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- EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD



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12 - EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD


El universo es una perpetua sucesión de acontecimien­tos, pero su base, según la Filosofía Perenne, es el ahora sin tiempo del Espíritu divino. Puede hallarse una exposi­ción clásica de la relación entre tiempo y eternidad en los últimos capítulos de la "Consolación de la Filosofía", don­de Boecio resume los conceptos de sus predecesores, espe­cialmente de Plotino.

Una cosa es ser llevado a través de una vida sin fin y otra abarcar junta toda la presencia de una vida sin fin, lo que es manifiestamente propio de la Mente divina.

El mundo temporal parece emular en parte lo que no puede plenamente obtener o expresar, ligándose a cualquier presencia existente en este exiguo y fugaz momento —una presencia que, pues acarrea cierta imagen de esa duradera Presencia, da a lo que parti­cipa de ella la cualidad de parecer que tiene ser. Pero, pues no podía permanecer, emprendió un infinito viaje de tiempo; y así sucedió que, yendo, continuó esa vida cuya plenitud no podía abarcar permane­ciendo.

Boecio
Puesto que Dios tiene siempre un estado eterno y presente, Su conocimiento, que sobrepasa las ideas del tiempo, permanece en la simplicidad de Su presencia y, comprendiendo lo infinito de lo pasado y lo por venir, considera todas las cosas como si estuvieran en el acto de ser cumplidas.

Boecio

El conocimiento de lo que está sucediendo ahora no determina el acontecimiento. Lo que ordinariamente se llama precognición de Dios es en realidad un actual cono­cimiento sin tiempo, que es compatible con la libertad de la voluntad de la criatura humana en el tiempo.

El mundo manifiesto y todo lo que es movido de alguna suerte toman sus causas, orden y formas de la estabilidad de la Mente divina. Esto ha determinado múltiples modos de hacer cosas; estos modos, conside­rados en la pureza del entendimiento de Dios, se lla­man Providencia; pero, referidos a esas cosas que mueve y dispone, se llaman Hado... La Providencia es la misma Razón divina, que dispone todas las cosas. Pero el Hado es una disposición inherente a las cosas variables, por la cual la Providencia conecta todas las cosas en su debido orden. Pues la Providencia igual­mente abarca todas las cosas juntas, aunque diversas, aunque infinitas; pero el Hado pone en movimiento todas las cosas, distribuidas por sitios, formas y tiem­pos; de modo que el desplegar del orden temporal, unido en la precisión de la Mente divina, es la Provi­dencia, y el mismo, uniendo y siendo digerido y des­plegado en el tiempo, es llamado Hado... Como un obrero que concibe la forma de algo en su mente, emprende su obra y ejecuta según orden del tiempo lo que previera simplemente y en un instante, así Dios por su Providencia dispone lo que hay que hacer con simplicidad y estabilidad, y por el Hado efectúa por múltiples modos y en el orden del tiempo esas mismas cosas que dispone... Todo lo que está bajo el Hado está también sujeto a la Providencia. Pero algunas cosas que están bajo la Providencia están por encima del curso del Hado. Pues son esas cosas que, estando establemente fijas en virtud de su proximidad a la divinidad primera, superan el orden de la movilidad del Hado.

Boecio

La idea de un reloj envuelve toda la sucesión del tiempo. En la idea la hora sexta no es anterior a la séptima ni a la octava, aunque el reloj nunca da la hora, salvo cuando la idea lo pide.



Nicolás de Cusa
De Hobbes en adelante, los enemigos de la Filosofía Perenne han negado la existencia de un eterno ahora. Según estos pensadores, el tiempo y el cambio son funda­mentales: no hay otra realidad. Además, los aconteci­mientos futuros están completamente indeterminados, y ni Dios puede tener conocimiento de ellos. En consecuen­cia, Dios no puede ser descrito como el Alfa y la Omega —meramente como el Alfa y la Lambda, o cualquier otra letra intermedia del alfabeto temporal que se halle ahora en curso de deletreo. Pero las pruebas anecdóticas recogi­das por la Sociedad de Investigación Psíquica y las prue­bas estadísticas acumuladas durante muchos años de experimentos de laboratorio en percepción extrasensoria señalan ineludiblemente la conclusión de que aun las mentes humanas son capaces de precognición. Y si una conciencia finita puede saber cuál carta se volverá a los tres segundos, o qué naufragio ocurrirá la semana próxi­ma, no hay nada imposible ni aun intrínsecamente im­probable en la idea de una conciencia infinita que pueda saber ahora acontecimientos indefinidamente remotos en lo que, para nosotros, es el tiempo futuro. El "especioso presente" en que viven los seres humanos puede ser, y acaso sea siempre, algo más que una breve sección de transición del conocido pasado al ignoto futuro, conside­rada, por lo vivido de nuestro recuerdo, como el instante que llamamos "ahora"; puede contener, y acaso conten­ga siempre, una porción del inmediato, y aun quizá del relativamente distante, futuro. Para la Divinidad, el espe­cioso presente quizá sea precisamente esa interminabilis vitae tota simul et perpetua possessio, de que habla Boecio.

