Capítulo 2
EL UNIVERSO
TAMAÑO DEL UNIVERSO
No existe ninguna indicación en el cielo que permita a un observador casual descubrir
su particular lejanía. Los niños no tienen grandes dificultades para aceptar la fantasía
de que «la vaca saltó por encima de la luna», o de que «saltó tan alto, que tocó el
cielo». Los antiguos griegos, en su estadio mítico, no consideraban ridículo admitir que
el cielo descansaba sobre los hombros de Atlas. Según esto, Atlas tendría que haber
sido astronómicamente alto, aunque otro mito sugiere lo contrario. Atlas había sido
reclutado por Hércules para que le ayudara a realizar el undécimo de sus doce famosos
trabajos: ir en busca de las manzanas de oro (¿naranjas?) al jardín de las Hespérides
(¿«el lejano oeste» [España]?). Mientras Atlas realizaba la parte de su trabajo,
marchando en busca de las manzanas, Hércules ascendió a la cumbre de una montaña
y sostuvo el cielo. Aun suponiendo que Hércules fuese un ser de notables dimensiones,
no era, sin embargo, un gigante. De esto se deduce que los antiguos griegos admitían
con toda naturalidad la idea de que el cielo distaba sólo algunos metros de la cima de
las montañas.
Para empezar, no podemos ver como algo ilógica la suposición, en aquellos tiempos,
de que el cielo era un toldo rígido en el que los brillantes cuerpos celestes estaban
engarzados como diamantes. (Así, la Biblia se refiere al cielo como al «firmamento»,
voz que tiene la misma raíz latina que «firme».) Ya hacia el siglo VI al IV a. de J.C., los
astrónomos griegos se percataron de que debían de existir varios toldos, pues,
mientras las estrellas «fijas» se movían alrededor de la Tierra como si formaran un
solo cuerpo, sin modificar aparentemente sus posiciones relativas, esto no ocurría con
el Sol, la Luna y los cinco brillantes objetos similares a las estrellas (Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno), cada uno de los cuales describía una órbita distinta. Estos
siete cuerpos fueron denominados planetas (voz tomada de una palabra griega que
significaba «errante»), y parecía evidente que no podían estar unidos a la bóveda
estrellada.
Los griegos supusieron que cada planeta estaba situado en una bóveda invisible
propia, que dichas bóvedas se hallaban dispuestas concéntricamente, y que la más
cercana pertenecía al planeta que se movía más rápidamente. El movimiento más
rápido era el de la Luna, que recorría el firmamento en 29 días y medio
aproximadamente. Más allá se encontraban, ordenadamente alineados (según
suponían los griegos), Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno.
Primeras mediciones
La primera medición científica de una distancia cósmica fue realizada, hacia el año 240
a. de J.C., por Eratóstenes de Cirene —director de la Biblioteca de Alejandría, por
aquel entonces la institución científica más avanzada del mundo—, quien apreció el
hecho de que el 21 de junio, cuando el Sol, al mediodía, se hallaba exactamente en su
cénit en la ciudad de Siena (Egipto), no lo estaba también, a la misma hora, en
Alejandría, unos 750 km al norte de Siena. Eratóstenes concluyó que la explicación
debía de residir en que la superficie de la Tierra, al ser redonda, estaba siempre más
lejos del Sol en unos puntos que en otros. Tomando por base la longitud de la sombra
de Alejandría, al mediodía en el solsticio, la ya avanzada Geometría pudo responder a
la pregunta relativa a la magnitud en que la superficie de la Tierra se curvaba en el
trayecto de los 750 km entre Siena y Alejandría. A partir de este valor pudo calcularse
la circunferencia y el diámetro de la Tierra, suponiendo que ésta tenía una forma
esférica, hecho que los astrónomos griegos de entonces aceptaban sin vacilación (fig.
2.1).
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Eratóstenes hizo los correspondientes cálculos (en unidades griegas) y, por lo que
podemos juzgar, sus cifras fueron, aproximadamente, de 12.000 km para el diámetro
y unos 40.000 para la circunferencia de la Tierra. Así, pues, aunque quizá por
casualidad, el cálculo fue bastante correcto. Por desgracia, no prevaleció este valor
para el tamaño de la Tierra. Aproximadamente 100 años a. de J.C, otro astrónomo
griego, Posidonio de Apamea, repitió la experiencia de Eratóstenes, llegando a la muy
distinta conclusión de que la Tierra tenía una circunferencia aproximada de 29.000 km.
