Literatura y revolución león trotsky



Yüklə 394,7 Kb.
səhifə13/25
tarix21.07.2018
ölçüsü394,7 Kb.
#57535
1   ...   9   10   11   12   13   14   15   16   ...   25

CAPÍTULO VIII

Arte revolucionario y arte socialista

Cuando se habla de arte revolucionario, se piensa en dos tipos de fenómenos artísticos: obras cuyos temas reflejan la revolución y obras que sin estar vinculadas a la revolución por el tema, están profundamente imbuidas, coloreadas por la nueva conciencia que surge de la revolución. Estos fenómenos evidentemente nacen o podrían nacer de conceptos completamente diferentes. Alexis Tolstoi, en su novela El Camino de los Tormentos, describe el período de guerra y la revolución. Pertenece a la vieja escuela de Yasnaia-Poliana con menos envergadura y con un punto de vista más estrecho. Cuando se ciñe a los acontecimientos más importantes, sólo sirve para recordarnos, cruelmente, que Yasnaia-Poliana fue y ya no es. En cambio, cuando el joven poeta Tijonov habla de una pequeña tienda de ultramarinos -parece temeroso de escribir sobre la revolución- percibe y describe la inercia, la inmovilidad, con una frescura y una vehemencia apasionada como sólo un poeta de la nueva época puede expresarle.

Si el arte revolucionario y las obras sobre la revolución no son una misma cosa, al menos tienen puntos de contacto. Los artistas creados por la revolución no pueden no querer escribir sobre la revolución. Por otro lado, el arte que realmente tiene algo que decir sobre la revolución deberá arrojar por la borda sin piedad el punto- de vista del viejo Tolstoi, su espíritu de gran señor y su inclinación por el mujik.

Aún no existe arte revolucionario. Existen elementos de ese arte, signos, tentativas. Ante todo, está el hombre revolucionario a punto de formar la nueva generación a su imagen, el hombre revolucionario que siente cada vez más necesidad de ese arte. ¿Cuánto tiempo se necesitará para que ese arte se manifieste de forma decisiva? Es difícil incluso adivinarlo; se trata de un proceso imponderable y nos vemos obligados a limitar nuestras suposiciones incluso cuando se trata de determinar los lazos de los procesos sociales materiales. Pero ¿por qué no habría de surgir pronto la primera gran ola de este arte, el arte de la joven generación nacida en la revolución y a la que la revolución impulsa?

El arte de la revolución, que refleja abiertamente todas las contradicciones de un período de transición, no debe ser confundido con el arte socialista, cuya base falta aún. No hay que olvidar, sin embargo, que el arte socialista saldrá de lo que se haga durante este período de transición.

Insistiendo sobre esta distinción, dejamos sentado nuestro desprecio por los esquemas. Por eso Engels caracterizó la revolución socialista como el salto del reino de la necesidad al reino de la libertad. La revolución no es todavía el “reino de la libertad”. Al contrario, desarrolla hasta el más alto grado los rasgos de la necesidad. El socialismo abolirá los antagonismos de clase al mismo tiempo que abolirá las clases, pero la revolución lleva la lucha de clases a su ápice. Durante la revolución, la literatura que afirma a los obreros en su lucha contra los explotadores es necesaria y progresista. La literatura revolucionaria no puede dejar de estar imbuida de un espíritu de odio social que en la época de la dictadura del proletariado es un factor creador en manos de la Historia. En el socialismo, la solidaridad constituirá la base de la sociedad. Toda la literatura, todo el arte, se afinarán sobre tonos diferentes. Todas las emociones que nosotros, revolucionarios de hoy, dudamos en llamar por sus nombres -hasta tal punto han sido vulgarizadas y envilecidas-, la amistad desinteresada, el amor al prójimo, la simpatía, resonarán en acordes potentes en la poesía socialista.

Pero ¿no peligra este exceso de esos sentimientos desinteresados en hacer degenerar al hombre en un animal sentimental, pasivo, gregario, como temen los nietzscheanos? En modo alguno. La poderosa fuerza de la emulación, que en la sociedad burguesa reviste los caracteres de la competencia de mercado, no desaparecerá en la sociedad socialista. Para emplear el lenguaje del psicoanálisis, será sublimada, es decir, más elevada y más fecunda. Se situará en el plano de la lucha por las opiniones, los proyectos y los gustos. En la medida en que las luchas políticas sean eliminadas -en una sociedad donde no haya clases no podrá haber tales luchas- las pasiones liberadas se canalizarán hacia la técnica y la construcción, v también hacia el arte, que, naturalmente, se hará más abierto, más maduro, más templado, la forma más elevada del edificio de la vida en todos los terrenos, y no sólo en el de lo “bello” como algo accesorio.

