Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LOS PUEBLOS DEL NORTEque ya habían medido sus armas con los romanos en las orillas del Garona. Germanos como los cinabrios, y arrojados de su patria y de las orillas del Báltico por acontecimientos que la tradición no nos ha conservado, los teutones llegaron a la región del Sena, conducidos por su rey Teutobod.12SE DECIDE LA MARCHA SOBRE ITALIALOS TEUTONES EN LA PROVINCIA DE LA GALIABATALLA DE AIXToda esta inmensa mole no pudo vencer, sin embargo, el tenaz valor de los belgas. Fue entonces cuando los jefes de los germanos se resolvie­ron definitivamente a emprender el camino de Italia con sus bandas recientemente engrosadas. Mas para no tener que llevar consigo el embarazoso botín que habían hecho por todas partes, lo dejaron bajo la custodia de una división de tres mil hombres, que después de nume­rosas peregrinaciones formaron el origen o núcleo del pueblo de los aduatuscos (sobre el Sambra). En cuanto al grueso del ejército, se dividió en dos cuerpos a causa del mal estado de los Alpes o por otros motivos que nos son desconocidos. Por un lado, los cimbrios y los tigorinos cruzaron el Rin, retrocedieron hacia el este y siguieron la ruta ya prac­ticada por ellos en el año 641. Por otro, los recién venidos, o sea los teutones, unidos a los tugenos y a los ambrones, lo más selecto del ejército cimbrio, experimentados ya en la batalla de Orange, se dirigieron hacia los collados del oeste a través de la Galia romana. La segunda horda fue la que pasó el Ródano sin obstáculo en el estío del año 652. Después de haber dejado a los romanos tres años para reponerse, iba a comenzar de nuevo la lucha. Mario la esperaba bien aprovisionado y fuertemente atrincherado en la confluencia del Iser, guardando de este modo las dos únicas vías militares que conducen a Italia: la del pequeño San Bernardo y la de la costa. Los teutones atacaron inmediatamente el campamento romano que les impedía el paso, y durante tres días rugió el huracán en todo el recinto. Pero el ardor salvaje de los bárbaros se estrelló contra un enemigo más diestro que ellos en la guerra, y contra la sangre fría del general de la República. Fatigados y diezmados, los atrevidos campeones se decidieron a abandonar el sitio y continuar su'55

marcha sobre Italia, pasando por delante del campamento. Estuvieron desfilando durante seis días, cosa que prueba no tanto su número, como el volumen de sus embarazosos equipajes. Mario oyó inmóvil e impa­sible las provocaciones y los insultos, y ni siquiera cuando los teutones preguntaban a los italianos "si tenían algo que mandar a sus mujeres" se apresuró a tomar la ofensiva. Conducta sabia y prudente. Pero, al no arrojarse con sus legiones en masa sobre las largas columnas del temerario invasor, ¿no mostraba la poca confianza que tenía en sus mal aguerridos soldados? No levantó sus tiendas hasta después de que toda la horda hubiera desfilado, y entonces la siguió paso a paso y en buen orden, y acampando cuidadosamente todas las noches. Los teutones querían ganar el camino de la costa: después de haber bajado por toda la orilla del Ródano llegaron a las inmediaciones de Aquae Sextiae, siempre seguidos por el ejército romano. Allí fue donde tuvo lugar el primer choque entre las tropas ligeras ligurias de Mario y los celtas ambrones, colocados a retaguardia de los bárbaros. Comenzada en un abrevadero, se generalizó pronto la batalla; los romanos consiguieron el triunfo después de un reñido combate y persiguieron a los fugitivos hasta sus carros. Alentados por esta primera victoria, el general y los soldados se prepararon a un lucha decisiva. Al tercer día Mario alineó sus tropas en la colina misma donde tenía su campamento. Los teutones, desde tiempo atrás impacientes por medir sus armas con sus adversarios, atacaron inmediatamente las alturas y vinieron a las manos. La batalla fue larga y sangrienta. Hasta el mediodía se sostuvieron los germanos firmes y sólidos como un muro, pero en ese momento sus músculos comenzaron a aflojarse bajo el ardor, nuevo para ellos, del sol provenzal. Cundió la alarma y sus filas vacilantes se desbandaron cuando apareció por su espalda un cuerpo de arqueros romanos que salían de un bosque. Toda la horda fue dispersada, y fueron muertos o hechos prisioneros todos les bárbaros. El rey Teutobod se hallaba entre los cautivos, y entre los muertos se encontraron multitud de mujeres que, sabiendo el trato que les esperaba en la esclavitud, se habían dejado matar en sus carros después de una lucha desesperada o que, ya cautivas, después de haber suplicado en vano al vencedor que las consagrase al culto de los dioses y de las vírgenes sagradas de Vesta, se suicidaron (estío del año 652).196