Este valor más pequeño fue el que aceptó Ptolomeo y, por tanto, el que se consideró
válido durante los tiempos medievales. Colón aceptó también esta cifra y, así, creyó
que un viaje de 3.000 millas hacia Occidente lo conduciría al Asia. Si hubiera conocido
el tamaño real de la tierra, tal vez no se habría aventurado. Finalmente, en 1521-
1523, la flota de Magallanes —o, mejor dicho, el único barco que quedaba de ella—
circunnavegó por primera vez la Tierra, lo cual permitió restablecer el valor correcto,
calculado por Eratóstenes.
Basándose en el diámetro de la Tierra, Hiparco de Nicea, aproximadamente 150 años
a. de J.C., calculó la distancia Tierra-Luna. Utilizó el método que había sido sugerido
un siglo antes por Aristarco de Samos, el más osado de los astrónomos griegos, los
cuales habían supuesto ya que los eclipses lunares eran debidos a que la Tierra se
interponía entre el Sol y la Luna. Aristarco descubrió que la curva de la sombra de la
Tierra al cruzar por delante de la Luna indicaba los tamaños relativos de la Tierra y la
Luna. A partir de esto, los métodos geométricos ofrecían una forma para calcular la
distancia a que se hallaba la Luna, en función del diámetro de la Tierra. Hiparco,
repitiendo este trabajo, calculó que la distancia de la Luna a la Tierra era 30 veces el
diámetro de la Tierra, esto significaba que la Luna debía de hallarse a unos 348.000
km de la Tierra. Como vemos, este cálculo es también bastante correcto.
Pero hallar la distancia que nos separa de la Luna fue todo cuanto pudo conseguir la
Astronomía griega para resolver el problema de las dimensiones del Universo, por lo
menos correctamente. Aristarco realizó también un heroico intento por determinar la
distancia Tierra-Sol. El método geométrico que usó era absolutamente correcto en
teoría, pero implicaba la medida de diferencias tan pequeñas en los ángulos que, sin el
uso de los instrumentos modernos, resultó ineficaz para proporcionar un valor
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aceptable. Según esta medición, el Sol se hallaba unas 20 veces más alejado de
nosotros que la Luna (cuando, en realidad, lo está unas 400 veces más). En lo tocante
al tamaño del Sol, Aristarco dedujo —aunque sus cifras fueron también erróneas— que
dicho tamaño debía de ser, por lo menos, unas 7 veces mayor que el de la Tierra,
señalando a continuación que era ilógico suponer que el Sol, de tan grandes
dimensiones, girase en torno a nuestra pequeña Tierra, por lo cual decidió, al fin, que
nuestro planeta giraba en torno al Sol.
Por desgracia nadie aceptó sus ideas. Posteriores astrónomos, empezando por Hiparco
y acabando por Claudio Ptolomeo, emitieron toda clase de hipótesis acerca de los
movimientos celestes, basándose siempre en la noción de una Tierra inmóvil en el
centro del Universo, con la Luna a 384.000 km de distancia y otros cuerpos situados
más allá de ésta, a una distancia indeterminada. Este esquema se mantuvo hasta
1543, año en que Nicolás Copérnico publicó su libro, el cual volvió a dar vigencia al
punto de vista de Aristarco y destronó para siempre a la Tierra de su posición como
centro del Universo.
Medición del Sistema Solar
El simple hecho de que el Sol estuviera situado en el centro del Sistema Solar no
ayudaba, por sí solo, a determinar la distancia a que se hallaban los planetas.
Copérnico adoptó el valor griego aplicado a la distancia Tierra-Luna, pero no tenía la
menor idea acerca de la distancia que nos separa del Sol. En 1650, el astrónomo belga
Godefroy Wendelin, repitiendo las observaciones de Aristarco con instrumentos más
exactos, llegó a la conclusión de que el Sol no se encontraba a una distancia 20 veces
superior a la de la Luna (lo cual equivaldría a unos 8 millones de kilómetros), sino 240
veces más alejado (esto es, unos 97 millones de kilómetros). Este valor era aún
demasiado pequeño, aunque, a fin de cuentas, se aproximaba más al correcto que el
anterior.
Entretanto, en 1609, el astrónomo alemán Johannes Kepler abría el camino hacia las
determinaciones exactas de las distancias con su descubrimiento de que las órbitas de
los planetas eran elípticas, no circulares. Por vez primera era posible calcular con
precisión órbitas planetarias y, además, trazar un mapa, a escala, del Sistema Solar.
Es decir, podían representarse las distancias relativas y las formas de las órbitas de
todos los cuerpos conocidos en el Sistema. Esto significaba que si podía determinarse
la distancia, en kilómetros, entre dos cuerpos cualesquiera del Sistema, también
podrían serlo las otras distancias. Por tanto, la distancia al Sol no precisaba ser
calculada de forma directa, como habían intentado hacerlo Aristarco y Wendelin. Se
podía conseguir mediante la determinación de la distancia de un cuerpo más próximo,
como Marte o Venus, fuera del sistema Tierra-Luna.
