Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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V LA CONSTITUCIÓN DE SILAjunto la ciudad y el Estado, casi lo mismo que en el despotismo oriental. Así, pues, ni en Grecia ni en Italia hubo sistema municipal tradicional. La política romana traía a esto, como a todo, el rigor exclusivo y lógico que le era propio. Hasta el siglo vil, cuando las ciudades dependientes de Italia conservaban sus instituciones particulares, estaban constituidas en cuanto a la forma como pequeños Estados soberanos. Sus habitantes no tenían el título de ciudadanos de Roma, o, si estos últimos estaban dotados del derecho de ciudad, se los dejaba libres de organizarse interiormente y quedaban privados de los derechos municipales pro­piamente dichos. Aun en todas las colonias romanas y en todos los municipios cívicos, la administración de la justicia y los trabajos públicos pertenecían a los pretores y a los censores de Roma. Como mucho, en los casos más favorables se enviaba a un representante del magistrado judicial romano (prefectus), para ventilar sobre el terreno los litigios más urgentes (volumen I, libro segundo, pág. 445). La misma marcha se había seguido en las provincias; pero aquí el gobierno provincial reemplazaba completamente a los magistrados de la capital. En las ciudades llamadas libres, es decir aquellas que habían conservado las formas de la soberanía, las jurisdicciones civiles y criminales funcionaban conforme al estado local, y eran presididas por los magistrados a la ciudad. Sin embargo, salvo el caso en que privilegios expresos lo decidiesen de otro modo, todo romano, acusador o acusado, tenía derecho a reclamar para su proceso la ley itálica y sus jueces. En las ciudades provinciales ordinarias, el ma­gistrado romano era el único que tenía atribuciones judiciales, y a él correspondía la instrucción de todos los litigios. Ya era demasiado el hecho de que, como sucedía en Sicilia, el estatuto provincial obligase a tener un jurado indígena que se ajustase en las decisiones a la jurisprudencia local. En la mayor parte de las provincias, semejante tolerancia dependía del magistrado director de la instrucción. Al comenzar el siglo Vil cesó la absoluta concentración de la vida pública de los romanos en un solo y único centro, al menos en lo que concierne a la propia Italia. En adelante, Italia es como una grande y única ciudad, con su territorio que se extiende desde el Amo y el Rubicón hasta el estrecho de Sicilia; pero también des­de este día fue necesario constituir pequeñas ciudades particulares en el inmenso y nuevo recinto. Italia se organizó entonces en ciudades de ciudadanos romanos. Simultáneamente acabaron de disolverse en una infinidad de pequeños territorios aquellas Repúblicas cuya importancia

las hacía antes peligrosas. La condición de las nuevas poblaciones de ciudadanos es un verdadero compromiso entre su estado reciente de ciu­dades federales y la situación que se les había otorgado al crearlas en el antiguo derecho. Como partes integrantes de la República romana, conservaron los principios esenciales de la institución latina, tales como las formas de la independencia en el interior. O si se quiere, puesto que después de todo estas instituciones son análogas a las de Roma, estas ciudades guardaron los principios fundamentales de la antigua ciudad patricia consular. Solo los nombres son generalmente distintos y menos retumbantes en el municipio que en la capital o en el centro del Estado. En primer lugar, en la cima de la jerarquía política está la asamblea del pueblo que decreta los estatutos y elige a los magistrados locales; y luego un consejo de cien miembros hace allí las veces del Senado en Roma (curia). La justicia se administra por cuatro jueces supremos (quator viri), dos de los cuales son ordinarios y corresponden a los cónsules o a los pretores, y dos jueces del Forum, que corresponden a los ediles curules. También las atribuciones censoriales, renovadas cada cinco años como en Roma, y consistentes principalmente en la vigilancia de los trabajos municipales, entran en la categoría de los altos magistrados o jueces ordinarios. En caso de peligro