Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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este elemento.

El hidrógeno podía ser también detectado en las estrellas, aunque los espectros de

éstas variaban entre sí, debido tanto a las diferencias en su constitución química como

a otras propiedades. En realidad, las estrellas podían clasificarse de acuerdo con la

naturaleza general de su grupo de líneas espectrales. Tal clasificación la realizó por vez

primera el astrónomo italiano Pietro Angelo Secchi, en 1867, basándose en 4.000

espectros. Hacia 1890 el astrónomo americano Edward Charles Pickering estudió los

espectros estelares de decenas de millares de cuerpos celestes, lo cual permitió

realizar la clasificación espectral con mayor exactitud, habiendo gozado de la

inestimable ayuda de Annie J. Cannon y Antonia C. Maury.

Originalmente, esta clasificación se efectuó con las letras mayúsculas por orden

alfabético; pero a medida que se fue aprendiendo cada vez más sobre las estrellas,

hubo que alterar dicho orden para disponer las clases espectrales en una secuencia

lógica. Si las letras se colocan en el orden de las estrellas de temperatura decreciente,

tenemos, O, B, A, F, G, K, M, R, N y S. Cada clasificación puede subdividirse luego con

los números del 1 al 10. El Sol es una estrella de temperatura media, de la clase

espectral de G-0, mientras que Alfa de Centauro es de la G-2. La estrella Proción, algo

más caliente, pertenece a la clase F-5, y Sirio, de temperatura probablemente más

elevada, de la*A-0.

El espectroscopio podía localizar nuevos elementos no sólo en la Tierra, sino también

en el firmamento. En 1868, el astrónomo francés Pierre-Jules-César Janssen observó

un eclipse total de Sol desde la India, y comunicó la aparición de una línea espectral

que no podía identificar con la producida por cualquier elemento conocido. El

astrónomo inglés Sir Norman Lockyer, seguro de que tal línea debía de representar un

nuevo elemento, lo denominó «helio», de la voz griega con que se designa el «Sol».

Sin embargo, transcurrirían 30 años más antes de que se descubriera el helio en

nuestro planeta.

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Como ya hemos visto, el espectroscopio se convirtió en un instrumento para medir la



velocidad radial de las estrenllas, así como para investigar otros muchos problemas,

por ejemplo las características magnéticas de una estrella, su temperatura, si era

simple o doble, etc.

Además, las líneas espectrales constituían una verdadera enciclopedia de información

sobre la estructura atómica, que, sin embargo, no pudo utilizarse adecuadamente

hasta después de 1890, cuando se descubrieron las partículas subatómicas en el

interior del átomo. Por ejemplo, en 1885, el físico alemán Johann Jakob Balmer

demostró que el hidrógeno producía en el espectro toda una serie de líneas, que se

hallaban espaciadas con regularidad, de acuerdo con una fórmula relativamente

simple. Este fenómeno fue utilizado una generación más tarde, para deducir una

imagen importante de la estructura del átomo de hidrógeno (véase capítulo 8).

El propio Lockyer mostró que las líneas espectrales producidas por un elemento dado

se alteraban a altas temperaturas. Esto revelaba algún cambio en los átomos. De

nuevo, este hallazgo no fue apreciado hasta que se descubrió que un átomo constaba

de partículas más pequeñas, algunas de las cuales eran expulsadas a temperaturas

elevadas, lo cual alteraba la estructura atómica y, por tanto, la naturaleza de las líneas

que producía el átomo. (Tales líneas fueron a veces interpretadas erróneamente como

nuevos elementos, cuando en realidad el helio es el único elemento nuevo descubierto

en los cielos.)

Fotografía

Cuando, en 1830, el artista francés Louis-Jacques Mandé Daguerre obtuvo los primeros

«daguerrotipos» e introdujo así la fotografía, ésta se convirtió pronto en un valiosísimo

instrumento para la Astronomía. A partir de 1840, varios astrónomos americanos

fotografiaron la Luna, y una fotografía tomada por George Phillips Bond impresionó

profundamente en la Exposición Internacional celebrada en Londres en 1851. También

fotografiaron el Sol. En 1860, Secchi tomó la primera fotografía de un eclipse total de

Sol. Hacia 1870, las fotografías de tales eclipses habían demostrado ya que la corona y

las protuberancias formaban parte del Sol, no de nuestro satélite.

Entretanto, a principios de la década iniciada con 1850, los astrónomos obtuvieron

también fotografías de estrellas distantes. En 1887, el astrónomo escocés David Gilí

tomaba de forma rutinaria fotografías de las estrellas. De esta forma, la fotografía se

hizo más importante que el mismo ojo humano para la observación del Universo.

La técnica de la fotografía con telescopio ha progresado de forma constante. Un

obstáculo de gran importancia lo constituye el hecho de que un telescopio grande

puede cubrir sólo un campo muy pequeño. Si se intenta aumentar el campo aparece

distorsión en los bordes. En 1930, el óptico ruso-alemán Bernard Schmidt ideó un

método para introducir una lente correctora, que podía evitar la distorsión. Con esta

lente podía fotografiarse cada vez una amplia área del firmamento y observarla en

busca de objetos interesantes, que luego podían ser estudiados con mayor detalle

mediante un telescopio convencional. Como quiera que tales telescopios son utilizados

casi invariablemente para los trabajos de fotografía, fueron denominados cámaras de



Schmidt.

Las cámaras de Schmidt más grandes empleadas en la actualidad son una de 53

pulgadas, instalada en Tautenberg (ex R. D. de Alemania), y otra de 48 pulgadas,

utilizada junto con el telescopio Hale de 200 pulgadas, en el Monte Palomar. La

tercera, de 39 pulgadas, se instaló, en 1961, en un observatorio de la Armenia

soviética.

Hacia 1800, William Herschel (el astrónomo que por vez primera explicó la probable

forma de nuestra galaxia) realizó un experimento tan sencillo como interesante. En un

haz de luz solar que pasaba a través de un prisma, mantuvo un termómetro junto al

extremo rojo del espectro. La columna de mercurio ascendió. Evidentemente, existía

una forma de radiación invisible a longitudes de onda que se hallaban por debajo del

espectro visible. La radiación descubierta por Herschel recibió el nombre de infrarroja

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—por debajo del rojo—. Hoy sabemos que casi el 60 % de la radiación solar se halla



situada en el infrarrojo.

En 1801, el físico alemán Johann Wilhelm Ritter exploró el otro extremo del espectro.

Descubrió que el nitrato de plata, que se convierte en plata metálica y se oscurece

cuando es expuesto a la luz azul o violeta, se descomponía aún más rápidamente al

colocarla por debajo del punto en el que el espectro era violeta. Así, Ritter descubrió la

«luz» denominada ahora ultravioleta (más allá del violeta). Estos dos investigadores,

Herschel y Ritter, habían ampliado el espectro tradicional y penetrado en nuevas

regiones de radiación.

Estas nuevas regiones prometían ofrecer abundante información. La región ultravioleta

del espectro solar, invisible a simple vista, puede ponerse de manifiesto con toda

claridad mediante la fotografía. En realidad, si se utiliza un prisma de cuarzo —el

cuarzo transmite la luz ultravioleta, mientras que el cristal corriente absorbe la mayor

parte de ella— puede registrarse un espectro ultravioleta bastante complejo, como lo

demostró por vez primera, en 1852, el físico británico George Gabriel Stokes. Por

desgracia, la atmósfera sólo permite el paso de radiaciones del ultravioleta cercano, o

sea la región del espectro constituida por longitudes de onda casi tan largas como las

de la luz violeta. El ultravioleta lejano, con sus longitudes de onda particularmente

cortas, es absorbido en la atmósfera superior.



Radioastronomía

En 1860, el físico escocés James Clerk Maxwell elaboró una teoría que predecía la

existencia de toda una familia de radiaciones asociadas a los fenómenos eléctricos y

magnéticos (radiación electromagnética), familia de la cual la luz corriente era sólo una

pequeña fracción. La primera radiación definida de las predichas por él llegó un cuarto

de siglo más tarde, siete años después de su prematura muerte por cáncer. En 1887,

el físico alemán Heinrich Rudolf Hertz, al generar una corriente oscilatoria a partir de la

chispa de una bobina de inducción, produjo y detectó una radiación de longitudes de

onda extremadamente largas, mucho más largas que las del infrarrojo comente. Se les

dio el nombre de ondas radio.

Las longitudes de onda de la luz visible se miden en mieras o micrones (milésima parte

del milímetro, representada por una letra griega μ). Se extienden desde las 0,39

(extremo violeta) a las 0,78 μ (extremo rojo). Seguidamente se encuentra el

«infrarrojo lejano» (30 a 1.000 μ). Aquí es donde empiezan las ondas radio: las

denominadas «ondas ultracortas» se extienden desde las 1.000 a las 160.000 μ y las

radioeléctricas de onda larga llegan a tener muchos miles de millones de micras.