Un método que permite calcular las distancias cósmicas implica el uso del paralaje. Es
fácil ilustrar lo que significa este término. Mantengamos un dedo a unos 8 cm de
nuestros ojos, y observémoslo primero con el ojo izquierdo y luego con el derecho. Con
el izquierdo lo veremos en una posición, y con el derecho, en otra. El dedo se habrá
desplazado de su posición respecto al fondo y al ojo con que se mire, porque habremos
modificado nuestro punto de vista. Y si se repite este procedimiento colocando el dedo
algo más lejos, digamos con el brazo extendido, el dedo volverá a desplazarse sobre el
fondo, aunque ahora no tanto. Así, la magnitud del desplazamiento puede aplicarse en
cada caso para determinar la distancia dedo-ojo.
Por supuesto que para un objeto colocado a 15 m, el desplazamiento en la posición,
según se observe con un ojo u otro, empezará ya a ser demasiado pequeño como para
poderlo medir; entonces necesitamos una «línea de referencia» más amplia que la
distancia existente entre ambos ojos. Pero todo cuanto hemos de hacer para ampliar el
cambio en el punto de vista es mirar el objeto desde un lugar determinado, luego
mover éste unos 6 m hacia la derecha y volver a mirar el objeto. Entonces el paralaje
será lo suficientemente grande como para poderse medir fácilmente y determinar la
distancia. Los agrimensores recurren precisamente a este método para determinar la
distancia a través de una corriente de agua o de un barranco.
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El mismo método puede utilizarse para medir la distancia Tierra-Luna, y aquí las
estrellas desempeñan el papel de fondo. Vista desde un observatorio en California, por
ejemplo, la Luna se hallará en una determinada posición respecto a las estrellas. Pero
si la vemos en el mismo momento desde un observatorio en Inglaterra, ocupará una
posición ligeramente distinta. Este cambio en la posición, así como la distancia
conocida entre los dos observatorios —una línea recta a través de la Tierra— permite
calcular los kilómetros que nos separan de la Luna. Por supuesto que podemos
aumentar la línea base haciendo observaciones en puntos totalmente opuestos de la
Tierra; en este caso, la longitud de la línea base es de unos 12.000 km. El ángulo
resultante de paralaje, dividido por 2, se denomina «paralaje geocéntrico».
El desplazamiento en la posición de un cuerpo celeste se mide en grados o
subunidades de grado: minutos o segundos. Un grado es la 1/360 parte del círculo
celeste; cada grado se divide en 60 minutos de arco, y cada minuto, en 60 segundos
de arco. Por tanto, un minuto de arco es 1/(360 x 60) o 1/21.600 de la circunferencia
celeste, mientras que un segundo de arco es 1/(21.600 x 60) o 1/1.296.000 de la
misma circunferencia.
Con ayuda de la Trigonometría, Claudio Ptolomeo fue capaz de medir la distancia que
separa a la Tierra de la Luna a partir de su paralaje, y su resultado concuerda con el
valor obtenido previamente por Hiparco. Dedujo que el paralaje geocéntrico de la Luna
es de 57 minutos de arco (aproximadamente, 1 grado). El desplazamiento es casi igual
al espesor de una moneda de 1 peseta vista a la distancia de 1,5 m. Éste es fácil de
medir, incluso a simple vista. Pero cuando medía el paralaje del Sol o de un planeta,
los ángulos implicados eran demasiado pequeños. En tales circunstancias sólo podía
llegarse a la conclusión de que los otros cuerpos celestes se hallaban situados mucho
más lejos que la Luna. Pero nadie podía decir cuánto.
Por sí sola, la Trigonometría no podía dar la respuesta, pese al gran impulso que le
habían dado los árabes durante la Edad Media y los matemáticos europeos durante el
siglo XVI. Pero la medición de ángulos de paralaje pequeños fue posible gracias a la
invención del telescopio, que Galileo fue el primero en construir y que apuntó hacia el
cielo en 1609, después de haber tenido noticias de la existencia de un tubo
amplificador que había sido construido unos meses antes por un holandés fabricante
de lentes.
