Cinco semanas en globo



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XXXV


La historia de Joe.   La isla de los biddiomahs.   La

adoración.   La isla sumergida.   Las orillas del lago.  

El árbol de las serpientes.   Viaje a pie.  

Padecimientos.   Mosquitos y hormigas.   El hambre.  

Paso del Victoria.   Desaparición del Victoria.  

Desesperación. – El pantano.   Un último grito
¿Qué era de Joe durante la vana búsqueda de su señor?

Tras arrojarse al lago, su primer movimiento al vol­ver a la superficie fue levantar la vista. Vio entonces al Victoria, muy elevado ya, que subía más y más a gran ve­locidad, la cual poco a poco fue disminuyendo, y que luego, atrapado por una corriente violenta, desaparecía hacia el norte. Su señor, sus amigos, estaban salvados.

«Ha sido una suerte  se dijo  que se me haya ocurri­do la idea de arrojarme al Chad. Si no, se le habría ocu­rrido al señor Kennedy, el cual tampoco habría vacilado en hacer lo que acabo de hacer yo, porque es muy natu­ral que un hombre se sacrifique para salvar a dos. Eso es matemático.»

Tranquilizado sobre este punto, Joe empezó a pensar en si mismo. Se hallaba en medio de un lago inmenso ro­deado de tribus desconocidas y, probablemente, feroces. Razón de más para procurar salir de apuros contando sólo con sus propias fuerzas. No podía hacer otra cosa.

Antes del ataque de las aves de presa, que, en su opi­nión, se habían comportado como auténticos quebran­tahuesos, había distinguido una isla en el horizonte; re­solvió, pues, dirigirse a ella, y empezó a desplegar todos sus conocimientos en el arte de la natación, después de desprenderse de sus más pesadas prendas de vestir. No le arredraba en absoluto un paseo de cinco o seis millas; por eso mientras estuvo en el lago no se preocupó más que de nadar con vigor y en línea recta.

Al cabo de hora y media, la distancia que le separaba de la isla había disminuido considerablemente.

Pero, a medida que se acercaba a la orilla, cruzo por su mente una idea que, siendo en un principio pasajera, se apoderó luego tenazmente de su cerebro. Sabía que poblaban las orillas del lago enormes caimanes cuya vo­racidad conocía.

Por más que tuviese la manía de que todo es natural en este mundo, el buen muchacho estaba preocupado sin poderlo remediar; antojósele que la carne blanca de­bía de halagar muy particularmente el paladar de los cocodrilos, y, por consiguiente, se iba acercando a la playa con las mayores precauciones. En esta disposicion de ánimo, hallándose a unas cien brazas de una margen coronada de verdes árboles, llegó a su olfato una boca­nada de aire cargado de un fuerte olor a almizcle.

«¡Ya apareció lo que yo temía!  se dijo . ¡El caimán no anda lejos! »

Y se zambulló rápidamente, aunque no lo bastante para evitar el contacto de un cuerpo enorme, cuya esca­mosa epidermis le arañó al pasar; se creyó perdido y em­pezó a nadar con una precipitación desesperada; subió a la superficie, respiró y desapareció de nuevo. Pasó un cuarto de hora en una angustia indecible que toda su fi­losofía no pudo dominar, creyendo oír detrás el ruido de las monstruosas mandíbulas que ya casi le tenían atrapado. Nadaba entre dos aguas, con la mayor suavi­dad posible, cuando se sintió cogido por un brazo y lue­go por la mitad del cuerpo.

¡Pobre Joe! Tuvo para su señor un último pensa­miento y empezó a luchar con desesperación, sintiéndo­se atraído, no hacia el fondo del lago, que es a donde los cocodrilos suelen arrastrar la presa para devorarla, sino hacia la superficie.

No bien pudo respirar y abrir los ojos, se vio entre dos negros que parecían de ébano, los cuales le sujetaban vigorosamente y lanzaban gritos extraños.

 ¡Toma!  exclamó Joe . ¡Negros en lugar de caima­nes! Mal por mal, los prefiero. Pero ¿cómo se atreven esos monotes a bañarse en estos parajes?

Joe ignoraba que los habitantes de las islas del Chad como otros muchos negros, se zambullen impunemente en las islas infestadas de caimanes, sin hacerles el menor caso. Los anfibios de aquel lago gozan sobre todo de una reputación bastante merecida de animales inofen­sivos.

Pero ¿no había evitado Joe un peligro para caer en otro? Dio a los acontecimientos el encargo de resolver este problema y, no pudiendo hacer otra cosa, se dejó conducir a la playa sin manifestar el menor miedo.

«Evidentemente  se decía , estos salvajes han visto el Victoria rozando las aguas del lago como un mons­truo aéreo; han sido testigos lejanos de mi caída y no pueden dejar de guardar consideraciones a un hombre caído del cielo. Dejémosles obrar a su gusto.»

Estaba Joe sumido en estas reflexiones cuando ate­rrizó en medio de una muchedumbre aulladora, com­puesta de individuos de ambos sexos y de todas las eda­des, aunque no de todos los colores. Se encontraba entre una tribu de biddiomahs de un negro magnífico. No tuvo motivos para avergonzarse de la ligereza de su tra­je, ya que se hallaba «desnudo» a la última moda del pais.

Pero antes de tener tiempo de darse cuenta de su si­tuación, no pudo equivocarse respecto a la adoración de que era objeto, lo que no dejó de tranquilizarle, si bien la historia de Kazeh asaltó su memoria.

« ¡Presiento que voy a convertirme de nuevo en un dios, en un hijo cualquiera de la Luna! En fin, lo mismo da ese oficio que otro cualquiera cuando no se tiene elección. Lo que importa es ganar tiempo. Si veo pasar el Victoria, aprovecharé mi nueva posición para ofrecer a mis adoradores el espectáculo de una ascensión mila­grosa.»

Mientras se hacía Joe estas reflexiones, la turba se agolpaba a su alrededor, se prosternaba ante él, aullaba, lo palpaba, se hacía familiar, y tuvo la buena idea de ofrecerle un magnífico festín, compuesto de leche agria y miel con arroz machacado. El digno muchacho, que de todo sabía sacar partido, hizo una de las mejores co­midas de su vida y dio a su pueblo una ajustada idea de cómo devoran los dioses en las grandes ocasiones.

Llegada la tarde, los magos de la isla lo cogieron res­petuosamente de la mano y lo condujeron a una especie de choza rodeada de talismanes. Antes de penetrar en ella, Joe echó una mirada bastante inquieta a algunos montones de huesos que había alrededor del santuario, y estaba pensando en su posición cuando lo encerraron en la choza.

Al anochecer, y aun después de muy entrada la no­che, oyó cánticos de fiesta, el retumbar de una especie de tambor y un estrépito de chatarra, todo ello muy agra­dable para oídos africanos. Coros de aullidos acompa­ñaban interminables danzas condimentadas con contor­siones y gestos, que se bailaban alrededor de la cabaña sagrada.

Por entre los cañizos rebozados de lodo que forma­ban las paredes de la choza, Joe distinguía aquel conjun­to ensordecedor, y tal vez en otras circunstancias le hu­biera divertido tan extraña ceremonia; pero una idea muy desagradable atormentaba su mente. Aun mirando las cosas bajo el mejor aspecto posible, le parecía estúpi­do e incluso triste hallarse perdido en aquella comarca salvaje entre semejantes tribus. De los viajeros que ha­bían llegado a aquellas comarcas, pocos habían vuelto a su patria. ¿Podía fiarse de la adoración de que era objeto? ¡Tenía muy buenas razones para creer en la vanidad de las grandezas humanas! Se preguntó si, en aquel país, la adoración llevaría hasta el extremo de comerse al ado­rado.