Todas las esferas de la vida, como el cultivo de la tierra, la planificación de la vivienda, los métodos de educación, la solución de los problemas científicos, la creación de nuevos estilos interesarán a todos y cada uno. Los hombres se dividirán en “partidos” sobre el problema de un nuevo canal gigante, o sobre el reparto de oasis en el Sahara (también se plantearán cuestiones de este tipo), sobre la regularización del clima, sobre un nuevo teatro, sobre una hipótesis química, sobre escuelas encontradas en música, sobre el mejor sistema deportivo. Y tales agrupamientos no serán envenenados por ningún egoísmo de clase o de casta. Todos están igualmente interesados en las realizaciones de la colectividad. La lucha tendrá un carácter puramente ideológico. No tendrá nada que ver con la carrera por los beneficios, la vulgaridad, la traición y la corrupción, todo lo cual forma el núcleo de la “competencia” en la sociedad dividida en clases. La lucha no será por ello menos excitante, menos dramática y menos apasionada. Y en la sociedad socialista, todos los problemas de la vida cotidiana, antaño resueltos espontánea y automáticamente, igual que los problemas confiado a la tutela de las castas sacerdotales, se convertían en patrimonio general; de igual modo puede decirse con toda certeza que las pasiones y los intereses colectivos, la competencia individual, tendrán amplio campo y ocasiones ilimitadas para ejercitarse. El arte no sufrirá ninguna falta de esas descargas de energía nerviosa social, de esos impulsos psíquicos colectivos que provocan nuevas tendencias artísticas y cambios de estilo. Las escuelas estéticas se agruparan en torno a sus “partidos”, es decir, a asociaciones de temperamentos, de gustos, de orientaciones espirituales. En una lucha tan desinteresada y tan intensa, que se eleva sobre una base cultural constantemente, la personalidad se desarrollará en todos los sentidos y afinará su propiedad fundamental inestimable, la de no satisfacerse jamás con el resultado obtenido. En realidad no tenemos ningún motivo para temer que en la sociedad socialista, la personalidad se duerma o conozca la postración.



* * *

¿Podemos designar el arte de la revolución con la ayuda de un nombre viejo? El camarada Ossinsky la ha llamado en alguna parte realista. Lo que bajo esta palabra late es cierto y significativo, pero ante todo hay que ponerse de acuerdo en una definición de esa palabra con objeto de evitar un malentendido.

El realismo más logrado en arte coincide en nuestra historia con “la edad de oro” de la literatura, es decir, con el clasicismo de una literatura para la nobleza.

El período de temas de tendencia, en la época en que una obra era juzgada en primer lugar por las intenciones sociales del autor, coincide con el período en que la intelligentsia, en su despertar, se abría paso hacia la actividad social y trataba de vincularse al “pueblo” en su lucha contra el antiguo régimen.

La escuela decadente y el simbolismo que nacieron en oposición al realismo entonces imperante corresponden al período en que la intelligentsia, separada del pueblo, idólatra de sus propias experiencias y sometida de hecho a la burguesía, se negaba a disolverse psicológica y estéticamente en la burguesía. Para este fin, el simbolismo pidió ayuda al cielo.

El futurismo de antes de la guerra fue un intento por liberarse en el plano individual de la postración del simbolismo y por hallar un punto de apoyo personal en las realizaciones impersonales de la cultura material.

Tal es, a grosso modo, la lógica de la sucesión de los grandes períodos en la literatura rusa. Cada una de estas tendencias contenía una concepción del mundo social o del grupo que imprimió su sello sobre temas, contenidos, selección de ambientes, caracteres de los personajes, etc. La idea del contenido no se refiere al sujeto, en el sentido formal del término, sino a la concepción social. Una época, una clase y sus sentimientos encuentran su expresión tanto en el lirismo sin tema como en una novela social.

Luego se plantea la cuestión de la forma. Hasta cierto punto la forma se desarrolla conforme a sus propias leyes, como cualquier otra técnica. Cada nueva escuela literaria, siempre que sea realmente una escuela y no un injerto arbitrario, procede de todo el desarrollo anterior, de la técnica ya existente, de las palabras y de los colores, y se aleja de las márgenes conocidas para aventurarse en nuevos viajes y nuevas conquistas.