La existencia del eterno ahora es a veces negada ale­gando que un orden temporal no puede coexistir con otro orden no temporal, y que es imposible que una sustancia cambiante se una a una sustancia que no cambia. Es obvio que esta objeción sería válida si el orden no tempo­ral fuera de naturaleza mecánica, o si la sustancia incambiante poseyera cualidades espaciales y materiales. Pero, según la Filosofía Perenne, el eterno ahora es una conciencia; la Base divina es espíritu; el ser de Brahm es chit o conocimiento. Que un mundo temporal sea conoci­do y, al ser conocido, sustentado y perpetuamente creado por una conciencia eterna, es una idea que no contiene nada que se contradiga.

Finalmente llegamos a los argumentos dirigidos con­tra los que afirmaron que la eterna Base pueda ser conocida unitivamente por mentes humanas. Esta ale­gación es considerada absurda porque envuelve el aser­to: "ora soy eterno, ora soy en el tiempo". Pero esta afirmación es absurda solamente si el hombre es un ser de doble naturaleza, capaz de vivir en un solo plano. Pero si, como han mantenido siempre los expositores de la Filosofía Perenne, el hombre no es sólo cuerpo y psique, sino también espíritu, y si puede, a voluntad, vivir sea en el plano meramente humano o en armonía, y aun en unión, con la divina Base de su ser, entonces la afirmación es perfectamente sensata. El cuerpo es siem­pre temporal, el espíritu es siempre eterno, y la psique es una criatura anfibia obligada por las leyes de la existen­cia del hombre a asociarse hasta cierto punto con su cuerpo, pero capaz, si lo desea, de experimentar su espíritu e identificarse con él y, mediante su espíritu, con la Base divina. El espíritu continúa siempre como eter­namente es; pero el hombre está constituido de tal modo que su psique no puede estar siempre identificada con el espíritu. En la afirmación: "Ora soy eterno, ora soy en el tiempo", el sujeto es la psique, que pasa del tiempo a la eternidad cuando se identifica con el espíritu y vuelve de la eternidad al tiempo, sea voluntariamente o por nece­sidad involuntaria, cuando quiere identificarse con el cuerpo o es obligada a ello.

"El sufí —dice Jalal-uddin Rumi— es hijo del presen­te." El progreso espiritual es un avance en espiral. Partimos como niños, en la eternidad animal de la vida en el momento, sin ansiedad por el futuro ni pesar por el pasado; crecemos hasta la condición específicamen­te humana de los que miran adelante y atrás, de los que viven en gran parte, no en el presente, sino en recuerdo y espera, no espontáneamente, sino con nor­ma y prudencia, con arrepentimiento, temor y esperan­za; y podemos continuar, si lo deseamos, subiendo y avanzando, en magnífica vuelta, hasta un punto corres­pondiente a nuestro punto de partida en la animalidad, pero inconmensurablemente más alto. Una vez más la vida es vivida en el momento; la vida, ahora, no de una criatura infrahumana, sino de un ser en el que la cari­dad ha eliminado el temor, la visión ha reemplazado la esperanza, la abnegación ha terminado con el egoísmo positivo de la reminiscencia halagüeña y el egoísmo negativo del remordimiento. El momento presente es la única abertura por la que el alma puede pasar del tiempo a la eternidad, por la que la gracia puede pasar de la eternidad al alma, y por la que la caridad puede pasar de un alma en el tiempo a otra alma en el tiempo. Por eso el sufí y, con él, cualquier otro expositor practi­cante de la Filosofía Perenne, es o procura ser hijo del presente.

Pasado y futuro ocultan a Dios a nuestra vista; qué­malos con fuego. ¿Hasta cuándo te dividirán estos segmentos, como una caña?

Mientras la caña está dividida, no conoce secretos ni responde vocalmente al labio ni al aliento.



Jalal-uddin Rumi

Este vaciar de la memoria (aunque no se siguiera de él tanto bien como es ponerse en Dios), por sólo ser causa de librarse de muchas penas, aflicciones y triste­zas, allende de las imperfecciones y pecados de que se libra el alma, es grande bien.



