Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas



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determinara el giro horizontal de la pesa colgada, con lo cual giraría también el hilo. Y,

en realidad, la pesa giró, aunque muy levemente (fig. 4.1) Cavendish midió entonces

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la fuerza que producía esta torsión del hilo, lo cual le dio el valor de f. Conocía también

m} y m2, las masas de las bolas, y d, la distancia entre las bolas atraídas. De esta

forma pudo calcular el valor de g. Una vez obtenido éste, pudo determinar la masa de

la Tierra, ya que puede medirse la atracción gravitatoria (f) de la Tierra sobre un

cuerpo dado. Así, Cavendish «pesó la Tierra por primera vez».

Desde entonces, los sistemas de medición se han perfeccionado sensiblemente. En

1928, el físico americano Paul R. Heyl, del «United States Bureau of Standars»,

determinó que el valor de la g era de 0,00000006673 dinas/cm2/g2. Aunque no nos

interesen estos tipos de unidades, observemos la pequenez de la cifra. Es una medida

de la débil intensidad de la fuerza gravitatoria. Dos pesas de 500 g, colocadas a 30 cm

de distancia, se atraen la una a la otra con una fuerza de sólo media milmillonésima de

28 g.

El hecho de que la Tierra misma atraiga tal peso con la fuerza de 500 g, incluso a una



distancia de 6.000 km de su centro, subraya cuan grande es la masa de la Tierra. En

efecto, es de 5,98 x 10211.

A partir de la masa y el volumen de la Tierra, su densidad media puede calcularse

fácilmente. Es de unos 5,522 g/cm3 (5,522 veces la densidad del agua). La densidad

de las rocas en la superficie de la Tierra alcanza una media de solamente 2,8 g/cm3,

por lo cual debe ser mucho mayor la densidad del interior. ¿Aumenta uniforme y

lentamente hacia el centro de la Tierra? La primera prueba de que no ocurre esto —es

decir, que la Tierra está compuesta por una serie de capas diferentes— nos la brinda el

estudio de los terremotos.

ESTRATOS DE LA TIERRA



Terremotos

No existen demasiados desastres naturales, que en cinco minutos lleguen a matar a

centenares de miles de personas. Y entre éstos, el más común es el terremoto.

La Tierra sufre un millón de terremotos al año, incluyendo, por lo menos, 100 graves y

10 desastrosos. El más mortífero terremoto se supone que tuvo lugar al norte de la

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provincia de Shensi, en China, en 1556, cuando resultaron muertas 830.000 personas.

Otros terremotos casi igual de malos han tenido lugar en el Lejano Oriente. El 30 de

diciembre de 1703, un terremoto mató a 200.000 personas en Tokyo, Japón, y el 11

de octubre de 1937, otro mató a 300.000 personas en Calcuta, India.

Sin embargo, en aquellos días, cuando la Ciencia se estaba desarrollando en Europa

Occidental, no se prestó atención a los acontecimientos que ocurrían en el otro

extremo del mundo. Pero entonces se produjo un desastre mucho más cerca de su

hogar.


El 1.° de noviembre de 1755, un formidable terremoto —posiblemente, el más violento

de los tiempos modernos— destruyó la ciudad de Lisboa, derribando todas las casas de

la parte baja de la ciudad. Posteriormente, una enorme marea la barrió desde el

Océano. Sesenta mil personas murieron, y la ciudad quedó convertida en un escenario

dantesco.

El seísmo se dejó notar en un área de 1,6 millones de kilómetros cuadrados y causó

importantes daños en Marruecos y Portugal. Debido a que era el día de Todos los

Santos, la gente estaba en la iglesia, y se afirma que, en el sur de Europa, los fieles

vieron cómo se balanceaban e inclinaban los candelabros en los templos.

El desastre de Lisboa causó una gran impresión en los científicos de aquel tiempo. Se

trataba de una época optimista, en la que muchos pensadores creían que la nueva

ciencia de Galileo y de Newton pondría en manos del hombre los medios para convertir

la Tierra en un paraíso. Este desastre reveló que existían fuerzas demasiado

gigantescas, imprevisibles, y en apariencia malignas, que se escapaban al dominio del

hombre. El terremoto inspiró a Voltaire la famosa sátira pesimista Candide, con su

irónico refrán de que «todo ocurre para lo mejor en este mejor de todos los mundos

posibles».