La radiación puede caracterizarse no sólo por la longitud de onda, sino también por la

«frecuencia», o sea, el número de ondas de radiación producidas por segundo. Este

valor es tan elevado para la luz visible y la infrarroja, que no suele emplearse en estos

casos. Sin embargo, para las ondas de radio la frecuencia alcanza cifras más bajas, y

entonces es ventajoso definirlas en términos de ésta. Un millar de ondas por segundo

se llama «kilociclo», y un millón de ondas por segundo «megaciclo». La región de las

ondas ultracortas se extiende desde los 300.000 hasta los 1.000 megaciclos. Las ondas

de radio mucho mayores, usadas en las emisoras de radio corrientes, se hallan en el

campo de frecuencia de los kilociclos.

Una década después del descubrimiento de Hertz, se extendió, de forma similar, el

otro extremo del espectro. En 1895, el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen

descubrió, accidentalmente, una misteriosa radiación que denominó rayos X. Sus

longitudes de onda resultaron ser más cortas que las ultravioleta. Posteriormente,

Rutherford demostró que los rayos gamma, asociados a la radiactividad, tenían una

longitud de onda más pequeña aún que las de los rayos X.

La mitad del espectro constituido por las ondas cortas se divide ahora de una manera

aproximada, de la siguiente forma: las longitudes de onda de 0,39 a 0,17 μ pertenecen

al «ultravioleta cercano»; de las 0,17 a la 0,01 μ al «ultravioleta lejano»; de las 0,01 a

las 0,00001 μ a los rayos X, mientras que los rayos gamma se extienden desde esta

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cifra hasta menos de la milmillonésima parte de la miera.



Así, pues, el espectro original de Newton se había extendido enormemente. Si

consideramos cada duplicación de una longitud de onda como equivalente a una octava

(como ocurre en el caso del sonido), el espectro electromagnético, en toda su

extensión estudiada, abarca 60 octavas. La luz visible ocupa sólo una de estas octavas,

casi en el centro del espectro.

Por supuesto que con un espectro más amplio podemos tener un punto de vista más

concreto sobre las estrellas. Sabemos, por ejemplo, que la luz solar es rica en luz

ultravioleta e infrarroja. Nuestra atmósfera filtra la mayor parte de estas radiaciones;

pero en 1931, y casi por accidente, se descubrió una ventana de radio al Universo.

Karl Jansky, joven ingeniero radiotécnico de los Laboratorios de la «Bell Telephone»,

estudió los fenómenos de estática que acompañan siempre a la recepción de radio.

Apareció un ruido muy débil y constante, que no podía proceder de ninguna de las

fuentes de origen usuales. Finalmente, llegó a la conclusión de que la estática era

causada por ondas de radio procedentes del espacio exterior.

Al principio, las señales de radio procedentes del espacio parecían más fuertes en la

dirección del Sol; pero, con los días, tal dirección fue desplazándose lentamente desde

el Sol y trazando un círculo en el cielo. Hacia 1933, Jansky emitió la hipótesis de que

las ondas de radio procedían de la Vía Láctea y, en particular, de Sagitario, hacia el

centro de la Galaxia.

Así nació la «radioastronomía». Los astrónomos no se sirvieron de ella en seguida,

pues tenía graves inconvenientes. No proporcionaba imágenes nítidas, sino sólo trazos

ondulantes sobre un mapa, que no eran fáciles de interpretar. Pero había algo más

grave aún: las ondas de radio eran de una longitud demasiado larga para poder

resolver una fuente de origen tan pequeña como una estrella. Las señales de radio a

partir del espacio ofrecían longitudes de onda de cientos de miles e incluso de millones

de veces la longitud de onda de la luz, y ningún receptor convencional podía

proporcionar algo más que una simple idea general de la dirección de que procedían.

Un radiotelescopio debería tener una «cubeta» receptora un millón de veces mayor

que el espejo de un telescopio óptico para producir una foto nítida del firmamento.

Para que una cubeta de radio fuese el equivalente a un telescopio de 200 pulgadas,

debería extenderse en una longitud de unos 6.000 km y tener dos veces el área de

Estados Unidos, lo cual era manifiestamente imposible.

Estas dificultades oscurecieron la importancia del nuevo descubrimiento, hasta que un

joven radiotécnico, Grote Reber, por pura curiosidad personal, prosiguió los estudios

sobre este hallazgo. Hacia 1937, gastó mucho tiempo y dinero en construir, en el patio

de su casa, un pequeño «radiotelescopio» con un «reflector» paraboloide de unos 900

cm de diámetro, para recibir y concentrar las ondas de radio. Empezó a trabajar en

1938, y no tardó en descubrir una serie de fuentes de ondas de radio distintas de la de

Sagitario una, en la constelación del Cisne, por ejemplo, y otra en la de Casiopea. (A

tales fuentes de radiación se les dio al principio el nombre de «radioestrellas», tanto si

las fuentes de origen eran realmente estrellas, como si no lo eran; hoy suelen llamarse

«fuentes radio».)

Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras los científicos británicos desarrollaban el

radar, descubrieron que el Sol interfería sus señales al emitir radiaciones en la región

de las ondas ultracortas. Esto excitó su interés hacia la Radioastronomía, y, después

de la guerra, los ingleses prosiguieron sus radiocontactos con el Sol. En 1950

descubrieron que gran parte de las señales radio procedentes del Sol estaban

asociadas con sus manchas. (Jansky había realizado sus experiencias durante un

período de mínima actividad solar, motivo por el cual había detectado más la radiación

galáctica que la del Sol.)

Y lo que es más, desde que la tecnología del radar ha empleado las mismas longitudes

de onda de la radioastronomía, a finales de la Segunda Guerra Mundial, los

astrónomos tuvieron a su disposición una gran serie de instrumentos adaptados a la

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manipulación de las microondas que no existían antes de la guerra. Éstos se mejoraron



con rapidez y creció en seguida el interés por la radioastronomía.

Los británicos fueron los pioneros en la construcción de grandes antenas y series de

receptores muy separados (técnica usada por primera vez en Australia) para hacer

más nítida la recepción y localizar las estrellas emisoras de ondas radio. Su pantalla,

de 75 m, en Jodrell Bank, Inglaterra —construida bajo la supervisión de Sir Bernard

Lowell—, fue el primer radiotelescopio verdaderamente grande.

Se encontraron otras formas de mejorar la recepción. No resultó necesario construir

radiotelescopios imposiblemente enormes para lograr una resolución elevada. En vez

de ello, se puede construir radiotelescopios de un tamaño adecuado en lugares

separados por una gran distancia. Si ambas pantallas son cronometradas gracias a

unos relojes atómicos superexactos y pueden moverse al unísono con ayuda de una

inteligente computerización, los dos juntos lograrán resultados similares a los

producidos por una sola pantalla mayor que la anchura combinada, aparte de la

distancia de separación. Tales combinaciones de pantallas se dice que son

radiotelescopios con una larga línea de base e incluso muy larga línea de base. Los

astrónomos australianos, con un país grande y relativamente vacío a su disposición,

fueron los pioneros en este avance; y, en la actualidad, pantallas que cooperan en

California y en Australia han conseguido líneas de base de más de 10.000 kilómetros.

Además los radiotelescopios no producen borrosidades y están más allá de los

aguzados ojos de los telescopios ópticos. En la actualidad, los radiotelescopios pueden

conseguir más detalles que los telescopios ópticos. En realidad, tales largas líneas de

base de los radiotelescopios han llegado hasta donde les es posible en la superficie de

la Tierra, pero los astrónomos sueñan ya con radiotelescopios en el espacio,

conjuntados unos con otros y con pantallas en la Tierra, que conseguirían líneas de

base aún más largas. Sin embargo, antes de que los radiotelescopios avanzasen hasta

sus presentes niveles, se llevaron a cabo importantes descubrimientos.

En 1947, el astrónomo australiano John C. Bolton detectó la tercera fuente radio más

intensa del firmamento, y demostró que procedía de la nebulosa del Cangrejo. De las

fuentes radio detectadas en distintos lugares del firmamento, ésta fue la primera en

ser asignada a un objeto realmente visible, parecía improbable que fuera una enana

blanca lo que daba origen a la radiación, ya que otras enanas blancas no cumplían esta

misión. Resultaba mucho más probable que la fuente en cuestión fuese la nube de gas

en expansión en la nebulosa.

Esto apoyaba otras pruebas de que las señales radio procedentes del Cosmos se

originaban principalmente en gases turbulentos. El gas turbulento de la atmósfera

externa del Sol origina ondas radio, por lo cual se denomina «sol radioemisor», cuyo

tamaño es superior al del Sol visible. Posteriormente se comprobó que también Júpiter,

Saturno y Venus —planetas de atmósfera turbulenta— eran emisores de ondas radio.

Jansky, que fue el iniciador de todo esto, no recibió honores durante su vida, y murió,

en 1950, a los 44 años de edad, cuando la Radioastronomía empezaba a adquirir

importancia. En su honor, y como reconocimiento postumo, las emisiones radio se

miden ahora por «janskies».



