Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas


Identificación de los elementos



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Identificación de los elementos

Tras el descubrimiento de los rayos X, muchos científicos se sintieron impulsados a

investigar estas nuevas radiaciones, tan espectacularmente penetrantes. Uno de ellos

fue el físico francés Antoine-Henry Becquerel. El padre de Henry, Alexandre Edmond

(el físico que fotografío por vez primera el espectro solar), se había mostrado

especialmente interesado en la «fluorescencia», o sea, la radiación visible emitida por

sustancias después de ser expuestas a los rayos ultravioletas de la luz solar.

Becquerel padre había estudiado, en particular, una sustancia fluorescente llamada

sulfato de uranilo potásico (compuesto formado por moléculas, cada una de las cuales

contiene un átomo de uranio). Henry se preguntó si las radiaciones fluorescentes del

sulfato de uranilo potásico contenían rayos X. La forma de averiguarlo consistía en

exponer el sulfato al Sol (cuya luz ultravioleta estimularía la fluorescencia), mientras el

compuesto permanecía sobre una placa fotográfica envuelta en papel negro. Puesto

que la luz solar no podía penetrar a través del papel negro, no afectaría a la placa;

pero si la fluorescencia producida por el estímulo de la luz solar contenía rayos X, estos

penetrarían a través del papel e impresionarían la placa. Becquerel realizó con éxito su

experimento en 1896. Aparentemente, había rayos X en la fluorescencia. Becquerel

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logró incluso que los supuestos rayos X pasasen a través de delgadas láminas de



aluminio y cobre, y los resultados parecieron confirmar definitivamente su hipótesis,

puesto que no se conocía radiación alguna, excepto la de los rayos X, que pudiese

hacerlo.

Pero entonces —lo cual fue una suerte— el Sol quedó oculto por densos nubarrones.

Mientras esperaba que se disiparan las nubes, Becquerel retiró las placas fotográficas,

con los trocitos de sulfato sobre ellas, y las puso en un secador. Al cabo de unos días,

impaciente, decidió a toda costa revelar las placas, en la creencia de que, incluso sin la

luz solar directa, se podía haber producido alguna pequeña cantidad de rayos X.

Cuando vio las placas impresionadas, Becquerel vivió uno de esos momentos de

profunda sorpresa y felicidad que son los sueños de todos los científicos. La placa

fotográfica estaba muy oscurecida por una intensa radiación. La causa no podía ser la

fluorescencia ni la luz solar. Bequerel llegó a la conclusión —y los experimentos lo

confirmarían muy pronto— de que esta causa era el propio uranio contenido en el

sulfato de uranilo potásico.

Este descubrimiento impresionó profundamente a los científicos, excitados aún por el

reciente hallazgo de los rayos X. Uno de los científicos que se puso inmediatamente a

investigar la extraña radiación del uranio fue una joven química, nacida en Polonia y

llamada Marie Sklodowska, que el año anterior había contraído matrimonio con Pierre

Curie, el descubridor de la temperatura que lleva su nombre (véase capítulo 5).

Pierre Curie, en colaboración con su hermano Jacques, había descubierto que ciertos

cristales, sometidos a presión, desarrollaban una carga eléctrica positiva en un lado y

negativa en el otro. Este fenómeno se denomina «piezoelectricidad» (de la voz griega

que significa «comprimir»). Marie Curie decidió medir, con ayuda de la

piezoelectricidad, la radiación emitida por el uranio. Instaló un dispositivo, al que fluiría

una corriente cuando la radiación ionizase el aire entre dos electrodos; y la potencia de

esta pequeña corriente podría medirse por la cantidad de presión que debía ejercerse

sobre un cristal para producir una corriente contraria que la anulase. Este método se

mostró tan efectivo, que Pierre Curie abandonó en seguida su trabajo, y durante el

resto de su vida, junto con Marie, se dedicó a investigar ávidamente en este campo.