San Juan de la Cruz
En la idealista cosmología del budismo mahayánico, la memoria desempeña el papel de un demiurgo harto malé­fico. "Cuando la triple palabra es examinada por el Bodhisattva, percibe éste que su existencia es debida a la memoria que ha sido acumulada desde el pasado sin comienzo, pero interpretada erróneamente." (Lankavatara Sufra.) La palabra traducida aquí por "memoria" significa literalmente "perfumar". El cuerpo mental llevaba consigo el inextirpable olor de todo lo que se pensó e hizo, deseó y sintió, a lo largo de su pasado racial y personal. Los chinos traducen el término sánscrito mediante dos símbolos, que significan "hábito-energía". El mundo es lo que (a nuestros ojos) es, a causa de todos los hábitos recordados conscien­te o inconscientemente y fisiológicamente, adquiridos por nuestros antepasados o por nosotros mismos, sea en nues­tra vida actual o en existencias previas. Estos recordados malos hábitos nos hacen creer que la multiplicidad es la única realidad y que la idea del "yo", "mi", "mío" represen­ta la verdad final. El Nirvana consiste en "ver la morada de la realidad tal como es", y no la realidad quoad nos, como nos parece. Es obvio que esto no puede lograrse mientras exista un "nos" para el que la realidad puede ser relativa. De ahí la necesidad, recalcada por todo expositor de la Filosofía Perenne, de la mortificación, de morir para el yo. Y no debe ser sólo una mortificación de los apetitos, los sentimientos y la voluntad, sino también de las facultades razonadoras, de la conciencia misma y lo que hace de nuestra conciencia lo que es —nuestra memoria personal y nuestras hábito-energías heredadas. Para lograr la libera­ción completa, la conversión que hace abandonar el peca­do no es bastante; debe haber también una conversión de la mente, un paravritti, como los mahayanistas lo llaman, o reacción en las honduras mismas de la conciencia. Como resultado de esta reacción, las hábito-energías de la memo­ria acumulada son destruidas y, junto con ellas, el senti­miento de ser un yo separado. La realidad no es ya percibida quoad nos (por la suficiente razón de que no hay ya un nos que la perciba), sino como es ensimisma. Según las palabras de Blake: "Si las puertas de la percepción fuesen limpiadas, todo se vería como es, infinito." Por aquellos que son puros de corazón y pobres de espíritu, Samsara y Nirvana, apariencia y realidad, tiempo y eterni­dad, son experimentados como uno y lo mismo.
El tiempo es lo que impide que la luz nos alcance. No hay mayor obstáculo para llegar a Dios que el tiempo. Y no sólo el tiempo, sino las temporalidades; no sólo los afectos temporales, sino la mácula y el olor mismos del tiempo.

Eckhart
Alégrate en Dios todo el tiempo, dice San Pablo. Se alegra todo el tiempo quien lo hace por encima del tiempo y libre del tiempo. Tres cosas privan al hombre de conocer a Dios. La primera es el tiempo, la segunda es la corporalidad, la tercera es la multiplicidad. Para que Dios pueda entrar, estas cosas deben salir —de no ser que las tengas de un modo más elevado, mejor: la multitud resumida en uno en ti.

Eckhart

Siempre que se piensa en Dios como siendo entera­mente en el tiempo, hay una tendencia a considerarlo más bien como un ser "numinoso" que como un ser moral; un Dios de mero inmitigado Poder más bien que un Dios de Poder, Sabiduría y Amor; un inescrutable y peligroso potentado que hay que aplacar con sacrificios, no un Espíritu que hay que adorar en espíritu. Todo esto es harto natural; pues el tiempo es un perpetuo perecer y un Dios que es enteramente en el tiempo es un Dios que destruye tan rápidamente como crea. La Naturaleza es tan incomprensiblemente aterradora como bella y dadi­vosa. Si lo Divino no trasciende el orden temporal en que es inmanente, y si el espíritu humano no trasciende su alma ligada al tiempo, no hay entonces posibilidad de "justificar la conducta de Dios para con el hombre". Dios, según se manifiesta en el universo, es el irresistible Ser que habla a Job desde el torbellino y cuyos emblemas son Behemot y Leviatán, el caballo de batalla y el águila. Es este mismo Ser el descrito en el apocalíptico capítulo once del Bhagavad Gita. "Oh Supremo Espíritu —dice Arjuna, dirigiéndose al Krishna que él sabe encarnación de la Divinidad—, anhelo ver tu forma Isvara"; esto es, su forma como Dios del mundo, la Naturaleza, el orden temporal. Krishna contesta: "Verás el universo entero, con todas las cosas animadas e inanimadas, dentro de este cuerpo mío." La reacción de Arjuna ante la revela­ción es de asombro y temor.


Ah, Dios mío, veo a todos los dioses dentro de tu cuerpo;

cada una en su grado, la multitud de criaturas; veo a Brahma sentado sobre su loto veo a los sabios y las serpientes sagradas. Forma universal, te veo sin límite, infinita en ojos, brazos, bocas y vientres; veo, y no hallo fin, medio ni comienzo.