estos toman el título de "duumviros con poder censorial", o el de "quinquenales", y son también reemplazados en la función censorial por dos de los quatuorviros anuales que los suceden en la función consular. Dos cuestores administraban los fondos municipales, y por último, en el orden religioso, había dos colegios de peritos sagrados: los pontífices y los augures municipales, los únicos también que conoció la antigua civilización latina.RELACIONES ENTRE EL MUNICIPIO Y EL ESTADOEl sistema secundario de los municipios refleja fielmente el sistema superior del Estado central. En general, el municipio tiene, lo mismo que el Estado, su poder político interior. Las decisiones comunales se imponen a los habitantes de la localidad, y los magistrados municipales tienen sobre ellos el imperium, ni más ni menos que lo que ocurre en Roma. Todos los ciudadanos obedecen la ley votada por el pueblo, y se inclinan ante el imperium consular. De aquí el concurso de dos competencias: la

LA CONSTITUCIÓN DE SILAde los agentes del Estado y la de los agentes del municipio. Unos y otros tienen derecho a imponer contribuciones, sin preocuparse ninguno de ellos por la tasa impuesta por los otros. Asimismo, los trabajos públicos en toda Italia son ordenados por el magistrado romano o por el magistrado del municipio en su circunscripción local. Basta con estos dos ejemplos. Si hay conflictos, el municipio cede al Estado, y la ley de Roma hace retroceder la ley municipal. La competencia solo ha sido arreglada y distribuida expresamente en materia judicial; en efecto, la concurrencia engendraba en esto un desorden indecible. Al juez de Roma debieron pertenecer probablemente todas las causas capitales en lo criminal, y todas las cuestiones graves en lo civil. En una palabra, cuando el proceso traía consigo la intervención soberana del alto magistrado director, permanecía reservado a la autoridad judicial y al jurado de Roma, y los tribunales de las ciudades itálicas restringían su competencia a los asuntos de menor importancia o dificultad, o a los que exigían rapidez.ORIGEN Y ESTABLECIMIENTO DEL MUNICIPIO ¡No poseemos documento alguno que nos instruya acerca del estableci­miento de los nuevos municipios italianos. Se refieren indudablemente a ciertas franquicias concedidas a título excepcional a las grandes colonias de ciudadanos que se fundaron a fines del siglo vi. Las pocas diferencias exteriores que pueden establecerse entre estas colonias y los municipios de ciudadanos pasivos, indiferentes en sí mismas, dejan entrever que las primeras, sustituidas luego en todas partes por las colonias latinas, debieron gozar en un principio de una condición política superior a la de esos municipios mucho más antiguos en fecha. Esta ventaja debió consistir solamente en la posesión de una institución comunal parecida a la ciudad de derecho latino, y por consiguiente a la institución dada posteriormente a todas las colonias y municipios cívicos indistintamen­te. La nueva organización se encuentra por primera vez en la colonia revolucionaria de Capua, y el sistema fue seguramente puesto en uso cuando las poblaciones autónomas de Italia fueron reorganizadas con el título de ciudades, después de la guerra social. Pero ¿a quién conviene atribuir esta organización sistemática? ¿A la Ley Julia del año 664, a la de los censores del 668, o mejor quizás, al mismo Sila? No es posible385

decidirlo. Podrá darse crédito a las analogías, y se dirá, al ver que la censura fue desechada en Roma en tiempos de Sila, que debió ser él quien transfirió a los decenviros municipales las atribuciones censoriales. ¿No sería más verdadero remontar esto a la antigua constitución latina, en la que no existía el censor? Poco importa. Constituido en el seno del Estado y subordinado a este, el municipio es sin duda una de las más notables y fecundas manifestaciones políticas de la era silana, así como de la vida social y política de Roma. La antigüedad jamás ha sabido asociar y unir las ciudades particulares con la República, como tampoco producir ni desarrollar en el interior el régimen representativo y demás grandes dogmas de nuestra vida pública actual. En la política constitucional, al