Marie Curie fue la que propuso el término de «radiactividad» para describir la

capacidad que tiene el uranio de emitir radiaciones, y la que consiguió demostrar el

fenómeno en una segunda sustancia radiactiva: el torio. En rápida sucesión, otros

científicos hicieron descubrimientos de trascendental importancia. Las radiaciones de

las sustancias radiactivas se mostraron más penetrantes y de mayor energía que los

rayos X; hoy se llaman «rayos gamma». Se descubrió que los elementos radiactivos

emitían también otros tipos de radiación, lo cual condujo a descubrimientos sobre la

estructura interna del átomo. Pero esto lo veremos en el capítulo 7. Lo que nos

interesa destacar aquí es el descubrimiento de que los elementos radiactivos, al emitir

la radiación, se transformaban en otros elementos (o sea, era una versión moderna de

la transmutación).

Marie Curie descubrió, aunque de forma accidental, las implicaciones de este

fenómeno. Cuando ensayaba la pechblenda en busca de su contenido de uranio, al

objeto de comprobar si las muestras de la mena tenían el uranio suficiente para hacer

rentable la labor del refinado, ella y su marido descubrieron, con sorpresa, que algunos

de los fragmentos tenían más radiactividad de la esperada, aunque estuviesen hechos

de uranio puro. Ello significaba que en la pechblenda habían de hallarse otros

elementos radiactivos, aunque sólo en pequeñas cantidades (oligoelementos), puesto

que el análisis químico usual no los detectaba; pero, al mismo tiempo, debían ser muy

radiactivos.

Entusiasmados, los Curie adquirieron toneladas de pechblenda, construyeron un

pequeño laboratorio en un cobertizo y, en condiciones realmente primitivas,

procedieron a desmenuzar la pesada y negra mena, en busca de los nuevos elementos.

En julio de 1898 habían conseguido aislar un polvo negro 400 veces más radiactivo

que la cantidad equivalente de uranio.

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Este polvo contenía un nuevo elemento, de propiedades químicas parecidas a las del



telurio, por lo cual debía colocarse bajo este en la tabla periódica. (Más tarde se le dio

el número atómico 84.) Los Curie lo denominaron «polonio», en honor al país natal de

Marie.

Pero el polonio justificaba sólo una parte de la radiactividad. Siguieron nuevos



trabajos, y en diciembre de 1898, los Curie habían obtenido un preparado que era

incluso más radiactivo que el polonio. Contenía otro elemento, de propiedades

parecidas a las del bario (y, eventualmente, se puso debajo de éste, con el número

atómico 88). Los Curie lo llamaron «radio», debido a su intensa radiactividad.

Siguieron trabajando durante cuatro años más, para obtener una cantidad de radio

puro que pudiese apreciarse a simple vista. En 1903, Marie Curie presentó un resumen

de su trabajo como tesis doctoral. Tal vez sea la mejor tesis de la historia de la

Ciencia. Ello le supuso no sólo uno, sino dos premios Nobel. Marie y su marido, junto

con Becquerel, recibieron, en 1903, el de Física, por sus estudios sobre la

radiactividad, y, en 1911, Marie —su marido había muerto en 1906, en accidente de

circulación— fue galardonada con el de Química por el descubrimiento del polonio y el

radio.


El polonio y el radio son mucho más inestables que el uranio y el torio, lo cual es otra

forma de decir que son mucho más radiactivos. En cada segundo se desintegra mayor

número de sus átomos. Sus vidas son tan cortas, que prácticamente todo el polonio y

el radio del Universo deberían haber desaparecido en un millón de años. Por tanto,

¿cómo seguimos encontrándolo en un planeta que tiene miles de millones de años de

edad? La respuesta es que el radio y el polonio se van formando continuamente en el

curso de la desintegración del uranio y el torio, para acabar por transformarse en

plomo. Dondequiera que se hallen el uranio y el torio, se encuentran siempre indicios

de polonio y radio. Son productos intermedios en el camino que conduce al plomo

como producto final.