Estamos acostumbrados a aceptar el hecho de la tierra firme trastornada por los

efectos de un terremoto; pero también puede temblar, con efectos aún más

devastadores, el fondo de los océanos. La vibración levanta enormes y lentas olas en

el océano, las cuales, al alcanzar los bajíos superficiales en las proximidades de tierra

firme, forman verdaderas torres de agua, que alcanzan alturas de 15 a 30 m. Si estas

olas caen de improviso sobre zonas habitadas, pueden perecer miles de personas. El

nombre popular de estas olas causadas por los terremotos es el de «desbordamientos

de la marea», si bien se trata de un término erróneo. Pueden parecer enormes

mareas, aunque sus causas son completamente distintas. Hoy se conocen con el

nombre japonés de tsunami, denominación bien justificada, ya que las costas del

Japón son especialmente vulnerables a tales olas.

Después del desastre de Lisboa, al que un tsunami contribuyó en parte, los científicos

empezaron a considerar seriamente las causas de los terremotos. A este respecto, la

mejor teoría aportada por los antiguos griegos fue la de Aristóteles, quien afirmaba

que los temblores de tierra eran causados por las masas de aire aprisionadas en el

interior de la Tierra, que trataban de escapar. No obstante, los sabios modernos

sospecharon que podrían ser el resultado de la acción del calor interno de la Tierra

sobre las tensiones operantes en el seno de las rocas sólidas.

El geólogo inglés John Michell —que había estudiado las fuerzas implicadas en la

«torsión», utilizadas más tarde por Cavendish para medir la masa de la Tierra—

sugirió, en 1760, que los movimientos sísmicos eran ondas emitidas por el

deslizamiento de masas de rocas a algunos kilómetros de distancia de la superficie, y

fue el primero en sugerir que los tsunamis eran el resultado de terremotos debajo del

mar. A fin de estudiar con propiedad los terremotos, tenía que desarrollarse un

instrumento para detectar y medir dichas ondas, lo cual no se consiguió hasta un siglo

después del desastre de Lisboa. En 1855, el físico italiano Luigi Palmieri desarrolló el

primer «sismógrafo» (del griego seísmos [agitación] y grafo [describir], o sea,

«registro gráfico de terremoto»).

El invento de Palmieri consistió en un tubo horizontal vuelto hacia arriba en cada

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extremo y lleno en parte de mercurio. Cuando el suelo se estremecía, el mercurio se



movía de un lado a otro. Naturalmente, respondía a un terremoto, pero también a

cualquier otra vibración, como, por ejemplo, la de un carro traqueteando en una calle

cercana.

Un mecanismo mucho mejor, y el antecesor de los que se han usado desde entonces,

fue construido en 1880 por un ingeniero inglés, John Milne. Cinco años antes había ido

a Tokyo para enseñar geología y mientras permaneció allí tuvo amplia oportunidad de

estudiar los terremotos, que son muy corrientes en el Japón. Su sismógrafo fue el

resultado de todo ello.

En su forma más simple, el sismógrafo de Milne consiste en un bloque de gran masa,

suspendido, por un muelle relativamente débil, de un soporte fijado firmemente al

suelo rocoso. Cuando la Tierra se mueve, el bloque suspendido permanece inmóvil,

debido a su inercia. Sin embargo, el muelle fijado al suelo rocoso se distiende o se

contrae en cierto grado, según el movimiento de la Tierra, movimiento que es

registrado sobre un tambor, el cual gira lentamente mediante una plumilla acoplada al

bloque estacionario, y que traza el gráfico sobre un papel especial. Hoy se utilizan dos

bloques: uno, para registrar las ondas de los terremotos que cruzan de Norte a Sur, y

el otro, para las de Este a Oeste. Actualmente, los sismógrafos más sensibles, como el

de la Universidad de Fordham, utilizan un rayo de luz en vez de la plumilla, para evitar

la fricción de ésta sobre el papel. El rayo incide sobre papel sensibilizado, y, luego el

trazado se revela como una fotografía.

Milne se sirvió de este instrumento para fundar estaciones para el estudio de los

terremotos y fenómenos afines en varias partes del mundo, particularmente en el

Japón. Hacia 1900, ya estaban en funcionamiento trece estaciones sismográficas, y

hoy existen más de 500, que se extienden por todos los continentes, incluyendo la

Antártida. Diez años después de la instalación de las primeras, lo correcto de la

sugerencia de Michell de que los terremotos son causados por ondas propagadas a

través del cuerpo de la Tierra, fue algo que quedó muy claro.

Este nuevo conocimiento de los terremotos no significa que ocurran con menos

frecuencia, o que sean menos mortíferos cuando se presentan. En realidad, los años

1970 han sido muy ricos en graves terremotos.