Mirando más allá de nuestra Galaxia

La Radioastronomía exploró la inmensidad del espacio. Dentro de nuestra Galaxia

existe una potente fuente radio —la más potente entre las que trascienden el Sistema

Solar—, denominada «Cas» por hallarse localizada en Casiopea. Walter Baade y

Rudolph Minkowski, en el Monte Palomar, dirigieron el telescopio de 200 pulgadas

hacia el punto donde esta fuente había sido localizada por los radiotelescopios

británicos, y encontraron indicios de gas en turbulencia. Es posible que se trate de los

restos de la supernova de 1572, que Kepler había observado en Casiopea.

Un descubrimiento más distante aún fue realizado en 1591. La segunda fuente radio

de mayor intensidad se halla en la constelación del Cisne. Reber señaló por vez

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primera su presencia en 1944. Cuando los radiotelescopios la localizaron más tarde



con mayor precisión, pudo apreciarse que esta fuente radio se hallaba fuera de nuestra

Galaxia. Fue la primera que se localizó más allá de la Vía Láctea. Luego, en 1951,

Baade, estudiando, con el telescopio de 200 pulgadas, la porción indicada del

firmamento, descubrió una singular galaxia en el centro del área observada. Tenía

doble centro y parecía estar distorsionada. Baade sospechó que esta extraña galaxia,

de doble centro y con distorsión, no era en realidad una galaxia, sino dos, unidas por

los bordes como dos platillos al entrechocar. Baade pensó que eran dos galaxias en

colisión, posibilidad que ya había discutido con otros astrónomos.

La evidencia pareció apoyar este punto de vista y, durante algún tiempo, las galaxias

en colisión fueron aceptadas como un hecho. Dado que la mayoría de las galaxias

existen en grupos más bien compactos, en los que se mueven como las abejas en un

enjambre, dichas colisiones no parecían nada improbables.

La radiofuente de Cisne se creyó que se hallaba a unos 260 millones de años luz de

distancia, aunque las señales de radio fueran mucho más fuertes que las de la

nebulosa del Cangrejo en nuestra vecindad estelar. Ésta fue la primera indicación de

que los radiotelescopios serían capaces de penetrar a mayores distancias que los

telescopios ópticos. Incluso el radiotelescopio de 75 metros de Jodrell Bank, pequeño

según los actuales niveles, poseía mayor radio de acción que un telescopio óptico que

le superase en medio metro.

Pero cuando aumentó el número de fuentes radio halladas entre las galaxias distantes,

y tal número pasó de 100, los astrónomos se inquietaron. No era posible que todas

ellas pudieran atribuirse a galaxias en colisión. Sería como pretender sacar demasiado

partido a una posible explicación.

A decir verdad, la noción sobre colisiones galácticas en el Universo se tambaleó cada

vez más. En 1955, el astrofísico soviético Víctor Amazaspovich Ambartsumian expuso

ciertos fundamentos teóricos para establecer la hipótesis de que las radiogalaxias

tendían a la explosión, más bien que a la colisión.

Esta posibilidad se ha visto grandemente reforzada por el descubrimiento, en 1963, de

que la galaxia M-82, en la constelación de la Osa Mayor (un poderoso emisor de ondas

radio, a unos 10 millones de años luz de distancia) es una galaxia en explosión.

La investigación de la M-82 con el telescopio Hale de medio metro, empleando luz de

una particular longitud de onda, nos ha mostrado grandes chorros de materia de hasta

1.000 años luz de longitud, que emergen del centro galáctico. Por la cantidad de

materia explosionando hacia el exterior, la distancia a que ha viajado, y su índice de

recorrido, parece probable que la explosión tuviera lugar hace 1.500.000 años.

Ahora se tiene la impresión de que los núcleos galácticos son por lo general activos y

que tienen lugar allí unos acontecimientos turbulentos y muy violentos, y que el

Universo, en líneas generales, es un lugar más violento de lo que soñábamos antes de

la llegada de la radioastronomía. La aparente profunda serenidad del firmamento, tal y

como es contemplado por el ojo desnudo, es sólo producto de nuestra limitada visión

(que ve sólo las estrellas de nuestra propia tranquila vecindad) durante un período

limitado de tiempo.

En el auténtico centro de nuestra Galaxia, existe una pequeña región, todo lo más

unos cuantos años luz de distancia, que es una radiofuente intensamente activa.

E, incidentalmente, el hecho de que las galaxias en explosión existan, y que los

núcleos galácticos activos puedan ser comunes e incluso universales, no desestima

necesariamente la noción de colisión galáctica. En cualquier enjambre de galaxias,

parece probable que las galaxias mayores crezcan a expensas de las pequeñas, y a

menudo una galaxia es considerablemente más grande que cualquiera de las otras en

el enjambre. Existen indicios de que han logrado su tamaño colisionando con otras

galaxias más pequeñas y absorbiéndolas. Se ha fotografiado una gran galaxia que

muestra signos de varios núcleos diferentes, todos los cuales menos uno no le son

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propios sino que, en otro tiempo, formaron parte de galaxias independientes. La frase



galaxia caníbal ha comenzado, pues, a ser empleada.

LOS NUEVOS OBJETOS

Al entrar en la década de 1960-1970, los astrónomos tenían razones para suponer que

los objetos físicos del firmamento nos depararían ya pocas sorpresas. Nuevas teorías,

nuevos atisbos reveladores., sí; pero habiendo transcurrido ya tres siglos de

concienzuda observación con instrumentos cada vez más perfectos, no cabía esperar

grandes y sorprendentes descubrimientos en materia de estrellas, galaxias u otros

elementos similares.

Si alguno de los astrónomos opinaba así, habrá sufrido una serie de grandes

sobresaltos, el primero de ellos, ocasionado por la investigación de ciertas radiofuentes

que parecieron insólitas, aunque no sorprendentes.

Cuasares

Las primeras radiofuentes sometidas a estudio en la profundidad del espacio parecían

estar en relación con cuerpos dilatados de gas turbulento: la nebulosa del Cangrejo,

las galaxias distantes y así sucesivamente. Sin embargo, surgieron unas cuantas

radiofuentes cuya pequenez parecía desusada. Cuando los radiotelescopios, al

perfeccionarse, fueron permitiendo una visualización cada vez más alambicada de las

radiofuentes, se vislumbró la posibilidad de que ciertas estrellas individuales emitieran

radioondas.

Entre esas radiofuentes compactas se conocían las llamadas 3C48, 3C147, 3C196,

3C273 y 3C286. «3C» es una abreviatura para designar el «Tercer Catálogo de

estrellas radioemisoras, de Cambridge», lista compilada por el astrónomo inglés Martin

Ryle y sus colaboradores; las cifras restantes designan el lugar de cada fuente en dicha

lista.

En 1960, Sandage exploró concienzudamente, con un telescopio de 200 pulgadas, las



áreas donde aparecían estas radiofuentes compactas, y en cada caso una estrella

pareció la fuente de radiación. La primera estrella descubierta fue la asociada con el

3C48. Respecto al 3C273, el más brillante de todos los objetos, Cyril Hazard determinó

en Australia su posición exacta al registrar el bache de radiación cuando la Luna pasó

ante él.

Ya antes se habían localizado las citadas estrellas mediante barridos fotográficos del

firmamento; entonces se tomaron por insignificantes miembros de nuestra propia

Galaxia. Sin embargo, su inusitada radioemisión indujo a fotografiarlas con más

minuciosidad, hasta que, por fin, se puso de relieve que no todo era como se había

supuesto. Ciertas nebulosidades ligeras resultaron estar claramente asociadas a

algunos objetos, y el 3C273 pareció proyectar un minúsculo chorro de materia. En

realidad eran dos las radiofuentes relacionadas con el 3C273: una procedente de la

estrella, y otra, del chorro. El detenido examen permitió poner de relieve otro punto

interesante: las citadas estrellas irradiaban luz ultravioleta con una profusión

desusada.

Entonces pareció lógico suponer que, pese a su aspecto de estrellas, las radiofuentes

compactas no eran, en definitiva, estrellas corrientes. Por lo pronto se las denominó

«fuentes cuasiestelares», para dejar constancia de su similitud con las estrellas. Como

este término revistiera cada vez más importancia para los astrónomos, la

denominación de «radiofuente cuasiestelar» llegó a resultar engorrosa, por lo cual, en

1964, el físico americano, de origen chino, Hong Yee Chiu ideó la abreviatura «cuasar»

(cuasi-estelar), palabra que, pese a ser poco eufónica, ha conquistado un lugar

inamovible en la terminología astronómica.

Como es natural, el cuasar ofrece el suficiente interés como para justificar una

investigación con la batería completa de procedimientos técnicos astronómicos, lo cual

significa espectroscopia. Astrónomos tales como Alien Sandage, Jesse L. Greenstein y

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Maarten Schmidt se afanaron por obtener el correspondiente espectro. Al acabar su



trabajo, en 1960, se encontraron con unas rayas extrañas, cuya identificación fue de

todo punto imposible. Por añadidura, las rayas del espectro de cada cuasar no se

asemejaban a las de ningún otro.

