Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 2 La fusión irrefrenable con el otro



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Capítulo 2
La fusión irrefrenable con el otro


Yo no sabía nada del amor. Y he llorado de felicidad. No existe una palabra que pueda expresar lo que siento por ti. Todo se queda vacío. Sólo tú. Sólo tú.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
Mucho antes de que lo descubriera la microbiología moderna, una vieja leyenda griega elaborada en el Banquete de Platón ya explicaba que los humanos eran al principio criaturas con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Como castigo por su orgullo, Zeus decidió debilitar a la raza humana partiendo su cuerpo en dos: macho y hembra. A partir de ese día, cada ser incompleto (cada mitad del hermafrodita) anhela reunirse con su otra mitad. En las páginas siguientes el lector descubrirá la versión humana y científica de esta leyenda.

Ha llegado el momento de hablar —a juzgar por los desvaríos que contemplamos y sufrimos en las sociedades modernas— del origen de la ansiedad de la separación de esas dos mitades en busca de fusionarse. Mientras empiezo este capítulo recuerdo la anécdota, seguramente apócrifa, del niño Albert Einstein que, a los tres años y medio, seguía sin hablar. Un día, de repente, en el desayuno, soltó de carrerilla la frase siguiente:

—La leche está ardiendo.

—Pero si tú no hablabas. ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora? —exclamaron los padres sin salir de su asombro.

—Porque antes todo estaba en orden y controlado —fue la respuesta del pequeño Einstein.





Albert Einstein de niño.
Pues bien; las cosas han llegado a un punto tal de descontrol en lo que atañe a los efectos negativos del amor que, efectivamente, es el momento de hablar. Lo primero que importa es descubrir el origen de un sentimiento que conmueve a toda la humanidad. Un sentimiento que somete a un número creciente y desproporcionado de individuos, en su nombre, a sufrimientos indecibles. ¿Se puede —escarbando en los orígenes remotos del amor— dar con la clave del misterio o de la paradoja de un sentimiento que, siendo imprescindible para sobrevivir, provoca, simultáneamente, persecución y muerte?

Un viaje hacia atrás en el tiempo


Ahora pido al lector que se concentre, durante unos minutos, en un viaje en el tiempo, un viaje arqueológico que le dejará atónito. Las excavaciones nunca mienten, tal vez porque no pueden hablar, pero al retroceder en el tiempo geológico constataremos cómo, una tras otra, se pierden en el pasado más cercano primero, y en el más remoto después, todas las habilidades que nos confirieron la condición humana. Incluida el alma. Todas menos una: el amor o el instinto de fusión con otro organismo. Es un viaje hacia atrás, a un pasado lejano que nos va demudando y desnudando de todo lo que parece haber sido siempre nuestro.

Más atrás de los cuatro mil años se pierde el rastro de la escritura. La comunicación entre los hombres es gestual y cimentada en los cinco sentidos. La tradición, puramente oral y pictórica. Ya no hay legados escritos, ni contratos ni testamentos. Todo el mundo se muere con lo que lleva dentro. Sólo quedan los recuerdos intangibles en la memoria de los otros.

Otros cinco mil años hacia el origen y no se tiene la capacidad para producir alimentos, cultivar la tierra ni domesticar animales. Se acabaron los asentamientos gregarios, las enfermedades infecciosas y la pobreza. Desaparecen para siempre las diferencias entre los que trabajan y los que gestionan el excedente de riqueza. Nuestros antecesores deambulan libremente en busca de la caza, dejando la basura y sus muertos en el camino; recuperamos —como dice Juan Luis Arsuaga— «la libertad de movimientos en tanto que encrucijada para la felicidad». En lugar de alimentarse de un solo tipo de cosecha, los humanos se vuelven omnívoros y su estatura aumenta inmediatamente. Una estatura que sus descendientes —debido a la falta de variedad de su alimentación— no han recuperado hasta hace doscientos años.