El detenido análisis de la pechblenda y las investigaciones de las sustancias radiactivas

permitieron descubrir otros tres elementos inestables en el camino que va del uranio y

el torio hasta el plomo. En 1899, André-Louis Debierne, siguiendo el consejo de los

Curie, buscó otros elementos en la pechblenda y descubrió uno, al que denominó

«actinio» (de la voz griega que significa «rayo»); se le dio el número atómico 89. Al

año siguiente, el físico alemán Friedrich Ernst Dorn demostró que el radio, al

desintegrarse, formaba un elemento gaseoso. ¡Un gas radiactivo era algo realmente

nuevo! El elemento fue denominado «radón» (de radio y argón, su afín químico), y se

le dio el número atómico 86. Finalmente, en 1917, dos grupos distintos —Otto Hahn y

Lise Meitner, en Alemania, y Frederick Soddy y John A. Cranston, en Inglaterra—

aislaron, a partir de la pechblenda, el elemento 91, denominado protactinio.

El hallazgo de los elementos perdidos

Por tanto, en 1925 había 88 elementos identificados: 81 estables, y 7, inestables. Se

hizo más acuciante la búsqueda de los cuatro que aún faltaban: los números 43, 61,

85 y 87.


Puesto que entre los elementos conocidos había una serie radiactiva —los números 84

al 92—, podía esperarse que también lo fueran el 85 y el 87. Por otra parte, el 43 y el

61 estaban rodeados por elementos estables, y no parecía haber razón alguna para

sospechar que no fueran, a su vez, estables. Por tanto, deberían de encontrarse en la

Naturaleza.

Respecto al elemento 43, situado inmediatamente encima del reino en la tabla

periódica, se esperaba que tuviese propiedades similares y que se encontrase en las

mismas menas. De hecho, el equipo de Noddack, Tacke y Berg, que había descubierto

el renio, estaba seguro de haber dado también con rayos X de una longitud de onda

que debían de corresponder al elemento 43. Así, pues, anunciaron su descubrimiento,

y lo denominaron «masurio» (por el nombre de una región de la Prusia Oriental). Sin

embargo, su identificación no fue confirmada, y, en Ciencia, un descubrimiento no se

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considera como tal hasta que haya sido confirmado, como mínimo, por un investigador



independiente.

En 1926, dos químicos de la Universidad de Illinois anunciaron que habían encontrado

el elemento 61 en menas que contenían los elementos vecinos (60 y 62), y lo llamaron

«illinio». El mismo año, dos químicos italianos de la Universidad de Florencia creyeron

haber aislado el mismo elemento, que bautizaron con el nombre de «florencio». Pero el

trabajo de ambos grupos no pudo ser confirmado por ningún otro.

Años más tarde, un físico del Instituto Politécnico de Alabama, utilizando un nuevo

método analítico de su invención, informó haber encontrado indicios de los elementos

87 y 85, a los que llamó «Virginio» y «alabaminio», en honor, respectivamente, de sus

Estados natal y de adopción. Pero tampoco pudieron ser confirmados estos

descubrimientos.

Los acontecimientos demostrarían que, en realidad, no se habían descubierto los

elementos 43, 61, 85 y 87.

El primero en ser identificado con toda seguridad fue el elemento 43. El físico

estadounidense Ernest Orlando Lawrence —quien más tarde recibiría el premio Nobel

de Física como inventor del ciclotrón (véase capítulo 7)— obtuvo el elemento en su

acelerador mediante el bombardeo de molibdeno (elemento 42) con partículas a alta

velocidad. El material bombardeado mostraba radiactividad, y Lawrence lo remitió al

químico italiano Emilio Gino Segré —quien estaba interesado en el elemento 43— para

que lo analizase. Segré y su colega C. Perrier, tras separar la parte radiactiva del

molibdeno, descubrieron que se parecía al renio en sus propiedades. Y decidieron que

sólo podía ser el elemento 43, elemento que contrariamente a sus vecinos de la tabla

periódica, era radiactivo. Al no ser producidos por desintegración de un elemento de

mayor número atómico, apenas quedan indicios del mismo en la corteza terrestre, por

lo cual, Noddack y su equipo estaban equivocados al creer que lo habían hallado.