En 1963, Schmidt estudió de nuevo el 3C273, que, por ser el más brillante de los

misteriosos objetos, mostraba también el espectro más claro. Se veían en él seis

rayas, cuatro de las cuales estaban esparcidas de tal modo, que semejaban una banda

de hidrógeno, lo cual habría sido revelador si no fuera por la circunstancia de que tales

bandas no deberían estar en el lugar en que se habían encontrado. Pero, ¿y si aquellas

rayas tuviesen una localización distinta, pero hubieran aparecido allí porque se las

hubiese desplazado hacia el extremo rojo del espectro? De haber ocurrido así, tal

desplazamiento habría sido muy considerable e implicaría un retroceso a la velocidad

de 40.000 km/seg. Aunque esto parecía inconcebible, si se hubiese producido tal

desplazamiento, sería posible identificar también las otras dos rayas, una de las cuales

representaría oxígeno menos dos electrones, y la otra, magnesio menos dos

electrones.

Schmidt y Greenstein dedicaron su atención a los espectros de otros cuasares y

comprobaron que las rayas serían también identificables si se presupusiera un enorme

corrimiento hacia el extremo rojo.

Los inmensos corrimientos hacia el rojo podrían haber sido ocasionados por la

expansión general del Universo; pero si se planteara la ecuación del corrimiento hacia

el rojo con la distancia, según la ley de Hubble, resultaría que el cuasar no podría ser

en absoluto una estrella corriente de nuestra galaxia. Debería figurar entre los objetos

más distantes, situados a miles de millones de años luz.

Hacia fines de 1960 se habían descubierto ya, gracias a tan persistente búsqueda, 150

cuasares. Luego se procedió a estudiar los espectros de unas 110. Cada uno de ellos

mostró un gran corrimiento hacia el rojo, y, por cierto, en algunos casos bastante

mayor que el del 3C273. Según se ha calculado, algunos distan unos 9 mil millones de

años luz.

Desde luego, si los cuasares se hallan tan distantes como se infiere de los

desplazamientos hacia el extremo rojo, los astrónomos habrán de afrontar algunos

obstáculos desconcertantes y difíciles de franquear. Por lo tanto, esos objetos deberán

ser excepcionalmente luminosos, para brillar tanto a semejante distancia: entre treinta

y cien veces más luminosos que toda una galaxia corriente.

Ahora bien, si fuera cierto y los cuasares tuvieran la forma y el aspecto de una galaxia,

encerrarían un número de estrellas cien veces superior al de una galaxia común y

serían cinco o seis veces mayores en cada dimensión. E incluso a esas enormes

distancias deberían mostrar, vistas a través de los grandes telescopios, unos

inconfundibles manchones ovalados de luz. Pero no ocurre así. Hasta con los mayores

telescopios se ven como puntos semejantes a estrellas, lo cual parece indicar que,

pese a su insólita luminosidad, tienen un tamaño muy inferior al de las galaxias

corrientes.

Otro fenómeno vino a confirmar esa pequenez. Hacia los comienzos de 1963 se

comprobó que los cuasares eran muy variables respecto a la energía emitida, tanto en

la región de la luz visible como en la de las radioondas. Durante un período de pocos

años se registraron aumentos y disminuciones nada menos que del orden de tres

magnitudes.

Para que la radiación experimente tan extremas variaciones en tan breve espacio de

tiempo, un cuerpo debe ser pequeño. Las pequeñas variaciones obedecen a ganancias

o pérdidas de brillo en ciertas regiones de un cuerpo; en cambio, las grandes abarcan

todo el cuerpo sin excepción. Así, pues, cuando todo el cuerpo queda sometido a estas

variaciones, se ha de notar algún efecto a lo largo del mismo, mientras duran las

variaciones. Pero como quiera que no hay efecto alguno que viaje a mayor velocidad

que la luz, si un cuasar varía perceptiblemente durante un período de pocos años, su

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diámetro no puede ser superior a un año luz. En realidad, ciertos cálculos parecen



indicar que el diámetro de los cuasares podría ser muy pequeño, de algo así como una

semana luz (804 mil millones de kilómetros).

Los cuerpos que son tan pequeños y luminosos a la vez deben consumir tales

cantidades de energía, que sus reservas no pueden durar mucho tiempo, a no ser que

exista una fuente energética hasta ahora inimaginable, aunque, desde luego, no

imposible. Otros cálculos demuestran que un cuasar sólo puede liberar energía a ese

ritmo durante un millón de años más o menos. Si es así, los cuasares descubiertos

habrían alcanzado su estado de tales hace poco tiempo —hablando en términos

cósmicos—, y, por otra parte, puede haber buen número de objetos que fueron

cuasares en otro tiempo, pero ya no lo son.

En 1965, Sandage anunció el descubrimiento de objetos que podrían ser cuasares

envejecidos. Semejaban estrellas azuladas corrientes, pero experimentaban enormes

cambios, que los hacían virar al rojo, como los cuasares. Eran semejantes a éstos por

su distancia, luminosidad y tamaño, pero no emitían radioondas. Sandage los

denominó «blue stellar objects» (objetos estelares azules), que aquí designaremos,

para abreviar, con la sigla inglesa de BSO.

Los BSO parecen ser más numerosos que los cuasares; según un cálculo aproximado

de 1967, los BSO al alcance de nuestros telescopios suman 100.000. La razón de tal

superioridad numérica de los BSO sobre los cuasares es la de que estos cuerpos viven

mucho más tiempo en la forma de BSO. La creencia de que los cuasares son unos

objetos muy distantes no es general entre los astrónomos. Existe una posibilidad de

que los enormes corrimientos hacia el rojo de los cuasares no sean cosmológicos; es

decir, que no sean consecuencia de la expansión general del Universo; de que

constituyan tal vez unos objetos relativamente cercanos y que se han alejado de

nosotros por alguna razón local, habiendo sido despedidos de un núcleo galáctico, por

ejemplo, a tremendas velocidades.

El más ardiente partidario de este punto de vista es el astrónomo norteamericano

Halton C. Arp, que ha presentado casos de cuasares que parecen estar físicamente

conectados con galaxias próximas en el firmamento. Dado que las galaxias tienen un

relativamente bajo corrimiento hacia el rojo, el mayor corrimiento al rojo de los

cuasares (que, si está conectado, puede hallarse a la misma distancia), no puede ser

cosmológico.

Otro rompecabezas ha sido el descubrimiento, a fines de la década de 1970, de que las

radiofuentes en el interior de los cuasares (que se detectan por separado gracias a los

actuales radiotelescopios con gran línea de base) parecen separarse a velocidades que

son varias veces la de la luz. El sobrepasar la velocidad de la luz se considera

imposible según la actual teoría física, pero tal velocidad superlumínica existiría sólo en

los cuasares que se hallan más alejados de lo que creemos. Si estuviesen en realidad

más próximos, en ese caso el índice aparente de separación se traduciría en

velocidades menores que las de la luz.

Sin embargo, el punto de vista de que los cuasares se encuentran relativamente cerca

(que puede significar asimismo que son menos luminosos y que producen menos

energía facilitando así este rompecabezas) no ha conseguido el apoyo de la mayoría de

los astrónomos. El punto de vista general es que las pruebas a favor de las distancias

cosmológicas es insuficientemente consistente, y que las aparentes velocidades

superlumínicas son el resultado de una ilusión óptica (y ya se han avanzado varias

explicaciones plausibles).

Pero, si los cuasares se hallan tan distantes como sus corrimientos hacia el rojo hacen

suponer, si son incluso tan pequeños y luminosos y energéticos como sus distancias

hacen necesarios, ¿qué son en definitiva?

La respuesta más verosímil data de 1943, cuando el astrónomo estadounidense Cari

Seyfert observó una rara galaxia, con una luz muy brillante y un núcleo muy pequeño.

Otras galaxias de esta clase ya habían sido observadas, y todo el grupo se llama ahora

62

galaxias Seyfert.



¿No sería posible que las galaxias Seyfert fueran objetos intermedios entre las galaxias

corrientes y los cuasares? Sus brillantes centros muestran variaciones luminosas, que

hacen de ellos algo casi tan pequeño como los cuasares. Si se intensificara aún más la

luminosidad de tales centros y se oscureciera proporcionalmente el resto de la galaxia,

acabaría por ser imperceptible la diferencia entre un cuasar y una galaxia Seyfert; por

ejemplo, la 3C120 podría considerarse un cuasar por su aspecto.