Sigue un largo pasaje, que se extiende sobre la omni­potencia y el absoluto alcance de Dios en su forma Isvara.

Luego cambia la cualidad de la visión, y Arjuna advierte, trémulo y temeroso, que el Dios del universo es un Dios así de destrucción como de creación.

Ahora, con terribles colmillos, rechinan tus bocas, llameantes como los fuegos matutinos del día final... Norte, sur, este y oeste parecen confundirse... ¡Señor de los devas, morada del mundo, ten misericor­dia!...

Rápidos como ríos corriendo hacia el océano, se precipitan los héroes en tus fauces de fuego, como alevillas que buscan la llama de su destrucción. De cabeza se zambullen en ti y perecen...

Dime quién eres y fuiste desde el comienzo, tú, el de aspecto sombrío. ¡Oh Dios de dioses muestra tu gracia!

Recibe mi homenaje, Señor. De mí se ocultan tus mo­dos. "Díme quién eres." La respuesta es clara e inequívoca.

Vine como Tiempo, el asolador de los pueblos, dispuesto para la hora que madura su ruina.
Pero el Dios que viene tan terriblemente como Tiempo también existe sin tiempo como la Divinidad, el Brahm cuya esencia es Sat, Chit, Ananda, Ser, Advertimiento, Beatitud; y dentro y más allá de la psique del hombre, temporalmente torturada, está su espíritu, "increado e increable", como dice Eckhart, el Atman que es afín al Brahm, o aun idéntico a él. El Gita, como todas las demás formulaciones de la Filosofía Perenne, justifica la conduc­ta de Dios hacia el hombre afirmando —y la afirmación se basa en la observación y la experiencia inmediata— que el hombre puede, si lo desea, morir para su separado yo personal y así llegar a la unión con el eterno Espíritu. Afirma, asimismo, que el Avatar viene a encarnarse para ayudar a los seres humanos a lograr esta unión. Lo hace de tres modos: enseñando la verdadera doctrina en un mundo cegado por la ignorancia voluntaria; invitando a las almas a un "amor carnal" de su humanidad, no como un fin en sí mismo, sino como medio para un espiritual amor-conocimiento del Espíritu; y finalmente, sirviendo como cauce de gracia.

Dios que es Espíritu sólo puede ser adorado en espíritu y por su propia causa; pero Dios en el tiempo es normal­mente adorado por medios materiales con el objeto de lograr fines temporales. Dios en el tiempo es manifiesta­mente así el destructor como el creador; y por esto ha parecido apropiado adorarlo con métodos que son tan terribles como las destrucciones que él inflige. De ahí, en la India, los sacrificios de sangre a Kali, en su aspecto de Naturaleza destructora; de ahí esas ofrendas de niños a Moloc, censuradas por los profetas hebreos; de ahí los sacrificios humanos practicados, por ejemplo, por los fe­nicios, los cartagineses, los druidas, los aztecas. En todos estos casos, la divinidad a quien se sacrificaba era un dios en el tiempo, o una personificación de la Naturaleza, que no es otra cosa que el Tiempo mismo, el devorador de sus hijos; y en todos los casos el objeto del rito era obtener un beneficio futuro o evitar uno de los enormes males que el Tiempo y la Naturaleza tienen siempre en reserva. Para ello, se creía que valía la pena pagar un alto precio en esa moneda del sufrimiento que el Destructor tan evidente­mente apreciaba. La importancia del fin temporal justifi­caba el uso de medios que eran intrínsecamente terribles, por su intrínseco parecido con el tiempo. Rastros sublima­dos de estas antiguas tramas de pensamiento y conducta pueden hallarse todavía en ciertas teorías de la Expiación y en la concepción de la Misa como el sacrificio perpetua­mente repetido, del Dios Hombre.

En el mundo moderno, los dioses a quienes se ofrecen sacrificios humanos no son personificaciones de la Natu­raleza, sino de los ideales políticos de la propia fabrica­ción del hombre. Éstos, por supuesto, se refieren todos a acontecimientos en el tiempo —acontecimientos reales del pasado o el presente, imaginados acontecimientos del futuro. Y aquí debería notarse que la filosofía que afirma la existencia y la inmediata advertibilidad de la eternidad está relacionada con una clase de teoría y práctica políti­cas. Esto ha sido claramente reconocido por ciertos escri­tores marxistas 1 que señalan que, cuando el cristianismo se preocupa principalmente por acontecimientos en el tiempo, es una "religión revolucionaria", y que cuando, bajo influencias místicas, insiste en el Evangelio Eterno, del que los hechos históricos o seudohistóricos narrados en la Escritura no son más que símbolos, se vuelve políti­camente "estático" y "reaccionario".