Pese a tan lamentable perspectiva, después de algu­nas horas de reflexión el cansancio pudo más que las ide­as negras y Joe se entregó a un sueño bastante profundo, que sin duda habría durado hasta el amanecer si no le hubiese despertado una humedad inesperada.

Aquella humedad no tardó en convertirse en agua, que subió hasta cubrirle a Joe la mitad del cuerpo.

«¿Qué es esto?  se dijo . ¡Una inundación! ¡Una tromba! ¡Un nuevo suplicio que han inventado esos ne­gros! Pues no pienso esperar a que el agua me llegue al cuello.»

Apuntaló sus atléticos hombros contra la frágil pa­red y consiguió derribarla. Entonces se encontró en me­dio del lago. No había isla; se había sumergido durante la noche. Sólo se veía en su lugar la inmensidad del Chad.

«¡Triste país para sus propietarlos», pensó Joe, y volvió a ejercitar vigorosamente sus facultades nata­torias.

Un fenómeno bastante frecuente en aquel lago había salvado al valiente mozo. Del mismo modo que la isla en que él se hallaba, han desaparecido de la noche a la ma­ñana otras que presentaban la solidez de una roca, y con frecuencia las poblaciones ribereñas han tenido que re­coger a los infelices que han escapado con vida de tan te­rribles catástrofes.

Joe ignoraba esta particularidad, mas no por eso dejó de aprovecharse de ella. Descubrió una barqui­chuela abandonada y no tardó en alcanzarla. No era más que un tronco de árbol toscamente ahuecado. Tenía dentro, afortunadamente, un par de remos, y Joe se dejó llevar a la deriva por una corriente bastante rápida.

«Orientémonos  se dijo . La estrella Polar, que de­sempeña honradamente su oficio de indicar a todo el mundo el camino del norte, vendrá gustosa en mi ayuda.»

Se dejó llevar por la corriente, pues vio con satisfac­ción que le llevaba a la orilla septentrional del lago. Ha­cia las dos de la mañana puso el pie en un promontorio cubierto de cañas espinosas que parecian muy molestas hasta para un filósofo; pero con mucha oportunidad se hallaba allí un árbol que le ofrecía asilo entre sus ramas. Joe trepó a él para mayor seguridad, y aguardó dormi­tando, la luz del alba.

Llegó la mañana con esa rapidez propia de las regio­nes ecuatoriales. Joe echó una mirada al árbol que le ha­bía servido de refugio durante la noche, y le heló de te­rror un espectáculo inesperado. Las ramas del árbol estaban literalmente cubiertas de serpientes y camaleo­nes, bajo cuyos apretados anillos desaparecía el follaje. Hubiérase dicho que era un árbol de una especie nueva que producía reptiles, los cuales, a los primeros rayos del sol, empezaron a agitarse y retorcerse. Joe experi­mentó un sentimiento de terror mezclado con asco y se tiró del árbol entre desapacibles silbidos.

 He aquí una aventura a la que nadie dará crédito  dijo.

No sabía que las últimas cartas del doctor Vogel mencionaban esa singularidad de las orillas del Chad, donde los reptiles son más numerosos que en ningún otro país del mundo. Después de lo que acababa de ver, Joe resolvió ser más circunspecto en lo sucesivo y, orientándose por el sol, emprendió de nuevo su peregri­nación hacia el noroeste. Evitó con el mayor cuidado ca­bañas, chozas, barracas, cuevas, en una palabra, todo lo que pudiera servir de receptáculo a la raza humana.

¡Cuántas veces levantó la vista al cielo! Esperaba ver al Victoria, y, aunque lo buscó en vano durante todo aquel día de marcha, no por ello disminuyó en lo más mínimo la confianza que tenía en su señor. Mucha fir­meza de carácter necesitaba para aceptar tan filosófica­mente su situación. Unióse el hambre a la fatiga, porque un hombre no repara sus fuerzas con raíces, médula de arbustos y frutas poco nutritivas; y sin embargo, según sus cálculos había avanzado unas veinte millas hacia el oeste. Las cañas del lago, las acacias y las mimosas ha­bían lacerado con sus espinas su cuerpo, y sus pies en­sangrentados sufrían al andar crueles dolores. Pero lo­gró sobreponerse a sus padecimientos y resolvió pasar la noche junto al Chad.

Allí tuvo que soportar las atroces picaduras de mi­llares de insectos. La tierra estaba literalmente cubierta de moscas, mosquitos y hormigas de media pulgada de largo. A las dos horas de estar en aquel sitio no le queda­ba ya a Joe ni una hilacha de la poca ropa que llevaba. Las hormigas la habían devorado toda sin dejarle ni un harapo. Aquélla fue una noche horrible, en la que el via­jero fatigado no encontró ni un instante de reposo. Los jabalíes, los búfalos y los ajubs, manatíes bastante agre­sivos, se agitaban entre la maleza y en las aguas del lago, y un concierto de fieras retumbaba en la noche. Joe no se atrevía a moverse. Su resignacion y su paciencia eran ya casi insuficientes para sobrellevar una situación seme­jante.

Llegó por fin el día. Joe se levantó precipitadamente, y júzguese cuál sería su asco al ver con que inmundo animal había compartido su cama: ¡un sapo! Un sapo que medía cinco pulgadas de largo, un animal mons­truoso, repugnante, que le miraba con sus grandes ojos redondos. Joe sintió que se le contraía el estómago y, sa­cando alguna fuerza de su propia repugnancia, corrió al lago y se zambulló en sus aguas. Aquel baño mitigó un poco la comezón que le atormentaba y, después de mas­car unas cuantas hojas, volvió a emprender su camino con una obstinacion y un empeño de los que él mismo no sabía lo que hacía, aunque sentía en su interior un po­der superior a la desesperación.

Sin embargo, le torturaba un hambre terrible, vién­dose obligado a ceñirse fuertemente una liana en torno al cuerpo. Su estómago, menos resignado que él, se que­jaba; con todo, sentía un bienestar relativo al comparar sus padecimientos con los sufridos en el desierto, cuan­do le acosaba la sed, pues ahora podía saciarla a cada paso.

«¿Dónde estará el Victoria?  se preguntaba . El viento viene del norte, ¿cómo es que el globo no vuelve hacia el lago? Sin duda mi señor se habrá detenido en al­gún sitio para restablecer el equilibrio; para el efecto de­bió de bastarle el día de ayer, y, por consiguiente, es muy posible que hoy... Pero, procedamos como si le hu­biese perdido para siempre. Después de todo, si tuviera la suerte de llegar a una de las poblaciones del lago, me hallaría en la misma posición que los viajeros de que me ha hablado mi señor. ¿Por qué no había de salir yo de apuros como ellos? Algunos han regresado a su país, ¡qué diablos!... ¡Valor, y veremos! »

Y mientras hablaba, andaba, y andando llegó a un bosque donde encontró a un grupo de negros salvajes ocupados en emponzoñar sus flechas con zumo de eu­forbio. Tal actividad constituye una de las principales ocupaciones de las tribus de aquellas comarcas y se efec­túa con una especie de ceremonia solemne. El intrépido Joe se detuvo antes de que lo vieran.

Inmóvil y sin respirar, se hallaba oculto en la maleza cuando, al alzar la vista, vio entre el follaje al Victoria, que se dirigía hacia el lago apenas a cien pies de su cabe­za. ¡Y no podía dar ninguna voz para que le oyeran, ni tampoco salir de su escondrijo para dejarse ver!

Una lágrima asomó a sus ojos, y no de desespera­ción, sino de reconocimiento. ¡Su señor le estaba bus­cando! ¡Su señor no le abandonaba! Tuvo que esperar a que se marchasen los negros y entonces pudo salir de la maleza y dirigirse a la orilla del Chad.

