Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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TENTATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSOilustre orador Lucio Craso se había constituido en el más celoso coautor de sus mociones. Pero la masa de los aristócratas no pensaba como Druso, Escauro y Craso. El partido de los capitalistas contaba en el Senado con un gran número de adictos. A su cabeza marchaba el actual cónsul Lucio Marcio Filipo, antiguo demócrata y hoy campeón ardiente y hábil de los caballeros, y Quinto Cepión, a quien no había nada que lo detuviera en su ardor y en sus temeridades, y que se había marchado a la oposición por odio a Druso y a Escauro. Sin embargo, el enemigo más temible era aquella turba cobarde y gangrenada de la aristocracia, que sin duda hubiera preferido saquear ella sola las provincias, pero que no se negaba a compartir el botín con los caballeros. Lejos de querer arrojarse en los peligros de una cuestión con los arrogantes capitalistas, hallaba más sencillo y cómodo comprar la impunidad para sí misma con algunas buenas palabras y, en ocasiones, con una sumisión humilde y hasta con dinero. Este solo acontecimiento iba a mostrar si Druso y los suyos tendrían fuerza para sublevar y enfrentar a todo este ejército, sin el cual no era posible conseguir el fin.TENTATIVA DE REFORMA DE LOS ARISTÓCRATAS MODERADOSEl primer acto de Druso fue una moción que tendía a quitar el jurado a los caballeros que lo eran por el censo, y devolverlo al Senado, que debía aumentarse con trescientos miembros nuevos para de este modo poder desempeñar más cargos. Igualmente se había instituido una investigación criminal para conocer sobre los hechos de corrupción que inculpasen o pudiesen inculpar a los jurados. Semejante ley quitaba a los capitalistas sus privilegios políticos, y traía consigo el castigo de las iniquidades cometidas. Pero los planes y las proposiciones de Druso iban aún más lejos. No contento con atender a las circunstancias, presentó un proyecto de reforma completo y muy meditado. Exigía que se aumentasen las distribuciones de la anona, y que el exceso de gastos se cubriese con una emisión extensa y proporcional de moneda de cobre, que circulase en forma paralela y con igual valor a la de plata. Por otra parte, proponía que todo el dominio itálico no distribuido y, por consiguiente, el dominio campanio y la mejor parte de Sicilia se dedicasen al establecimiento de las colonias cívicas. Por último, respecto de los confederados italianos,227

«A»Druso llegó a comprometerse por completo a darles el derecho de ciu­dadanía. ¡Resultado extraño y, sin embargo, fácil de comprender! Los pensamientos de reforma y los fundamentos de poder sobre los que Cayo Graco había intentado asentar su constitución se los apropiaba ahora la aristocracia. Esto era muy natural. Como para combatir a la oligarquía la tiranía había buscado a los proletarios a sueldo, y los había organizado en una especie de ejército, esta hizo lo mismo en su lucha contra la aristocracia financiera. Y así como antes el poder había aceptado como un mal necesario alimentar a los proletarios a expensas del Estado, así también hoy Druso apelaba a este medio contra los capitalistas, al menos temporalmente. Además era natural que la mejor parte de la aristocracia, favorable en otro tiempo a la ley agraria de Tiberio Graco, entrase de buena gana en todo proyecto de reforma que intentase poner remedio a las antiguas llagas del Estado sin tocar la soberanía. En las cuestiones de emigración y de colonización, es claro que no podía ir tan lejos como la democracia; porque, ante todo, el poder oligárquico tenía por funda­mento la libertad de los gobernadores en el régimen de las provincias, y todo mando militar a largo plazo lo hubiera puesto en peligro. La igualdad política dada a los italianos y a los de las provincias, y las con­quistas al otro lado de los Alpes eran ideas a las que no podía ajustarse el principio conservador. Pero nada impedía al Senado sacrificar los dominios latinos, los de Campania y los de Sicilia, con el fin de elevar las clases rurales, y hacer que el poder coninuara igual que antes. Por lo tanto, no era cierto que para evitar las futuras agitaciones la aristocracia no pudiese hacer algo mejor que realizar por sí misma la distribución de todos los terrenos libres, y no dejar nada a los demagogos del porvenir, a no ser, según la oportuna expresión de Druso, "el cieno o el cielo".3 También importaba poco a los ojos del poder constituido, monarquía u oligarquía exclusiva de algunas familias soberanas, que en la ciudad se recibiese solo a la mitad o a toda la Italia. También en esto estaban con­formes los reformadores de ambos campos. Mediante la extensión oportuna e inteligente del derecho de ciudadanía, querían prevenir la reproducción y los peligros de una insurrección de Fregela en gran escala. Por lo demás, en interés de sus planes iban a buscar a numerosos e influyentes partidarios entre los mismos italianos. Ahora bien, no por estar divididos en la cuestión del poder supremo, dejaban de hallarse en contacto por sus miras y designios ambos partidos políticos: los mismos228

TENTATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSOmedios de acción y las mismas tendencias de reforma se notaban en los jefes de ambos. Y así como Escipión Emiliano había contado a Tiberio Graco entre sus adversarios y entre los promotores de sus ideas reformis­tas, así también Druso se había convertido en sucesor y discípulo de Cayo. Siendo ambos de linaje esclarecido y elevados sentimientos, los dos reformadores se parecían entre sí más de lo que a primera vista se hubiera creído. Ambos, en fin, se elevaban en la más pura atmósfera del patrio­tismo y sobre las espesas brumas de un estrecho espíritu de partido, y hubieran sido dignos de darse las manos como se las daban, por decirlo así, sus mejores y más vitales concepciones.DEBATES SOBRE LA LEY LIVIA¿Cuál iba a ser la suerte de las leyes propuestas por Druso? Había hecho lo que en otro tiempo Cayo Graco: había tenido reservado su proyecto más grave, el de conferir a los itálicos el derecho de ciudadanía roma­na, y había presentado únicamente las mociones sobre el jurado, la ley agraria y la anona. El partido de los capitalistas le opuso inmediatamente la más viva resistencia, y aprovechándose a la vez de las indecisiones de la mayor parte de la aristocracia y de la movilidad de los comicios, seguramente habría hecho fracasar la ley del jurado, si se hubiera pro­cedido por votaciones especiales. Sin embargo, para preparar el golpe Druso había fundido las tres mociones en una sola, y de este modo obligaba a los ciudadanos interesados en las distribuciones de granos y en la división de los terrenos públicos a votar también en favor de la ley sobre tribunales. Gracias a este apoyo y al de los itálicos, a excepción de los grandes propietarios amenazados en sus posesiones (de Umbría y de Etruria sobre todo), es que todos hicieron causa común con él, y triunfó. Pero su ley per saturam no pudo pasar hasta que mandó a un lictor a que atrapase y condujese a una prisión al cónsul Filipo, que se obstinó en hacer la oposición hasta el fin. El pueblo vitoreó al tribuno, lo declaró su bienhechor y lo recibió en el teatro de pie y con ruidosos aplausos. Sin embargo, la votación 110 había decidido nada. La cuestión había sido llevada a otro terreno. Los contrarios de Druso atacaban la ley como contraria a la del año 656, y como radicalmente nula en la forma. Filipo, su principal adversario, volvió a la carga y pidió al Senado la casación.229