Las galaxias Seyfert experimentan sólo moderados corrimientos hacia el rojo, y su

distancia no es enorme. Tal vez los cuasares sean galaxias Seyfert muy distantes;

tanto, que podemos distinguir únicamente sus centros, pequeños y luminosos, y

observar sólo los mayores. ¿No nos causará ello la impresión de que estamos viendo

unos cuasares extraordinariamente luminosos, cuando en verdad deberíamos

sospechar que sólo unas cuantas galaxias Seyfert, muy grandes, forman esos

cuasares, que divisamos a pesar de su gran distancia?

Asimismo, fotografías recientes han mostrado signos de neblina, que parecen indicar la

apagada galaxia que rodea al pequeño, activo y muy luminoso centro.

Presumiblemente, pues, el extremo más alejado del Universo, a más de mil millones

de años luz, está lleno de galaxias lo mismo que en las regiones más próximas. Sin

embargo, la mayoría de estas galaxias son demasiado poco luminosas para que se las

vea ópticamente, y contemplamos sólo los brillantes centros de los individuos más

activos y mayores entre ellos.



Estrellas neutrónicas

Así como la emisión de radioondas ha originado ese peculiar y desconcertante cuerpo

astronómico llamado cuasar, la investigación en el otro extremo del espectro esboza

otro cuerpo igualmente peculiar, aunque no tan desconcertante.

En 1958, el astrofísico americano Herbert Friedman descubrió que el Sol generaba una

considerable cantidad de rayos X. Naturalmente no era posible detectarlos desde la

superficie terrestre, pues la atmósfera los absorbía; pero los cohetes disparados más

allá de la atmósfera y provistos de instrumentos adecuados, detectaban esa radiación

con suma facilidad.

Durante algún tiempo constituyó un enigma la fuente de los rayos X solares. En la

superficie del Sol, la temperatura es sólo de 6.000 °C, o sea, lo bastante elevada para

convertir en vapor cualquier forma de materia, pero insuficiente para producir rayos X.

La fuente debería hallarse en la corona solar, tenue halo gaseoso que rodea al Sol por

todas partes y que tiene una anchura de muchos millones de kilómetros. Aunque la

corona difunde una luminosidad equivalente al 50 % de la lunar, sólo es visible

durante los eclipses —por lo menos, en circunstancias corrientes—, pues la luz solar

propiamente dicha la neutraliza por completo. En 1930, el astrónomo francés Bernard-

Ferdinand Lyot inventó un telescopio que a gran altitud, y con días claros, permitía

observar la corona interna, aunque no hubiera eclipse.

Incluso antes de ser estudiados los rayos X con ayuda de cohetes, se creía que dicha

corona era la fuente generadora de tales rayos, pues se la suponía sometida a

temperaturas excepcionalmente elevadas. Varios estudios de su espectro (durante los

eclipses) revelaron rayas que no podían asociarse con ningún elemento conocido.

Entonces se sospechó la presencia de un nuevo elemento, que recibió el nombre de

«coronio». Sin embargo, en 1941 se descubrió que los átomos de hierro podían

producir las mismas rayas del coronio cuando perdían muchas partículas subatómicas.

Ahora bien, para disociar todas esas partículas se requerían temperaturas cercanas al

millón de grados, suficientes, sin duda, para generar rayos X.

La emisión de rayos X aumenta de forma notable cuando sobreviene una erupción

solar en la corona. Durante ese período, la intensidad de los rayos X comporta

temperaturas equivalentes a 100 millones de grados en la corona, por encima de la

erupción. La causa de unas temperaturas tan enormes en el tenue gas de la corona

63

sigue promoviendo grandes controversias. (Aquí es preciso distinguir entre la



temperatura y el calor. La temperatura sirve, sin duda, para evaluar la energía cinética

de los átomos o las partículas en el gas; pero como quiera que estas partículas son

escasas, es bajo el verdadero contenido calorífico por unidad de volumen. Las

colisiones entre partículas de extremada energía producen los rayos X.)

Estos rayos X provienen también de otros espacios situados más allá del Sistema

Solar. En 1963, Bruno Rossi y otros científicos lanzaron cohetes provistos de

instrumentos para comprobar si la superficie lunar reflejaba los rayos X solares.

Entonces descubrieron en el firmamento dos fuentes generadoras de rayos X

singularmente intensos. En seguida se pudo asociar la más débil (denominada «Tau Xl

», por hallarse en la constelación de Tauro) a la nebulosa del Cangrejo. Hacia 1966 se

descubrió que la más potente, situada en la constelación de Escorpión («Esco X-l»),

era asociable a un objeto óptico que parecía ser (como la nebulosa del Cangrejo) el

residuo de una antigua nova. Desde entonces se han detectado en el firmamento

varias docenas de fuentes generadoras de rayos X, aunque más débiles.

La emisión de rayos X de la energía suficiente como para ser detectados a través de

una brecha interestelar, requería una fuente de considerable masa, y temperaturas

excepcio-nalmente altas. Así pues, quedaba descartada la concentración de rayos

emitidos por la corona solar.

Esa doble condición de masa y temperatura excepcional (un millón de grados) parecía

sugerir la presencia de una «estrella enana superblanca». En fechas tan lejanas ya

como 1934, Zwicky había insinuado que las partículas subatómicas de una enana

blanca podrían combinarse para formar partículas no modificadas, llamadas

«neutrones». Entonces sería posible obligarlas a unirse hasta establecer pleno

contacto. Se formaría así una esfera de unos 16 km de diámetro como máximo, que,

pese a ello, conservaría la masa de una estrella regular. En 1939, el físico americano J.

Robert Oppenheimer especificó, con bastantes pormenores, las posibles propiedades

de semejante «estrella-neutrón». Tal objeto podría alcanzar temperaturas de superficie

lo bastante elevadas —por lo menos, durante las fases iniciales de su formación e

inmediatamente después— como para emitir con profusión rayos X.

La investigación dirigida por Friedman para probar la existencia de las «estrellasneutrón

» se centró en la nebulosa del Cangrejo, donde, según se suponía, la explosión

cósmica que la había originado podría haber dejado como residuo no una enana blanca

condensada, sino una «estrella-neutrón» supercondensada. En julio de 1964, cuando

la luna pasó ante la nebulosa del Cangrejo, se lanzó un cohete estratosférico para

captar la emisión de rayos X. Si tal emisión procediera de una estrella-neutrón, se

extinguiría tan pronto como la Luna pasara por delante del diminuto objeto. Si la

emisión de rayos X proviniera de la nebulosa del Cangrejo, se reduciría

progresivamente, a medida que la Luna eclipsara la nebulosa. Ocurrió esto último, y la

nebulosa del Cangrejo dio la impresión de ser simplemente una corona mayor y mucho

más intensa, del diámetro de un año luz.

Por un momento pareció esfumarse la posibilidad de que las estrellas-neutrón fueran

perceptibles, e incluso de que existieran; pero durante aquel mismo año, en que no se

pudo revelar el secreto que encerraba la nebulosa del Cangrejo, se hizo un nuevo

descubrimiento en otro campo. Las radioondas de ciertas fuentes revelaron, al parecer,

una fluctuación de intensidad muy rápida. Fue como si brotaran «centelleos

radioeléctricos» acá y allá.

Los astrónomos se apresuraron a diseñar instrumentos apropiados para captar ráfagas

muy cortas de radioondas, en la creencia de que ello permitiría un estudio más

detallado de tan fugaces cambios. Anthony Hewish, del Observatorio de la Universidad

de Cambridge, figuró entre los astrónomos que utilizaron dichos radiotelescopios.

Apenas empezó a manejar el telescopio provisto del nuevo detector, localizó ráfagas

de energía radioeléctricas emitidas desde algún lugar situado entre Vega y Altair. No

resultó difícil detectarlas, lo cual, por otra parte, habría sido factible mucho antes si los

astrónomos hubiesen tenido noticias de esas breves ráfagas y hubieran aportado el

64

material necesario para su detección. Las citadas ráfagas fueron de una brevedad



sorprendente: duraron sólo 1/30 de segundo. Y se descubrió algo más impresionante

aún: todas ellas se sucedieron con notable regularidad, a intervalos de 1 1/3

segundos. Así, se pudo calcular el período hasta la cienmillonésima de segundo: fue de

1,33730109 segundos.

Desde luego, por entonces no fue posible explicar lo que representaban aquellas

pulsaciones isócronas. Hewish las atribuyó a una «estrella pulsante» («pulsating star»)

que, con cada pulsación, emitía una ráfaga de energía. Casi a la vez se creó la voz

«pulsar» para designar el fenómeno, y desde entonces se llama así el nuevo objeto.

En realidad se debería hablar en plural del nuevo objeto, pues apenas descubierto el

primero, Hewish inició la búsqueda de otros, y cuando anunció su descubrimiento, en

febrero de 1968, había localizado ya cuatro. Entonces, otros astrónomos emprendieron

afanosamente la exploración y no tardaron en detectar algunos más. Al cabo de dos

años se consiguió localizar unos cuarenta pulsares.