Pero entonces el Victoria se perdía a lo lejos en el cielo. Joe, que abrigaba la convicción de que volvería a pasar, resolvió esperarlo; y volvió a pasar, efectivamen­te, pero más al este. Joe corrió, hizo mil señas, dio mil gritos... ¡En vano! Un viento violento arrastraba al glo­bo a una velocidad irresistible.

La energía y la esperanza abandonaron por primera vez el corazón del desgraciado. Se vio perdido, creyó que su señor había partido para no volver y le faltó hasta la fuerza para seguir reflexionando con serenidad.

Como un loco, con los pies ensangrentados y el cuerpo magullado, estuvo andando, andando sin parar durante todo el día y parte de la noche. Se arrastraba, ya de rodillas, ya a gatas; veía acercarse el momento en que, faltándole las fuerzas, tenía que morir.

Así llegó a un pantano, o más bien a lo que pronto supo que era un pantano, pues estaba ya muy entrada la noche, y cayó inesperadamente en él. A pesar de sus es­fuerzos, a pesar de su desesperada resistencia, se fue hundiendo poco a poco en aquel terreno cenagoso, que a los pocos minutos ya le cubría la mitad del cuerpo.

« ¡Aquí está la muerte!  se dijo . ¡Y qué muerte! »

Luchó, forcejeó con denuedo, hasta con rabia, pero sus esfuerzos sólo servían para sepultarle más y más en aquella tumba que se cavaba él mismo. ¡Ni el tronco de un árbol, ni una miserable caña donde agarrarse! Com­prendió que todo para él había concluido y cerró los ojos.

 ¡Señor! ¡Señor! ¡Socorro ... !  gritó.

Y su voz desesperada, aislada, ahogada ya, se perdió en el silencio de la noche.
XXXVI

Un grupo a lo lejos.   Un tropel de árabes.   La

persecución.   ¡Es él!   Caída del caballo.   El árabe

estrangulado.   Una bala de Kennedy.   Maniobra.  

Rescate al vuelo.  Joe a salvo
Desde que Kennedy había vuelto a tomar su puesto de observación en la proa de la barquilla, no cesó un momento de escudriñar con la mayor atención el hori­zonte.

Pasado algún tiempo, se volvió al doctor y le dijo:

 Si no me equivoco, allá a lo lejos hay un grupo en movimiento, no siéndome aún posible distinguir si es de hombres o de animales. Lo cierto es que se agitan vio­lentamente, pues levantan una nube de polvo.

 ¿No será un viento contrario  preguntó Samuel , tromba que nos arrastraría de nuevo hacia el norte?

Y se levantó para examinar el horizonte.

 No lo creo, Samuel  respondió Kennedy . Es una manada de gacelas o de toros salvajes.

-Tal vez, Dick; pero, sea lo que sea, se halla al menos a nueve o diez millas de distancia, y yo no alcanzo a ver nada, ni aun con el anteojo.

 De todos modos, no lo perderé de vista. Hay, en lo que vislumbro, algo extraordinario que excita mi curio­sidad sin saber por qué; diríase que es una maniobra de caballería. ¡Y loes! ¡Son jinetes! ¡Mira!

El doctor observó con atención el grupo indicado.

 Creo que tienes razón  dijo ; es un destacamento de árabes o de tibúes, que lleva la misma direccion que nosotros. Pero nosotros corremos mucho más y les dare­mos alcance enseguida. Dentro de media hora estaremos en condiciones de ver y juzgar lo que debemos hacer.

Kennedy seguía mirando atentamente con el anteojo. La masa de jinetes se hacía cada vez más visible; algu­nos de ellos se apartaban del grupo.

 Evidentemente  repuso Kennedy , es una manio­bra o una cacería. Diríase que esas gentes persiguen algo. Y me gustaría saber lo que es.

 Paciencia, Dick. Dentro de poco los alcanzaremos y hasta les dejaremos atrás, si no toman otra direccion; avanzamos a una velocidad de veinte millas por hora, y no hay caballo que resista semejante carrera.

Kennedy siguió observando y unos minutos des­pués dijo:

 Son árabes corriendo a todo escape. Los distingo perfectamente. Hay unos cincuenta. Veo sus ropajes ahuecados por el viento. Es un ejercicio de caballería. Su jefe les precede a una distancia de cien pasos, y todos le siguen precipitadamente.

 Sean quienes sean, Dick, no deben inspirarnos nin­gun miedo; pero si es necesario, nos elevaremos.

 ¡Aguarda, aguarda, Samuel!  exclamó Dick . ¡Es curioso!  añadió, después de un nuevo examen . Hay algo que no puedo explicarme. A juzgar por sus esfuer­zos y la irregularidad de su línea, esos árabes no siguen, sino que persiguen.

 ¿Estás seguro de ello, Dick?

 Evidentemente. ¡No me equivoco ¡Es una cacería, pero van a la caza de un hombre! El que les precede no es su jefe, sino un fugitivo.

 ¡Un fugitivo!  dijo Samuel, conmovido.

 ¡Sí!

 No lo perdamos de vista y esperemos.



En poco tiempo disminuyó tres o cuatro millas de distancia que separaba el globo de los jinetes, pese a la prodigiosa ligereza con que éstos corrían.

 ¡Samuel! ¡Samuel!  exclamó Kennedy con voz tré­mula.

 ¿Qué ocurre, Dick?

 ¿Es una alucinación? ¿Es posible?

 ¿Qué quieres decir?

 Espera.


El cazador limpió rápidamente los cristales del an­teojo y volvió a mirar.

 ¿Qué?  le preguntó el doctor.

 ¡Es él, Samuel!

 ¡Él!  exclamó éste.

¡ Él! Aquella palabra lo decía todo. No había necesi­dad de nombrarle.

 ¡Es él a caballo! ¡A menos de cien pasos de sus ene­migos! ¡Huye!

 ¡Es Joe!  dijo el doctor, palideciendo.

 ¡No puede vernos en su fuga!

 ¡Nos verá!  respondió Fergusson, disminuyendo la llama del soplete.

 Pero ¿cómo?

 Dentro de cinco minutos estaremos a cincuen­ta pies de tierra; dentro de quince estaremos encima de él.

 Debemos disparar un tiro para prevenirle.

 ¡No! ¡No puede retroceder! ¡Le cortan la retirada!

 ¿Qué hacer, pues?

 Aguardar.

 ¡Aguardar! ¿Y esos árabes?

 ¡Los alcanzaremos! ¡Los dejaremos atrás! Nos en­contramos a menos de dos millas de ellos; con tal de que el caballo de Joe resista...

 ¡Dios bendito!  exclamó Kennedy.

 ¿Qué pasa?

Kennedy había lanzado un grito de desesperación al ver a Joe rodar por tierra. Su caballo, rendido, extenua­do, acababa de caer.

 ¡Nos ha visto!  exclamó el doctor . ¡Al levantarse nos ha hecho una seña!

 ¡Pero los árabes van a alcanzarle! ¿A qué espera?

¡Ah! ¡Valiente! ¡Hurra!  gritó el cazador, sin poder re­primir su entusiasmo.

Joe, tras levantarse en el preciso instante en que se abalanzaba sobre él uno de los jinetes más rápidos, dio un salto como una pantera, evitó el golpe, se lanzó a la grupa, asió al árabe de la garganta, lo estranguló, lo de­rribó y prosiguió en el caballo de su enemigo su rápida fuga.

Los árabes lanzaron un grito de furor; pero centrados totalmente en la persecución del fugitivo, no habían visto al Victoria, que estaba quinientos pasos detrás de ellos y a menos de treinta pies del suelo. Ellos distaban entonces del perseguido menos de veinte cuerpos de caballo.

Uno de ellos estaba ya casi tocando a Joe, e iba a traspasarle con su lanza cuando Kennedy, que seguía to­dos sus movimientos, lo derribó de un balazo.