El 27 de julio de 1976, un terremoto destruyó en China una ciudad al sur de Pekín y

mató unas 650.000 personas. Fue el peor desastre de esta clase desde el de Shensi

cuatro siglos atrás. Se produjeron otros terremotos en Guatemala, México, Italia, las

Filipinas, Rumania y Turquía.

Esos terremotos no significan que nuestro planeta se esté haciendo menos estable. Los

métodos modernos de comunicación han hecho algo normal que nos enteremos de los

terremotos ocurridos en cualquier parte, a menudo con escenas instantáneas tipo

testigo ocular, gracias a la Televisión, mientras que, en tiempos anteriores (incluso

hace sólo unas décadas), las catástrofes distantes quedaban sin informar y con

carencia total de noticias. Y lo que es más, los terremotos es más probable que

constituyan una mayor catástrofe en la actualidad que en otros tiempos anteriores

(incluso hace un siglo), dado que hay más gente en la Tierra, atestada con mucha

mayor intensidad en las ciudades, y porque las estructuras artificiales, vulnerables a

los terremotos, son mucho más numerosas y costosas.

Todo ello constituyen razones para elaborar métodos que predigan los terremotos

antes de que ocurran. Los sismólogos buscan cambios significativos. El terreno puede

estar abombado en algunos lugares. Las rocas, apartarse o romperse, absorbiendo

agua o dejándola rezumar, por lo que los ascensos y descensos en los pozos artesianos

resultarían significativos. También pueden existir cambios en el magnetismo natural de

las rocas o en la conductividad eléctrica.

Los animales, conscientes de pequeñas vibraciones o alteraciones en el medio

ambiente, que los seres humanos están demasiado alterados para percatarse de ellos,

pueden comenzar a reaccionar de una manera nerviosa.

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En particular, los chinos han comenzado a reunir toda clase de informes de cualquier

cosa inusual, incluso la pintura que se descascarilla, y se ha comentado que se predijo

un terremoto, en el norte de China, el 4 de febrero de 1975. Por lo tanto, la gente

abandonó sus hogares para dirigirse a campo abierto en las afueras de la ciudad, y

miles de vidas se salvaron. Sin embargo, el más grave de los terremotos no fue

previsto.

Existe también el asunto de que, aunque las predicciones pueden ser ahora más

seguras, las advertencias tal vez hagan más daño que bien. Una falsa alarma

perturbaría la vida y la economía, causando más estragos que un auténtico terremoto.

Además, tras una o dos falsas alarmas, se ignoraría una previsión que sería correcta.

Se calcula que los terremotos más violentos liberan una energía igual a la de 100.000

bombas atómicas corrientes, o bien la equivalente a un centenar de grandes bombas

de hidrógeno, y sólo gracias a que se extienden por un área inmensa, su poder

destructor queda atenuado en cierta forma. Pueden hacer vibrar la Tierra como si se

tratara de un gigantesco diapasón. El terremoto que sacudió a Chile en 1960 produjo

en el Planeta una vibración de una frecuencia ligeramente inferior a una vez por hora

(20 octavas por debajo de la escala media del do y completamente audible).

La intensidad sísmica se mide con ayuda de una escala, que va del O al 9 y en la que

cada número representa una liberación de energía diez veces mayor que la del

precedente. (Hasta ahora no se ha registrado ningún seísmo de intensidad superior a

9; pero el terremoto que se produjo en Alaska el Viernes Santo de 1964, alcanzó una

intensidad de 8,5.) Tal sistema de medición se denomina «escala Richter» porque la

propuso, en 1935, el sismólogo americano Charles Francis Richter.

Un aspecto favorable de los terremotos es que no toda la superficie de la Tierra se

halla igualmente expuesta a sus peligros, aunque no constituya un gran consuelo para

aquellos que viven en las regiones más expuestas.

Cerca del 80 % de la energía de los terremotos se libera en jas áreas que bordean el

vasto océano Pacífico. Otro 15 % lo hace en una faja que cruza el Mediterráneo, y que

lo barre de Este a Oeste. Estas zonas de terremotos (véase la figura 4.2)

aparecen estrechamente asociadas con las áreas volcánicas, razón por la cual se asoció

con los movimientos sísmicos el efecto del calor interno.

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Volcanes

Los volcanes son fenómenos naturales tan aterradores como los terremotos y mucho

más duraderos, aunque sus efectos quedan circunscritos, por lo general, a áreas más

reducidas. Se sabe de unos 500 volcanes que se han mantenido activos durante los

tiempos históricos; dos terceras partes de ; ellos se hallan en las márgenes del

Pacífico.