Esta explicación marxista del asunto es excesivamente simplificada. No es completamente cierto el decir que todas las teologías y filosofías cuya principal preocupa­ción es lo temporal más bien que lo eterno son necesaria­mente revolucionarias. El objeto de todas las revolucio­nes es hacer el futuro radicalmente distinto del pasado y mejor que éste. Pero algunas de las filosofías que pade­cen la obsesión del tiempo se preocupan principalmente por el pasado, no por el futuro, y su política está entera­mente dedicada a preservar o restaurar el statu quo y volver a los buenos tiempos de antaño. Pero los retros­pectivos adoradores del tiempo tienen una cosa en co­mún con los revolucionarios devotos del futuro mejor y más grande; están dispuestos a usar de ilimitada violencia para lograr sus fines. Ahí descubrimos la diferencia esen­cial entre la política de los filósofos de la eternidad y la de los filósofos del tiempo. Para los últimos, el bien final se encuentra en el mundo temporal —en un futuro en que todos serán felices porque todos harán y pensarán algo enteramente nuevo y sin precedentes, o algo antiguo, tradicional y consagrado. Y como el bien final está en el mundo, hallan justificado el empleo de cualquier medio temporal para lograrlo. La Inquisición quema y tortura para perpetuar un credo, un rito y una organización ecle­siástico-político-financiera considerada para la salvación eterna de los hombres. Protestantes adoradores de la Biblia luchan en guerras largas y salvajes para asegurar en el mundo lo que ellos apasionadamente imaginan que es el auténtico cristianismo antiguo de los tiempos apos­tólicos. Jacobinos y bolcheviques están dispuestos a sa­crificar millones de vidas humanas por la causa de un porvenir político-económico suntuosamente distinto del presente. Y ahora toda Europa y la mayor parte del Asia han tenido que ser sacrificadas a la visión de la Copros-peridad y el Reich milenario que descubrió un vidente en su bola de vidrio. De los anales de la historia parece surgir con abundante claridad que la mayoría de religiones y filosofías que toman el tiempo demasiado en serio están relacionadas con teorías políticas que inculcan y justifican el uso de la violencia en gran escala. Las únicas excepcio­nes son esas simples fes epicúreas en que la reacción ante un tiempo demasiado real es "Comed, bebed y alegraos, porque mañana moriremos". No es ésta una moralidad muy noble, ni siquiera muy realista. Pero parece mucho más sensata que la ética revolucionaria: "Morid (y ma­tad), porque mañana otros comerán, beberán y se alegra­rán." En la práctica, por supuesto, la perspectiva de la futura alegría ajena es sumamente precaria. Porque el proceso del morir y matar crea condiciones materiales, sociales y psicológicas que prácticamente garantizan a la revolución contra el logro de sus benéficos fines.



Para aquellos cuya filosofía no los obliga a tomar el tiempo con excesiva seriedad, el bien final no debe bus­carse en el social apocalipsis progresista del revoluciona­rio ni en el pasado reavivado y perpetuado del reacciona­rio, sino en un eterno y divino ahora, que los que desean suficientemente este bien pueden advertir como un hecho de experiencia inmediata. El mero acto de morir no es en sí mismo un pasaporte para la eternidad; ni puede una matanza al por mayor hacer nada para traer la liberación, sea a los matadores o a los muertos, o a su posteridad. La paz que excede toda comprensión es el fruto de la salvación en la eternidad; pero, en su forma cotidiana ordina­ria, la paz es también la raíz de la liberación. Pues donde existen pasiones violentas y apremiantes distracciones, este bien final no puede jamás ser advertido. He aquí una de las razones por que la política correspondiente a las filosofías de eternidad es tolerante y no violenta. La otra razón es que la eternidad, cuyo advenimiento es el último bien, es un interno reino del cielo. Tú eres Eso; y aunque Eso es inmortal e impasible, la matanza y tortura de "tus" individuales es cosa de importancia cósmica, en cuanto impide la relación normal y natural entre las almas indivi­duales y la divina Base eterna de todo ser. Toda violencia es, sobre y ante todo, una rebelión sacrilega contra el orden divino.