Joe ni siquiera se volvió al oír el disparo. Una parte de los perseguidores se detuvo e hincó la frente en el polvo al ver el Victoria; pero los demás continuaron aco­sando de cerca al fugitivo.

 Pero ¿qué hace Joe?  exclamó Kennedy . ¡No se detiene!

 ¡Sabe lo que se hace, Dick! ¡Le he comprendido! ¡Sigue la dirección del globo! ¡Cuenta con nuestra inte­ligencia! ¡Bien, valiente! ¡Se lo arrebataremos a los ára­bes en sus mismas barbas! No estamos más que a dos­cientos pasos.

 ¿Qué hay que hacer?  preguntó Kennedy.

 Deja la carabina.

 Ya está dijo el cazador, soltando el arma . ¿Y ahora?

 ¿Puedes sostener en tus brazos ciento cincuenta li­bras de lastre?

 Aunque sean más.

 Bastan las que te digo.

Y el doctor fue amontonando sacos de arena sobre los brazos de Kennedy.

 Colócate en la popa de la barquilla y estáte prepa­rado para echar todo el lastre de golpe. ¡Pero, por Dios! No lo arrojes antes de que te lo diga.

 ¡Descuida!

 De otro modo, erraríamos el golpe y perderíamos a Joe irremisiblemente.

 Te comprendo perfectamente.

El Victoria caía entonces casi verticalmente sobre el grupo de jinetes que perseguían a Joe a galope tendido. El doctor, en la proa de la barquilla, tenía en la mano la escala desplegada, preparado para soltarla en el momen­to preciso. Joe se había mantenido a una distancia de cincuenta pies de los perseguidores, a quienes el Victoria dejó algo rezagados.

 ¡Atención, Kennedy!

 Cuando digas.

 ¡Joe ... ! ¡Alerta ... !  gritó el doctor con voz sonora al tiempo que soltaba la escala, cuyos últimos peldaños le­vantaron polvo del suelo.

Al llamarle el doctor, Joe, sin detener el caballo, ha­bía vuelto la cabeza; la escala se desplegó junto a él y, en un momento, se agarró a ella.

 ¡Abajo!  gritó el doctor a Kennedy.

 ¡Allá va!

Y el Victoria, descargado de un peso superior al de Joe, se elevó ciento cincuenta pies de golpe.

Joe se agarró con fuerza a la escala para no ceder a sus violentas sacudidas; hizo a los árabes una mueca in­descriptible y, trepando con la agilidad de un mono, lle­gó a los brazos de sus compañeros.

~¡Señor! ¡Señor Dick!  exclamó.

Y, rendido por la emoción y la fatiga, cayó desvane­cido, mientras Kennedy, casi delirante, exclamaba:

 ¡Salvado! ¡Salvado!

 ¡Pues no faltaba más!  dijo el doctor, que había re­cobrado su impasibilidad habitual.

Joe estaba casi desnudo y llevaba impresos sus pade­cimientos en los ensangrentados brazos en el cuerpo, cubierto de cardenales y magulladuras. El doctor curó sus heridas y lo acostó bajo la tienda.

Joe recobró luego el sentido y pidió un vaso de aguardiente, que el doctor le dejó beber, porque a Joe no había que tratarlo como a la generalidad de los enfer­mos. Después de beber, el valiente criado estrechó la mano de sus dos compañeros y se manifestó dispuesto a contar su historia.

Pero, como el doctor no le permitió hablar, concilió un profundo sueño, que bien lo necesitaba.

En aquellos momentos el Victoria trazaba una línea oblicua hacia el oeste. Empujado por un viento muy fuerte, volvió a ver las orillas del desierto espinoso por encima de las palmeras curvadas o arrancadas por el ím­petu de la tormenta; y, tras haber recorrido casi doscien­tas millas desde el rescate de Joe, el anochecer superó los 100 de longitud.
XXXVII

El camino del oeste.   El despertar de Joe.   Su

terquedad.   Fin de la historia de Joe.   Tegelel  

Zozobras de Kennedy.   Rumbo al norte.   Una noche

cerca de Agadés
Durante la noche pareció que el viento tambiér quería descansar de sus fatigas del día, y el Victoria per maneció pacíficamente sobre la copa de un corpulento sicomoro. El doctor y Kennedy se repartieron la guardia, y Joe durmió de un tirón por espacio de veinticuatro horas.

 Que duerma  dijo Fergusson . El reposo es el único remedio que necesita, y la naturaleza se encargará de completar su curación.

Al amanecer volvió a soplar un viento fuerte, pero variable, tan pronto se dirigía al norte como al sur, aunque finalmente el Victoria fue empujado hacia el oeste.

El doctor, mapa en mano, reconoció el reino de Da­mergu, territorio de suaves ondulaciones y muy fértil, con aldeas cuyas chozas están construidas con altas ca­ñas y ramas de asalpesia entrelazadas. En los campos cultivados, las gavillas se alzaban sobre una especie de andamios destinados a preservarlas de la acción de rato­nes y termitas.

No tardaron en llegar a la ciudad de Zinder, fácil de reconocer por su gran plaza de las ejecuciones, en cuyo centro se levanta el árbol de la muerte; al pie de éste vela el verdugo y cualquiera que pasa bajo su sombra es in­mediatamente ahorcado.

Consultando la brújula, Kennedy no pudo abste­nerse de decir:

 ¡Otra vez rumbo al norte!

 ¿Qué importa? Si el viento nos lleva a Tombuctú, no tendremos motivos de queja. Nunca se habrá verifi­cado un viaje en mejores condiciones.

 Ni con mejor salud  añadió Joe, asomando su apa­cible semblante por entre las cortinas de la tienda.

 ¡Aquí tenemos a nuestro valiente amigo, a nuestro salvador! ¿Qué tal va?

 De maravilla, señor Kennedy, de maravilla. Nunca he estado mejor que ahora. No hay nada que entone tanto a un hombre como un viaje de recreo precedido de un baño en el Chad. ¿No es cierto, señor?

 ¡Noble corazón!  respondió Fergusson, estre­chándole la mano . ¡cuántas angustias e inquietudes nos has ocasionado!

 Y ustedes a mí, ¿qué? ¿Creen que estaba muy tranquilo pensando en su suerte? ¡Bien pueden vanagloriar­se de haberme hecho pasar un miedo mortal!

 Nunca nos entenderemos, Joe, si te tomas las cosas de ese modo.

 Ya veo que la caída no le ha cambiado  añadió Kennedy.

 Tu desprendimiento ha sido sublime, muchacho, y nos ha salvado, porque el Victoria caía en el lago y una vez allí, nada podría sacarlo.

 Pero si mi desprendimiento, como les gusta llama a mi zambullida, les ha salvado, ¿no me ha salvado tam bién a mí, puesto que aquí estamos los tres sanos y sal vos? No tenemos, por consiguiente, nada que agradecernos.

 No hay manera de entenderse con este mozo  dijo el cazador.

 La mejor manera de entendernos  replicó Joe  es no hablar más del asunto. Lo pasado, pasado. Bueno o malo, no hay que recordarlo.

 ¡Qué terco eres!  dijo el doctor, riendo . Pero ¿nos contarás al menos tu historia?

 ¡Si se empeñan! Pero antes voy a asar este soberbio ganso, pues ya veo que el señor Dick ha hecho de las suyas.

 ¡Ya lo creo, Joe!

 Pues bien; vamos a ver cómo se porta un ganso de África en un estómago europeo.

Una vez dorado el ganso al calor del soplete, fue de­vorado al instante. Joe comió en abundancia, como era natural que lo hiciese después de tan prolongado ayuno.