En este caso también la evolución es dialéctica: la tendencia artística nueva niega la precedente. ¿Por qué? Evidentemente, ciertos sentimientos y ciertos pensamientos se encuentran oprimidos en el marco de los viejos métodos. Al mismo tiempo, las inspiraciones nuevas encuentran en el arte antiguo ya cristalizado algunos elementos que mediante un desarrollo ulterior son susceptibles de darle la expresión necesaria; la bandera de la revuelta se levanta contra lo “viejo” en su conjunto, en nombre de ciertos elementos susceptibles de ser desarrollados. Cada escuela literaria se halla contenida, en potencia, en el pasado, y cada una se desarrolla mediante una ruptura hostil con el pasado. La relación recíproca entre la forma y el contenido (éste, lejos de ser simplemente un tema, aparece como un complejo viviente de sentimientos y de ideas que buscan expresión) está determinada por la nueva forma, descubierta, proclamada y desarrollada bajo la presión de una necesidad interior, de una exigencia psicológica colectiva que, como toda la psicología humana, tiene raíces sociales.

De ahí la cualidad de toda tendencia literaria; añade algo a la técnica artística, haciendo crecer (o haciendo decrecer) el nivel general del oficio artístico; por otra parte, bajo su forma histórica concreta, expresa exigencias definidas que en un último análisis son exigencias de clase. Exigencias de clase significa asimismo exigencias nacionales: el espíritu de una nación está determinado por la clase que la dirige y que subordina a la literatura.

Tomemos por ejemplo el simbolismo. ¿Qué hay que entender por simbolismo? ¿El arte de transformar simbólicamente la realidad, en tanto que método formal de creación artística? ¿O bien una tendencia particular, representada por Blok, Sologub y otros? El simbolismo ruso no ha inventado los símbolos. No ha hecho más que injertarlos íntimamente en el organismo de la lengua rusa moderna. En este sentido, el arte del mañana, cualesquiera que sean sus vías futuras, no querrá renunciar a la herencia formal del simbolismo. El simbolismo ruso real se ha servido en determinadas fechas del simbolismo para objetivos también determinados. ¿Cuáles? La escuela decadente que precedió al simbolismo buscaba una solución a todos los problemas artísticos en el frasco de las experiencias de la personalidad: sexo, muerte, etc., o mejor: sexo y muerte, etc. No le cabía otra alternativa que agotarse en muy poco tiempo. De ahí se derivó, no sin un impulso social, la necesidad de hallar una sanción más adecuada las exigencias, sentimientos y humores, a fin de enriquecerlos y elevarlos a un plano superior. El simbolismo que hizo de la imagen, además de un método artístico, un símbolo de fe, fue para la intelligentsia el puente artístico que conducía al misticismo. En tal sentido -en modo alguno formal y abstracto, sino concretamente social-, el simbolismo no fue sólo un método de técnica artística: expresaba la huida ante la realidad mediante la construcción de un más allá, mediante la complacencia en el sueño todopoderoso, mediante la contemplación y la pasividad. En Blok nos encontramos con un Jukovsky modernizado. Las viejas revistas y panfletos marxistas (de 1908 y fechas posteriores), por elementales que pudieran ser en sus generalizaciones (tendían a meter todo en el mismo saco), dieron sobre el “declive literario” un diagnóstico y un pronóstico incomparablemente más significativos y más justos que, por ejemplo, el camarada Chuyak, que se dedicó al estudio del problema de la forma antes y con más atención que muchos otros marxistas, pero que, bajo la influencia de las escuelas artísticas contemporáneas, vio en ellas las etapas de la acumulación de una cultura proletaria, no las de un alejamiento cada vez mayor de la intelligentsia respecto a las masas.

¿Qué abarca el término “realismo”? El realismo ha dado, en diferentes épocas, expresión a los sentimientos y necesidades de distintos grupos sociales con medios totalmente diferentes. Cada escuela realista exige una definición literaria y social distinta, una estima literaria y formal distinta. ¿Qué tienen en común? Un interés concreto nada despreciable por todo cuanto concierne al mundo, a la vida tal cual es. Lejos de huir de la realidad, la aceptan en su estabilidad concreta o en su capacidad de transformación. Se esfuerzan por pintar la vida tal cual es o por hacerla cima de la creación artística, bien para justificarla o condenarla, bien para fotografiarla, generalizaría o simbolizaría. Pero siempre el objetivo es la vida en nuestras tres dimensiones, como materia suficiente y de valor inestimable.