HISTORIA DE ROMA, LIBRO WSÍI,Sin embargo, gozoso el Senado de verse desembarazado de las jurisdic­ciones ecuestres, rechazó la rogación del cónsul. Filipo declaró entonces en pleno Forum que no era posible administrar con semejantes senadores, y que la República necesitaba otro cuerpo consultivo. Ante esto, parecía que se estaba en vísperas de un golpe de Estado. El Senado fue interpe­lado por Druso y se abrió un debate tumultuoso, que terminó con un voto de censura y de desconfianza hacia el cónsul. Pero ya en las filas de la mayoría reinaba en secreto el temor de la revolución, con que la asustaban Filipo y los capitalistas. Sobrevinieron además otras circunstancias.ANULACIÓN DE LA LEY LIVIA. ASESINATO DE DRUSOUna muerte repentina arrebató a los pocos días (septiembre de 663) al orador Lucio Craso, el más activo e influyente de los adictos de Druso. Se traslucieron sus inteligencias con los italianos, confiadas solo a algunos de sus confidentes más íntimos, e inmediatamente sus furiosos enemigos dieron el grito de traición. Con ellos se fueron gran número de hombres importantes del partido conservador. También Druso se vio comprome­tido por su misma generosidad. Advirtió al cónsul que procurase guar­darse de los asesinos enviados por los italiotas, que debían matarlo durante la fiesta federal del monte Albano; y este aviso fue considerado como una prueba de su complicidad en la conspiración. Filipo reprodujo con insistencia su moción contra la Ley Livia, y en esta ocasión la mayoría se mostró tibia en su defensa. Después, los cobardes y los indiferentes no tardaron mucho en pensar que la vuelta al antiguo estado de cosas era la única salida practicable; y la ley fue anulada por vicio de forma. En cuanto a Druso, se mostró triste y resignado a su manera, y se contentó con hacer presente al Senado que acababa de restablecer la odiosa jurisdicción de los caballeros. Ni siquiera quiso hacer uso de su derecho de imponer el veto y paralizar el efecto del senadoconsulto. En conse­cuencia, la tentativa del Senado contra la aristocracia del dinero había fracasado por completo, y se había vuelto a caer bajo el antiguo yugo. Para los caballeros, sin embargo, no era suficiente el haber vencido. Una tarde estaba Druso despidiéndose en el vestíbulo de su casa de la mu­chedumbre que lo había acompañado, cuando repentinamente se lo vio caer delante de la estatua de su padre. Una mano asesina acababa de230

TENTATIVAS DE REVOLUCIÓN POR MARIO Y DE REFORMA POR DRUSOherirlo tan gravemente que murió a las pocas horas. Gracias a que ya estaba oscureciendo, el asesino huyó sin que nadie lo hubiese recono­cido, y ni siquiera se formó causa ni se hizo la pesquisa más insignificante. El puñal fue siempre el arma con que se suicidó la aristocracia. El Graco aristócrata había tenido el mismo fin violento que los reformadores demócratas. ¡Profunda y triste lección! Por resistencia o por debilidad, el Senado hacía fracasar la reforma que, esta vez, había salido de sus mismas filas. Druso había gastado sus fuerzas y perdido su vida por querer destruir la supremacía de los comerciantes, organizar la emi­gración y evitar la guerra civil que amenazaba. Vio a los comerciantes imponerse ahora más que nunca; vio caer sus proyectos de reforma, y, al morir, vio que la repentina puñalada que lo había herido iba a ser la señal de la más espantosa guerra civil que ha devastado jamás a la más bella tierra de Italia.231

VIIINSURRECCIÓN DE LOS SUBDITOS ITALIOTAS REVOLUCIÓN SULPICIANAROMA Y LOS ITÁLICOS LOS SUBDITOS RECHAZADOS A SEGUNDO PUESTOla derrota de Pirro había terminado la última guerra de la independencia italiana. Por consiguiente, hacía dos siglos que Roma dominaba en toda la península sin que su predominio jamás se hubiese visto amenazado por su base, aun en medio de las más peligrosas coyunturas. En vano la línea heroica de los Barcas y los sucesores de Ale­jandro Magno y de los Aqueménidas habían intentado sublevar a los italianos, impulsándolos una vez más a la lucha contra una ciudad más fuerte que todos ellos. Los italiotas habían aparecido sumisos al lado de las legiones en los campos de batalla del Guadalquivir y del Medjer-dah, de los pasos de Tempe y del Sipila; y con el sacrificio de la sangre de sus jóvenes milicias habían ayudado a sus señores a sujetar los tres continentes. Durante este tiempo, quizás había cambiado su situación, pero había perdido más que ganado. Desde el punto de vista de lo material, no tenían mucho de qué quejarse. Si el pequeño y mediano propietario sufrían en toda Italia la mala legislación de los cereales, en Roma, por el contrario, prosperaban los poseedores de los grandes dominios y, aún más que ellos, las clases de los comerciantes y usureros. Después de todo, en la explotación de las provincias los italianos disfru­taban de las mismas ventajas y privilegios que los ciudadanos de Roma; así como de los que traía consigo la preponderancia de la República. El estado económico y social de Italia no participaba esencialmente de las diferencias de su estado político. Podían citarse países exclusivamente confederados, como por ejemplo Etruria y Umbría, donde había desa­parecido por completo el campesino libre; otros, como los valles de los Abruzos, donde se había mantenido casi intacto y en buen estado. De la misma forma podrían hallarse diversidades análogas en regiones habitadas por los ciudadanos romanos. En el orden político, por el contrario, los italianos eran rechazados cada día con mayor dureza y233