Después del té y del grog, puso a sus compañeros al corriente de sus aventuras; habló con cierta emoción, pese a considerar los acontecimientos bajo el punto de vista de su filosofía habitual. El doctor le estrechó va­rias veces la mano, al ver en él un criado más interesado en la salvación de su señor que en la suya propia, y, respecto a la sumersión de la isla de los biddiomahs, le ex­plicó la frecuencia en el lago Chad de tan notable fenó­meno.

Por fin, Joe, prosiguiendo su narración, llegó al mo­mento en que, hundido en el pantano, lanzó un último grito de desesperación.

 Yo me creía perdido, señor, y a usted se dirigian mis pensamientos. Realicé terribles esfuerzos sin que pueda decir cómo; estaba totalmente decidido a no de­jarme engullir sin oponer resistencia cuando, a dos pa­sos de mí, ¿qué creen que vi? ¡Un pedazo de cuerda re­cién cortada! Multipliqué mis esfuerzos y, echando el resto, pude llegar a coger el cable, tiré de él y, después de mucho tirar, puse el pie en tierra firme. En el otro extre­mo de la cuerda encontré un ancla... ¡Oh, señor! Y creo que tengo todo el derecho a llamarla el ancla de la salva­ción, si usted no ve ningún inconveniente en ello. ¡La re­conocí! ¡Era un ancla del Victoria! ¡Ustedes habían to­mado tierra en aquel mismo punto! Seguí la dirección de la cuerda, que me indicaba la suya, y después de nuevos esfuerzos salí del atolladero. Con la libertad de mis miembros había recobrado el ánimo, y caminé durante parte de la noche alejándome del lago. Llegué al fin a la entrada de un inmenso bosque, donde había un cercado en el que pastaban tranquilamente unos cuantos caba­llos. ¿No les parece que hay ocasiones en la vida en que no hay nadie que no sepa montar a caballo? Sin perder un minuto en reflexionar, me monté de un salto en uno de los cuadrúpedos y eché a correr a todo escape en di­rección al norte. No les hablaré de las ciudades que no vi ni de las aldeas que evité. Atravesé campos sembrados, salté zanjas, corrí, volé y así llegué a las lindes de las tie­rras cultivadas. Estaba en el desierto. ¡Mejor! Tendría más horizonte ante mí y observaría más objetos mi mi­rada. Esperaba ver al Victoria, que no debía de andar muy lejos, pero no fue así. Seguí al galope y al cabo de tres horas me metí como un imbécil en un campamento de árabes. ¡Ah! ¡Qué persecución! Señor Kennedy, le aseguro que un cazador no sabe lo que es una cacería hasta que ha sido cazado él mismo. Le aconsejo, sin em­bargo, que no desee saberlo a tanta costa. Mi caballo no podía más, los bárbaros me seguían de cerca, los tenía ya encima... En ese momento me caí y, no quedándome otro recurso, salté a la grupa de uno de mis perseguido­res. Yo no le deseaba ningún mal, y no debe guardarme ningún rencor por haberle estrangulado. Pero yo les ha­bía visto..., y el resto ya lo saben. El Victoria me siguió y ustedes me cogieron al vuelo, como se coge una sortija en el juego de este nombre. ¿No tenía razón en confiar? Ya ve, señor Samuel, que todo lo que ha pasado es muy sencillo y lo más natural del mundo. Dispuesto estoy a repetir lo hecho, si la ocasión lo requiere. Es cosa de la que ni siquiera vale la pena de hablar.

 ¡Mi buen Joe!  respondió el doctor, muy conmovi­do . ¡No en vano confiábamos en tu inteligencia y des­treza!

 No hay más que seguir los acontecimientos para salir de apuros. Lo mejor es aceptar las cosas como se presentan.

Durante la narración de Joe, el globo había salvado rápidamente una extensión de país considerable; Ken­nedy señaló en el horizonte una multitud de casas que ofrecían el aspecto de una ciudad. El doctor con­sultó el mapa y reconoció la ciudad de Tagelel, en el Damergu.

 Aquí  dijo  volveremos a encontrar el camino de Barth. Tenemos a la vista el punto donde se separó de sus dos compañeros, Richardson y Overweg. El prime­ro debía seguir la senda de Zinder, y el segundo la de Moradi, y ya sabéis que, de los tres viajeros, Barth es el único que volvió a Europa.

 Así pues  dijo el cazador , siguiendo en el mapa la dirección del Victoria, avanzamos directamente hacia el norte.

 Directamente, amigo Dick.

 ¿Y eso no te inquieta un poco?

 ¿Por qué?

 Porque nos dirigimos a Trípoli cruzando el gran desierto.

 Espero no ir tan lejos, amigo mío.

 ¿Dónde, pues, piensas detenerte?

 Dime, Dick, ¿no sientes curiosidad por ver Tom­buctú?

 ¿Tombuctú?

 Sin duda  repuso Joe . Nadie debe permitirse ha­cer un viaje a África sin visitar Tombuctú.

 Serás el quinto o sexto europeo que haya visto esa ciudad misteriosa.

 Pues vamos a Tombuctú.

 Entonces deja que lleguemos a 170 o 180 de latitud, y allí buscaremos un viento favorable que nos empuje hacia el oeste.

 De acuerdo  respondió el cazador . Pero ¿tene­mos aún que avanzar mucho hacia el norte?

 Ciento cincuenta millas, al menos.

 Entonces  replicó Kennedy , voy a dormir un poco.

 Duerma  respondió Joe , y usted también, señor. Sin duda tienen necesidad de descanso, porque les he he­cho velar de una manera indiscreta.

El cazador se tendió bajo la tienda; pero Fergusson, que era infatigable, permaneció en su puesto de observación.

Tres horas después, el Victoria salvaba con suma ra­pidez un terreno pedregoso, con hileras de altas monta­ñas peladas de base granítica. Algunos picos aislados llegaban a alcanzar una altura de cuatro mil pies. Las ji­rafas, los antílopes y los avestruces saltaban con maravi­llosa agilidad entre bosques de acacias, mimosas, gua­mos y palmeras. Tras la aridez del desierto, la vegetación recobraba su imperio. Aquél era el país de los kailuas, que se tapan la cara con una banda de algodón, igual que sus peligrosos vecinos los tuaregs.

A las diez de la noche, después de una soberbia tra­vesía de doscientas cincuenta millas, el Victoria se detu­vo sobre una ciudad importante, de la cual, al suave res­plandor de la luna, se veía una parte medio en ruinas. Algunas cúpulas y minaretes de mezquitas reflejaban en distintos puntos los blancos rayos de la luna, y el doctor calculando la altura de las estrellas, reconoció que se ha­llaban en las inmediaciones de Agadés.

Dicha ciudad, centro en otro tiempo de un inmenso comercio, caminaba ya rápidamente hacia su ruina en la época en que la visitó el doctor Barth.

El Victoria, aprovechando la oscuridad, tomó tierra a dos millas de Agadés, en un gran campo de mijo. La noche fue bastante tranquila; a las cinco de la mañana el globo se vio solicitado hacia el oeste, incluso un poco al sur, por un viento ligero.

Fergusson se apresuró a aprovechar tan excelente ocasión. Se elevó rápidamente y partió envuelto en los rayos del sol naciente.


XXXVIII

Travesía rápida.   Resoluciones prudentes.  

Caravanas.   Chubascos continuos.   Gao.   El Níger.

  Golberry, Geoffroy y Gray.   Mungo Park.   Laing



y René Caillié.   Clapperton.  John y Richard Lander
El día 17 de mayo fue tranquilo, y sin ningún inci­dente. El desierto empezaba de nuevo. Un viento no muy fuerte volvía a empujar al Victoria hacia el sudoes­te; el globo no oscilaba ni a derecha ni a izquierda, trazando su sombra en la arena una línea absolutamente recta.