Pasando ahora de la teoría al hecho histórico, vemos que las religiones cuya teología se ha preocupado menos por los acontecimientos temporales y más por la eterni­dad han sido constantemente las menos violentas y las más humanas en la práctica política. Diferentemente del judaismo primitivo, el cristianismo y el mahometismo (todos ellos con la obsesión del tiempo), el hinduismo y el budismo no fueron nunca fes perseguidoras, no han pre­dicado casi ninguna guerra santa y se han abstenido de ese imperialismo religioso catequizante que ha ido de la mano con la opresión política y económica de los pueblos de color. Durante cuatrocientos años, desde el principio del siglo XVI al principio del XX, la mayor parte de las naciones cristianas de Europa han dedicado buena por­ción de su tiempo y energía a atacar, conquistar y explo­tar a sus semejantes no cristianos de otros continentes. En el curso de estos siglos, muchos eclesiásticos hicieron individualmente todo lo que pudieron para mitigar las consecuencias de tales iniquidades; pero ninguna de las Iglesias cristianas mayores las condenó oficialmente. La primera protesta colectiva contra el sistema de la esclavi­tud, introducido por los ingleses y españoles en el Nuevo Mundo, fue hecha en 1688 por la Asamblea de Cuáque­ros de Germantown. Este hecho es muy significativo. De todas las sectas cristianas del siglo XVII, los cuáqueros eran los que menos padecían la obsesión de la historia, los menos adictos a la idolatría de las cosas en el tiempo. Creían que la luz interior existía en todos los seres huma­nos y que la salvación llegaba a aquellos que vivían en conformidad con esa luz y no dependía de la profesión de fe en acontecimientos históricos o seudohistóricos, ni de la ejecución de ciertos ritos, ni del apoyo a determinada organización eclesiástica. Además, su filosofía de eterni­dad los preservaba del apocalipticismo materialista de ese culto del progreso que en tiempos recientes ha justifi­cado toda clase de iniquidades, desde la guerra y la revolución al abuso contra el trabajador, a la esclavitud y la explotación de salvajes y niños, y la ha justificado con la razón de que el bien supremo está en el porvenir, y cualquier medio temporal, por intrínsecamente horrible que sea, puede usarse para lograr ese bien. Por ser la teología cuáquera una forma de la filosofía de la eterni­dad, la teoría política cuáquera rechazaba la guerra y la persecución como medios para fines ideales, atacaba la esclavitud y proclamaba la igualdad racial. Miembros de otras denominaciones habían trabajado bien en favor de las víctimas africanas de la rapacidad del hombre blanco. Uno piensa, por ejemplo, en San Pedro Claver en Cartagena. Mas este heroicamente caritativo "esclavo de los esclavos" nunca levantó la voz contra la institución de la esclavitud ni el comercio criminal que la sostenía; tampoco, por lo que pueda verse en los documentos existentes, intentó, como John Woolman, persuadir a los dueños de esclavos a que diesen la libertad a su ganado humano. La razón, puede suponerse, es la de que Claver era jesuíta, obligado por un voto de perfecta obediencia y constreñido por su teología a considerar a determinada organización política y eclesiástica como el cuerpo místi­co de Cristo. Los jefes de esta organización no se habían declarado contra la esclavitud ni el tráfico de esclavos. ¿Quién era él, Pedro Claver, para expresar un pensamien­to no aprobado oficialmente por sus superiores?

Otro corolario práctico de las grandes filosofías de eternidad históricas, tales como el hinduismo y el budismo, es una moralidad que inculca la bondad hacia los animales. El judaismo y el cristianismo ortodoxo enseña­ban que los animales pueden usarse como cosas, para !a realización de los fines temporales del hombre. Aun la actitud de San Francisco hacia los brutos no era entera­mente inequívoca. Cierto que convirtió a un lobo y predi­có sermones a los pájaros; pero, cuando el hermano Junípero mutiló a un cerdo vivo para satisfacer el anhelo de patas fritas de un enfermo, el santo se limitó a censurar el destemplado celo de su discípulo al donar una valiosa pieza de propiedad particular. Hasta el siglo XIX, en que el cristianismo ortodoxo había perdido ya gran parte de su influjo en los espíritus europeos, no empezó a abrirse paso la idea de que quizá fuera bueno conducirse huma­namente con los animales. Esta nueva moralidad se rela­cionaba con el nuevo interés en la Naturaleza, que había sido estimulado por los poetas románticos y los hombres de ciencia. Por no estar fundado en una filosofía de eternidad, en una doctrina que considere a la divinidad morando en todos los seres vivientes, el movimiento mo­derno en favor de la bondad hacia los animales era y es perfectamente compatible con la intolerancia, espíritu de persecución y crueldad sistemática hacia los seres huma­nos. A los jóvenes nazis se les enseña a ser dulces con los perros y gatos e implacables con los judíos. Esto ocurre por ser el nazismo una típica filosofía del tiempo, que considera el bien final como existente, no en la eternidad, sino en el futuro. Los judíos son, por hipótesis, obstáculos en el camino de la realización del supremo bien; los perros y gatos, no. El resto se sigue lógicamente.