En este sentido filosófico lato, y no en el de una escuela literaria cualquiera, podemos decir con certeza que el nuevo arte será realista. La revolución no puede coexistir con el misticismo. Si eso que Pilniak, los imaginistas y algunos otros dominan su romanticismo es, como puede temerse, un impulso tímido de misticismo bajo un nombre nuevo, la revolución no tolerará por mucho tiempo ese romanticismo. Decirlo no es mostrarse doctrinario, sino juzgar sanamente. En nuestros días no se puede tener “al lado” un misticismo portátil, algo así como un perrito que se mima. Nuestra época corta como un hacha. La vida amarga, tempestuosa, turbada hasta en sus entretelas, dice: “Necesito un artista capaz de un solo amor. Sea como fuere la forma en que te apoderes de mí, sean cuales fueren los útiles y los instrumentos con que me trabajes, me abandono a ti, a tu temperamento, a tu genio. Pero debes comprenderme como soy, tomarme como yo me vuelva, y no debe haber para ti nadie más que yo.”

Hay ahí un monismo realista, en el sentido de una concepción del mundo, no en el del arsenal tradicional de las escuelas literarias. A contrario, el artista nuevo necesitará de todos los métodos y de todos los procedimientos puestos en práctica en el pasado, y algunos más aún, para captar la nueva vida. Y esto no constituirá eclectismo artístico, dado que la unidad del arte viene dada por una percepción activa del mundo.



* * *

En los años 1918-1919 no era difícil encontrar en el frente una división militar con la caballería a la cabeza y en la retaguardia carros que transportaban actores, actrices, decorados y otros accesorios. Por regla general, el lugar del arte está en el tren del desarrollo histórico. A consecuencia de los rápidos cambios de nuestros frentes, los carros con actores y decorados se encontraron con frecuencia en posiciones precarias, sin saber dónde ir. A menudo cayeron en manos de los blancos. En una situación no menos difícil se encuentra el arte que, en conjunto, se ve sorprendido por un cambio brusco en el frente de la historia.

El teatro se halla en una situación particularmente difícil, no sabe a dónde dirigirse. Es de destacar que esta forma de arte, quizá la más conservadora, posee los teóricos más radicales. Todo el mundo sabe que el grupo más revolucionario en la Unión de las Repúblicas soviéticas es el de los críticos teatrales. Al primer indicio de revolución en el Este o en el Oeste, convendría organizar un batallón militar especial de “Levtretsi”, críticos teatrales de izquierda. Cuando nuestros teatros presentan La hija de Madame Angot, La muerte de Tatelkin, Turandot, nuestros venerables “Levtretsis” se muestran tranquilos. Cuando se trata de representar el drama de Martinet, se rebelan antes incluso de que Meyerhold haya representado La Noche. ¡La pieza es patriótica! ¡Martinet es un pacifista! Y uno de los, críticos llega a declarar: “Para nosotros todo eso es pasado, y por tanto no nos interesa.” Detrás de ese izquierdismo se oculta un filisteísmo carente del menor ápice de espíritu revolucionario. Si tuviésemos que afrontar las cosas desde el punto de vista político, diríamos que Martinet era un revolucionario y un internacionalista en una época en que muchos de nuestros representantes actuales de la extrema izquierda no sospechaban aún nada de la revolución. ¿Que el drama de Martinet pertenece al pasado? ¿Y eso qué quiere decir? ¿Ha estallado ya la revolución en Francia? ¿Ha vencido ya? ¿Debemos considerar una revolución en Francia como un drama histórico independiente, o sólo como una repetición enojosa de la revolución rusa? Este izquierdismo oculta, más que nada, la estrechez nacional más vulgar. No hay duda de que la pieza de Martinet tiene sus párrafos pesados y que se trata más de un drama libresco que de una obra teatral (el autor ni siquiera esperaba que fuese llevada a las tablas). Tales defectos hubieran quedado en plano secundario si el teatro hubiera considerado esta pieza en su aspecto concreto, histórico, nacional, es decir, como el drama del proletariado francés en una etapa determinada de su gran marcha, y no el drama de un mundo a punto de rebelarse. Transponer la acción, que se desarrolla en un medio histórico determinado, a otro construido de modo abstracto, significa alejarse de la revolución, de esta revolución real, verdadera, que se desarrolla obstinadamente y pasa de un país a otro. Y que por eso a algunos pseudo-revolucionarios les parece la repetición enojosa de lo que ya se ha vivido.