Segré y Perrier tuvieron el honor de bautizar el elemento 43; lo llamaron «tecnecio»,

tomado de la voz griega que significa «artificial», porque éste era el primer elemento

fabricado por el hombre. Hacia 1960 se había acumulado ya el tecnecio suficiente para

determinar su punto de fusión: cercano a los 2.200° C. (Segré recibió posteriormente

el premio Nobel por otro descubrimiento, relacionado también con materia creada por

el hombre [véase capítulo 7].)

Finalmente, en 1939, se descubrió en la Naturaleza el elemento 87. La química

francesa Marguerite Perey lo aisló entre los productos de desintegración del uranio. Se

encontraba en cantidades muy pequeñas, y sólo los avances técnicos permitieron

encontrarlo donde antes había pasado inadvertido. Dio al nuevo elemento el nombre

de «francio», en honor de su país natal.

El elemento 85, al igual que el tecnecio, fue producido en el ciclotrón bombardeando

bismuto (elemento 83). En 1940, Segré, Dale Raymond Corson y K. R. MacKenzie

aislaron el elemento 85 en la Universidad de California, ya que Segré había emigrado

de Italia a Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial interrumpió su trabajo sobre

este elemento; pero, una vez acabada la contienda, el equipo reanudó su labor, y, en

1947, propuso para el elemento el nombre de «astato» (de la palabra griega que

significa «inestable»). (Para entonces se habían encontrado en la Naturaleza pequeños

restos de astato, como en el caso del francio, entre los productos de desintegración del

uranio.)

Mientras tanto, el cuarto y último elemento de los que faltaban por descubrir (el 61) se

había hallado entre los productos de fisión del uranio, proceso que explicamos en el

capítulo 10. (También el tecnecio se encontró entre estos productos.) En 1945, tres

químicos del Oak Ridge National Laboratory —J. A. Marinsky, L. E. Glendenin y Charles

Dubois Coryell— aislaron el elemento 61. Lo denominaron «promecio» (promethium,

voz inspirada en el nombre del dios Prometeo, que había robado su fuego al Sol para

entregarlo a la Humanidad). Después de todo, el elemento 61 había sido «robado» a

partir de los fuegos casi solares del horno atómico.

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De este modo se completó la lista de los elementos, del 1 al 92. Sin embargo, en cierto

sentido, la parte más extraña de la aventura acababa sólo de empezar. Porque los

científicos habían rebasado los límites de la tabla periódica; el uranio no era el fin.

Elementos transuránidos

Ya en 1934 había empezado la búsqueda de los elementos situados más allá del

uranio, o sea, los elementos «transuránidos». En Italia, Enrico Fermi comprobó que

cuando bombardeaba un elemento con una partícula subatómica, recientemente

descubierta, llamada «neutrón» (véase capítulo 7), ésta transformaba a menudo el

elemento en el de número atómico superior más próximo. ¿Era posible que el uranio se

transformase en el elemento 93, completamente sintético, que no existía en la

Naturaleza? El equipo de Fermi procedió a bombardear el uranio con neutrones y

obtuvo un producto que, al parecer, era realmente el elemento 93. Se le dio el nombre

de «uranio X».

En 1938, Fermi recibió el premio Nobel de Física por sus estudios sobre el bombardeo

con neutrones. Por aquella fecha, ni siquiera podía sospecharse la naturaleza real de

su descubrimiento, ni sus consecuencias para la Humanidad. Al igual que Cristóbal

Colón, había encontrado, no lo que estaba buscando, sino algo mucho más valioso,

pero de cuya importancia no podía percatarse.