'habían perdido mucho terreno, aunque en la forma y en los puntos principales se hubiese violado abiertamente el derecho respecto de ellos. La República había respetado en conjunto las franquicias comunales, "la soberanía de las ciudades itálicas", tal como eran llamadas en los tratados. Cuando los reformistas quisieron meter mano a los dominios públicos concedidos expresamente a ciertas ciudades más favorecidas con motivo de la agitación agraria, todo el partido conservador, y hasta el del justo medio, se habían levantado inmediatamente en Roma contra ellos. La oposición misma no tardó en renunciar a sus primeros proyectos. Sucedía de modo muy diferente en lo referente a la hegemonía a la que aspiraba, y debía aspirar, Roma, sobre la dirección suprema de los asuntos de la guerra y del alto poder respecto del gobierno supremo. En esto la República se había mostrado como si los aliados hubiesen sido simple­mente declarados subditos destituidos de todo derecho. En el transcurso del siglo VII se habían dulcificado mucho los terribles rigores del derecho romano de guerra, pero estas modificaciones eran solo aplicables al soldado ciudadano de Roma. El hecho es cierto, al menos en lo que toca a la abolición de las ejecuciones inmediatas de las sentencias dadas por la justicia militar (pág. 119). Por lo demás, se comprenden los de­plorables efectos del privilegio, cuando en el transcurso de la lucha contra Yugurta veían decapitar en el acto a los oficiales latinos condenados por el consejo de guerra, y remitir al mismo tiempo ante los tribunales de Roma aun al último de los soldados, con tal que fuese ciudadano romano.¿Cuál era la proporción de los ciudadanos llamados al servicio militar, y la de los aliados itálicos llamados al contingente? No estaba determinada por la letra de los tratados. En tiempos antiguos era igual por ambas partes, como ya hemos dicho en otro lugar. En la actualidad, por más que la población ciudadana hubiese aumentado más que disminuido con relación a la otra, se habían aumentado desmedidamente las exigencias contra los aliados (volumen II, libro tercero, pág. 346): por un lado, cargando sobre ellos los servicios más pesados y costosos; por otro, sacando en las levas dos confederados por cada ciudadano. La misma extensión se había dado en lo civil a la alta tutela de Roma. La República se la había reservado siempre sobre la ciudades itálicas que estaban bajo su dependencia, incluso la disciplina administrativa superior, que es su adherente casi necesario. En suma, los italianos vivían casi igual que los provincianos, a merced234

INSURRECCIÓN DE LOS SUBDITOS ITALIOTAS. REVOLUCIÓN SULPICIANAde los numerosos funcionarios que Roma les enviaba. En Teanum Sidicinum, ciudad aliada de las más notables, un cónsul mandó atar a una columna y azotar en medio del Forum al magistrado principal de la ciudad, porque, habiendo tenido su esposa el capricho de ir al baño de los hombres, los agentes municipales no habían expulsado a los bañistas todo lo pronto que aquella hubiera deseado, ni había encontrado el establecimiento bien aseado. Excesos semejantes se habían cometido en Ferentino, ciudad colocada también bajo el régimen más favorecido, y en la antigua e im­portante colonia latina de Cales. En otra ocasión ocurrió algo semenjante en Venosa, que era otra colonia latina. Un campesino rudo y libre se había encontrado al paso a no sé qué joven diplomático romano, y como se permitiera una broma inocente alusiva a la litera en que iba recostado el ex funcionario, este hizo que lo derribasen en tierra y lo azotasen con los cordeles del vehículo hasta dejarlo muerto.1 Estos hechos han sido referidos con motivo de la insurrección de Fregela y debieron ser contemporáneos (año 629); ¿pero acaso es posible dudar que fuesen frecuentes semejantes iniquidades? ¿Quién puede afirmar que había recurso contra los más escandalosos abusos, considerando que el derecho de provocatio, religiosamente reconocido y observado, ponía a salvo la libertad y la vida del ciudadano romano? En la situación que los había colocado el gobierno de la República, si no alcanzaban a desaparecer por completo, no podían dejar de atenuarse las rivalidades entre los italianos de derecho latino y las demás ciudades, que habían sido fomentadas con tanto cuidado por los antiguos. Las fortalezas romanas y sus territorios vivían en la actualidad bajo el mismo yugo: el latino podía hacer notar al picentino que ambos estaban igualmente "bajo el golpe del hacha". Así, un odio común los unía a todos contra el señor común.De esta forma, mientras que de un simple lazo de soberanía los aliados habían caído en la más completa y opresora sujeción, les faltaban todas las perspectivas de mejoramiento en la condición legal. Cuando acabó de someter a Italia, Roma había cerrado completamente la ciudad: ya no concede sus derechos a ciudades enteras como en otros tiempos; y, en cuanto a los individuos, no se los confiere sino muy rara vez. Las ciudades latinas habían tenido el derecho de libre ingreso, mediante el cual los habitantes que emigraban a Roma vivían en ella por lo menos como ciudadanos pasivos. Este privilegio había sufrido más de un ataque (volumen II, libro tercero, pág. 346), y va a darse un paso más. Las235