Si seguimos acompañando a nuestro antecesor en ese viaje arqueológico, dejando atrás la historia de cincuenta mil años, se esfuma el arte. Las mentes complejas y metafóricas, artistas y chamanes, ya no compiten por el amor del sexo opuesto, alardeando de su genio y dominio de los materiales pictóricos en las cuevas. Se deja, en cambio, el campo libre a los expertos en la fuerza bruta y los sistemas naturales.

En algún punto en ese largo camino se inventó el alma. Pero no fue una revelación, sino una intuición nacida de la práctica funeraria. En Israel se descubrieron los restos más antiguos de entierros formales. Fue, muy probablemente, en un lugar como ése donde alguien se preguntó: «¿Qué ha pasado con la parte animada de este cadáver, la que ya no está aquí?». El concepto de alma había surgido a través de la práctica física de crear algún tipo de instalación para los cadáveres; un ritual con los huesos y cuerpos que suscita, accidentalmente, la idea de la otra parte, la que ya no puede verse.

Si retrocedemos dos millones de años nos olvidamos de cómo fabricábamos herramientas. Y si nos vamos todavía más atrás en el tiempo, hasta hace cuatro millones de años, ya no reconoceríamos a nuestros propios antepasados. No sabríamos distinguir a los chimpancés de distintas especies de homínidos descendientes de un progenitor común.

Siguiendo este viaje arqueológico a los orígenes, hasta remontarnos a más de tres mil millones de años —en aquella Tierra ardiente agujereada por incesantes meteoritos—, nuestro antecesor microbiano haría gala de un único atributo reconocible para este viajero singular al tiempo pasado: el impulso de fusión con otro organismo para sobrevivir. Para intercambiar genes, aunque no sirvieran todavía al instinto reproductor. Sólo el precursor del amor estaba en el comienzo de todo. Lo demás era, como se constata en este viaje arqueológico de regreso, perfectamente prescindible.

Para cifrar la edad del amor, hemos debido remontarnos mucho más atrás de la aparición de nuestra propia especie, de los mamíferos y de los reptiles. Nos hemos visto obligados a hurgar en los tiempos remotos de la primera bacteria replicante, hace casi tres mil millones de años. Hace casi dos mil millones, si hablamos de fósiles eucariotas evolucionados como los acritarcas. El origen del amor, al contrario que el alma, hay que rastrearlo en un período de tiempo que nos sobrepasa, incluso en el pensamiento. El amor estaba desde el inicio de la vida simple y compleja.

Si las primeras células —acuciadas por constantes amenazas mortales, hambrunas interminables y accidentes catastróficos— hubieran podido barruntar lo que había al final del camino de su evolución, habrían sospechado o entrevisto la sombra de un organismo con la misma autonomía que las bacterias ancestrales para medrar en cualquier entorno, pero con un poder absoluto. Los cuatro hitos de este poder absoluto de sujeción de todas las veleidades de las partes a los intereses del conjunto fueron el sexo bacteriano para intercambiar genes primero; la unión de dos células y consiguiente formación de organismos multicelulares, después —seguramente, en un proceso de depredación en el que la presa no es digerida—; la manipulación del sexo en tercer lugar; y, por último, el establecimiento de un sistema de vigilancia policíaca que garantizara la supeditación de las partes a los intereses del conjunto.

La fusión metabólica para sobrevivir


Ese recorrido se hizo a regañadientes, dada la imposibilidad con que se enfrentaba cualquier célula para dividirse en dos y moverse al mismo tiempo; ante la alternativa de ser presa de otras, mientras se sumía en el laborioso proceso de división clónica prefirió, lógicamente, optar por unirse a otro núcleo celular con el que repartir las cargas de su oficio.

Es asombrosa esta transparencia de cualquier proceso, por complejo que sea, que permite remontarse a las fuerzas más elementales, como la necesidad de energía o de supervivencia. En el ovillo, al final de la madeja, siempre aparece lo más sencillo y básico para andar por casa, como el miedo, la escasez energética o el impulso emocional.