LOS PUEBLOS DEL NORTELOS CIMBRIOS EN ITALIALa Galia quedaba en paz y con gran oportunidad, por cierto; porque ya habían aparecido al otro lado de los Alpes los hermanos de armas de los teutones. Unidos con los helvecios, los cimbrios no habían halla­do dificultad alguna para trasladarse desde las orillas del Sena hasta las fuentes del Rin, y, luego de pasar los Alpes por el collado de Brenner, habían bajado a los campos de Italia por los valles del Eisack y del Adigio. El cónsul Quinto Lutado Catulo debió cubrir los desfiladeros, pero cono­cía mal el país, y temía ser envuelto. Como no se atrevía a internarse en la montaña, se había apostado en la orilla izquierda del Adigio, un poco más abajo de Trento, con lo cual se aseguraba la retirada por un puente que había echado sobre el río. Al ver a los cimbrios que bajaban en grandes masas del país alto, se apoderó de su ejército el pánico y emprendieron la huida legionarios y caballeros: unos se dirigieron hacia Roma y otros ganaron las alturas inmediatas donde se creían seguros. Con ayuda de un ardid de guerra, a duras penas Catulo pudo conducir el grueso de su ejército a la orilla del río; y antes de que el enemigo, que ya era dueño del curso superior, pudiese destruir el puente y arrojara al torrente árboles y maderos para cortar la retirada a los romanos, pasó a la otra orilla. Sin embargo, hubo de dejarse una legión en la ribera izquierda. Ya quería capitular el cobarde tribuno que la mandaba, cuando un centurión, Gneo Petreyo, lo mató, se abrió paso a través del enemigo y pudo unirse al ejército. Este se había salvado y también se había salvado el honor militar, pero costó muy caro no haber ocupado el paso de los Alpes y la retirada precipitada de las legiones. Catulo tuvo que retroceder hasta la orilla derecha del Po, dejando en poder de los cimbrios toda la llanura transpadana. En estas circunstancias, Roma solo podía comunicarse por mar con Aquilea.Estos sucesos ocurrieron durante el estío del año 652, en el momento mismo en que la batalla de Aix decidía la suerte de los teutones. Si los cimbrios se hubiesen dirigido sobre Roma, la habrían puesto en gran peligro. Pero, fieles a sus costumbres de descansar durante el invierno, se detienen y deleitan en aquel rico país, donde se encuentran cuarteles cerrados y cubiertos, baños calientes, bebidas y manjares nuevos y sabrosos. De esta forma, dieron tiempo a que los romanos reuniesen todas las fuerzas de Italia y fuesen a su encuentro. Había pasado la hora de197

volver a emprender la obra que tanto hubiera agradado a un general demócrata, y continuar el vasto plan de la conquista de las Galias en que había pensado, sin duda, Cayo Graco. Desde el campo de batalla de Aix, Mario condujo a su ejército triunfante al Po. Fue a pasar algunos días en Roma, donde despreció el triunfo que se le ofrecía hasta que hubiese completado la destrucción de los bárbaros, y después reunió ambos ejércitos. En la primavera del año 653 pasaron de nuevo el Po con un total de cincuenta mil hombres, y marcharon sobre los cimbrios que subían río arriba, sin duda para atravesarlo no lejos de su nacimiento. El encuentro se verificó cerca de Vercela, no lejos de la confluencia del Sesia,'3 en el mismo punto en que Aníbal había librado su primera batalla en el suelo itálico. Los cimbrios anunciaron la batalla pidiendo a los romanos, según su costumbre, día y hora. Mario se las dio: designó el día siguiente (30 de julio del año 653), y el campo Raudico, vasta llanura donde la caballería romana, muy superior a la del enemigo, podía desarrollarse y maniobrar con holgura. Se llegó a las manos con los bárbaros, sorprendidos y adelantados a la vez: por la densa niebla de la mañana su caballería se extravió, pero de repente se encontró con los escuadrones romanos, que eran más fuertes que aquella. Rechazada y* perseguida, la caballería fue a caer sobre la infantería, que estaba colocándose en orden de combate. Los romanos obtuvieron una completa victoria sin que les costase mucha gente; mientras que los cimbrios fue­ron casi aniquilados. Dichosos pudieron llamarse todos aquellos que la muerte había cogido en el campo de batalla, que fue la suerte que cupo al mayor número, incluso el valiente rey Boyorix. Aún más felices fueron que sus hermanos de armas, que se mataron de desesperación después del combate, y que aquellos que fueron llevados al mercado de esclavos de Roma y entregados a un señor cruel, y que pagaron uno detrás de otro la injuria cometida por esos pueblos del norte, bastante osados para haber dirigido demasiado temprano sus codiciosas miradas hacia las espléndidas regiones del sur. A la nueva de la ruina de los cimbrios, los tigorinos, que habían permanecido en los últimos estribos de los Alpes con intención de seguirlos, se volvieron a su patria. De esta forma, de toda esa avalancha humana que durante trece años había rodado desde el Danubio hasta el Ebro. y desde el Sena hasta el Po, sembrando el espanto en todas las naciones, algunos yacían en tierra y los otros sufrían el yugo de la esclavitud. Los hijos perdidos de las emigraciones germánicas habían198