El doctor, antes de partir, había renovado prudente­mente su provisión de agua, temiendo no poder tomar tierra en aquellas comarcas plagadas de tuaregs. La me­seta, cuya elevación era de mil ochocientos pies sobre el nivel del mar, descendía hacia el sur. Cortando el cami­no de Agadés a Murzuk, en el que se distinguían muchas pisadas de camellos, los viajeros llegaron por la noche a 160 de latitud y 40 55' de longitud, después de haber recorrido ciento ochenta millas de prolongada mono­tonía.

Durante aquel día, Joe condimentó las últimas aves, que no habían recibido más que una preparación preli­minar; para cenar sirvio unos pinchitos de chocha suma­mente apetitosos. Como el viento era favorable, el doc­tor resolvió proseguir su camino durante la noche, muy clara por alumbrarla una luna casi llena.

El Victoria ascendió a una altura de quinientos pies, y en toda aquella travesía nocturna, de unas sesenta mi­llas, no se habría visto turbado ni el ligero sueño de un niño.

El domingo por la mañana varió de nuevo el viento hacia el noroeste. Algunos cuervos cruzaban los aires, y en el horizonte se distinguían numerosos buitres, que afortunadamente no se acercaron.

La aparición de aquellas aves indujo a Joe a cumpli­mentar a su señor por su feliz idea de embutir un globo dentro de otro.

~¿Qué sería de nosotros a estas horas  dijo  con un solo envoltorio? Este segundo globo es como la lancha del buque que reemplaza a éste en caso de naufragio.

 Tienes razón, Joe; pero mi lancha me causa alguna zozobra, pues no vale tanto como el buque.

 ¿Qué quieres decir?  preguntó Kennedy.

 Quiero decir que el nuevo Victoria es inferior al otro; bien porque la tela se haya desgastado a causa del roce, o bien porque la gutapercha se haya derretido al calor del serpentín, lo cierto es que noto cierta pérdida de gas. Hasta ahora no es gran cosa, pero no deja de ser apreciable. Tenemos tendencia a bajar, y para impedirlo me veo obligado a dar mayor dilatación al hidrogeno.

 ¡Demonios!  exclamó Kennedy . No se me ocurre ninguna solución.

 No la tiene, amigo Dick, por lo que creo que deberí­amos darnos prisa, e incluso evitar detenernos de noche.

 ¿Estamos aún lejos de la costa?  preguntó Joe.

 ¿Qué costa, muchacho? ¿Sabemos acaso adónde nos conducirá el azar? Todo lo que puedo decirte es que Tombuctú todavía se encuentra cuatrocientas millas a oeste.

 ¿Y cuánto tiempo tardaremos en llegar?

 Si el viento no nos desvía demasiado, cuento con encontrar dicha ciudad el martes al anochecer.

 Entonces  dijo Joe, señalando una larga comitiva de bestias y de hombres que avanzaba por el desierto­ llegaremos antes que aquella caravana.

Fergusson y Kennedy se asomaron y vieron una gran aglomeración de seres de toda especie. Había allí más de ciento cincuenta camellos, de esos que por doce mutka­bas de oro van de Tombuctú a Tafilete con una carga de quinientas libras. Todos llevaban bajo la cola un talego destinado a recoger sus excrementos, que es el único combustible con que se puede contar en el desierto.

Aquellos camellos de los tuaregs son de una especie superior a todas las demás, pues pueden pasar de tres a siete días sin beber y dos sin comer; además, superan en ligereza a los caballos y obedecen con inteligencia al khabir o conductor de la caravana. Son conocidos en el país con el nombre de meharis.

Tales fueron los pormenores dados por el doctor, mientras sus compañeros contemplaban aquella multi 

tud de hombres, mujeres y niños que caminaban peno­samente por una arena movediza, contenida únicamente por algunos cardos, hierbas agostadas y zarzales muy ruines. El viento borraba casi instantáneamente la huella de sus pasos.

Joe preguntó cómo lograban los árabes orientarse en el desierto y encontrar los pozos esparcidos en aquella soledad inmensa.

 Los árabes  respondió Fergusson  han recibido de la naturaleza un maravilloso instinto para reconocer su rumbo. Donde un europeo se desorientaría, ellos no va­cilan nunca. Una piedra insignificante, un guijarro, una hierbecita, el indiferente matiz de las arenas les bastan para avanzar con seguridad completa. Durante la noche se guían por la estrella Polar; no andan más que dos mi­llas por hora y descansan a mediodía, que es cuando hace más calor. No hace falta decir más para compren­der cuánto tiempo invertirán en atravesar el Sahara, que es un desierto de más de novecientas millas.

Pero el Victoria ya se encontraba lejos de las miradas atónitas de los árabes, que debieron de envidiar su rapi­dez. Por la tarde pasaba por los 20 26' de longitud, y du­rante la noche avanzó más de un grado.

El lunes cambió el tiempo completamente. Empezó a diluviar, y fue preciso resistir el exceso de peso con que la lluvia cargaba el globo y la barquilla. Aquel aguacero continuado explicaba que toda la superficie del país fue­se una inmensa ciénaga; reaparecía la vegetación, con mimosas, baobabs y tamarindos.

Era el Sonray, con sus aldeas pobladas de chozas, cuyos techos presentan cierta semejanza con gorros ar­menios. Había pocas montañas, reduciéndose éstas a co­linas muy bajas que forman barrancos y despeñaderos incesantemente cruzados por chochas y pintadas. Un impetuoso torrente cortaba en diversos puntos las sen­das, que los indígenas atravesaban agarrándose a un be­juco tendido entre dos árboles. Los bosques iban poco a poco siendo reemplazados por junglas donde se agita­ban caimanes, hipopótamos y rinocerontes.

 No tardaremos en ver el Níger  anunció el doc­tor ; el terreno se metamorfosea en la proximidad de los grandes ríos. Esos caminos andantes, según una feliz ex­presion, han traído con ellos primero la vegetación y más adelante traerán la civilización. Así es como el Ní­ger, en su trayecto de doscientas cincuenta millas, ha sembrado en sus márgenes las más importantes ciudades de África.

 Eso  dijo Joe  me recuerda la historia de aquel gran admirador de la Providencia, de la cual decía que era acreedora a sus aplausos por haber hecho pasar los ríos por las grandes ciudades.

Hacia mediodía, el Victoria pasó sobre una pobla­ción llamada Gao, que fue en otro tiempo una gran capi­tal y a la sazón se hallaba reducida a una aglomeración de chozas bastante miserables.

 He aquí el sitio  dijo el doctor  por el cual Barth atravesó el Níger a su regreso de Tombuctú, el Níger, ese río famoso de la antigüedad, el rival del Nilo, al cual la superstición pagana atribuyó un origen celestial. El Níger, como el Nilo, ha atraído la atención de los geó­grafos de todos los tiempos, y su exploración, más aún que la del Nilo, ha costado numerosas víctimas.

El Níger corría entre dos orillas muy separadas una de otra, y sus aguas fluían hacia el sur con cierta violen­cia; pero los viajeros apenas tuvieron tiempo de obser­var sus curiosos contornos.

 Me dispongo a hablaros de ese río  dijo Fergus­son , ¡y está ya lejos de nosotros! El Níger, que casi puede competir con el Nilo en longitud, recorre una extensión inmensa del país, y según la comarca que atraviesa toma los nombres de Dhiuleba, Mayo, Egghirreou, Quorra y otros, todos los cuales significan «el río».

 ¿Siguió el doctor Barth este camino?  preguntó Kennedy.

 No, Dick. Al dejar el lago Chad atravesó las princi­pales ciudades de Bornu, y cruzó el Níger por Sau, cua­tro grados más abajo de Gao. Luego penetró en el seno de las inexploradas comarcas que el Níger encierra en su recodo y, después de ocho meses de nuevas fatigas, llegó a Tombuctú, lo que nosotros, con un viento tan rápido, haremos en tres días escasos.