El personaje capital en esa prehistoria de la humanidad, digno de ser representado en una feroz película de aventuras, son las mitocondrias. Su mejor portavoz científico ha sido, sin duda, el joven, impetuoso y solitario investigador Douglas Wallace, catedrático de la Universidad de California en Irvine y experto conocedor de la genética y el papel evolutivo de esos orgánulos celulares. Hace ya muchos años, cuando le conocí, era, prácticamente, el único en alertar al resto de los mortales de que constituía una temeridad subestimar el papel de las mitocondrias en el origen del amor y la vida primero, y en su prolongación después. Las mitocondrias fueron —si se me permite la comparación— las antecesoras de los primeros emigrantes en pateras que lograron abordar la orilla de una célula o de un continente en beneficio mutuo.

S
orprende que el pasado de seres susceptibles de amar —la emoción más significativa y singular de los organismos complejos— esté plagado de cruentas batallas genéticas. Para las primeras células eucariotas, la posesión de mitocondrias elevó el techo de sus posibilidades de vida. El gran salto adelante de las células eucariotas —con núcleo propio y los orgánulos de las mitocondrias— fue la generación de energía en el interior de la célula mediante un proceso simbiótico que Lynn Margulis explicó en los años sesenta, seguido de otro proceso, la eliminación de radicales libres, que debemos a Douglas Wallace.



«Yo me encargo de la energía y tú del resto.» Esquema de una mitocondria.
Aprender a respirar el oxígeno que corroía y la búsqueda de ayuda han constituido el pulso de la vida compleja. Las mitocondrias permitieron superar el mundo restringido de las bacterias y alcanzar tamaños más adecuados para sobrevivir. Con el mayor tamaño se accedió a una mayor sofisticación. El impulso hacia una mayor complejidad vino desde dentro y no desde las alturas.

Lo explica de manera muy gráfica Nick Lane, autor del libro Power, Sex, Suicide. Si se observan con el microscopio un gramo de carne de hígado de ratón y otro gramo de carne de hígado humano, es muy difícil apreciar las diferencias. Tienen el mismo número de células. Pero si se mide su actividad — su coeficiente metabólico, es decir, el oxígeno y los nutrientes consumidos por minuto—, resulta que en el caso del ratón es siete veces superior. Los animales grandes tienen un coeficiente metabólico más lento de lo que en teoría les correspondería. Cuanto más grande es el animal, menos necesita consumir por gramo de peso. Un montón de ratas apiladas del tamaño de un elefante consumirían veinte veces más oxígeno y nutrientes que este último.



U
na célula vista al por menor. Nótense las mitocondrias

La mayoría de la gente asimila el amor a un resplandor fugaz que ilumina un ansia de entrega y desprendimiento. El amor sería para ellos una conquista reciente del conocimiento, perfumada de un hálito literario. Los homínidos habrían inventado, literalmente, el amor en la época de los trovadores. La segunda paradoja del pensamiento moderno consiste en idealizar el acto de amar como la antítesis del interés individual para sobrevivir o afianzar el poder. El amor constituiría, de acuerdo con el sentir mayoritario, el ejemplo emblemático del desinterés supremo.

La reflexión anterior en torno al viaje al pasado sugiere todo lo contrario. El amor —entendido, pues, como impulso de fusión— es una constante de la existencia, y nunca hubo vida sin amor.

Por otra parte, lejos de ser algo extraterrestre, vinculado a la gracia divina, el impulso de fusión es una condición inexcusable para sobrevivir. La vida habría sido distinta para mucha gente si hubieran abordado el amor desde la perspectiva de su permanencia continuada y su naturaleza de resorte para la supervivencia. Obsérvese si no el contraste entre la conversación de una joven pareja que planifica su futuro y la figurada entre una mitocondria y su célula huésped:

—No cuentes conmigo para cuidar de los niños —dice el novio.

—Ni tú conmigo para preparar las comidas —responde la novia.

—Yo me ocupo de que no falte la energía necesaria para hacer todo lo que tengamos que hacer —sugiere la mitocondria.