LOS PUEBLOS DEL NORTEpagado su deuda: el pueblo sin patria de los cimbrios, con todos sus compañeros de expedición, había dejado de existir.LA VICTORIA Y LOS PARTIDOSLos partidos políticos van a comenzar de nuevo en Roma sus malhada­das querellas sobre los cadáveres de los germanos, por decirlo así, y sin detener mucho tiempo sus miradas sobre ese gran capítulo de la historia universal, cuya primera página se había abierto sin dar lugar al sentimiento más puro del deber cumplido por todos, aristócratas y demócratas. Al día siguiente de la batalla estalló la más odiosa rivalidad entre los dos generales, divididos en la política y divididos también como militares por los resultados tan diferentes de sus dos recientes campañas. Catulo hacía prevalecer, no sin apariencia de razón, que la victoria se había debido al esfuerzo de las tropas colocadas en el centro, y que él había mandado. Sus soldados habían cogido treinta y un estandartes, mientras que los de Mario no habían cogido más que dos; sus mismos legionarios habían paseado a los enviados de la ciudad de Parma entre los cuerpos hacinados en el campo de batalla, diciéndoles que, si Mario había matado mil enemigos, Catulo había muerto diez mil. Y sin embargo, Mario fue considerado como el verdadero vencedor. Era muy justo. En cuanto a la superioridad del rango, mandaba en jefe en aquel gran día; tenía sobre su colega la incontestable superioridad del talento y de la experiencia militar; y además, pero sobre todo, la segunda victoria, la de Vercela, solo había sido posible gracias a la primera, la de Aquae Sextiae. En aquellos momentos, sin embargo, no fueron estas razones sólidas sino las consideraciones de partido las que dieron a Mario el glorioso renombre de haber salvado a Roma de los teutones y los cimbrios. Catulo era un personaje elegante y sabio; era además un orador tan agradable, que la armonía de su lenguaje parecía la elocuencia misma. Autor de buenas memorias, poeta en ocasiones, conocedor y excelente crítico en las obras de arte, no era ni con mucho el hombre del pueblo: su victoria no fue tal para la aristocracia. Muy diferente eran las batallas ganadas por el rudo hijo del campesino que, saliendo de las filas del común del pueblo, había subido a la cumbre del poder y conducido al ejército a los más brillantes triunfos. Sus batallas, tumba de los cimbrios y teutones, eran'59

HISTORIA DE ROMM4;IMfeO IVtambién la derrota del gobierno. Iban unidas al héroe muchas más es­peranzas que el simple pensamiento de poder ir en adelante a comerciar al lado de allá de los Alpes con total seguridad, o a cultivar la tierra al lado de acá. Veinte años habían transcurrido desde el día en que el cuerpo ensangrentado de Cayo Graco había flotado sobre las aguas del Tíber, y durante veinte años Roma había sufrido y maldecido el gobierno restaurado de la oligarquía. Graco aún no había sido vengado, y, en el edificio que él había comenzado, no había puesto su mano ningún otro arquitecto. Muchos ciudadanos mantenían aún vivos el odio y la espe­ranza. ¿Se habría encontrado por fin el hombre que trajera consigo la venganza y el cumplimiento de tantos deseos? ¿Era acaso este hombre el hijo del jornalero de Arpinum? ¿Se estaba ya en los umbrales de la nueva y segunda revolución, tan temida por unos y tan deseada por otros?

VITENTATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSO

I


MARIO(ayo Mario, hijo de un pobre jornalero, nació en el año 599 (155 a.C.) en la aldea de Cereata (en Arpinum), que más tarde obtuvo derecho municipal con el nombre de Cerata Marianae, y aún hoy lleva el nombre de patria de Mario (Casamata). Su educación se verificó al lado del arado, y sus recursos eran tan insignificantes que no eran suficientes para abrirle el acceso a las funciones locales en Arpiño. Desde muy temprano se acostumbró a lo que había de practicar mucho una vez llegado a general. El hambre y la sed, los ardores del sol y el frío del invierno, dormir en el suelo, todo esto era para él puro juego. Cuando llegó a la edad para ello, ingresó en las filas del ejército; fue a la dura escuela de las guerras de España y llegó a obtener muy pronto el grado de oficial. En el sitio de Numancia, a los veintitrés años, llamó la atención de Escipión, aquel general ordinariamente tan severo, por la limpieza de su caballo y de sus armas, por su bravura en los combates y por su buena conducta en el campamento. A su regreso ostentaba honrosas cicatrices y las insignias del mérito militar, y deseaba ardientemente crearse un nombre en esta carrera en la que había comenzado a hacerse ilustre. Pero, en las circuns­tancias presentes, aun el más recomendable de los ciudadanos, si no poseía riquezas ni tenía relaciones, hallaba despiadadamente cerrados todos los cargos públicos, que a su vez era el único camino que podía conducir a los altos cargos militares. El joven oficial supo conquistar riquezas y amigos con ayuda de las especulaciones comerciales, que le dieron buenos resultados, y por su unión con una hija de la antigua gensde los Julios. Por último, al cabo de grandes esfuerzos y de muchos fracasos, llegó en el año 639 a la pretura y, encargado del gobierno de la España ulterior, halló un gran campo donde manifestar nuevamente su vigor militar. Muy pronto, y a despecho de la aristocracia, se lo vio cónsul en el año 647 y procónsul en el 648 y el 649. Terminó afortunadamente la guerra de África, y después de la derrota de Orange fue colocado al frente de las

operaciones militares contra los germanos. Ya hemos dicho cómo durante su consulado, que había sido renovado por cuatro veces (de 650 a 654), cosa que era una excepción sin ejemplo en los anales de la República, venció y destruyó a los teutones y a los cimbrios. En el ejército se había portado como hombre bravo y leal; justiciero para con todos, sumamente probo y desinteresado en la distribución del botín, y sobre todo inco­rruptible. Como un hábil organizador había puesto la mohosa máquina militar en estado de funcionar: buen capitán, además, sabía imponer la disciplina al soldado y tenerlo contento, se ganaba su afecto y se convertía en su camarada; era diestro frente al enemigo y sabía buscar el momento oportuno. Esto no quiere decir que fuera un general extraordinario, al menos en cuanto a nosotros se nos alcanza, pero su mérito, muy reco­mendable por cierto, era suficiente en las circunstancias actuales para darle un nombre ilustre, pues solo eso lo había conducido con un esplendor inaudito hasta formar en la primera línea de los consulares y de los triunfadores. Su voz continuó siendo ruda y su mirada feroz, como si aún tuviese delante a los libios o a los cimbrios, y no a sus perfumados colegas, modelos de finura y de elegancia. No quiere decir tampoco que, al mostrarse tan supersticioso como el simple soldado, hubiese allí algo que dejase entrever al antiaristócrata. Nada hay de extraño en que, al presentar su primera candidatura al consulado, obedeciese a los oráculos de un arúspice etrusco tanto al menos como al impulso de sus talentos personales. Era muy común verlo durante la campaña contra los teutones y en pleno consejo de guerra prestar oído a las profecías de Marta, adivina siria. En este aspecto, lo mismo ahora que siempre, se habían aproximado mucho las clases altas romanas y las bajas. Lo que la aristocracia no podía perdonar a Mario era su absoluta carencia de educación política: que había batido a los bárbaros, perfec­tamente; pero ¿qué pensar de un cónsul que ignoraba las leyes de la etiqueta constitucional hasta el punto de entrar en el Senado con traje triunfal? No importa: tenía tras de sí todo el estado llano. No contento con ser un pobre, como decían los aristócratas, era mucho peor: se mostraba frugal y enemigo declarado de la corrupción y de la intriga. Soldado antes que todo, no conocía la finura y la delicadeza extremadas, y bebía mucho, sobre todo en los últimos años. Además no sabía dar grandes banquetes, y no tenía más que un mal cocinero. Tampoco sabía hablar más que en latín; conversar en griego era para él cosa imposible. Lo

TENTATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSOdisgustaban las representaciones en griego y las hubiera proscripto de buena gana; de hecho, quizá no era él solo quien pensaba de este modo, pero sí el único que tenía la sencillez de confesarlo. Así pues, durante una gran parte de su vida fue un simple campesino extraviado entre los aristócratas. Lo impacientaban los gestos de disgusto de sus colegas y su cruel compasión, que hubiera debido despreciar, aunque nunca supo hacerlo, pues a ellos, en verdad, debió despreciar en primer término.SITUACIÓN POLÍTICA DE MARIOComo vivía fuera de la buena sociedad, vivía también fuera de las facciones. Las medidas provocadas por él durante su tribunado (año 639), como el establecimiento de una mejor comprobación de las tablillas de los votos y el veto interpuesto a las mociones excesivas en materia de distribución de la anona, lejos de llevar el sello de un partido, al menos del partido democrático, atestiguan que solo odiaba las cosas injustas o no razonables. ¿Cómo semejante hombre, de origen campesino y sol­dado por inclinación, hubiera podido llegar a ser un revolucionario abandonado a sí mismo? Es verdad que hubo un día en que la hostilidad de la aristocracia lo impulsó al campo de los enemigos del poder, y llegó rápidamente a su mayor altura. Jefe de la oposición al primer salto, parecía destinado a más grandes cosas. Sin embargo, semejante elevación era más la consecuencia forzada de las circunstancias, que obra propia de Mario: en la necesidad sentida por todos de tener una cabeza, la oposición se había apoderado de él cuando, después de su expedición a África, había pasado apenas algunos días en la capital. En realidad no volvió a ella hasta el año 653, vencedor ya de los teutones y de los cimbrios, para celebrar su doble triunfo, retrasado mucho tiempo. En ese momento, siendo ya el primero en Roma, no era en política más que un principiante. Nadie podía negar que solo él había salvado a la Re­pública: su nombre corría de boca en boca. Los ciudadanos notables confesaban sus servicios, pero, en cuanto al pueblo, su influencia excedía todo lo que se había visto hasta entonces. Era popular por sus virtudes y por sus faltas, por su desinterés antiaristocrático y por su agreste rudeza. Las masas veían en él a un tercer Rómulo, a un segundo Camilo: se le ofrecían libaciones lo mismo que a un dios. Por lo tanto, no hay que203

HISTORIA DE ROMJft

IMITATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSOclases distribuidas en las diferentes armas se habían reducido a tres. Por otra parte, y conforme a la ordenanza Servia, los caballeros continuaban siendo elegidos en la clase más rica, y la infantería ligera en la más pobre. En cuanto al arma media, o la infantería de línea propiamente hablando, no era por razón de censo, sino de años de servicio que se distribuían en las tres secciones de asteros, príncipes y triarios. Además, hacía mucho tiempo que se llamaba al ejército a gran número de confederados itálicos, y también entre estos las clases acomodadas suministraban el contin­gente de preferencia, igual que en Roma. De cualquier modo, hasta los tiempos de Mario, el sistema militar había tenido siempre su base en la antigua organización de la milicia ciudadana. Pero, como las circuns­tancias habían cambiado, no convenían ya tales cuadros. Las clases altas de la sociedad romana se esforzaban por sustraerse del servicio, al mismo tiempo que las clases medias desaparecían tanto en Roma como en Italia. Por otra parte, los aliados y los subditos extraitálicos ofrecían a la Re­pública preciosos recuerdos militares. Por último, si se sabía sacar partido de él, el proletariado italiano ofrecía una rica mina que explotar. La caballería ciudadana, que en un principio salía toda de la clase de los ricos, en realidad había desaparecido de los campamentos desde antes de Mario. A título de cuerpo especial, la vemos citada por última vez en la campaña española del año 614, donde desesperó al general en jefe por su desdeñosa altanería y su insubordinación. Tanto fue así que estalló la guerra entre aquella y él, tan desleal por una parte como por la otra. Por otro lado, durante la lucha contra Yugurta no desempeñó más papel que el de una especie de guardia noble del comandante del ejército y de los príncipes extranjeros, y después desapareció para siempre. Al mismo tiempo y aun en las circunstancias ordinarias, iba haciéndose difícil completar el cuadro efectivo de las legiones con hombres aptos para el servicio militar; y creo que, de permanecer dentro de los límites legales, no se hubiese podido materialmente proveer a las necesidades que sur­gieron al día siguiente del desastre de Orange. Pero también antes de Mario se había recurrido, sobre todo para completar los cuadros de la caballería y de la infantería ligera, a los contingentes de los subditos no itálicos, a los jurados caballeros de Tracia, a la caballería ligera africana, a la excelente infantería ligera de los ágiles ligurios y a los honderos de las Baleares. Su número iba aumentando en los ejércitos romanos, aun fuera de sus países. Además, si fallaba el reclutamiento cívico legal, no205


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