Dos terceras partes de estos cuerpos están situados en zonas muy cercanas al ecuador

galáctico, lo cual permite conjeturar, con cierta seguridad, que los pulsares

pertenecen, por lo general, a nuestra galaxia. Algunos se hallan tan cerca, que rondan

el centenar de años luz. (No hay razón para negar su presencia en otras galaxias,

aunque quizá sean demasiado débiles para su detección si se considera la distancia

que nos separa de tales galaxias.)

Todos los pulsares se caracterizan por la extremada regularidad de sus pulsaciones, si

bien el período exacto varía de unos a otros. Hay uno cuyo período es nada menos que

de 3,7 seg. En noviembre de 1968, los astrónomos de Green Bank (Virginia

Occidental) detectaron, en la nebulosa del Cangrejo, un pulsar de período ínfimo (sólo

de 0,033089 seg). Y con treinta pulsaciones por segundo.

Como es natural, se planteaba la pregunta: ¿Cuál sería el origen de los destellos

emitidos con tanta regularidad? ¿Tal vez se trataba de algún cuerpo astronómico que

estuviese experimentando un cambio muy regular, a intervalos lo suficientemente

rápidos como para producir dichas pulsaciones? ¿No se trataría de un planeta que

giraba alrededor de una estrella y que, con cada revolución, se distanciaba más de ella

—visto desde la Tierra— y emitía una potente ráfaga de radioondas al emerger? ¿O

sería un planeta giratorio que mostraba con cada rotación un lugar específico de su

superficie, de la que brotaran abundantes radioondas proyectadas en nuestra

dirección?

Ahora bien, para que ocurra esto, un planeta debe girar alrededor de una estrella o

sobre su propio eje en un período de segundos o fracciones de segundo, lo cual es

inconcebible, ya que un objeto necesita girar, de una forma u otra, a enormes

velocidades, para emitir pulsaciones tan rápidas como las de los pulsares. Ello requiere

que se trate de tamaños muy pequeños, combinados con fantásticas temperaturas, o

enormes campos gravitatorios, o ambas cosas.

Ello hizo evocar inmediatamente las enanas blancas; pero ni siquiera éstas podían

girar unas alrededor de otras, ni sobre sus propios ejes, ni emitir pulsaciones en

períodos lo suficientemente breves como para explicar la existencia de los pulsares.

Las enanas blancas seguían siendo demasiado grandes, y sus campos gravitatorios,

demasiado débiles.

Thomas Gold se apresuró a sugerir que tal vez se tratara de una estrella-neutrón.

Señaló que este tipo de estrella era lo bastante pequeña y densa como para girar

sobre su eje en un período de 4 seg. e incluso menos. Por añadidura, se había

demostrado ya teóricamente que una estrella-neutrón debería tener un campo

magnético de enorme intensidad, cuyos polos magnéticos no estarían necesariamente

en el eje de rotación. La gravedad de la estrella-neutrón retendría con tal fuerza los

electrones, que éstos sólo podrían emerger en los polos magnéticos. Y al salir

despedidos, perderían energía en forma de radioondas. Esto significaba que un haz de

microondas emergería regularmente de dos puntos opuestos en la superficie de la

65

estrella-neutrón.



Si uno o ambos haces de radioondas se proyectasen en nuestra dirección mientras

girase la estrella-neutrón, detectaríamos breves ráfagas de energía radioeléctrica una

o dos veces por cada revolución. De ser cierto, detectaríamos simplemente un pulsar,

cuya rotación se producía en tal sentido, que orientaba en nuestra dirección por lo

menos uno de los polos magnéticos. Según ciertos astrónomos, se comportaría así sólo

una estrella-neutrón de cada cien. Calculan que, aun cuando tal vez hayan en la

Galaxia unas 10.000 estrellas-neu-trón, sólo unas 1.000 podrían ser detectadas desde

la Tierra.

Gold agregó que si su teoría era acertada, ello significaba que la estrella-neutrón no

tenía energía en los polos magnéticos y que su ritmo de rotación decrecería

paulatinamente. Es decir, que cuanto más breve sea el período de un pulsar, tanto

más joven será éste y tanto más rápida su pérdida de energía y velocidad rotatoria.

El pulsar más rápido conocido hasta hora se halla en la nebulosa del Cangrejo. Y tal

vez sea también el más joven, puesto que la explosión supernova, generadora de la

estrella-neutrón, debe de haberse producido hace sólo unos mil años.

Se estudió con gran precisión el período de dicho pulsar en la nebulosa del Cangrejo y,

en efecto, se descubrió la existencia de un progresivo retraso, tal como había predicho

Gold. El período aumentaba a razón de 36,48 milmillonésimas de segundo por día. El

mismo fenómeno se comprobó en otros pulsares, y al iniciarse la década de 1970-

1980, se generalizó la aceptación de tal hipótesis sobre la estrella-neutrón.

A veces, el período de un pulsar experimenta una súbita, aunque leve aceleración,

para reanudarse luego la tendencia al retraso. Algunos astrónomos creen que ello

puede atribuirse a un «seísmo estelar», un cambio en la distribución de masas dentro

de la estrella-neutrón. O quizás obedezca a la «zambullida» de un cuerpo lo

suficientemente grande en la estrella-neutrón, que añada su propio momento al de la

estrella.

Desde luego, no había razón alguna para admitir que los electrones que emergían de

las estrellas-neutrón perdieran energía exclusivamente en forma de microondas. Este

fenómeno produciría ondas a todo lo largo del espectro. Y generaría también luz

visible.


Se prestó especial atención a las secciones de la nebulosa del Cangrejo donde pudiera

haber aún vestigios visibles de la antigua explosión. Y, en efecto, en enero de 1969 se

observó que la luz de una estrella débil emitía destellos intermitentes, sincronizados

con las pulsaciones de microondas. Habría sido posible detectarla antes si los

astrónomos hubiesen tenido cierta idea sobre la necesidad de buscar esas rápidas

alternancias de luz y oscuridad. El pulsar de la nebulosa del Cangrejo fue la primera

estrella-neutrón que pudo detectarse con la vista.

Por añadidura, dicho pulsar irradió rayos X. El 5 % aproximadamente de los rayos X

emitidos por la nebulosa del Cangrejo correspondió a esa luz diminuta y parpadeante.

Así, pues, resurgió, triunfante, la teoría de la conexión entre rayos X y estrellaneutrón,

que parecía haberse esfumado en 1964.

Parecía que ya no iban a producirse más sorpresas por parte de las estrellas

neutrónicas, pero, en 1982, los astrónomos del radiotelescopio de 300 metros de

Arecibo, en Puerto Rico, localizaron un pulsar que latía 642 veces por segundo, veinte

veces más de prisa que el pulsar de la nebulosa del Cangrejo. Probablemente sea más

pequeño que la mayoría de los pulsares (no más de 5 kilómetros de diámetro), y con

una masa de tal vez dos o tres veces la de nuestro Sol, su campo gravitatorio debe de

ser enormemente intenso. Incluso así, una rotación tan rápida estará muy cercana a

hacerlo pedazos. Otro rompecabezas lo constituye que su índice de rotación no se

enlentece tan de prisa como debiera, teniendo en cuenta las vastas energías que se

gastan.

66

Un segundo de tales pulsares rápidos ha sido también detectado, y los astrónomos se



hallan muy atareados especulando acerca de las razones de su existencia.

Agujeros negros

Pero tampoco la estrella neutrónica constituye el límite. Cuando Oppenheimer elaboró

las propiedades de la estrella neutrónica en 1939, predijo que también era posible que

una estrella fuese lo suficientemente masiva (más de 3,2 veces la masa de nuestro

Sol) para colapsarse por completo en un punto dado, o singularidad. Cuando dicho

derrumbamiento tiene lugar más allá del estadio de estrella neutrónica, el campo

gravitacional se haría tan intenso que ninguna materia, y ni siquiera ninguna luz,

podría escapar del mismo. Dado que cualquier cosa atrapada en su inimaginablemente

intenso campo gravitatorio caería allí sin esperanzas de salida, se podría describir

como un infinitamente profundo «agujero» en el espacio. Puesto que ni siquiera la luz

llegaría a escapar, se le denominó agujero negro, término empleado en primer lugar

por el físico norteamericano John Archibald Wheeler en los años 1960.

Sólo una estrella de cada mil posee masa suficiente como para tener la menor

posibilidad de formar un agujero negro colapsado; y, de tales estrellas, la mayoría

llegan a perder la suficiente masa en el transcurso de una explosión supernova como

para evitar dicho destino. Incluso así, pueden existir decenas de millones de estrellas

semejantes en este mismo instante: y en el transcurso de la existencia de la Galaxia,

tal vez haya habido miles de millones. Aunque sólo una entre un millar de estas

estrellas masivas forme en la actualidad un agujero negro colapsado, debería haber un

millón de las mismas en un lugar u otro de la Galaxia. Y en ese caso, ¿dónde se

encuentran?

El problema radica en que los agujeros negros son enormemente difíciles de detectar.