En 1673, el método del paralaje dejó de aplicarse exclusivamente a la Luna cuando el
astrónomo francés, de origen italiano, Jean-Dominique Cassini, obtuvo el paralaje de
Marte. En el mismo momento en que determinaba la posición de este planeta respecto
a las estrellas, el astrónomo francés Jean Richer, en la Guayana francesa, hacía
idéntica observación. Combinando ambas informaciones, Cassini determinó el paralaje
y calculó la escala del Sistema Solar. Así obtuvo un valor de 136 millones de
kilómetros para la distancia del Sol a la Tierra, valor que, como vemos, era, en
números redondos, un 7 % menor que el actualmente admitido.
Desde entonces se han medido, con creciente exactitud, diversos paralajes en el
Sistema Solar. En 1931, se elaboró un vasto proyecto internacional cuyo objetivo era
el de obtener el paralaje de un pequeño planetoide llamado Eros, que en aquel tiempo
estaba más próximo a la Tierra que cualquier cuerpo celeste, salvo la Luna. En aquella
ocasión, Eros mostraba un gran paralaje, que pudo ser medido con notable precisión,
y, con ello, la escala del Sistema Solar se determinó con mayor exactitud de lo que lo
había sido hasta entonces.
Gracias a esos cálculos, y con ayuda de métodos más exactos aún que los del paralaje,
hoy sabemos la distancia que hay del Sol a la Tierra, la cual es de 150.000.000 de
kilómetros, distancia que varía más o menos, teniendo en cuenta que la órbita de la
Tierra es elíptica.
Esta distancia media se denomina «unidad astronómica» (U.A.), que se aplica también
a otras distancias dentro del Sistema Solar. Por ejemplo, Saturno parece hallarse, por
término medio, a unos 1.427 millones de kilómetros del Sol, 6,15 U.A. A medida que
se descubrieron los planetas más lejanos —Urano, Neptuno y Plutón—, aumentaron
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sucesivamente los límites del Sistema Solar. El diámetro extremo de la órbita de Plutón
es de 11.745 millones de kilómetros, o 120 U.A. Y se conocen algunos cometas que se
alejan a mayores distancias aún del Sol.
Hacia 1830 se sabía ya que el Sistema Solar se extendía miles de millones de
kilómetros en el espacio, aunque, por supuesto, éste no era el tamaño total del
Universo. Quedaban aún las estrellas.
Las estrellas más lejanas
Naturalmente, las estrellas podían existir como diminutos objetos situados en la
bóveda sólida del firmamento, que constituye las fronteras del Universo exactamente
más allá de los límites más alejados del Sistema Solar. Hasta aproximadamente el año
1700, esto constituía un punto de vista más bien respetable, aunque hubiera algunos
estudiosos que no se mostrasen de acuerdo.
Incluso ya en 1440, un estudioso alemán, Nicolás de Cusa, mantenía que el espacio
era infinito, y que las estrellas eran soles que se extendían más allá, en todas
direcciones y sin límites, cada una de ellas con un cortejo de planetas habitados. El
que las estrellas no pareciesen soles, sino sólo chispitas de luz, lo atribuía a su gran
distancia. Desgraciadamente, Nicolás no tenía pruebas acerca de esos puntos de vista,
pero los avanzaba tan sólo meramente como una opinión. La opinión parecía ser
disparatada, y se le ignoró.
Sin embargo, en 1718 el astrónomo inglés Edmund Halley, que trabajaba duro para
realizar unas determinaciones telescópicas exactas de la posición de varias estrellas en
el firmamento, descubrió que tres de las estrellas más brillantes —Sirio, Proción y
Arturo— no se hallaban en la posición registrada por los astrónomos griegos. El cambio
resultaba demasiado grande para tratarse de un error, incluso dando por supuesto el
hecho de que los griegos se vieron forzados a realizar observaciones sin ayuda de
instrumentos. Halley llegó a la conclusión de que las estrellas no se hallaban fijas en el
firmamento, a fin de cuentas, sino que se movían de una forma independiente como
abejas en un enjambre. El movimiento es muy lento y tan imperceptible que, hasta
que pudo usarse el telescopio, parecían encontrarse fijas.
La razón de que este movimiento propio sea tan pequeño, radica en que las estrellas
están muy distantes de nosotros. Sirio, Proción y Arturo se encuentran entre las
estrellas más cercanas, y sus movimientos propios llegado el momento se hacen
detectables. Su relativa proximidad a nosotros es lo que las hace tan brillantes. Las
estrellas más apagadas se encuentran mucho más lejos, y sus movimientos siguieron
indetectables durante todo el tiempo que transcurrió entre los griegos y nosotros.