agitaciones causadas por los proyectos reformistas, que tendían a la extensión del derecho de ciudadanía a toda Italia, suministraban un cómodo pretexto, y en los años 628 y 632 se suprimió el derecho de in­migración. Conforme a los términos expresos de un plebiscito y de un senadoconsulto, debían ser expulsados todos los no ciudadanos residentes en Roma (pág. 114). Esta era una medida antiliberal y odiosa si las hubo, y funesta por los muchos intereses que atacaba. En resumen, en otros tiempos los itálicos eran para los romanos hermanos menores bajo su tutela, protegidos más que dominados, y no condenados a una perpetua minoría, o bien subditos gobernados con dulzura, y a quienes quedaba cierta esperanza de una futura emancipación. En la actualidad pesa sobre sus cabezas la misma sujeción y desesperación. A todos amenazan las varas y el hacha de los señores, y apenas algunos, más favorecidos en la común esclavitud, pueden aventurarse a seguir las huellas de sus domi­nadores en la explotación de los desgraciados provincianos.SE VERIFICA LA ESCISIÓN. GUERRA DE FRÉCELA


DIFICULTADES PARA UNA INSURRECCIÓN GENERAL »En semejante situación, la naturaleza de las cosas exige que la presión de los pueblos, nacida del sentimiento de la unidad nacional y del recuerdo de las grandes dificultades vencidas en común, no afloje sino a la larga y sin ruido, hasta el día en que se abre el abismo. Solo entonces aparece a la vista de todos la presión que despierta el odio: allí están por un lado los señores con el derecho de la fuerza, y por otro los subditos, cuya obediencia es determinada por el temor. Antes de la insurrección y el saqueo de Fregela, ocurrido en el año 629, no se había manifestado oficialmente el nuevo carácter de la dominación romana, ni la levadura que había en el seno de los italianos tenía nada de revolucionaria. Del silencioso deseo de obtener la igualdad cívica habían pasado a formular su demanda en voz alta; sin embargo, se habían visto más enérgicamente rechazados, en cuanto se habían mostrado más apremiantes. Al com­prender que no había que contar con la concesión voluntaria del derecho i eivindicado, debieron pensar más de una vez en levantarse en armas, pero tal era el poder de Roma por entonces, que era casi imposible traducir en actos el pensamiento de insurrección. No nos es dado conocer236