En raras ocasiones, cuando un volcán apresa y recalienta formidables cantidades de

agua, desencadena tremendas catástrofes, si bien ocurre raras veces. El 26-27 de

agosto de 1883, la pequeña isla volcánica de Krakatoa, en el estrecho entre Sumatra y

Java, hizo explosión con un impresionante estampido que, al parecer, ha sido el más

fragoroso de la Tierra durante los tiempos históricos. Se oyó a 4.800 km de distancia,

y, desde luego, lo registraron también muy diversos instrumentos, diseminados por

todo el Globo terráqueo. Las ondas sonoras dieron varias vueltas al planeta. Volaron

por los aires 8 km3 de rocas. Las cenizas oscurecieron el cielo, cubrieron centenares de

kilómetros cuadrados y dejaron en la estratosfera un polvillo que hizo brillar las

puestas de Sol durante varios años. El tsunami con sus olas de 30 m de altura, causó

la muerte a 36.000 personas en las playas de Sumatra y Java. Su oleaje se detectó en

todos los rincones del mundo.

Es muy probable que un acontecimiento similar, de consecuencias más graves aún, se

produjera hace 3.000 años en el Mediterráneo. En 1967, varios arqueólogos

americanos descubrieron vestigios de una ciudad enterrada bajo cenizas, en la

pequeña isla de Thera, unos 128 km al norte de Creta. Al parecer estalló, como el

Krakatoa, allá por el 1400 a. de J.C. El tsunami resultante asoló la isla de Creta, sede

de una floreciente civilización, cuyo desarrollo databa de fechas muy remotas. No se

recuperó jamás de tan tremendo golpe. Ello acabó con el dominio marítimo de Creta,

el cual fue seguido por un período inquieto y tenebroso. Y pasarían muchos siglos para

que aquella zona lograse recuperar una mínima parte de su pasado esplendor. La

dramática desaparición de Thera quedó grabada en la memoria de los supervivientes,

y su leyenda pasó de unas generaciones a otras, con los consiguientes aditamentos.

Tal vez diera origen al relato de Platón sobre la Atlántida, la cual se refería once siglos

después de la desaparición de Thera y la civilización cretense.

Sin embargo, quizá la más famosa de las erupciones volcánicas sea una bastante

pequeña comparada con la de Krakatoa o Thera. Fue la erupción del Vesubio

(considerado entonces como un volcán apagado) que sepultó Pompeya y Herculano,

dos localidades veraniegas de los romanos. El famoso enciclopedista Cayo Plinio

Secundo (más conocido como Plinio el Viejo) murió en aquella catástrofe, descrita por

un testigo de excepción: Plinio el Joven, sobrino suyo.

En 1763 se iniciaron las excavaciones metódicas de las dos ciudades sepultadas. Tales

trabajos ofrecieron una insólita oportunidad para estudiar los restos, relativamente

bien conservados, de una ciudad del período más floreciente de la Antigüedad.

Otro fenómeno poco corriente es el nacimiento de un volcán. El 20 de febrero de 1943

se presenció en México tan impresionante fenómeno. En efecto, surgió lentamente un

volcán en lo que había sido hasta entonces un idílico trigal de Paricutín, aldea situada

321 km al oeste de la capital mexicana. Ocho meses después se había transformado

en un ceniciento cono, de 450 m de altura. Naturalmente, hubo que evacuar a los

habitantes de la aldea.

En conjunto, entre otros, los norteamericanos, no han sido muy conscientes de las

erupciones volcánicas, que parecen, en su mayor parte, ocurrir en países extranjeros.

En realidad, el volcán activo más importante se encuentra en la isla de Hawai, que ha

sido posesión estadounidense durante más de ochenta años, y es un Estado

norteamericano desde hace más de treinta. Kilauea tiene un cráter con un área de 6

kilómetros cuadrados, y se halla frecuentemente en erupción. Las erupciones no son

nunca explosivas, no obstante, y aunque la lava fluye periódicamente, se mueve con la

suficiente lentitud como para causar pocas pérdidas de vidas, aunque en ocasiones se

produce destrucción de propiedades. Ha permanecido inusualmente activo en 1983.

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La Cascada Range, que sigue la línea costera del Pacífico (de 160 a 225 kilómetros

tierra adentro), desde el norte de California hasta el sur de la Columbia británica, tiene

bastantes picos famosos, como el monte Hood y el monte Rainer, que se sabe se trata

de volcanes extintos. Aunque están extinguidos, se piensa poco en ellos, aunque un

volcán puede yacer dormido durante siglos y luego volver rugiente a la vida.