menos, ha sabido llegar hasta esas fronteras adonde el progreso adquirido se desborda y lanza fuera de la forma dada. Roma, sobre todo, se colocó en esto en el límite que separa y une el antiguo y el nuevo mundo civi­lizados. En la constitución de Sila, por un lado, la asamblea primaria del pueblo y las instituciones características de Roma, en cuanto ciudad, se ven fundidas en un conjunto y reducidas a formas distintivas puramente insignificantes. Por otro, se ve la gran sociedad política italiana amplia­mente establecida en el seno del Estado. Organizando una especie de sistema representativo a su manera, la nueva y última constitución de la República libre romana le ha dado hasta un nombre, y el nombre entra por mitad en estas cosas. Por último, ha asentado el Estado sobre la base múltiple de las comunidades locales.Por el contrario, nada cambió en las provincias: los magistrados y las ciudades no libres, salvo excepciones particulares, no tuvieron más que una competencia administrativa y de policía, a la que se agregó una jurisdicción accesoria, por ejemplo en materia de los crímenes cometidos por los esclavos.EFECTOS DE LA REORGANIZACIÓN SILANA OPOSICIÓN DE LOS OFICIALESAsí era la constitución dada a la ciudad de Roma por Lucio Cornelio Sila. Senado y caballeros, ciudadanos y proletarios, italianos y provinciales, todos la recibieron tal como la había dictado el regente; y, si bien no dejaron de murmurar, por lo menos no opusieron resistencia. No sucedió386

LA CONSTITUCIÓN DE SILAlo mismo entre sus oficiales. Hemos visto que el ejército romano había sufrido una revolución completa. Por la reforma de Mario se había convertido en un estado más militar y gobernable que en la época en que se negaba a batirse delante de Numancia; sin embargo, había pasado de ser en un principio una landwehr de milicias, a un gran cuerpo de soldados mercenarios que ignoraban la fidelidad a la patria, pero que eran fieles al general cuando este había sabido atraérselos. Esta decaden­cia total del espíritu militar se había manifestado de un modo muy triste durante la guerra social. En ella habían muerto a sus manos seis gene­rales: Albino, Catón, Rufo, Placeo, Ciña y Cayo Carbón. Solo Sila había podido dominar las peligrosas hordas, pero aflojando la brida a sus furiosos apetitos, y cerrando los ojos más que lo que había hecho jamás ningún otro general romano. Sin embargo, sería injusto e inexacto acusarlo de la ruina de la antigua disciplina. En efecto, entre los magistrados de Roma solo a él le había sido dado llegar al fin de sus designios militares y políticos, y el secreto de su buen éxito fue únicamente el haberse conver­tido a su vez en condottiero. Sin embargo, al encargarse de la dictadura militar no pensó jamás sujetar la República a la soldadesca; por el contrario, quiso colocar todas las cosas del Estado, los primeros ejércitos y los oficiales, bajo el poder civil. Así es que, en cuanto se vio claro su designio, la oposición en todo su estado mayor levantó la cabeza. ¡Que la oligarquía ejerza cuanto quiera la tiranía sobre el pueblo! Pero atacar a sus generales, a aquellos cuyas espadas habían levantado los destruidos asientos senatoriales, y forzarlos a obedecer pasivamente al Senado era lo que parecía intolerable. Hasta los dos lugartenientes en quienes Sila había tenido la más absoluta confianza se mostraron recalcitrantes. Incluso Gneo Pompeyo, a quien había encargado de la conquista de Sicilia y de África, y elegido para yerno, se negó a obedecer cuando recibió orden de licenciar sus tropas una vez terminada su misión, y faltó poco para que se declarase en abierta insurrección. Quinto Ofela, cuya enérgica persistencia delante de Preneste había contribuido tanto al éxito, difícil pero definitivo, de la primera campaña, se declaró también en abierta hostilidad contra los nuevos estatutos que prohibían toda candidatura al consulado antes de haber pasado por las funciones inferiores. Si bien no hubo una reconciliación cordial con Pompeyo, al menos sí hubo un acomodamiento. Sila lo conocía demasiado como para no temerle: dejó pasar la impertinente frase que su yerno le arrojó al rostro: "Al hombre387