—De todo el resto me ocupo yo. Trato hecho —contesta la célula.

Dicho de otro modo, el impulso de fusión avasallador, que cobra la forma de amor obsesivo para garantizar que los organismos opten por la replicación de su especie, no puede desterrar tampoco al acuerdo por consenso, que garantiza la supervivencia mediante una contraprestación de servicios. Ambos componentes, el impulso y el acuerdo, son igualmente básicos.


La pérdida de la inmortalidad


Otro gran hito en el camino a la modernidad fue el secuestro de la línea celular germinal que acantonaría al resto de las células en su actual condición de somáticas, trabajadoras leales y perecederas. En el estatuto de la vida se asignaba en exclusiva la competencia de su perpetuación a las células germinales o, si se quiere, a la sexualidad.

En todos los embriones vertebrados, ciertas células destacan desde el inicio del desarrollo como progenituras del gameto. Como explican magistralmente Bruce Alberts y Keith Roberts, junto a otros autores, en su libro Biología molecular de la célula, esas células germinales primigenias emigran hacia lo que serán más tarde los ovarios en las hembras y los testículos en los machos. Tras un periodo de proliferación clónica gracias a la mitosis, las células germinales son sometidas al proceso de meiosis y se transforman en gametos maduros (óvulos o espermatozoides). La fusión, tras el encuentro del óvulo y el espermatozoide, iniciará la embriogénesis, marcada ya por la individualidad a raíz de la diversidad genética heredada.

No somos plenamente conscientes, ni por consiguiente hemos concedido la suficiente importancia a esa división insospechada de nuestro organismo en células somáticas y perecederas por una parte y en células inmortales de tipo germinal por otra. Es decir que una categoría muy particular de nuestras células —como consecuencia del proceso esbozado antes— sobreviviría eternamente en un cultivo adecuado. Son inmortales.




«La lotería genética.» Miles de espermatozoides nadando hacia el óvulo.
En los aeropuertos —donde transcurre una parte importante de mi vida y se producen mis encuentros más significativos— la gente me pide, a menudo, que les ayude a despejar el interrogante que más les abruma:

—¿Hay algo después de la muerte? —preguntan—. ¡No es posible que todo termine! ¡Que todo esto no haya servido para nada! —insisten—: Usted que ha hablado con tantos científicos, ¿qué piensa?

—No lo sé —les respondo de entrada. Y luego sólo se me ocurre hacer referencia al secuestro incomprensible de las células germinales en la historia de la evolución.

Tal vez la pregunta podría formularse en otros términos:

—Cuando uno se muere, ¿qué es lo que se muere?

Porque los átomos de los que estamos hechos son, prácticamente, eternos y sólo las células somáticas mueren realmente. Las germinales, responsables de la perpetuación de la especie, son inmortales. Cuando sospecho que mi bienintencionada respuesta no les conforta del todo, echo mano de mi último recurso dialéctico:

—A lo mejor, lo único que se muere es nuestra capacidad de alucinar y soñar.

Al final recurro, siempre con ánimo de sosegar, a la fantasía:

—Es gracias a la brevedad de la vida, a su finitud, que los dos, ahora mismo, en este aeropuerto, sentimos intensamente. Si la vida fuera eterna, resultaría muy difícil concentrarse en algo. Ni siquiera notaríamos el esplendor de las puestas de sol.

Finalmente, todo hay que decirlo, no puedo impedir en estos encuentros el recuerdo de un grafitti de los años sesenta en el metro de Nueva York, que rezaba Is there a life before death?, como si lo único que importara fuera sentir si hay vida antes de la muerte. Y no al revés.