No sé si hoy la escena necesita de la biomecánica, si ésta se halla en primera fila de la necesidad histórica. Pero no me cabe la menor duda, para emplear una expresión también subjetiva, sobre la necesidad que el teatro ruso tiene de un repertorio nuevo que trate sobre el camino revolucionario sobre la necesidad de una comedia soviética en primer lugar. Deberíamos tener nuestro propio El Menor, nuestra propia Las desgracias de ser demasiado listo, nuestro propio El inspector. Y no una nueva puesta en escena de estas tres viejas comedias, ni su tratamiento paródico, para responder a las exigencias soviéticas, aunque sea una necesidad vital en el 95 por 100 de los casos. Ni simplemente necesitamos una sátira de costumbres soviéticas que suscite la risa y la indignación. Empleo adrede los términos de los viejos manuales literarios y en modo alguno temo ser acusado de caminar como el cangrejo. La nueva clase, la nueva vida, los nuevos vicios y la nueva estupidez exigen que se alcen los velos; cuando haya ocurrido esto, tendremos un nuevo arte dramático, porque es imposible mostrar la estupidez nueva sin nuevos métodos. ¿Cuántos nuevos Menores esperan temblando ser representados en escena? ¿Cuántas preocupaciones se derivan de tener demasiada inteligencia o de pretender tenerla? Y cuán bueno sería que un nuevo Inspector se pasease por nuestros campos soviéticos. No invoquéis a la censura teatral, porque no sería cierto. Por supuesto, si vuestra comedia tratase de decir: “Ahí tenéis a dónde hemos sido llevados; volvamos al dulce y viejo nido de la nobleza”, la censura prohibiría semejante comedia y haría bien. Pero si vuestra comedia dice: “Ahora estamos a punto de construir una vida nueva, y ved ahí la guarrería, la vulgaridad, la servidumbre antigua y nueva que hay que borrar”, entonces la censura no intervendrá. Si interviniese, sería una estupidez contra la que todos nos yergueríamos.

En las raras ocasiones en que ante una puesta en escena he tenido que ocultar cortésmente mis bostezos para no ofender a nadie, me he quedado fuertemente impresionado por el hecho de que el auditorio captaba con la mayor vivacidad cualquier alusión, incluso la más insignificante, a la vida actual. Puede verse en las operetas repuestas por el Teatro del Arte, y que están coquetonamente sembradas de pequeñas y grandes espinas (¡no hay rosas sin espinas!). Se me ocurre que si no estamos todavía maduros para la comedia, al menos deberíamos montar una comedia de revista de tipo social.

Evidentemente, y esto no hay por qué repetirlo, en el futuro el teatro saldrá de sus cuatro muros y bajará a la vida de las masas, las cuales se someterán enteramente al ritmo de la biomecánica, etc. Después de todo, esto es “futurismo”, es decir, música de un futuro muy lejano. Entre el pasado de que se nutre el teatro y el futuro tan lejano está el presente en que vivimos. Entre el pasotismo y el futurismo, sería bueno dar en las tablas una oportunidad al “presentismo”. Votemos por tal tendencia. Con una buena comedia soviética, el teatro se reanimaría durante algunos años y entonces quizá tengamos tragedia, que no por nada está considerada como la expresión más elevada del arte literario.