le inquieta más el sol saliente que el sol poniente", y hasta concedió al presumido joven los vanos honores del triunfo que tanto deseaba. Pero si perdonó a Pompeyo, a Ofela, en cambio, le hizo ver que él no era hombre que se dejaba imponer "condiciones por sus subalternos". Por lo demás, como este se obstinase en su candidatura inconstitucional, lo hizo asesinar en pleno Forum, y declaró oficialmente al pueblo reunido que él era el autor del asesinato, y los motivos por los que lo había ordenado. La oposición característica del cuartel general al nuevo orden de cosas se mantuvo por el momento en silencio; pero al callarse no dejó de persistir en ello, justificando de este modo aquella frase del dictador que decía: "¡Lo que yo he hecho una vez, no tendrá que volver a comenzarlo nadie!".RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN CONSTITUCIONAL ABDICACIÓN DE SILAFaltaba por realizar lo más difícil: ajustar el régimen de excepción al molde de la ley antigua regenerada. Sila había tenido siempre la vista fija en este fin supremo, y por eso le fue más fácil su obra. Aunque investido del poder absoluto por la Ley Valeria, y aunque todos sus decretos tuviesen fuerza de derecho, no había hecho uso de sus poderes extraordinarios más que para dictar medidas puramente transitorias que hubieran comprometido sin utilidad al Senado o al pueblo, si los hubiese llamado para dictarlas. Citaré como ejemplo las proscripciones. Por lo demás, en los casos ordinarios había observado la regla que prescribió para el porvenir. Lo vemos pedir la votación del pueblo para la ley de los veinte cuestores (año 673), conservada en parte. Lo mismo se nos atestigua en lo tocante a los demás actos legislativos, tales como las leyes suntuarias y la confiscación de los territorios de las ciudades. En cuestiones de administración, por ejemplo, si se trataba de enviar un ejército a África o de llamarlo, o de conceder a las ciudades cartas de franquicia municipal, se consultaba previa y regularmente al Senado. Sila hizo proceder a la elección de los cónsules para el año 673, por cuyo medio supo esquivar lo odioso de una era pública que datase de su dictadura, y conservó sin embargo el poder en su mano. Guiado en su elección, el pueblo dio sus votos a personajes secundarios. Pero desde el año siguiente, se lo vio poner completamente en vigor y gobernar en calidad de cónsul con su388

LA CONSTITUCIÓN DE SILAhermano de armas, Quinto Mételo, sin dimitir la regencia, que dejó re­posar provisionalmente. Nadie comprendía mejor que él cuántos peligros hubiesen corrido las instituciones que acababa de fundar si su dictadura militar se perpetuaba. Por lo demás, al poco tiempo le pareció que el nuevo orden de cosas podía sostenerse, y como ya había terminado su obra de reconstrucción, al menos en su mayor parte (faltaba mucho por hacer, sobre todo en materia de colonizaciones), dejó abrir libremente las elecciones para el año 675. Rehusó un consulado nuevo e inmediato, por considerarlo cosa inconciliable con las instituciones promulgadas por él la víspera, y después, cuando los cónsules elegidos Publio Servilio y Apio Claudio revistieron su cargo, abdicó de la dictadura al comenzar ese mismo año 675 (79 a.C.). Con gran estupor aun de los espíritus más rígidos se vio un día a este hombre, que disponía a su arbitrio de la vida y fortuna de tantos millones de individuos; que a una señal suya había hecho rodar millares de cabezas; que en las calles de la capital y en todas las ciudades de Italia tenía enemigos mortales; que sin un solo aliado de su casta, y sin apoyarse siquiera en un partido fuerte, había llevado a feliz término la obra de una organización colosal pisoteando los intereses y las opiniones; se lo vio, repito, avanzar por el Forum romano, renunciar espontáneamente a la plenitud de su poder, licenciar su guardia personal, despachar a sus lictores y dirigirse a la multitud apiñada a su alrededor para preguntar si había alguno que tuviese cuentas que reclamarle. Todos callaron. Entonces bajó de la tribuna, y marchando a pie, seguido solo por los suyos, atravesó tranquilamente aquellas mismas turbas que ocho años antes habían saqueado su casa, y se retiró a su habitación.CARÁCTER DE SILAPoco justa ordinariamente con los hombres que han tenido que luchar contra la corriente de los tiempos, la posteridad no ha sabido juzgar como se merecen a Sila y su reorganización. Es verdad que el dictador es una de las apariciones más admirables, y hasta una aparición única en la historia. De temperamento sanguíneo, ojos azules, cabellos blondos, y de un rostro de singular blancura, pero que se coloreaba a la menor emoción,'6 era un hombre hermoso y de ardiente mirada. Por otra parte, no parecía destinado a desempeñar en el Estado un papel más brillante389