Basta decir, por ahora, que, tras seguir una serie de pistas que no condujeron a

ninguna parte, descubrióse, al fin, que lo que Fermi había conseguido no era la

creación de un nuevo elemento, sino la escisión del átomo de uranio en dos partes casi

iguales. Cuando, en 1940, los físicos abordaron de nuevo el estudio de este proceso, el

elemento 93 surgió como un resultado casi fortuito de sus experimentos. En la mezcla

de elementos que determinaba el bombardeo del uranio por medio de neutrones,

aparecía uno que, de principio, resistió todo intento de identificación. Entonces, Edwin

Mc-Millan, de la Universidad de California, sugirió que quizá los neutrones liberados por

fisión hubiesen convertido algunos de los átomos de uranio en un elemento de número

atómico más alto, como Fermi había esperado que ocurriese. McMillan y Philip Abelson,

un fisicoquímico, probaron que el elemento no identificado era, en realidad, el número

93. La prueba de su existencia la daba la naturaleza de su radiactividad, lo mismo que

ocurriría en todos los descubrimientos subsiguientes.

McMillan sospechaba que pudiera estar mezclado con el número 93 otro elemento

transuránido. El químico Glenn Theodore Seaborg y sus colaboradores Arthur Charles

Wahl y J. W. Kennedy no tardaron en demostrar que McMillan tenía razón y que dicho

elemento era el número 94.

De la misma forma que el uranio —elemento que se suponía el último de la tabla

periódica— tomó su nombre de Urano, el planeta recientemente descubierto a la

razón, los elementos 93 y 94 fueron bautizados, respectivamente, como «neptuno» y

«plutonio», por Neptuno y Plutón, planetas descubiertos después de Urano. Y resultó

que existía en la Naturaleza, pues más tarde se encontraron indicios de los mismos en

menas de uranio. Así, pues, el uranio no era el elemento natural de mayor peso

atómico.

Seaborg y un grupo de investigadores de la Universidad de California —entre los cuales

destacaba Albert Ghiorso— siguieron obteniendo, uno tras otro, nuevos elementos

transuránidos. Bombardeando plutonio con partículas subatómicas, crearon, en 1944,

los elementos 95 y 96, que recibieron, respectivamente, los nombres de «americio»

(por América) y «curio» (en honor de los Curie). Una vez obtenida una cantidad

suficiente de americio y curio, bombardearon estos elementos y lograron obtener, en

1949, el número 97, y, en 1950, el 98. Estos nuevos elementos fueron llamados

«berkelio» y «californio» (por Berkeley y California). En 1951, Seaborg y McMillan

compartieron el premio Nobel de Química por esta serie de descubrimientos.

El descubrimiento de los siguientes elementos fue el resultado de unas investigaciones

y pruebas menos pacíficas. Los elementos 99 y 100 surgieron en la primera explosión

de una bomba de hidrógeno, la cual se llevó a cabo en el Pacífico, en noviembre de

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1952. Aunque la existencia de ambos fue detectada en los restos de la explosión, no se

confirmó ni se les dio nombres hasta después de que el grupo de investigadores de la

Universidad de California obtuvo en su laboratorio, en 1955, pequeñas cantidades de

ambos. Fueron denominados, respectivamente, «einstenio» y «fermio», en honor de

Albert Einstein y Enrico Fermi, ambos, muertos unos meses antes. Después, los

investigadores bombardearon una pequeña cantidad de «einstenio» y obtuvieron el

elemento 101, al que denominaron «mendelevio», por Mendeléiev.

El paso siguiente llegó a través de la colaboración entre California y el Instituto Nobel

de Suecia. Dicho instituto llevó a cabo un tipo muy complicado de bombardeo que

produjo, aparentemente, una pequeña cantidad del elemento 102. Fue llamado

«nobelio», en honor del Instituto; pero el experimento no ha sido confirmado. Se había

obtenido con métodos distintos de los descritos por el primer grupo de investigadores.

Mas, pese a que el «nobelio» no ha sido oficialmente aceptado como el nombre del

elemento, no se ha propuesto ninguna otra denominación.