PE LOS SUBDITOS ITALIOTAS. REVOLUCIÓN SULPICIAKAen números exactos la relación que había en Italia entre los ciudadanos y los no ciudadanos. No obstante, podemos admitir que la cifra de los primeros no sería muy inferior a la de los segundos. Estimaremos a los no ciudadanos por lo menos en quinientos mil, y quizá se aproximarían más a seiscientos mil, contra cuatrocientos mil ciudadanos en estado de tomar las armas.2 Mientras los romanos permanecían unidos y en el exterior no se presentaba ningún enemigo digno de mención, la población confederada de los itálicos no podía llegar a una inteligencia ni a una acción comunes, diseminada como estaba en una multitud de ciudades y aldeas, y unida además a la capital por mil lazos públicos y privados. Con alguna prudencia Roma hubiera podido comprimir fácil y segura­mente a los pueblos sujetos, por más descontentos que se mostrasen, ya con la ayuda de la masa compacta de sus ciudadanos, ya con los enormes recursos que podía sacar de las provincias. Por otra parte, tenía sujetas unas por otras a las ciudades que se decían aliadas.LOS ITALIANOS Y LOS PARTIDOS EN ROMALOS ITALIANOS Y LA OLIGARQUÍA. LEY LICINIA MUCIALOS ITALIANOS Y DRUSOLos italianos permanecieron tranquilos hasta el día en que la revolución quebrantó a la misma Roma. Pero apenas estalló se los vio entrar en el flujo y reflujo de los partidos, pidiendo a uno o a otros la igualdad cívica que tanto deseaban. Primeramente hicieron causa común con los demó­cratas, y después con el partido senatorial. Rechazados sucesivamente por ambos, les fue necesario reconocer que, si bien los hombres honrados de ambas facciones se inclinaban ante su buen derecho y la justicia de sus reclamos, estos mismos hombres, ya fuesen aristócratas o populares, no habían sido bastante fuertes como para que la mayoría les prestase oídos. Han visto a los hombres de Estado más enérgicos, mejor dotados y más célebres, abandonados repentinamente por todos sus prosélitos y arrojados del poder, en el momento en que habían abogado por la causa italiana. Durante los treinta años de vicisitudes por los que había pasa­do la revolución y la restauración, habían aparecido y desaparecido muchas administraciones y cambiado muchas veces el programa, sin que el egoísmo cesase de regir el timón del Estado. ¿Acaso los más recientes



acontecimientos no habían demostrado la vanidad de las ilusiones de Italia, al creer que Roma satisfaría sus aspiraciones? Cuando los deseos de los italianos habían caminado a la par con los de la facción revolu­cionaria, y cuando con esta se habían estrellado contra el atraso de las masas, todavía pudo creerse que la oligarquía, que era hostil a los pro­movedores, no lo era a las mociones, y que aún podían tener la fortuna de que los atendiese el Senado. Este, más hábil e ilustrado, había acogido bien ciertas medidas perfectamente compatibles con su sistema y saludables para el Estado. Pero, en los años que acaban de transcurrir, el Senado había reinado sin obstáculo de ningún género, y se habían descubierto las tristes tendencias de la oligarquía. En vez de la templanza esperada, una ley consular promulgada en el año 659 había prohibido expresamente a todo no ciudadano pasar por ciudadano, con la amenaza a los contraventores de obtener penas muy severas (lex licinia muda de civibus redigundis). Por consiguiente, se arrojó de las filas de los romanos a las de los itálicos a muchos hombres notables y que tenían un gran interés en la igualdad civil. En lo tocante a la ley misma, tan inatacable en su rigor jurídico como insensata políticamente hablando, puede ser puesta en la misma línea que el acto famoso del parlamento inglés que dio motivo a que se separase la América del Norte de la madre patria. Uno y otro fueron causa inmediata de la guerra civil. Lo más triste es que sus autores no procedían del partido de los optimates petrificados y rebeldes al progreso. Se trataba de Quinto Escévola, tan prudente y respetado entre todos, excelente jurisconsulto por vocación pero mediano hombre de Estado, al igual quejorge Grenville, quien con su adhesión honrosa a la letra de la ley había contribuido más que nadie a encender la guerra civil entre el Senado y los caballeros. Y también estaba el orador Lucio Craso, amigo y asociado de Druso, uno de los hombres más moderados y previsores entre los oligarcas. En medio de la excitación violenta suscitada por la Ley Licinia Mucia y de los innumerables procesos que a ella se siguieron en toda Italia, los confederados creyeron ver aparecer en Druso su estrella. Cosa que antes hubiera parecido casi imposible, en la actualidad un conservador puro se convertía en heredero del pensamiento reformista de los Gracos y en el campeón de la igualdad cívica italiana. Un hombre de la alta aristocracia manifestaba su firme resolución de emancipar a los italianos desde el estrecho de Sicilia hasta los Alpes, y empleaba todo su celo y se entregaba938

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