El egoísmo y la parcialidad son cualidades muy inhumanas y bajas aun en las cosas de este mundo, pero en las doctrinas de la religión son de naturaleza más baja. Éste es el mayor mal que ha producido la división de la Iglesia; hace surgir en cada comunión una ortodoxia egoísta, parcial, que consiste en defen­der valientemente todo lo que tiene y condenar todo lo que no tiene. Y así cada campeón es adiestrado en la defensa de su propia verdad, su propia ciencia y su propia Iglesia, y el mayor mérito y máximo honor pertenece a quien lo aprueba y defiende todo entre los suyos y no deja nada por censurar en los que son de una comunión diferente. Pero ¿cómo pueden ser la bondad y verdad, la unión y religión más heridas que por tales defensores? Si preguntas por qué el gran obispo de Meaux escribió tantos doctos libros contra todas las partes de la Reforma, es porque nació en Francia y fue criado en el seno de la Madre Iglesia. Si hubiese nacido en Inglaterra, si su Alma Mater hubiese sido Oxford o Cambridge, acaso hubiera rivalizado con nuestro gran obispo Stillingfleet, y escrito tantos doctos folios como él contra la Iglesia de Roma. Y, con todo, osaré decir que si cada Iglesia pudiese producir un hombre que tuviese la piedad de un apóstol y el impar­cial amor de los primeros cristianos de la primera Igle­sia de Jerusalén, un protestante y un papista de tal temple no necesitarían ni media hoja de papel para asentar sus artículos de unión, ni pasaría media hora antes de que fuesen de una misma religión. Si, pues, se dijese que las Iglesias están divididas, extrañadas y enemistadas entre sí por una ciencia, lógica, historia, crítica en manos de la parcialidad, se diría lo que cada Iglesia particular demasiado prueba ser cierto. Pregun­ta por qué aun los mejores católicos recelan tanto de aceptar la validez de las órdenes de nuestra Iglesia, ello se debe a que temen eliminar cualquier prevención contra la Reforma. Pregunta por qué ningún protestan­te, en ningún sitio, habla del beneficio o la necesidad del celibato en los que están separados de los negocios del mundo para predicar el Evangelio; ello se debe a que parecería que se disminuye el error de Roma al no permitir el matrimonio en su clero. Pregunta por qué aun los más dignos y piadosos entre los sacerdotes de la Iglesia establecida temen afirmar la suficiencia de la Luz Divina, la necesidad de buscar sólo la guía y la inspiración del Espíritu Santo, ello se debe a que los cuáqueros, que se han separado de la Iglesia, han hecho de esta doctrina su piedra fundamental. Si amá­semos la verdad como tal, si la procurásemos por su propia causa, si amásemos al prójimo como a nosotros mismos, si no quisiéramos de nuestra religión sino ser aceptos a Dios, si igualmente deseásemos la salvación de todos los hombres, si temiésemos el error tan sólo por su naturaleza dañina para nosotros y nuestros se­mejantes, entonces nada de tal ánimo hallaría sitio en nosotros.

Existe, pues, un espíritu católico, una comunión de santos en el amor de Dios y de toda bondad, que nadie puede aprender de lo que se llama ortodoxia en Iglesias particulares, sino que sólo puede obtenerse mediante un completo morir para las opiniones mundanas, un puro amor a Dios y un descendimiento de unción tal que liberte la mente de todo egoísmo y le haga amar la verdad y la bondad con igualdad de afecto en cada hombre, sea cristiano, judío o gentil. El que quisiere adquirir este divino y católico espíritu en este desorde­nado, dividido estado de cosas, y vivir en una parte dividida de la Iglesia sin participar en su división, debe fijar tres verdades profundamente en su mente. Primero, que el amor universal, que da toda la fuerza del corazón a Dios, y nos hace amar a todos los hombres como nos amamos a nosotros mismos, es el más noble, el más divino, el estado del alma parecido a Dios, y es la máxima perfección a la que la más perfecta religión pueda elevarnos; y que ninguna religión hace ningún bien a ningún hombre sino en cuanto le procura esta perfección. Esta verdad nos mostrará que la verdadera ortodoxia sólo puede encontrarse en un puro, desintere­sado amor a Dios y a nuestro prójimo. Segundo, que en este actual estado de división de la Iglesia, la verdad misma está desgarrada y dividida, y que, por tanto, sólo puede ser verdadero católico quien tenga más verdad y menos error de los que abarca cualquiera de las dividi­das partes. Esta verdad nos permitirá vivir en una de las partes divididas sin que nos dañe su división y nos mantendrá en una verdadera libertad y en disposición de ser edificados y asistidos por todo lo bueno que oigamos o veamos en cualquier otra parte de la Iglesia... En tercer lugar, debe tener siempre presente esta gran verdad: que es gloria de la Justicia Divina el no tener respeto para partidos o personas, sino permanecer igualmente dispuesta hacia lo que es justo o injusto así en el judío como en el gentil. Aquel, pues, que apruebe como Dios aprueba y condene como Dios condena no debe tener ojos de papista ni de protestante; no debe amar menos ninguna verdad por ser Ignacio de Loyola o John Bunyan quien mostrara gran celo por ella, ni tener menos aversión a ningún error por ser el Dr. Trapp o George Fox quien lo revelara.