Nunca he tenido la sensación probada de que mis argumentos hayan disipado la ansiedad de mis amables interlocutores. Tal vez porque en algunas de sus células han quedado huellas de la inmortalidad antes de que fuera secuestrada por las células germinales, dando paso así a una nostalgia infinita. Es verdad que el precio pagado por esa especialización celular es singularmente abusivo. Las bacterias, organismos unicelulares que se reproducen subdividiéndose, no mueren nunca. Un clon es idéntico al siguiente y éste al siguiente hasta la eternidad. Sólo las mutaciones aleatorias son responsables de la diversidad. Los organismos multicelulares como nosotros, en cambio, son únicos e irremplazables. Como se verá en el capítulo siguiente —en el que reflexionaremos sobre el sistema de reproducción sexual—, la diversidad y el sexo comportan la individualidad y, por tanto, la muerte.

El suicidio celular programado


Hasta hace muy pocos años se tenía una visión un tanto sonrosada del origen de la vida en la Tierra. Los primeros organismos microbianos —aparecidos entre ochocientos y mil millones de años después de la formación del Planeta— se alimentaban de recursos inorgánicos, aislados en fuentes ardientes de azufre esparcidas por la corteza terrestre, o bien en corrientes hidrotermales en el lecho de los mares, donde formaban ecosistemas puramente procarióticos.

Siempre me intrigaron, a mí y a otros muchos, esos casi mil millones de años silenciosos que se necesitaron para que la vida escenificase su aparición. Es cierto que los científicos han reducido un poco este silencio clamoroso desde la formación del sistema solar, pero sigue siendo sorprendente que durante casi mil millones de años no pasara nada y, de pronto, estallara la vida por todas partes. ¿Tan minuciosos fueron los preparativos y prolegómenos antes de que el azar, microbios llegados de otro planeta en donde la vida ya había cuajado, o la primera reacción químicobiológica de un ARN mensajero atinaran con la vida?

Se trataba de entornos que hoy son singulares pero que eran comunes en los inicios de la vida en la Tierra. Lo único que necesitaban aquellos organismos para vivir, como recuerda Betsy Mason, redactora de la revista Science, eran temperaturas muy elevadas, mucho azufre y sal. Prescindían del oxígeno y de la luz. Y de los demás organismos vivos, si los hubiera. Durante un largo tiempo, en aquel escenario bucólico —a pesar de las altas temperaturas, que no les importaban, y de la falta de oxígeno, que no necesitaban— no existían depredadores. La mayoría de los organismos eran autosuficientes.

Quizá nunca sepamos cuánto tiempo duró el reinado de los organismos no depredadores en entornos muy difíciles, ni cuándo les sucedieron, en parajes más asimilables, los organismos que sólo podían vivir consumiendo materia orgánica. Ahora bien, mediante experimentos se ha podido demostrar que las descargas eléctricas diseminadas por los relámpagos, la radiactividad y la luz ultravioleta sintetizaron los elementos de la atmósfera primordial en moléculas de la química biológica, las llamadas moléculas prebióticas como los aminoácidos, los nucleótidos y las proteínas simples. Parece probable que la Tierra estuviese recubierta entonces por un fino y caliente manto de agua y materia orgánica. Con el paso del tiempo, las moléculas se volvieron más complejas y empezaron a colaborar entre sí para iniciar procesos metabólicos.

Ya hemos visto el caso de la unión simbiótica entre bacterias que originó las células con mitocondrias, que habrían permitido a las primeras proveerse de energía. Otras alianzas se consolidaron con células que podían respirar oxígeno sin abrasarse, o con otras que aportaban mayor velocidad a los movimientos y transporte celular. Ya existían, pues, seres vivos que se alimentaban de materia orgánica, pero seguía siendo un mundo relativamente inocente. Tanto más cuanto que las cianobacterias, las algas y, mucho más tarde, las plantas estaban descubriendo el milagro de la fotosíntesis.