 ¿Se ha descubierto el nacimiento del Níger?  pre­guntó Joe.

 Hace ya mucho tiempo  respondió el doctor . El reconocimiento del Níger y de sus afluentes atrajo nu­merosas exploraciones, de las cuales os indicaré las principales. De 1749 a 1758, Adamson reconoce el río y visita Gorea. De 1785 a 1788, Golberry y Geoffroy re­corren los desiertos de la Senegambia y suben hasta el país de los moros, que asesinaron a Saugnier, Brisson, Adam, Riley, Cochelet y otros muchos infortunados. Viene entonces el ilustre Mungo Park, amigo de Walter Scott y escocés como él. Enviado en 1795 por la Socie­dad africana de Londres, alcanza Bambarra, ve el Níger, recorre quinientas millas con un traficante de esclavos, explora la costa de Gambia y regresa a Inglaterra en 1797; vuelve a partir el 30 de enero de 1805 con su cuña­do Anderson, el dibujante Scott y un grupo de opera­rios; llega a Gorea, se une a un destacamento de treinta y cinco soldados y vuelve a ver el Níger el 19 de agosto; pero entonces, a consecuencia de las fatigas, de las priva­ciones, de los malos tratos, de las inclemencias del cielo y de la insalubridad del país, no quedaban ya vivos más que once de los cuarenta europeos; el 16 de noviembre llegaron a manos de su esposa las últimas cartas de Mun­go Park, y un año después se supo por un comerciante del país que, al llegar a Busse, a orillas del Níger, el 23 de diciembre, el desventurado viajero vio cómo arrojaban su barca por las cataratas del río antes de ser degollado por los indígenas.

 ¿Y un fin tan terrible no contuvo a los explora­dores?

 Al contrario, Dick, porque entonces no sólo hubo que reconocer el río, sino también buscar los papeles del viajero. En 1816 se organizó en Londres una expedición, en la cual toma parte el mayor Gray; llega a Senegal, pe­netra en el Futa Djallon, visita las poblaciones fuhlahs y mandingas, y regresa a Inglaterra sin otro resultado. En 1822, el mayor Laing explora toda la parte de África oc­cidental próxima a las posesiones inglesas, siendo el pri­mero en llegar a las fuentes del Níger; según sus docu­mentos, el nacimiento de este río inmenso no tiene dos pies de ancho.

 Es fácil de saltar  dilo Joe.

 ¡Fácil!  replicó el doctor . Según la tradición, cual­quiera que intenta cruzar de un salto aquel manantial es inmediatamente engullido, y quien quiere sacar agua de él se siente rechazado por una mano invisible.

 ¿Y me está permitido  preguntó Joe  no creer una palabra de la tradición?

 Nadie te lo impide. Cinco años después, el mayor Laing atravesaría el Sahara, penetraría en Tombuctú y moriría estrangulado unas millas más arriba por los ulad shiman, que querian obligarle a hacerse musulmán.

 ¡Otra víctima!  exclamó el cazador.

 Entonces, un joven valeroso y con muy escasos re­cursos, emprendió y llevó a cabo el viaje moderno más asombroso. Me refiero al francés René Caillié. Después de varias tentativas en 1819 y en 1824, partió de nuevo el 19 de abril de 1827 de Río Núñez; el 3 de agosto llegó tan exte­nuado y enfermo a Timé, que no pudo proseguir su viaje hasta seis meses después, en enero de 1828; se incorporó entonces a una caravana, protegido por su traje oriental, llegó al Níger el 10 de marzo, penetró en la ciudad de Yen­né, se embarcó y descendió por el río hasta Tombuctú, adonde llegó el 30 de abril. En 1670 otro francés, Imbert, y en 1810 un inglés, Robert Adams, tal vez habían visto aquella curiosa ciudad. Pero René Caillié sería el primer europeo que suministrara datos exactos; el 4 de mayo se se­paró de aquella reina del desierto; el 9 reconoció el lugar exacto donde fue asesinado el mayor Laing; el 19 llegó a El­Arauan y dejó aquella ciudad comercial para cruzar, co­rriendo mil peligros, las vastas soledades comprendidas entre Sudán y las regiones septentrionales de Africa; por último, entró en Tánger, y el 28 de septiembre embarcó para Toulon, de suerte que en diecinueve meses, pese a una enfermedad de ciento ochenta días, había atravesado Áfri­ca de oeste a norte. ¡Ah! ¡Si Caillié hubiera nacido en Ingla­terra, se le habría honrado como al más intrépido viajero de los tiempos modernos, como al mismo Mungo Park! Pero en Francia no se le apreció en todo su valor.

 Era un valiente explorador  dijo el cazador . ¿Y qué fue de él?

 Murió a los treinta y nueve años, de resultas de sus fatigas. En Inglaterra se le habrían tributado los mayo­res honores; pero en Francia se creyó haber hecho bas­tante adjudicándole en 1828 el premio de la Sociedad Geográfica. Y mientras él realizaba tan maravilloso via­je, un inglés concebía la misma empresa y la intentaba con igual valor, aunque con menos fortuna. Se trata del capitán Clapperton, el compañero de Denham. En 1829 entró en África por la costa oeste en el golfo de Benin, siguió las huellas de Mungo Park y de Laing, encontró en Bussa los documentos relativos a la muerte del primero y llegó el 20 de agosto a Sakatu, donde, tras haber sido apresado, exhaló el último suspiro entre los brazos de su fiel criado Richard Lander.

 ¿Y qué fue de ese tal Lander?  preguntó Joe con mucho interés.

 Consiguió llegar a la costa y regresar a Londres con los papeles del capitán y una relación exacta de su pro­plo viaje. Entonces ofreció sus servicios al Gobierno para completar el reconocimiento del Níger; incorporo a su empresa a su hermano John, segundo hijo de una humilde familia de Cornualles, y de 1829 a 1831 ambos bajaron por el río desde Bussa hasta su desembocadura, describiendo el camino milla a milla y aldea por aldea.

 Entonces, ¿esos dos hermanos se libraron de la suerte común?  preguntó Kennedy.

 Sí, al menos en aquella exploración; pero en 1833 Richard emprendió un tercer viaje al Níger y murió de un balazo junto a la desembocadura del río. Ya veis, pues, amigos mios, que el país que atravesamos ha sido testigo de nobles sacrificios que con harta frecuencia no han tenido más recompensa que la muerte.




XXXIX

El país en el recodo del Níger.   Vista fantástica de los

montes Hombori».   Kabar.   Tombuctú.   Plano del

doctor Barth.   Decadencia.   A donde el Cielo le

plazca
El doctor Fergusson quiso matar el tiempo en aquel pesado día dando a sus compañeros mil detalles acerca de la comarca que atravesaban. El terreno, bastante lla­no, no presentaba ningún obstáculo para su marcha. La única preocupación del doctor era el maldito viento del noroeste, que soplaba furiosamente y le alejaba de la la­titud de Tombuctú.

El Níger, después de haber subido hasta esta ciudad por la parte norte, crece hasta convertirse en un inmenso chorro de agua y desemboca en el océano Atlántico for­mando un ancho delta. En aquel recodo el país es muy variado, distinguiéndose tan pronto por una exuberante fertilidad como por una aridez extrema. Llanuras incul­tas suceden a campos de maíz, que son luego reemplaza­dos por dilatados terrenos cubiertos de retama. Todas las especies de aves acuáticas, el pelícano, la cerceta, el martín pescador, habitan las orillas de los torrentes y los márgenes de los pantanos, formando numerosas ban­dadas.

De vez en cuando aparecía un campamento de tua­regs, refugiados bajo sus tiendas de cuero, en tanto que las mujeres se dedicaban a las faenas exteriores, orde­ñando los camellos, con sus pipas encendidas en la boca.