No se les puede ver de la forma corriente, puesto que no emiten luz o ninguna otra

forma de radiación. Y aunque su campo gravitatorio sea vasto en su inmediata

vecindad, a las distancias estelares la intensidad de campo no es mayor que para las

estrellas ordinarias.

No obstante, en algunos casos un agujero negro puede existir en unas condiciones

especiales que hagan posible su detección. Supongamos que un agujero negro forme

parte de un sistema de estrella binaria, que el mismo y su compañera giran en torno

de un centro mutuo de gravedad y que la compañera es una estrella normal.

Si los dos se hallan lo suficientemente cerca uno de otro, la materia de la estrella

normal poco a poco derivará hacia el agujero negro y comenzará una órbita en torno

del mismo. Semejante materia en órbita en torno de un agujero negro se denomina

disco de acreción. Lentamente, la materia del disco de acreción formaría una espiral en

el agujero negro y, al hacerlo así, a través de un proceso muy bien conocido,

despediría rayos X.

Así pues, resulta necesario buscar una fuente de rayos X en el espacio donde no sea

visible ninguna estrella, sino una fuente que parezca orbitar a otra estrella cercana que



sea visible.

En 1965, se detectó una fuente particularmente intensa de rayos X en la constelación

del Cisne, a la que se llamó Cisne X-l. Se cree que se encuentra a unos 10.000 años

luz de nosotros. No hubo ninguna otra fuente de rayos X hasta que se lanzó un satélite

detector de rayos X desde la costa de Kenia en 1970 y, desde el espacio, localizó 161

nuevas fuentes de rayos X. En 1971, el satélite detectó cambios irregulares en la

intensidad de los rayos X procedentes de Cisne X-l. Tales cambios irregulares serían de

esperar en un agujero negro cuando la materia penetrase a chorros en un disco de

acreción.

Se investigó al instante con gran cuidado Cisne X-l, y se descubrió que, en la vecindad

inmediata, existía una grande y cálida estrella azul con una masa 30 veces mayor que

nuestro Sol. El astrónomo C. T. Bolt, de la Universidad de Toronto, mostró que esta

estrella y Cisne X-l giraban uno en torno del otro. Dada la naturaleza de la órbita,

67

Cisne X-l debía ser de 5 a 8 veces más masiva que nuestro Sol. Si Cisne X-l fuese una



estrella normal, se la vería. Y dado que no es así, debía tratarse de un objeto muy

pequeño. Y puesto que era demasiado masiva para tratarse de una enana blanca o

incluso de una estrella neutrónica, debía tratarse de un agujero negro. Los astrónomos

no están aún del todo seguros de ese punto, pero, por lo menos, se hallan satisfechos

ante la evidencia y creen que Cisne X-l demostrará ser el primer agujero negro

descubierto.

Al parecer, los agujeros negros es probable que se formen en lugares donde las

estrellas se hallan débilmente esparcidas y donde grandes masas de materia es

verosímil que se acumulen en un solo lugar. Dado que las elevadas intensidades de

radiación se asocian con las regiones centrales de semejantes acúmulos estelares

como cúmulos globulares y núcleos galácticos, los astrónomos comienzan a creer cada

vez más en que existen agujeros negros en los centros de semejantes cúmulos y

galaxias.

Asimismo, se ha detectado una compacta y energética fuente de microondas en el

centro de nuestra propia Galaxia. ¿Podría representar esto un agujero negro? Algunos

astrónomos especulan que es así y que nuestro agujero negro galáctico tiene una

masa de 100 millones de estrellas, o 1/1.000 de toda la Galaxia. Se trataría de un

diámetro equivalente a 500 veces el del Sol (o de una gran estrella roja gigante) y

sería lo suficientemente grande como para afectar a estrellas enteras por sus efectos

de marea, o incluso engullirlas antes de que se colapsasen, si la aproximación se

produjese lo suficientemente aprisa.

En la actualidad, parece que es posible que la materia escape de un agujero negro,

aunque no de una forma ordinaria. El físico inglés Stephen Hawking, en 1970, mostró

que la energía contenida en un agujero negro podía, ocasionalmente, producir un par

de partículas subatómicas, una de las cuales llegaría a escapar. En efecto, esto

significaría que un agujero negro se evaporaría. Los agujeros negros del tamaño de

una estrella se evaporarían de manera tan lenta, que tendrían que transcurrir espacios

de tiempo inconcebibles (billones de billones de veces el tiempo de vida total de la vida

hasta ahora del Universo), antes de evaporarse por completo.

El índice de evaporación aumentaría, sin embargo, en cuanto la masa fuese más

reducida. Un miniagujero negro, no más masivo que un planeta o un esteroide (y

semejantes objetos diminutos existirían, si fuesen lo suficientemente densos, es decir,

apretados en un volumen lo bastante pequeño), se evaporarían con la suficiente

rapidez como para despedir cantidades apreciables de rayos X. Y, además, a medida

que se evaporase y se hiciese menos masivo, el índice de evaporación y el índice de

producción de rayos X se incrementaría de manera firme. Finalmente, cuando el

miniagujero negro fuese lo suficientemente pequeño, estallaría y emitiría una pulsación

de rayos X de una naturaleza característica.

¿Pero, qué comprimiría pequeñas cantidades de materia de unas espantosamente altas

densidades para la formación de los miniagujeros negros? Las estrellas masivas

pueden comprimirse a través de sus propios campos gravitatorios, pero eso no

funcionaría en un objeto de tamaño de un planeta, y este último necesitaría unas

cantidades mayores que el primero para la formación de un agujero negro.

En 1971, Hawking sugirió que los miniagujeros negros se formarían en el momento del



big bang, cuando las condiciones fuesen mucho más extremas de lo que serían en

cualquier otro momento. Algunos de esos miniagujeros negros habrían sido de tal

tamaño que sólo ahora, después de 15 mil millones de años de existencia, se habrían

evaporado hasta el punto de la explosión, y los astrónomos detectarían explosiones de

rayos X que servirían como prueba de su existencia.

La teoría es atractiva, pero hasta el momento no se han aportado pruebas al respecto.



Espacio «vacío»

Pero la sorpresa surge también en los vastos espacios interestelares, no tan vacíos

68

como se supone. La «no vacuidad» del «espacio vacío» se ha convertido en un asunto



bastante espinoso para los astrónomos en la observación de puntos relativamente

cercanos a casa.

En cierto modo, nuestra propia Galaxia es la que más dificulta el examen visual. Por lo

pronto, estamos encerrados dentro de ella, mientras que las demás son observables

desde el exterior. Esto podría compararse con la diferencia que existe entre intentar

ver una ciudad desde el tejado de un edificio bajo, y contemplarla desde un aeroplano.

Además estamos a gran distancia del centro, y, para complicar aún más las cosas, nos

hallamos en una ramificación espiral saturada de polvo. Dicho de otra forma: estamos

sobre un tejado bajo en los aledaños de la ciudad y con tiempo brumoso.

En términos generales, el espacio interestelar no es un vacío perfecto en condiciones

óptimas. Dentro de las galaxias, el espacio interestelar está ocupado, generalmente,

por un gas muy tenue. Las líneas espectrales de absorción producidas por ese «gas

interestelar» fueron vistas por primera vez en 1904; su descubridor fue el astrónomo

alemán Johannes Franz Hartmann. Hasta aquí todo es verosímil. El conflicto empieza

cuando se comprueba que la concentración de gas y polvo se intensifica sensiblemente

en los confines de la Galaxia. Porque también vemos en las galaxias más próximas

esos mismos ribetes oscuros de polvo.

En realidad, podemos «ver» las nubes de polvo en el interior de nuestra Galaxia como

áreas oscuras en la Vía Láctea. Por ejemplo, la oscura nebulosa de la Cabeza del

Caballo, que se destaca claramente sobre el brillo circundante de millones de estrellas,

y la denominada, más gratificante aún, Saco de Carbón, situada en la Cruz del Sur,

una región que dista de nosotros unos 400 años luz, la cual tiene un diámetro de 30

años luz y donde hay esparcidas partículas de polvo.

Aun cuando las nubes de gas y polvo oculten la visión directa de los brazos espirales

de la Galaxia, la estructura de tales brazos es visible en el espectroscopio. La radiación

de energía emitida por las estrellas brillantes de primera magnitud, situadas en los

brazos, ioniza —disociación de partículas subatómicas cargadas eléctricamente— los

átomos de hidrógeno. A principios de 1951, el astrónomo americano William Wilson

Morgan encontró indicios de hidrógeno ionizado que trazaban los rasgos de las

gigantes azules, es decir, los brazos espirales. Sus espectros se revelaron similares a

los mostrados por los brazos espirales de la galaxia de Andrómeda.

El indicio más cercano de hidrógeno ionizado incluye las gigantes azules de la

constelación de Orion, por lo cual se le ha dado el nombre de «Brazo de Orion».

Nuestro Sistema Solar se halla en este brazo. Luego se localizaron otros dos brazos.