En 1961 se detectaron algunos átomos del elemento 103 en la Universidad de

California, a los cuales se les dio el nombre de «laurencio» (por E. O. Lawrence, que

había fallecido recientemente). En 1964, un grupo de científicos soviéticos, bajo la

dirección de Georguéi Nikoláievich Flerov, informó sobre la obtención del elemento

104, y en 1965, sobre la del 105. En ambos casos, los métodos usados para formar los

elementos no pudieron ser confirmados. El equipo americano dirigido por Albert Ghioso

obtuvo también dichos elementos, independientemente de los soviéticos. Entonces se

planteó la discusión acerca de la prioridad; ambos grupos reclamaban el derecho a dar

nombre a los nuevos elementos. El grupo soviético llamó al elemento 104

«kurchatovio», en honor de Igor Vasilievich Kurchatov, el cual había dirigido al equipo

soviético que desarrolló la bomba atómica rusa, y que murió en 1960. Por su parte, el

grupo americano dio al elemento 104 el nombre de «rutherfordio», y al 105 el de

«hahnio», en honor, respectivamente, de Ernest Rutherford y Otto Hahn, los cuales

dieron las claves para los descubrimientos de la estructura subatómica.



Elementos superpesados

Cada paso en esta ascensión de la escala transuránida fue más difícil que el anterior.

En cada estadio sucesivo, el elemento se hizo más difícil de acumular y más inestable.

Cuando se llegó al mendelevio, la identificación tuvo que hacerse sobre la base de

diecisiete átomos, y no más. Afortunadamente, las técnicas de detección de la

radiación se mejoraron maravillosamente en 1955. Los científicos de Berkeley

conectaban sus instrumentos a un avisador, con lo que, cada vez que se formaba un

átomo de mendelevio, la radiación característica emitida quedaba anunciada por un

grave y triunfante avisador de incendios. (De todos modos, el Departamento de

extinción de incendios lo prohibió pronto...)

Los elementos superiores fueron detectados incluso en las condiciones más rarificadas.

Un solo átomo de un elemento deseado puede detectarse al observar en detalle los

productos de su desintegración.

¿Existe necesidad de tratar de llegar más lejos, más allá del 105, aparte del escalofrío

propio de batir un récord y de dar el nombre de uno en el libro correspondiente como

descubridor de un elemento? (Lavoisier, el mayor de todos los químicos, nunca

consiguió ningún descubrimiento, y su fracaso le preocupó en extremo.)

Aún queda por hacer un importante y posible descubrimiento. El incremento en

inestabilidad a medida que se asciende en la escala de los números atómicos es

uniforme. El más complejo de los átomos estables es el bismuto (83). Detrás del

mismo, los seis elementos del 84 al 89 inclusive son tan inestables que cualquier

cantidad presente en el momento de la formación de la Tierra ya habría desaparecido

en la actualidad. Y luego, y más bien sorprendentemente, sigue el torio (90) y el

uranio (92), que son casi estables. Del torio y el uranio existentes en la Tierra en el

momento de su formación, el 80 % del primero y el 50 % del último existen aún hoy.

Los físicos han elaborado teorías de la estructura atómica para tener esto en cuenta

(como explicaré en el capítulo siguiente); y si esas teorías son correctas, en ese caso

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los elementos 110 y 114 deberían ser más estables de lo que se esperaría de ellos

dados sus elevados números atómicos. Por lo tanto, existe considerable interés en

conseguir esos elementos, como una forma de comprobar las teorías.

En 1976, se produjo un informe de ciertos halos (marcas circulares negras en la mica)

que indicarían la presencia de esos elementos superpesados. Los halos surgen de la

radiación emitida por pequeñas cantidades de torio y uranio, pero existen unos halos

un poco más allá de lo normal que deben surgir de unos átomos más energéticamente

radiactivos que, sin embargo, son lo suficientemente estables como para haber

persistido hasta los tiempos modernos. Y debía de tratarse de los superpesados. Por

desgracia, las deducciones no se vieron apoyadas en general por los científicos, y dicha

sugerencia fue olvidada. Los científicos siguen buscando.