Hacia las ocho de la tarde, el Victoria había avanzado más de doscientas millas en dirección oeste, y los viajeros fueron entonces testigos de un magnífico espectáculo.

Algunos rayos de luna, abriéndose paso por una hendidura de las nubes y deslizándose entre las gotas de lluvia, bañaban las cordilleras del Hombori. Nada más extraño que aquellas crestas de apariencia basáltica. que se perfilaban formando fantásticas siluetas en el sombrío cielo. Parecían las ruinas legendarias de una inmensa ciudad de la Edad Media y recordaban los bancos de hielo de los mares glaciales, tal como en las noches oscu­ras se presentan a la mirada atónita.

 He aquí una ciudad de Los Misterios de Udolfo  dijo el doctor ; Ann Radcllff no hubiera acertado a describir estas montañas con un aspecto más imponente.

 No me gustaría  respondió Joe  pasear solo du­rante la noche por este país de fantasmas. Si no pesase tanto, me llevaría todo este paisaje a Escocia. Quedaría muy bien en las márgenes del lago Lomond y atraería a muchos turistas.

 Nuestro globo no es lo bastante grande para satis­facer tu capricho. Pero, me parece que nuestra dirección varía. ¡Bueno! Los duendes de estos lugares son muy amables; nos envían un vientecillo del sureste que nos pondrá de nuevo en el buen camino.

En efecto, el Victoria se dirigía más al norte, y el día 20 por la mañana pasaba por encima de una inextricable red de canales, torrentes y ríos, que constituían la encru­cijada completa de los afluentes del Níger. Algunos de aquellos canales, cubiertos de una hierba espesa, pare­cían feraces praderas. Allí encontró el doctor la ruta de Barth, cuando éste embarcó para bajar por el río hasta Tombuctú. El Níger, de unas ochocientas toesas de an­cho, corría allí entre dos orillas cubiertas de crucíferas y tamarindos. Grupos de gacelas triscadoras confundían sus retorcidos cuernos con las altas hierbas, desde las cuales el caimán las acechaba silencioso.

Largas recuas de asnos y camellos, cargados de mer­cancías de Yenné, se adentraban en las frondosas arbole­das; al poco, en una revuelta del río apareció un anfitea­tro de casas bajas, en cuyas azoteas y techos estaba acumulado todo el heno recogido en las comarcas cir­cundantes.

 He aquí Kabar  exclamó el doctor con alegría . Es el puerto de Tombuctú; la ciudad se encuentra apenas a cinco millas de aquí.

 ¿Está, pues, satisfecho, señor?  preguntó Joe.

 Encantado, muchacho.

 Bueno, la cosa marcha.

En efecto, dos horas después la reina del desierto, la misteriosa Tombuctú, que tuvo, como Atenas y Roma, sus escuelas de sabios y sus cátedras de filosofía, se des­plegó bajo las miradas de los viajeros.

Fergusson seguía los menores detalles en el plano trazado por el propio Barth, y reconoció su gran exactitud. La ciudad forma un enorme triángulo en una inmen­sa llanura de arena blanca. La punta se dirige hacia el norte y penetra en un extremo del desierto. ¡En los alre­dedores, nada! Algunas gramíneas, algunas mimosas enanas, algunos arbustos casi secos.

El aspecto de Tombuctú, a vista de pájaro, es el de un amontonamiento de bolos y de dados. Las calles, bastante estrechas, están bordeadas de casas de una sola planta, edificadas con ladrillos cocidos al sol, y de cho­zas de paja y cañas, cónicas o cuadradas. En las azoteas se ven indolentemente tendidos a algunos habitantes, vestidos con sus ropajes de colores chillones y con la lanza o el mosquete en la mano. A aquellas horas no aparece ni una mujer.

 Pero se dice que las mujeres son bellas  añadió el doctor . Mirad los tres minaretes de las tres mezquitas, únicas que quedan de las muchas que había. La ciudad ha perdido su antiguo esplendor. En el vértice del trián­gulo se alza la mezquita de Sankoro, con sus hileras de galerías sostenidas por arcos de un diseño bastante puro. Más lejos, junto al cuartel de Sane Gungu, se ve la mez­quita de Sid Yahia y algunas casas de dos pisos. No bus­quéis ni palacios ni monumentos. El jeque es un simple traficante, y su morada real, un lugar de comercio.

 Me parece ver murallas medio derribadas  dijo Kennedy.

 Fueron destruidas por los fuhlahs en 1826, enton­ces la ciudad era una tercera parte mayor, pues Tombuc­tú, objeto de codicia general desde el siglo XI ha pertene­cido sucesivamente a los tuaregs, los kaurayanos, los marroquíes y los fellatahs. Pero este gran centro de civi­lización, en que un sabio como Ahmed Baba poseía en el siglo XVI una biblioteca de mil seiscientos manuscri­tos, no es hoy más que un almacén de comercio de Áfri­ca central.

La ciudad, en efecto, parecía sumida en una gran in­curia. Acusaba la desidia epidénúca de las ciudades con­denadas a desaparecer. Enormes cantidades de escom­bros se amontonaban en los arrabales y formaban, con la colina del mercado, los únicos accidentes del terreno.

Al pasar el Victoria se produjo cierto revuelo e in­cluso se oyó toque de tambores, pero el último sabio de la localidad apenas tuvo tiempo de observar aquel nuevo fenómeno. Los viajeros, empujados por el viento del de­sierto, volvieron a seguir el curso sinuoso del río, y muy pronto Tombuctú no fue más que uno de los fugaces re­cuerdos del viaje.

 Y ahora  dijo el doctor , que el Cielo nos conduz­ca a donde le plazca.

 ¡Con tal de que sea al oeste!  replicó Kennedy.

 ¡Bah!  exclamó Joe . No me asustaría aunque se tratase de volver a Zanzibar por el mismo camino o de atravesar el océano hasta América.

 No podríamos, Joe.

 ¿Qué nos falta para ello?

 Gas, Joe. La fuerza ascensional del globo disminu­ye sensiblemente, y tendremos que llevar mucho cuida­do para conseguir que nos lleve hasta la costa. Voy a ver­me obligado a echar lastre. Pesamos demasiado.

 He aquí las consecuencias de no hacer nada, señor. Tendidos todo el día como unos haraganes, engordamos excesivamente y así no hay globo que pueda sostener­nos. A la vuelta de nuestro viaje, que es un viaje de pere­zosos, nos encontrarán horriblemente obesos.

 Tus reflexiones, Joe, son dignas de ti  respondió el cazador . Pero espera hasta el final. ¿Sabes acaso lo que el Cielo nos reserva? Estamos aún lejos del término de nuestro viaje. ¿A qué parte de la costa de África crees que llegaremos, Samuel?

 No puedo decírtelo, Dick; estamos a merced de vientos muy variables. Pero, en fin, me daré por muy dichoso si llego entre Sierra Leona y Portendick, donde hay cierta extensión de tierra donde encontraremos amigos.

 Y tendremos mucho gusto en estrecharles la mano. Pero ¿seguimos al menos el rumbo apetecido?

 No enteramente, Dick; mira la brújula y verás que nos dirigimos al sur y remontamos el Níger hacia sus fuentes.

 ¡Buena ocasión para descubrirlas  respondió Joe , si no estuviesen ya descubiertas! Pero ¿no podríamos encontrar otras?

 No, Joe. Pero, tranquilízate; espero no llegar has­ta allí.

A la caída de la tarde, el doctor echó los últimos sa­cos de lastre. El Victoria se elevó, pero el soplete, aun­que funcionaba con toda la llama, apenas podía mante­nerlo. Se hallaba entonces sesenta millas al sur de Tombuctú, y al día siguiente los viajeros amanecieron sobre las orillas del Níger, no lejos del lago Debo.




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