* * *

¿Puede nuestra época atea crear un arte monumental?, se preguntan algunos místicos dispuestos a aceptar a la revolución siempre que ella les garantice el más allá. La tragedia es la forma monumental del arte literario. La antigüedad clásica organizó la tragedia a partir de la mitología. Toda la tragedia antigua está impregnada de una fe profunda en el destino, que daba un sentido a la vida. El arte monumental de la Edad Media, a su vez, está vinculado a la mitología cristiana, que no sólo da sentido a las catedrales y a los misterios, sino a todas las relaciones humanas. El arte monumental no ha sido posible en esa época más que por la unidad del sentimiento religioso de la vida y una activa participación en ésta. Si se elimina la fe (no hablamos del vago zumbido místico que se produce en el alma de la moderna intelligentsia, sino de la religión real con Dios, la ley celeste v la jerarquía eclesiástica), la vida se encuentra despojada y no hay lugar para los supremos conflictos del héroe y del destino, del pecado y de la redención. El célebre místico Stepun trata de abordar el arte desde este punto de vista en su artículo sobre La tragedia y la época actual. En cierto sentido, parte de las necesidades del arte mismo, promete un nuevo arte monumental, muestra la perspectiva de un renacimiento de la tragedia y para terminar pide en nombre del arte que nos sometamos a los poderes celestiales. En el planteamiento de Stepun hay una lógica insinuante. De hecho, el autor no se preocupa de la tragedia: ¡qué importan las leyes de la tragedia frente a la legislación celestial! Quiere coger nuestra época con el dedo meñique de la estética trágica para apoderarse de toda la mano. Es un método puramente jesuítico. Desde un punto de vista dialéctico, el razonamiento de Stepun es formalista y superficial. Ignora sencillamente los fundamentos materiales históricos sobre los que nacieron el drama antiguo y el arte gótico, a partir de los cuales surgirá un arte nuevo.

La fe en el destino inevitable ponía de relieve los estrechos límites en lo que el hombre antiguo de pensamiento lúcido, mas de técnica pobre, se hallaba confinado. No podía osar emprender la conquista de la Naturaleza en la escala en que hoy podemos hacerlo nosotros, y la Naturaleza se hallaba suspendida por sobre él como el fatum. La limitación y rigidez de los medios técnicos, la voz de la sangre, la enfermedad, la muerte, todo cuanto limita al hombre y le retiene en sus límites es el fatum. Lo trágico expresaba una contradicción entre el mundo o la conciencia que despertaba y la limitación inmovilista de los medios. La mitología no creó la tragedia, la expresó únicamente en el lenguaje simbólico propio de la infancia de la Humanidad.

En la Edad Media, la concepción espiritual de la redención, y en general todo el sistema de contabilidad por partida doble -una celeste y otra terrestre- que derivaba del dualismo anímico de la religión y, en particular, del cristianismo histórico, es decir, del verdadero cristianismo, no crearon las contradicciones de la existencia. Las reflejaron y aparentemente las resolvieron. La sociedad medieval superó sus contradicciones crecientes librando una letra de cambio a cargo del hijo de Dios: las clases dirigentes la firmaron, la jerarquía eclesiástica se la endosó a la burguesía, y las masas oprimidas se preparaban para cobrarla en el más allá.

La sociedad burguesa atomizó las relaciones humanas, confiriéndoles una flexibilidad y una movilidad sin precedentes. La unidad primitiva de la conciencia, que constituía el fundamento de un arte religioso monumental, desapareció al mismo tiempo que las relaciones económicas primitivas. Con la Reforma, la religión adquirió un carácter individual. Los símbolos artísticos religiosos, una vez cortado el cordón umbilical que los unía al cielo, se hundieron y buscaron un punto de apoyo en el misticismo vago de la conciencia, individual.

En las tragedias de Shakespeare, que serían impensables sin la Reforma, el destino antiguo y las pasiones medievales son expulsadas por las pasiones humanas individuales, el amor, los celos, la sed de venganza, la avidez y el conflicto de conciencia. En cada uno de los dramas de Shakespeare, la pasión individual es llevada a tal grado de tensión que supera al hombre, queda suspendida por encima de su persona y se convierte en una especie de destino: los celos de Otelo, la ambición de Macbeth, la avaricia de Shylock, el amor de Romeo y Julieta, la arrogancia de Coriolano, la perplejidad intelectual de Hamlet. La tragedia de Shakespeare es individualista y en este sentido carece de la significación general del Edipo Rey, donde se expresa la conciencia de todo un pueblo. Comparado con Esquilo, Shakespeare representa, sin embargo, un gigantesco paso hacia adelante, y no un paso hacia atrás. El arte de Shakespeare es más humano. En cualquier caso, no aceptaremos una tragedia en la que Dios ordene y el hombre obedezca. Por lo demás, nadie escribirá una tragedia semejante.

