores y otros utensilios cada año en el momento en que se señaló su

posible peligro.

El gas, al no reaccionar con nada, se extiende lentamente a través de la atmósfera y

finalmente alcanza la ozonosfera, donde puede servir para acelerar la ruptura del

ozono. Esta posibilidad fue sugerida sobre la base de pruebas de laboratorio. El que

actúe de esta forma en las condiciones de las capas superiores de la atmósfera es en

cierto modo inseguro, pero la posibilidad representa un gran peligro que no puede

descartarse a la ligera. El uso de recipientes de espray con freón ha decrecido en gran

manera desde que comenzara esta discusión.

Sin embargo, el freón se emplea aún en mayor extensión en acondicionadores de aire

y en refrigeración, donde es imposible prescindir de él o remplazarle. Así, la ozonosfera

sigue pendiente del azar puesto que, una vez formado, el freón es proclive más pronto

o más tarde a descargarse en la atmósfera.

La ionosfera

El ozono no es el único constituyente atmosférico que es más importante a grandes

alturas que en las proximidades de la superficie. Posteriores experimentos con cohetes

mostraron que las especulaciones de Teisserenc de Bort, referentes a las capas de

helio y de hidrógeno, no estaban equivocadas, sino meramente mal ubicadas. De 350

a 900 kilómetros hacia arriba, donde la atmósfera es tan tenue que linda casi con el

vacío, existe una capa de helio, región a la que ahora se llama heliosfera. La existencia

de esta capa de helio fue deducida por primera vez en 1961, por el físico belga Marcel

Nicolet, a causa de la resistencia encontrada por el satélite Echo I. Esta deducción fue

confirmada por el análisis del tenue gas que rodeó al Explorer XVII, lanzado el 2 de

abril de 1963.

Por encima de la heliosfera existe una aún más tenue capa de hidrógeno, la protosfera,

que puede extenderse hacia arriba hasta unos 60.000 kilómetros antes de extinguirse

del todo en la densidad general del espacio interplanetario.

Las elevadas temperaturas y la radiación energética hacen algo más que forzar a los

átomos a separarse en nuevas combinaciones. Pueden mellar los electrones de los

átomos y de esta forma ionizar los átomos. Lo que queda del átomo se llama ion y


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