Gracias a la fotosíntesis, la tierra, el agua y el fuego quedan conectados por las plantas, los árboles y organismos como las cianobacterias, que controlan un ciclo vital que sólo ellos saben ejecutar. Las hojas de los árboles atrapan los fotones del sol y utilizan su energía para descomponer moléculas de agua en oxígeno e hidrógeno. El primero nos da el aire que respiramos y del que tanto dependemos ahora. Del hidrógeno se obtiene toda la materia de la que están hechos los seres vivos, simplemente combinándolo con dióxido de carbono de la atmósfera y añadiendo un poco de nitrógeno de la tierra recuperado para la biosfera por las bacterias. Si la célula eucariota ancestral era en esencia un depredador de otros organismos, podemos considerar que con la fotosíntesis las plantas dieron el salto de la caza a la agricultura.

Nosotros y nuestros antepasados somos los parásitos de los protagonistas de la fotosíntesis: tenemos que comerlos directamente, o digerir a los animales que se alimentan de plantas para aprovecharnos de este proceso básico. La violencia en la Tierra (como ya expliqué en El viaje a la felicidad) apareció el día en que una célula eucariota se comió a una bacteria cien mil veces menor que ella, porque no sabía valerse por sí misma. A partir de entonces todo cambia: al paraíso natural ardiente le sucede un mundo de alimañas dedicadas a la depredación. La vida ya nunca fue igual.

Sabemos, pues, que la vida no empezó de forma tan consecuente y sosegada, con el paraíso terrenal primero —aunque fuera ardiente— convertido más tarde en un infierno para vagos y maleantes. Al parecer podría haber habido pecadores e inocentes desde el mismísimo comienzo. Es decir, organismos heterótrofos que no podían fabricar su propio sustento y que echaban mano de la materia orgánica disponible en la sopa primordial. Gracias al proceso metabólico de estos organismos se emitía CO2 en la atmósfera que los organismos autótrofos utilizaban, junto a la luz, para producir sus propios aumentos. Es muy probable, pues, que la historia de la vida no haya sido, como se creía, una marcha lenta desde la autosuficiencia hacia actitudes belicosas. Lo bueno y lo malo, la colaboración metabólica y la agresión, el amor y el odio hicieron acto de presencia desde el comienzo.

La manifestación más emblemática del poder absoluto y de los ademanes despóticos nace con la capacidad de adaptarse al entorno, prodigada por la comunidad andante de genes, células y bacterias representada por el cuerpo humano. Por una parte, es estupendo que estemos constituidos por miles de millones de células capaces de colaborar hasta el extremo de encauzar esta reflexión entre el autor y los lectores de su libro. Es el logro increíble de un equipo.

Por otra parte, si se analiza bien, un organismo complejo como el de un cuerpo representa un modelo totalitario sin piedad. Es una dictadura del sistema: no hay un Gran Hermano ni un Führer, sino el puro ejercicio del despotismo a nivel celular, impulsando el suicidio de las células ya deterioradas o inservibles, aunque gocen de buena salud. Ésos son los malos. Se da la exclusiva de la perpetuación de la especie a sólo un grupo de células. Las demás son todas perecederas. Y cada ciudadano está completamente dedicado al Estado, que es el cuerpo fisiológico.

Las células de un organismo multicelular como el nuestro constituyen una comunidad extremadamente avanzada. Se controla el número de ciudadanos mediante regulaciones del número de divisiones celulares y de la mortalidad. Cuando alguien sobra, se suicida activando el proceso de muerte celular denominado apoptosis. Es chocante la cantidad de suicidios que experimenta a diario una persona adulta sana: millones y millones de células de la médula espinal y del intestino mueren cada hora a pesar de su buena salud. ¿Para qué sirve tanto suicidio colectivo?

En los tejidos adultos la muerte celular es idéntica al número de subdivisiones celulares, ya que, de otro modo, el cuerpo cambiaría de tamaño. Si a una rata se le extirpa parte del hígado, aumenta enseguida la proliferación celular para compensar la pérdida. Cuando una célula muere de muerte natural se inflama, revienta y contamina a sus vecinas; todo lo contrario de la muerte por apoptosis, en la que la célula se condensa y es fagocitada limpiamente, sin filtraciones de ninguna clase, por los encargados del orden.