que el de sus antepasados; y después de la muerte del abuelo de su abuelo, Publio Cornelio Rufino (cónsul en el 464 y el 477), uno de los mejores generales y de los hombres más fastuosos del tiempo de las guerras de Pirro, habían quedado aquellos relegados a segunda fila. No pedía a la vida más que sus goces indolentes. Educado en el lujo de una civilización refinada, como era la que había en Roma en aquellos tiempos aun en la morada de las familias senatoriales menos acomodadas, apuró con avidez y de un solo trago la copa de todos los placeres del sensualismo intelectual, engendrado por la alianza de la delicadeza griega con la riqueza romana. Hombre de mundo y buen compañero, era recibido con gusto en todas partes, lo mismo en el salón de los nobles que bajo la tienda de campaña. Todos los que lo conocían, altos o bajos, hallaban en él un amigo simpático y, en caso necesario, una buena ayuda. Por otra parte, distribuía el oro más entre sus compañeros desgraciados que entre sus opulentos acree­dores. Bastante aficionado a la bebida y más apasionado aún por las mujeres, hasta en los últimos años de su vida, dejaba de ser dictador en cuanto anochecía y en cuanto se sentaba a la mesa, olvidado ya de los asuntos serios. Era sumamente irónico y casi bufón. Cierto día durante su regencia, en que presidía la subasta de los bienes de los proscritos, hizo que diesen una parte del botín a un sujeto que le presentó unos malísimos versos en su alabanza, pero con la condición de que le prometiera no recitarlos jamás. Por otra parte, después de haber justificado ante el pueblo la condena de Ofela, se puso a referir la fábula de El labrador y los piojos,11 mientras se ejecutaba al desgraciado. Le gustaba la compañía de los actores. No contento con tener a su mesa a Quinto Roscio, el Taima romano, recibía con gusto a los artistas de menos nombradía y bebía con ellos; él mismo cantaba bastante bien y escribía atelanas ejecutadas delante de sus familiares. Pero en estas bacanales iba perdiendo su energía corporal e intelectual; y después de su abdicación se lo solía ver en la descansada vida del campo recorriendo el país como activo cazador. Le gustaba la lectura y trajo consigo de Atenas, cuando la conquistó, todos los escritos de Aristóteles. Desdeñaba el romanismo exclusivo. En su casa no había esa seriedad afectada de los grandes personajes romanos que imitaban a los griegos, ni esa etiqueta de los nobles de alma pequeña. Por el contrario, éi dejaba pasar todo, con gran escándalo de muchos de sus compatriotas; luego aparecía vestido a la griega en las ciudades griegas, u obligaba a sus más aristocráticos amigos a subir en carro en los juegos39°

LA CONSTITUCIÓN DE SILAdel circo. No había guardado ninguna de esas esperanzas semipatrióticas y semiegoístas que, en los países de constitución libre, atraen a los jóvenes a la arena política, por más que como todos debió sentirlos alguna vez. En la vida que llevaba, vida que se movía entre la embriaguez de las pasiones y su frío despertar, las ilusiones se desvanecen pronto. Toda aspiración y todo deseo debieron parecerle una locura en este mundo que parece estar gobernado por el acaso: de especular sobre cualquier cosa, convenía hacerlo sobre el azar. Era uno de.los rasgos característicos del siglo el abonarse a la vez a la incredulidad y a la superstición. Y en eso hizo lo mismo que su siglo. Pero su religión en materia de prodigios no era como la de Mario, la fe plebeya del carbonero que pide por dinero al sacerdote profecías y una regla de conducta. Tampoco era el sombrío fatalismo del energúmeno. En realidad