Y, aunque el movimiento propio en sí atestigüe acerca de la distancia de las estrellas,
realmente no nos da esa distancia. Naturalmente, las estrellas más próximas deben
mostrar un paralaje cuando se las compara con otras más distantes. Sin embargo, ese
paralaje no puede detectarse. Incluso cuando los astrónomos usaron como línea de
referencia el diámetro completo de la órbita terrestre en torno del Sol (229 millones de
kilómetros), observando a las estrellas desde los extremos opuestos de la órbita a
intervalos de medio año, siguieron sin observar el paralaje. Por lo tanto, esto
significaba que incluso las estrellas más cercanas podían hallarse extremadamente
distantes. A medida que incluso los telescopios más perfeccionados fracasaron en
mostrar un paralaje estelar, la distancia estimada de las estrellas tuvo que
incrementarse más y más. Que siguieran siendo visibles incluso a aquellas vastas
distancias a las que se les había empujado, dejaba claro que debían ser tremendas
esferas de llamas como nuestro propio Sol. Nicolás de Cusa tenía razón.
Pero los telescopios y otros instrumentos siguieron perfeccionándose. En 1830, el
astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel empleó un aparato recientemente
inventado, al que se dio el nombre de «heliómetro» («medidor del Sol») por haber sido
ideado para medir con gran precisión el diámetro del Sol. Por supuesto que podía
utilizarse también para medir otras distancias en el firmamento, y Bessel lo empleó
para calcular la distancia entre dos estrellas. Anotando cada mes los cambios
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producidos en esta distancia, logró finalmente medir el paralaje de una estrella (fig.
2.2). Eligió una pequeña de la constelación del Cisne, llamada 61 del Cisne. Y la
escogió porque mostraba, con los años, un desplazamiento inusitadamente grande en
su posición, comparada con el fondo de las otras estrellas, lo cual podía significar sólo
que se hallaba más cerca que las otras. (Este movimiento constante —aunque muy
lento— a través del firmamento, llamado «movimiento propio», no debe confundirse
con el desplazamiento, hacia delante y atrás, respecto al fondo, que indica el paralaje.)
Bessel estableció las sucesivas posiciones de la 61 del Cisne contra las estrellas
vecinas «fijas» (seguramente, mucho más distantes) y prosiguió sus observaciones
durante más de un año. En 1838 informó que la 61 del Cisne tenía un paralaje de 0,31
segundos de arco —¡el espesor de una moneda de 10 pesetas vista a una distancia de
16 km!—. Este paralaje, observado con el diámetro de la órbita de la Tierra como línea
de base, significaba que la 61 del Cisne se hallaba alejada de nuestro planeta 103
billones de km (103.000.000.000.000). Es decir, 9.000 veces la anchura de nuestro
Sistema Solar. Así, comparado con la distancia que nos separa incluso de las estrellas
más próximas, nuestro Sistema Solar se empequeñece hasta reducirse a un punto
insignificante en el espacio.
Debido a que las distancias en billones de kilómetros son inadecuadas para trabajar
con ellas, los astrónomos redujeron las cifras, expresando las distancias en términos
de la velocidad de la luz (300.000 km/seg). En un año, la luz recorre más de 9 billones
de kilómetros. Por lo tanto, esta distancia se denomina «año luz». Expresada en esta
unidad, la 61 del Cisne se hallaría, aproximadamente, a 11 años luz de distancia.
Dos meses después del éxito de Bessel —¡margen tristemente corto para perder el
honor de haber sido el primero!—, el astrónomo británico Thomas Henderson informó
sobre la distancia que nos separa de la estrella Alfa de Centauro. Esta estrella, situada
en los cielos del Sur y no visible desde Estados Unidos ni desde Europa, es la tercera
del firmamento por su brillo. Se puso de manifiesto que Alfa de Centauro tenía un
paralaje de 0,75 segundos de arco, o sea, más de dos veces el de la 61 del Cisne. Por
tanto, Alfa de Centauro se hallaba mucho más cerca de nosotros. En realidad, dista
sólo 4,3 años luz del Sistema Solar y es nuestro vecino estelar más próximo. En
realidad, no es una estrella simple, sino un cúmulo de tres.
En 1840, el astrónomo ruso, de origen alemán, Friedrich Wühelm von Struve comunicó
haber obtenido el paralaje de Vega, la cuarta estrella más brillante del firmamento. Su
determinación fue, en parte, errónea, lo cual es totalmente comprensible dado que el
paralaje de Vega es muy pequeño y se hallaba mucho más lejos (27 años luz).
Hacia 1900 se había determinado ya la distancia de unas 70 estrellas por el método del
paralaje (y, hacia 1950, de unas 6.000). Unos 100 años luz es, aproximadamente, el
límite de la distancia que puede medirse con exactitud, aun con los mejores
instrumentos. Y, sin embargo, más allá existen incontables estrellas, a distancias
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