Microfotografía electrónica de la muerte de una célula por apoptosis.
Todos los animales contienen la simiente de su propia destrucción, gracias a los agentes que esperan, sin hacer nada, la señal de atacar. No es extraño, pues, que todo el proceso esté sometido a un control riguroso. De una manera u otra, en los organismos multicelulares, aquellas células que ya no son necesarias o representan una amenaza para el organismo son destruidas meticulosamente por medio de suicidios inducidos.

Si nuestro sistema celular parece una organización fascista —pensará más de un lector—, se podría entender que nuestra forma de organizarnos socialmente se decante, a veces, por el despotismo, porque respondería a nuestra estructura biológica más íntima. A una conclusión así sólo podría llegarse olvidando un hecho fundamental en la historia de la evolución, que separa nítidamente la estructura molecular de la estructura social. En la búsqueda por conocer el funcionamiento de las otras comunidades andantes de células, se comienza por interiorizar un proceso que desemboca en la conciencia de uno mismo, el nacimiento de la memoria y el poder consiguiente para interferir consciente o inconscientemente en los demás. El nacimiento de la conciencia de uno mismo, la capacidad de intuir lo que piensa y sufre la otra comunidad andante de células y, en definitiva, la inteligencia confieren la capacidad de interferir y trastocar los reflejos puramente biológicos.

Para ser sincero, al autor le habría gustado relatar lo que he llamado los cuatro grandes hitos en el camino a la complejidad —sexo bacteriano, fusión de dos células, secuestro de la línea germinal y medidas compensatorias de orden y seguridad— de forma espaciada, como habría correspondido en buena lógica. Me habría gustado, pues, que la cronología de la complejidad se hubiese ajustado a lo sugerido, reflejando estructuras cotidianas del pensamiento a las que estamos acostumbrados, como la de que las cosas, cuanto más complejas, más tiempo toman. Pero no fue así. No sucedió de esta manera en absoluto.

La verdad es que las primeras células eucariotas ya habían recorrido todos los grandes hitos a un tiempo: eran el resultado de una fusión para sobrevivir, habían secuestrado a las células germinales separándolas del resto y tenían montado ya el Estado policía. Como dice la bióloga molecular Lynn Margulis, de la Universidad de Amherst, en cuestiones de vida todo estaba inventado hace dos mil millones de años. No ha ocurrido nada nuevo desde entonces. Sucede igual con el amor.

Más de un lector pensará tal vez que el proceso de reflexión que nos ha traído hasta aquí ha sido largo y accidentado, pero la recompensa para los que buscamos por qué aman los humanos es altamente satisfactoria. Antes de adentrarnos en el tercer capítulo ya contamos con un hallazgo fundamental y hasta ahora desconocido para la mayoría: el amor tiene por cimientos la fusión, desde tiempos ancestrales, entre organismos acosados por las necesidades cotidianas, como la respiración o la replicación, empujados por la necesidad de reparar daños irremediables en sus tejidos y sumidos en una búsqueda frenética de protección y seguridad.

Ahora bien, ya podemos entrever que ese instinto de fusión para garantizar la supervivencia no se detiene en los límites del organismo fusionado, sino que irrumpe hacia campos que no son estrictamente necesarios para sobrevivir o garantizar la propia supervivencia. En el impulso de fusión radican también las raíces no sólo del amor, sino del ánimo de dominio sobre el ser querido. Estoy apuntando a un hecho cuyas consecuencias nos costaba imaginar hasta ahora porque se trata, ni más ni menos, que de las bases biológicas del ejercicio del poder destructor.

Estamos identificando, pues, el entramado molecular de un impulso de fusión que ha precedido en el tiempo a todos los demás. Desde sus comienzos, este impulso de fusión obedecía a razones de pura supervivencia encaminadas a romper la soledad que impedía reparar y proteger el propio organismo. Desde sus comienzos también, este impulso sienta las bases del ejercicio del poder que avasalla y destruye. Eso era el amor hace dos mil millones de años. Y, mucho me temo, sigue siendo lo mismo a comienzos del siglo xxi.


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