ELECTRONES

Cuando Mendeléiev y sus contemporáneos descubrieron que podían distribuir los

elementos en una tabla periódica compuesta por familias de sustancias de propiedades

similares, no tenían noción alguna acerca del porqué los elementos pertenecían a tales

grupos o del motivo por el que estaban relacionadas las propiedades. De pronto surgió

una respuesta simple y clara, aunque tras una larga serie de descubrimientos, que al

principio no parecían tener relación con la Química.

Todo empezó con unos estudios sobre la electricidad. Faraday realizó con la

electricidad todos los experimentos imaginables; incluso trató de enviar una descarga

eléctrica a través del vacío. Mas no pudo conseguir un vacío lo suficientemente

perfecto para su propósito. Pero en 1854, un soplador de vidrio alemán, Heinrich

Geissler, inventó una bomba de vacío adecuada y fabricó un tubo de vidrio en cuyo

interior iban electrodos de metal en un vacío de calidad sin precedentes hasta

entonces. Cuando se logró producir descargas eléctricas en el «tubo de Geissler»,

comprobóse que en la pared opuesta al electrodo negativo aparecía un resplandor

verde. El físico alemán Eugen Goldstein sugirió, en 1876, que tal resplandor verde se

debía al impacto causado en el vidrio por algún tipo de radiación originada en el

electrodo negativo, que Faraday había denominado «cátodo». Goldstein dio a la

radiación el nombre de «rayos catódicos».

¿Eran los rayos catódicos una forma de radiación electromagnética? Goldstein lo creyó

así; en cambio, lo negaron el físico inglés William Crookes y algunos otros, según los

cuales, dichos rayos eran una corriente de partículas de algún tipo. Crookes diseñó

versiones mejoradas del tubo de Geissler (llamadas «tubos Crookes»), con las cuales

pudo demostrar que los rayos eran desviados por un imán. Esto quizá significaba que

dichos rayos estaban formados por partículas cargadas eléctricamente.

En 1897, el físico Joseph John Thomson zanjó definitivamente la cuestión al demostrar

que los rayos catódicos podían ser también desviados por cargas eléctricas. ¿Qué eran,

pues, las «partículas» catódicas? En aquel tiempo, las únicas partículas cargadas

negativamente que se conocían eran los iones negativos de los átomos. Los

experimentos demostraron que las partículas de los rayos catódicos no podían

identificarse con tales iones, pues al ser desviadas de aquella forma por un campo

electromagnético, debían de poseer una carga eléctrica inimaginablemente elevada, o

bien tratarse de partículas muy ligeras, con una masa mil veces más pequeña que la

de un átomo de hidrógeno. Esta ultima interpretación era la que encajaba mejor en el

marco de las pruebas realizadas. Los físicos habían ya intuido que la corriente eléctrica

era transportada por partículas. En consecuencia, estas partículas de rayos catódicos

fueron aceptadas como las partículas elementales de la electricidad. Se les dio el

nombre de «electrones», denominación sugerida, en 1891, por el físico irlandés George

Johnstone Stoney. Finalmente, se determinó que la masa del electrón era 1.837 veces

menor que la de un átomo de hidrógeno. (En 1906, Thomson fue galardonado con el

premio Nobel de Física por haber establecido la existencia del electrón.)

El descubrimiento del electrón sugirió inmediatamente que debía de tratarse de una

subpartícula del átomo. En otras palabras, que los átomos no eran las unidades

últimas indivisibles de la materia que habían descrito Demócrito y John Dalton.

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Aunque costaba trabajo creerlo, las pruebas convergían de manera inexorable. Uno de

los datos más convincentes fue la demostración, hecha por Thomson, de que las

partículas con carga negativa emitidas por una placa metálica al ser incidida por

radiaciones ultravioleta (el llamado «efecto fotoeléctrico»), eran idénticas a los

electrones de los rayos catódicos. Los electrones fotoeléctricos debían de haber sido

arrancados de los átomos del metal.




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