William Law

El Dr. Trapp era autor de un folleto religioso titulado "Del carácter, locura, pecado y peligro de ser excesiva­mente recto". Uno de los escritos polémicos de Law era una respuesta a esta obra.

Benarés está hacia el Este, la Meca hacia el Oeste, pero explora tu corazón, pues ahí están los dos, Rama y Alá.

Kabir
Como una abeja que recoge miel de distintas flores, el hombre prudente acepta la esencia de las distintas Escrituras y ve sólo lo bueno de todas las religiones.

Del Srimad Bhagavatam
Su Sagrada Majestad el Rey rinde homenaje a hom­bres de todas las sectas, sean ascéticos o dueños de casa, mediante dones y diversas formas de respeto. Su Sagrada Majestad, con todo, no da tanta importancia a los dones o a la veneración externa como al desarrollo de la esencia de la materia en todas las sectas. El desarrollo de la esencia de la materia asume varias formas, pero su raíz es la contención en las palabras, esto es, no debe uno venerar su propia secta ni menos­preciar la ajena sin razón. El desprecio debería ser tan sólo por razones concretas, pues las sectas de los de­más merecen todas respeto por una u otra razón... El que rinde homenaje a la propia secta, mientras despre­cia las de otros enteramente por apego a la suya, con la intención de ensalzar la gloria de su propia secta, en realidad, con tal conducta, inflige el daño más severo a su propia secta. Es pues, meritoria la concordia, esto es, atender, y atender de buen grado, a la Ley de Piedad, según la aceptan los demás.

Edicto de Asoka

Sería difícil, infortunadamente, encontrar un edicto de un rey cristiano que pudiese compararse con el de Asoka. En Occidente, la vieja y buena norma, el simple plan, era la glorificación de la propia secta, el desprecio y aun la persecución de las demás. Recientemente, sin embargo, los Gobiernos han cambiado su política. El celo catequizador y perseguidor queda reservado a las seudorreligiones políticas, tales como el comunismo, fas­cismo y nacionalismo; y de no ser que se piense que impiden el avance hacia los fines temporales profesados por tales seudorreligiones, las diversas manifestaciones de la Filosofía Perenne son tratadas con una indiferencia desdeñosamente tolerante.

Los hijos de Dios son muy caros, pero muy raros; muy lindos, pero muy mezquinos.

Sadhu Sundar Singh
Tal fue la conclusión a que tuvo que llegar el más famoso de los conversos indios después de algunos años de asociación con los demás cristianos. Hay muchas hon­radas excepciones, por supuesto; pero la regla general, aun entre protestantes y católicos doctos, es cierto provincia­nismo, suavemente engreído, el cual, si no constituyese tan grave ofensa contra la caridad y la verdad, sería hilarantemente cómico. Hace un centenar de años casi no se sabía nada de sánscrito, pali o chino. La ignorancia de los eruditos europeos era una razón suficiente para su provincianismo. En estos días, en que se puede disponer de buen número de traducciones más o menos correctas, no sólo no hay razón, sino que tampoco hay excusa. Sin embargo, la mayor parte de los autores europeos y ameri­canos de libros sobre religión y metafísica escriben como si nadie hubiera pensado nunca sobre tales temas salvo los judíos, los griegos y los cristianos de la cuenca del Medite­rráneo y la Europa occidental. Esta exhibición de lo que, en el siglo XX, es una ignorancia enteramente voluntaria y deliberada, no sólo es absurda y vergonzosa; es también socialmente peligrosa. Como cualquier otra forma de im­perialismo, el imperialismo teológico es una amenaza con­tra la paz mundial permanente. El reinado de la violencia no tendrá nunca fin hasta que, primero, la mayoría de los seres humanos acepten la misma, verdadera filosofía de la vida; hasta que, segundo, esta Filosofía Perenne sea reco­nocida como el máximo factor común de todas las religio­nes mundiales; hasta que, tercero, los fieles de cada reli­gión renuncien a las idólatras filosofías temporales con que, en su fe particular, ha sido recubierta la Perenne Filosofía de eternidad; hasta que, cuarto, haya un repudio de alcance mundial de todas las seudorreligiones políticas, que colocan el supremo bien del hombre en el futuro y, por tanto, justifican y recomiendan la comisión de toda suerte de iniquidad presente como medio para tal fin. Si no se cumplen estas condiciones, no hay planes políticos por numerosos que sean, no hay proyectos económicos por ingeniosamente trazados que estén, que puedan impedir la recrudescencia de guerras y revoluciones.


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