Este hecho ha sido desvelado a los norteamericanos en conexión con el monte Santa

Elena, en la parte sudcentral del Estado de Washington. Entre 1831 y 1854, había

permanecido activo, pero entonces no vivían muchas personas allí, y los detalles

resultaron vagos. Durante un siglo y un tercio, permaneció absolutamente tranquilo,

pero luego, el 18 de mayo de 1980, tras algunos rugidos y estremecimientos

preliminares, erupcionó de repente. Veinte personas, que no habían tomado la

precaución elemental de dejar la región, resultaron muertas, y se informó de que más

de un centenar de personas más desaparecieron. Ha permanecido activo desde

entonces: no ha habido muchas erupciones volcánicas, pero ha sido la primera de las

mismas en los cuarenta y ocho Estados contiguos durante mucho tiempo.

Existe más en las erupciones volcánicas que pérdidas inmediatas de vidas. En las

erupciones gigantes, vastas cantidades de polvo son lanzadas muy alto en la

atmósfera, y pasará mucho tiempo antes de que el polvo se sedimente. Tras la

erupción del Krakatoa, se dieron magníficas puestas de Sol durante un largo período a

causa del polvo esparcido entre la luz del Sol poniente. Un efecto mucho menos

benigno es que el polvo refleje la luz del Sol, por lo que alcanza la superficie de la

Tierra menos calor solar durante un largo tiempo.

A veces, el efecto ulterior es relativamente local aunque catastrófico. En 1873, el

volcán de Lai, en la zona sudcentral de Islandia, entró en erupción. La lava llegó a

cubrir 400 kilómetros cuadrados durante una erupción de dos años, pero no produjo

más que un pequeño daño directo. La ceniza y el dióxido de azufre, sin embargo, se

esparcieron por casi toda Islandia, e incluso llegaron a Escocia. La ceniza oscureció el

cielo, por lo que las cosechas, al no poder disfrutar de la luz del Sol, murieron. Los

humos de dióxido de azufre mataron las tres cuartas partes de los animales

domésticos de la isla. Tras perder las cosechas y morir los animales, 10.000

islandeses, un quinto de la población total de la isla, murieron de hambre y

enfermedades.

El 7 de abril de 1815, el monte Tambora, en una pequeña isla al este de Java, estalló.

Cincuenta kilómetros cúbicos de rocas y polvo fueron lanzadas a la atmósfera superior.

Por esta razón, la luz solar fue reflejada en una mayor extensión de la acostumbrada,

y las temperaturas de la Tierra fueron rnás bajas de lo usual durante más o menos un

año. Por ejemplo, en Nueva Inglaterra, 1815 fue un año desacostumbradamente frío, y

se produjeron olas de frío en cada mes del año, incluso en julio y agosto. Se le llamó

«el año sin verano».

A veces, los volcanes matan inmediatamente, pero no de forma necesaria a través de

la lava o incluso de la ceniza. El 8 de mayo de 1902, el monte Pelee, en la isla de la

Martinica, en las Indias Occidentales, entró en erupción. La explosión produjo una

gruesa nube de gases al rojo vivo y humos. Estos gases se esparcieron con rapidez por

el flanco de la montaña y se dirigieron en línea recta hacia Saint-Pierre, la ciudad

principal de la isla. En tres minutos, murieron de asfixia en la ciudad 38.000 personas.

El único superviviente fue un criminal recluido en una prisión subterránea, que iba a

ser colgado aquel mismo día, si todos los demás no hubiesen muerto...

Formación de la corteza terrestre

La investigación moderna sobre los volcanes y el papel que desempeñan en la

formación de la mayor parte de la corteza terrestre la inició el geólogo francés JeanÉtienne

Guettard, a mediados del siglo XVII. A finales del mismo siglo, los solitarios

esfuerzos del geólogo alemán Abraham Gottlob Werner popularizaron la falsa noción

de que la mayor parte de las rocas tenían un origen sedentario, a partir del océano,

que en tiempos remotos había sido el «ancho mundo» («neptunismo»). Sin embargo,

el peso de la evidencia, particularmente la presentada por Hutton, demostró que la

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mayor parte de las rocas habían sido formadas a través de la acción volcánica



(«plutonismo»). Tanto los volcanes como los terremotos podrían ser la expresión de la

energía interna de la Tierra, que se origina, en su mayoría, a partir de la radiactividad

(capítulo 7).

Una vez los sismógrafos proporcionaron datos suficientes de las ondas sísmicas,

comprobóse que las que podían estudiarse con más facilidad se dividían en dos

grandes grupos: «ondas superficiales» y «ondas profundas». Las superficiales siguen

la curva de la Tierra; en cambio, las profundas viajan por el interior del Globo y,


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