no es más que la creencia en el absurdo, esa gangrena intelectual que invade necesariamente las almas cuando estas han perdido poco a poco la confianza en el orden armónico del mundo providencial; no es más que la superstición del jugador de dados, que se dice privilegiado de la suerte y se imagina que a cada carta que se tira va a salir aquella con la que él gana. En el terreno de los hechos, Sila sabía con su habitual ironía volver en su provecho las prescripciones de la religión. Mientras vaciaba un día los tesoros de los templos de Grecia, exclamó: "¡No pueden faltar jamás recursos a aquel cuya caja cuidan de llenar los dioses!". Los sacerdotes de Belfos se negaron a enviarle las riquezas que él pedía que le entregasen, porque habían oído tocar, como si lo hubiesen hecho con la mano, la lira del dios. A esto él hizo que les respondiesen: "¡Deben obedecer tanto más pronto, cuanto que Apolo da a entender con su música su alegría por semejante medida!". No por esto dejó de mecerse entre ilusiones con la idea de que era el favorito de los dioses; y, sobre todo, el preferido de la diosa Afrodita, que es a la que rendía particularmente homenaje. En la conversación y en sus Memorias se vanagloriaba muchas veces de su comercio con las divinidades por medio de sueños y prodigios. Es verdad que tenía más derecho que nadie a enorgullecerse con sus acciones; pero, lejos de esto, solo estaba orgulloso de la constancia de su suerte, y repetía sin cesar que la impro­visación le había salido siempre mejor que la empresa muy meditada. Por otra manía, no menos rara, tenía la pretensión de no haber perdido nunca gente en sus numerosas batallas. Todo esto eran puras niñerías del favorito de la fortuna. Además obedecía también a esa mudanza391

natural de su pensamiento cuando, trasladado a esas alturas desde donde no veía a los demás hombres sino muy por debajo de él, tomó el sobre­nombre de Félix y dio a sus hijos nombres análogos (Faustus, Fausta).SU CARRERA POLÍTICA >iNada más lejos de Sila que la ambición regular y premeditada. Dema­siado sagaz para hacer lo mismo que muchos vulgares aristócratas, que ponían todo el fin y la gloria de su vida en inscribir su nombre en las listas consulares. Demasiado indiferente y poco ideólogo para unirse espontáneamente a la reforma del carcomido edificio del Estado, perma­neció en el punto en que lo habían colocado su nacimiento y su educación, en el círculo de la alta sociedad romana; y siguió, como el primero de su casta, la habitual carrera de los honores. No tuvo necesidad de es­fuerzos, y dejó agitar las laboriosas abejas de la política cuyo enjambre era numeroso. Así es como la suerte lo designó cuestor de África en el año 647, y fue al campamento de Mario. El elegante ciudadano se vio mal recibido por el rudo campesino que mandaba el ejército y por sus aguerridos oficiales. Semejante acogida lo escoció: como hombre diestro y bravo que era, aprendió al vuelo el oficio de las armas, y en su temeraria excursión a Mauritania desplegó por primera vez esa admirable mezcla de astucia y osadía que hacía que sus contemporáneos dijesen de él que era medio león y medio zorro, pero que en él, igualmente, era más pe­ligroso el zorro que el león. Fue entonces cuando se abrió la más brillante carrera ante el joven y noble oficial, ensalzado por todos como el que había puesto fin a la importuna guerra de Numidia. Luego tomó parte en la guerra contra los cimbrios, y, encargado del difícil aprovisionamien­to del ejército, se destacó por su raro talento organizador. Sin embargo, en esta época se sentía más atraído por los placeres de Roma, que por los trabajos de la guerra. Nombrado pretor en el 651, después de un primer fracaso, la suerte quiso que en su provincia, la más insignificante de todas, le fuese dado conseguir la primera victoria de los romanos contra Mitrídates, concluir el primer tratado con el poderoso Arsácida, e inferirle su primera humillación. Vino después la guerra civil. Sila fue también el que más eficazmente contribuyó al final feliz del primer acto de esta gran tragedia. Me refiero a la insurrección itálica, en la que se abrió392


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