Uno, mucho más distante del centro galáctico y que contiene nubes brillantes en la

constelación de Sagitario («Brazo de Sagitario»). Cada brazo parece tener una longitud

aproximada de 10.000 años luz.

Luego llegó la radio, como una herramienta más poderosa todavía. No sólo pudo

perforar las ensombrecedoras nubes, sino también hacerles contar su historia... y con

su propia «voz». Ésta fue la aportación del trabajo realizado por el astrónomo holandés

H. C. van de Hulst. En 1944, los Países Bajos fueron un territorio asolado por las

pesadas botas del Ejército nazi, y la investigación astronómica resultó casi imposible.

Van de Hulst se circunscribió al trabajo de pluma y papel, estudió los átomos

corrientes ionizados de hidrógeno y sus características, los cuales representan el

mayor porcentaje en la composición del gas interestelar.

Según sugirió Van de Hulst, esos átomos podían sufrir cambios ocasionales en su

estado de energía al entrar en colisión; entonces emitirían una débil radiación en la

parte radio del espectro. Tal vez un determinado átomo de hidrógeno lo hiciera sólo

una vez en once millones de años; pero considerando la enorme cantidad de los

mismos que existe en el espacio intergaláctico, la radiación simultánea de pequeños

porcentajes bastaría para producir una emisión perceptible, de forma continua.

Van de Hulst estudió dicha radiación, y calculó que su longitud de onda debería de ser

de 21 cm. Y, en efecto, en 1951, las nuevas técnicas radio de posguerra permitieron a

69

Edward Mills Purcell y Harold Irving Ewen, científicos de Harvard, captar esa «canción



del hidrógeno».

Sintonizando con la radiación de 21 cm de las concentraciones de hidrógeno, los

astrónomos pudieron seguir el rastro de los brazos espirales hasta distancias muy

considerables, en muchos casos, por todo el contorno de la Galaxia. Se descubrieron

más brazos y se elaboraron mapas sobre la concentración del hidrógeno, en los cuales

quedaron plasmadas por lo menos media docena de bandas.

Y, lo que es más, la «canción del hidrógeno» reveló algunas cosas acerca de sus

movimientos. Esta radiación está sometida, como todas las ondas, al efecto Doppler-

Fizeau. Por su mediación los astrónomos pueden medir la velocidad de las nubes

circulantes de hidrógeno y, en consecuencia, explorar, entre otras cosas, la rotación de

nuestra Galaxia.

Esta nueva técnica confirmó que la Galaxia tiene un período de rotación (referido a la

distancia entre nosotros y el centro) de 200 millones de años.

En la Ciencia, cada descubrimiento abre puertas, que conducen a nuevos misterios. Y

el mayor progreso deriva siempre de lo inesperado, es decir, el descubrimiento que

echa por tierra todas las nociones precedentes. Como ejemplo interesante de la

actualidad cabe citar un pasmoso fenómeno que ha sido revelado mediante el estudio

radioeléctrico de una concentración de hidrógeno en el centro de nuestra Galaxia.

Aunque el hidrógeno parezca extenderse, se confina al plano ecuatorial de la Galaxia.

Esta expansión es sorprendente de por sí, pues no existe ninguna teoría para

explicarla. Porque si el hidrógeno se difunde, ¿cómo no se ha disipado ya durante la

larga vida de la Galaxia? ¿No será tal vez una demostración de que hace diez millones

de años más o menos —según conjetura Oort—, su centro explotó tal como lo ha

hecho en fechas mucho más recientes el del M-82? Pues tampoco aquí el plano de

hidrógeno es absolutamente llano. Se arquea hacia abajo en un extremo de la Galaxia,

y hacia arriba en el otro. ¿Por qué? Hasta ahora nadie ha dado una explicación

convincente.

El hidrógeno no es, o no debería ser, un elemento exclusivo por lo que respecta a las

radioondas. Cada átomo o combinación de átomos tiene la capacidad suficiente para

emitir o absorber radioondas características de un campo radioeléctrico general. Así,

pues, los astrónomos se afanan por encontrar las reveladoras «huellas dactilares» de

átomos que no sean los de ese hidrógeno, ya generalizado por doquier.

Casi todo el hidrógeno que existe en la Naturaleza es de una variedad

excepcionalmente simple, denominada «hidrógeno 1». Hay otra forma más compleja,

que es el «deuterio», o «hidrógeno 2». Así, pues, se tamizó toda la emisión de

radioondas desde diversos puntos del firmamento, en busca de la longitud de onda que

se había establecido teóricamente. Por fin se detectó en 1966, y todo pareció indicar

que la cantidad de hidrógeno 2 que hay en el Universo representa un 5 % de la del

hidrógeno 1.

Junto a esas variedades de hidrógeno figuran el helio y el oxígeno como componentes

usuales del Universo. Un átomo de oxígeno puede combinarse con otro de hidrógeno,

para formar un «grupo hidroxílico». Esta combinación no tendría estabilidad en la

Tierra, pues como el grupo hidroxílico es muy activo, se mezclaría con casi todos los

átomos y moléculas que se le cruzaran por el camino. En especial se combinaría con

los átomos de hidrógeno 2, para constituir moléculas de agua. Ahora bien, cuando se

forma un grupo hidroxílico en el espacio interestelar —donde las colisiones escasean y

distan mucho entre sí—, permanece inalterable durante largos períodos de tiempo. Así

lo hizo constar, en 1953, el astrónomo soviético I. S. Shklovski.

A juzgar por los cálculos realizados, dicho grupo hidroxílico puede emitir o absorber

cuatro longitudes específicas de radioondas. Allá por octubre de 1963, un equipo de

ingenieros electrotécnicos detectó dos en el Lincoln Laboratory del M.I.T.

El grupo hidroxílico tiene una masa diecisiete veces mayor que la del átomo de

70

hidrógeno; por tanto, es más lento y se mueve a velocidades equivalentes a una



cuarta parte de la de dicho átomo a las mismas temperaturas. Generalmente, el

movimiento hace borrosa la longitud de onda, por lo cual las longitudes de onda del

grupo hidroxílico son más precisas que las del hidrógeno. Sus cambios se pueden

determinar más fácilmente, y no hay gran dificultad para comprobar si una nube de

gas que contiene hidroxilo se está acercando o alejando.

Los astrónomos se mostraron satisfechos, aunque no muy asombrados, al descubrir la

presencia de una combinación diatómica en los vastos espacios interestelares. En

seguida empezaron a buscar otras combinaciones, aunque no con grandes esperanzas,

pues, dada la gran diseminación de los átomos en el espacio interestelar, parecía muy

remota la posibilidad de que dos o más átomos permanecieran unidos durante el

tiempo suficiente para formar una combinación. Se descartó asimismo la probabilidad

de que interviniesen átomos no tan corrientes como el de oxígeno (es decir, los de

carbono y nitrógeno, que le siguen en importancia entre los preparados para formar

combinaciones).

Sin embargo, hacia comienzos de 1968 empezaron a surgir las verdaderas sorpresas.

En noviembre de aquel mismo año se descubrió la radioonda —auténtica «huella

dactilar»— de las moléculas de agua (H2O). Y antes de acabar el mes se detectaron,

con mayor asombro todavía, algunas moléculas de amoníaco (NH3), compuestas por

una combinación de cuatro átomos: tres de hidrógeno y uno de nitrógeno.

En 1969 se detectó otra combinación de cuatro átomos, en la que se incluía un átomo

de carbono: era el formaldehído (H2CO).

Allá por 1970 se hicieron nuevos descubrimientos, incluyendo la presencia de una

molécula de cinco átomos, el cianoacetileno, que contenía una cadena de tres átomos

de carbono (HC3N). Y luego, como culminación, al menos para aquel año, llegó el

alcohol metílico, una molécula de seis átomos (CH3OH).

En 1971, la combinación de 7 átomos del metilacetileno (CH3CCH) fue detectado y,

hacia 1982, se detectó asimismo una combinación de 13 átomos. Se trató de la

cianodecapentaína, que consiste en una cadena de 11 átomos de carbono en una

hilera, con un átomo de hidrógeno en un extremo y un átomo de nitrógeno en el otro

(HC11N).


Los astrónomos se han encontrado con una totalmente nueva, e inesperada,

subdivisión de la Ciencia ante ellos: la astroquímica.

Cómo esos átomos se unen para formar moléculas complicadas, y cómo tales

moléculas consiguen permanecer a pesar de la inundación de la fuerte radiación de las

estrellas, que de ordinario cabría esperar que las rompiesen, es algo que los

astrónomos no pueden decir. Presumiblemente, tales moléculas se formaron bajo

condiciones que no constituyen por completo un vacío, como damos por supuesto que

es el espacio interestelar, tal vez en regiones donde las nubes de polvo se engrosan

para dar origen a la formación de estrellas.

En ese caso, pueden detectarse unas moléculas aún más complicadas, y su presencia

podría revolucionar nuestros puntos de vista acerca del desarrollo de la vida en esos

planetas, tal y como veremos en capítulos posteriores.




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