La sociedad burguesa, una vez atomizadas las relaciones humanas, se había fijado durante su ascensión un gran objetivo: la liberación de la personalidad. De ahí nacieron los dramas de Shakespeare y el Fausto de Goethe. El hombre se consideraba el centro del universo, y por consiguiente del arte. Este tema bastó durante siglos. Toda la literatura moderna no ha sido más que una elaboración de este tema, pero el objetivo inicial -la liberación y calificación de la personalidad- se disolvió en el dominio de una nueva mitología sin alma cuando se puso de manifiesto la insuficiencia de la sociedad real frente a sus insuperables contradicciones.

El conflicto entre lo personal y lo que está más allá de lo personal puede desarrollarse sobre una base religiosa. Puede desarrollarse también sobre la base de una pasión humana que supera al hombre: lo supra personal es ante todo el elemento social. Durante el tiempo que el hombre no sea dueño de su organización social, ésta permanecerá suspendida sobre él como el fatum. Que la envoltura religiosa esté presente o no es secundario, depende del grado de abandono del hombre. La lucha de Babeuf por el comunismo en una sociedad que no estaba madura es la lucha de un héroe antiguo contra el destino. El destino de Babel posee todas las características de una verdadera tragedia, de la misma especie que el de los Gracos, cuyo nombre adoptó Babeuf.

La tragedia de las pasiones personales exclusivamente es, demasiado insípida para nuestra época. ¿Por qué? Porque vivimos en una época de pasiones sociales. La tragedia de nuestra época se pone de manifiesto en el conflicto entre el individuo y la colectividad, o en el conflicto entre dos colectividades hostiles en el seno de una misma personalidad. Nuestro tiempo es de nuevo el de los grandes fines. Es lo que le caracteriza. La grandeza de esta época reside en el esfuerzo del hombre por liberarse de las nebulosas místicas o ideológicas con objeto de construir la sociedad y a sí mismo conforme a un plan elaborado por él. Evidentemente es una lucha más grandiosa que el juego de niños de los antiguos, que convenía mejor a su época infantil, o que los delirios de los monjes medievales, o que la arrogancia individualista que separa al individuo de la colectividad, lo agota rápidamente hasta lo más profundo y le precipita en el abismo del pesimismo, a menos que no le ponga a caminar a cuatro patas delante del buey Apis, recientemente restaurado.

La tragedia es una expresión elevada de la literatura porque implica la tenacidad heroica de los esfuerzos, la determinación de los objetivos, conflictos y pasiones. En este sentido, Stepun estaba en lo cierto al calificar de insignificante nuestro arte “de la víspera”, es decir, utilizando su expresión, el arte de antes de la guerra y la revolución.

La sociedad burguesa, el individualismo, la Reforma, el drama shakesperiano, la gran revolución, no han dejado sitio alguno al sentido trágico de objetivo fijado desde el exterior; un gran objetivo deberá responder a la conciencia de un pueblo o de la clase dirigente para hacer brotar el heroísmo, crear el terreno donde nazcan los grandes sentimientos que animan la tragedia. La guerra zarista, cuyos objetivos eran extraños a nuestra conciencia, dio sólo lugar a versos de pacotilla, a una poesía individualista decadente, incapaz de elevarse hasta la objetividad y el gran arte.

Las escuelas decadente y simbolista, con todas sus ramificaciones, eran desde el punto de vista de la ascensión histórica del arte como forma social, chafarriones, ejercicios, vagos acordes de instrumentos. La “víspera”, errante, era un período sin objetivo. Quien poseía un objetivo tenía otra cosa que hacer que ocuparse del arte. Hoy se pueden lograr grandes objetivos por medio del arte. Es difícil de prever si el arte revolucionario tendrá tiempo para producir una “gran” tragedia revolucionaria. Sin embargo, el arte socialista renovará la tragedia, y por supuesto, sin Dios.

El arte nuevo será un arte ateo. Volvería a dar vida a la comedia, porque el hombre nuevo querrá reír. Insuflará una vida nueva a la novela. Concederá todos sus derechos al lirismo, porque el hombre nuevo amará mejor y con más fuerza que los antiguos, y pensará sobre el nacimiento y la muerte. El arte nuevo hará revivir todas las formas que han surgido en el curso del desarrollo del espíritu creador. La desintegración y el declive de estas formas no poseen una significación absoluta; no son absolutamente incompatibles con el espíritu de los nuevos tiempos. Basta que el poeta de la nueva época esté de acuerdo de forma nueva con los pensamientos de la Humanidad, con sus sentimientos.


Yüklə 394,7 Kb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   9   10   11   12   13   14   15   16   ...   25




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə