Superconductores y superfluidos
Pero volvamos al mundo de las bajas temperaturas. Ni siquiera la licuefacción y la
solidificación del hidrógeno constituyen la victoria final. En el momento en que se logró
dominar el hidrógeno, se habían descubierto ya los gases inertes, el más ligero de los
cuales, el helio, se convirtió en un bastión inexpugnable contra la licuefacción a las
más bajas temperaturas obtenibles. Finalmente, en 1908, el físico holandés Heike
Kammerlingh Onnes consiguió dominarlo. Dio un nuevo impulso al sistema Dewar.
Empleando hidrógeno líquido, enfrió bajo presión el gas de helio hasta -255° C
aproximadamente y luego dejó que el gas se expandiese para enfriarse aún más. Este
método le permitió licuar el gas. Luego, dejando que se evaporase el helio líquido,
consiguió la temperatura a la que podía ser licuado el helio bajo una presión
atmosférica normal, e incluso a temperaturas de hasta -272,3° C. Por su trabajo sobre
las bajas temperaturas, Onnes recibió el premio Nobel de Física en 1913. (Hoy es algo
muy simple la licuefacción del helio. En 1947, el químico americano Samuel Cornette
Collins inventó el «criostato», con el cual, por medio de compresiones y expansiones
alternativas, puede producir hasta 34 litros de helio líquido por hora.) Sin embargo,
Onnes hizo mucho más que obtener nuevos descensos en la temperatura. Fue el
primero en demostrar que a estos niveles existían propiedades únicas de la materia.
Una de estas propiedades es el extraño fenómeno denominado «superconductividad».
En 1911, Onnes estudió la resistencia eléctrica del mercurio a bajas temperaturas.
Esperaba que la resistencia a una corriente eléctrica disminuiría constantemente a
medida que la desaparición del calor redujese las vibraciones normales de los átomos
en el metal. Pero a -268,88° C desapareció súbitamente la resistencia eléctrica del
mercurio. Una corriente eléctrica podía cruzarlo sin pérdida alguna de potencia. Pronto
se descubrió que otros metales podían también transformarse en superconductores.
Por ejemplo, el plomo lo hacía a -265,78° C. Una corriente eléctrica de varios
centenares de amperios —aplicada a un anillo de plomo mantenido en dicha
temperatura por medio del helio líquido— siguió circulando a través de este anillo
durante dos años y medio, sin pérdida apreciable de intensidad.
A medida que descendían las temperaturas, se iban añadiendo nuevos metales a la
lista de los materiales superconductores. El estaño se transformaba en superconductor
a los -269,27° C; el aluminio, a los -271,80° C; el uranio, a los -272,2° C; el titanio, a
los -272,47° C; el hafnio, a los -272,65° C. Pero el hierro, níquel, cobre, oro, sodio y
potasio deben de tener un punto de transición mucho más bajo aún —si es que
realmente pueden ser transformados en superconductores—, porque no se han podido
reducir a este estado ni siquiera a las temperaturas más bajas alcanzadas. El punto
más alto de transición encontrado para un metal es el del tecnecio, que se transforma
en superconductor por debajo de los -261,8° C.
Un líquido de bajo punto de ebullición retendrá fácilmente las sustancias inmersas en
él a su temperatura de ebullición. Para conseguir temperaturas inferiores se necesita
un líquido cuyo punto de ebullición sea aún menor. El hidrógeno líquido hierve a -
252,6° C, y sería muy útil encontrar una sustancia superconductora cuya temperatura
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de transición fuera, por lo menos, equivalente. Sólo tales condiciones permiten
estudiar la superconductividad en sistemas refrigerados por el hidrógeno líquido. A
falta de ellas, será preciso utilizar, como única alternativa, un líquido cuyo punto de
ebullición sea bajo, por ejemplo, el helio líquido, elemento mucho más raro, más
costoso y de difícil manipulación. Algunas aleaciones, en especial las que contienen
niobio, poseen unas temperaturas de transición más elevadas que las de cualquier
metal puro. En 1968 se encontró, por fin, una aleación de niobio, aluminio y germanio,
que conservaba la superconductividad a -252° C. Esto hizo posible la
superconductividad a temperaturas del hidrógeno líquido, aunque con muy escaso
margen. E inmediatamente se presentó, casi por sí sola, una aplicación útil de la
superconductividad en relación con el magnetismo. Una corriente eléctrica que circula
por un alambre arrollado en una barra de hierro, crea un potente campo magnético;
cuanto mayor sea la corriente, tanto más fuerte será el campo magnético. Por
desgracia, también cuanto mayor sea la corriente, tanto mayor será el calor generado
en circunstancias ordinarias, lo cual limita considerablemente las posibilidades de tal
aplicación. Ahora bien, la electricidad fluye sin producir calor en los alambres
superconductores, y, al parecer, en dichos alambres se puede comprimir la corriente
eléctrica para producir un «electroimán» de potencia sin precedentes con sólo una
fracción de la fuerza que se consume en general. Sin embargo, hay un inconveniente.
En relación con el magnetismo, se ha de tener en cuenta otra característica, además
de la superconductividad. En el momento en que una sustancia se transforma en
superconductora, se hace también perfectamente «diamagnética», es decir, excluye
las líneas de fuerza de un campo magnético. Esto fue descubierto por W. Meissner en
1933, por lo cual se llama desde entonces «efecto Meissner». No obstante, si se hace
el campo magnético lo suficientemente fuerte, puede destruirse la superconductividad
de la sustancia, incluso a temperaturas muy por debajo de su punto de transición. Es
como si, una vez concentradas en los alrededores las suficientes líneas de fuerza,
algunas de ellas lograran penetrar en la sustancia y desapareciese la
superconductividad.
Se han realizado varias pruebas con objeto de encontrar sustancias superconductoras
que toleren potentes campos magnéticos. Por ejemplo, hay una aleación de estaño y
niobio con una elevada temperatura de transición: -255° C. Puede soportar un campo
magnético de unos 250.000 gauss, lo cual, sin duda, es una intensidad elevada.
Aunque este descubrimiento se hizo en 1954, hasta 1960 no se perfeccionó el
procedimiento técnico para fabricar alambres con esta aleación, por lo general,
quebradiza. Todavía más eficaz es la combinación de vanadio y galio, y se han
fabricado electroimanes superconductores con intensidades de hasta 500.000 gauss.
En el helio se descubrió también otro sorprendente fenómeno a bajas temperaturas: la
«superfluidez».
El helio es la única sustancia conocida que no puede ser llevada a un estado sólido, ni
siquiera a la temperatura del cero absoluto. Hay un pequeño contenido de energía
irreductible, incluso al cero absoluto, que, posiblemente, no puede ser eliminada (y
que, de hecho, su contenido en energía es «cero»); sin embargo, basta para mantener
libres entre sí los extremadamente «no adhesivos» átomos de helio y, por tanto,
líquidos. En 1905, el físico alemán Hermann Walther Nernst demostró que no es la
energía de las sustancias la que se convierte en cero en el cero absoluto, sino una
propiedad estrechamente vinculada a la misma: la «entropía». Esto valió a Nernst el
premio Nobel de Química en 1920. Sea como fuere, esto no significa que no exista
helio sólido en ninguna circunstancia. Puede obtenerse a temperaturas inferiores a
0,26° C y a una presión de 25 atmósferas aproximadamente. En 1935, Willem Hendrik
Keeson y su hermana, que trabajaban en el «Laboratorio Onnes», de Leiden,
descubrieron que, a la temperatura de -270,8° C el helio líquido conducía el calor casi
perfectamente. Y lo conduce con tanta rapidez, que cada una de las partes de helio
está siempre a la misma temperatura. No hierve —como lo hace cualquier otro líquido
en virtud de la existencia de áreas puntiformes calientes, que forman burbujas de
vapor— porque en el helio líquido no existen tales áreas (si es que puede hablarse de
las mismas en un líquido cuya temperatura es de menos de -271 °C). Cuando se
evapora, la parte superior del líquido simplemente desaparece, como si se descamara
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en finas láminas, por así decirlo.
El físico ruso Peter Leonidovich Kapitza siguió investigando esta propiedad y descubrió
que si el helio era tan buen conductor del calor se debía al hecho de que fluía con
notable rapidez y transportaba casi instantáneamente el calor de una parte a otra de sí
mismo (por lo menos, doscientas veces más rápido que el cobre, el segundo mejor
conductor del calor). Fluiría incluso más fácilmente que un gas, tendría una viscosidad
de sólo 1/1.000 de la del hidrógeno gaseoso y se difundiría a través de unos poros tan
finos, que podrían impedir el paso de un gas. Más aún, este líquido superfluido
formaría una película sobre el cristal y fluiría a lo largo de éste tan rápidamente como
si pasase a través de un orificio. Colocando un recipiente abierto, que contuviera este
líquido, en otro recipiente mayor, pero menos lleno, el fluido rebasaría el borde del
cristal y se desplazaría al recipiente exterior, hasta que se igualaran los niveles de
ambos recipientes.
El helio es la única sustancia que muestra este fenómeno de superfluidez. De hecho, el
superfluido se comporta de forma tan distinta al helio cuando está por encima de los -
270,8° C que se le ha dado un nombre especial: helio II, para distinguirlo del helio
líquido cuando se halla por encima de dicha temperatura, y que se denomina helio I.
Sólo el helio permite investigar las temperaturas cercanas al cero absoluto, por lo cual
se ha convertido en un elemento muy importante, tanto en la ciencias puras como en
las aplicadas. La cantidad de helio que contiene la atmósfera es despreciable, y las
fuentes más importantes son los pozos de gas natural, de los cuales escapa a veces el
helio, formado a partir de la desintegración del uranio y el torio en la corteza terrestre.
El gas del pozo más rico que se conoce (en Nuevo México) contiene un 7,5 % de helio.
Criogenia
Sorprendidos por los extraños fenómenos descubiertos en las proximidades del cero
absoluto, los físicos, naturalmente, han realizado todos los esfuerzos imaginables por
llegar lo más cerca posible del mismo y ampliar sus conocimientos acerca de lo que
hoy se conoce con el nombre de «criogenia». En condiciones especiales, la evaporación
del helio líquido puede dar temperaturas de hasta -272,5° C. (Tales temperaturas se
miden con ayuda de métodos especiales, en los cuales interviene la electricidad, así,
por la magnitud de la corriente generada en un par termoeléctrico; la resistencia de un
cable hecho de algún metal no superconductor; los cambios en las propiedades
magnéticas, e incluso la velocidad del sonido del helio. La medición de temperaturas
extremadamente bajas es casi tan difícil como obtenerlas.) Se han conseguido
temperaturas sustancialmente inferiores a los -272,5° C gracias a una técnica que
empleó por primera vez, en 1925, el físico holandés Peter Joseph Wilhelm Debye. Una
sustancia «paramagnética» —es decir, que concentra las líneas de fuerza magnética—
se pone casi en contacto con el helio líquido, separado de éste por gas de helio, y la
temperatura de todo el sistema se reduce hasta -272° C. Luego se coloca el sistema
en un campo magnético. Las moléculas de la sustancia paramagnética se disponen
paralelamente a las líneas del campo de fuerza, y al hacerlo desprenden calor, calor
que se extrae mediante una ligera evaporación del helio ambiente. Entonces se elimina
el campo magnético. Las moléculas paramagnéticas adquieren inmediatamente una
orientación arbitraria. Al pasar de una orientación ordenada a otra arbitraria, las
moléculas han de absorber calor, y lo único que puede hacer es absorberlo del helio
líquido. Por tanto, desciende la temperatura de éste.
Esto puede repetirse una y otra vez, con lo cual desciende en cada ocasión la
temperatura del helio líquido. La técnica fue perfeccionada por el químico americano
William Francis Giauque, quien recibió el premio Nobel de Química en 1949 por estos
trabajos. Así, en 1957 se alcanzó la temperatura de -272,99998° C.
En 1962, el físico germano-británico Heinz London y sus colaboradores creyeron
posible emplear un nuevo artificio para obtener temperaturas más bajas aún. El helio
se presenta en dos variantes: helio 3 y helio 4. Por lo general, ambas se mezclan
perfectamente, pero cuando las temperaturas son inferiores a los -272,2° C, más o
menos, los dos elementos se disocian, y el helio 3 sobrenada. Ahora bien, una porción
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de helio 3 permanece en la capa inferior con el helio 4, y entonces se puede conseguir
que el helio 3 suba y baje repetidamente a través de la divisoria, haciendo descender
cada vez más la temperatura, tal como ocurre con los cambios de liquidación y
vaporización en el caso de refrigerantes corrientes tipo freón. En 1965 se construyeron
en la Unión Soviética los primeros aparatos refrigeradores en los que se aplicó este
principio.
En 1950, el físico ruso Isaak Yakovievich Pomeranchuk propuso un método de
refrigeración intensa, en el que se aplicaban otras propiedades del helio 3. Por su
parte, el físico británico de origen húngaro, Nicholas Kurti, sugirió, ya en 1934, el uso
de propiedades magnéticas similares a las que aprovechara Giauque, si bien
circunscribiendo la operación al núcleo atómico —la estructura más recóndita del
átomo—, es decir, prescindiendo de las moléculas y los átomos completos.
Como resultado del empleo de esas nuevas técnicas, han llegado a conseguir
temperaturas tan bajas como de 0,000001 ° K. Y, dado que los físicos se encuentran a
una millonésima de grado del cero absoluto, ¿no podrían desembarazarse de la
pequeña entropía que queda y, finalmente, llegar a la marca del 0° K absoluto?
¡No! El cero absoluto es inalcanzable, como demostró Nernst a través de su premio
Nobel ganado al tratar de este tema (en ocasiones se denomina a esto tercera ley de
la termodinámica). En cualquier descenso de temperatura, sólo parte de la entropía
puede eliminarse. En general, eliminar la mitad de la entropía de un sistema es
igualmente difícil, sin tener en cuenta cuál sea su total. Así resulta tan difícil avanzar
desde los 300° K (más o menos la temperatura ambiente) hasta los 150° K (algo más
frío que cualquier temperatura reinante en la Antártida), que desde 20° K a 10° K.
Resulta igual de difícil avanzar desde los 10° K hasta los 5° K, y desde los 5° K hasta
los 2,5° K, etc. Al haber alcanzado una millonésima de grado por encima del cero
absoluto, la tarea de avanzar más allá, hasta la mitad de una millonésima de grado
resulta tan difícil como el bajar de 300° K a 150° K, y si se consiguiese, sería una
tarea igualmente difícil el avanzar desde media millonésima de grado hasta una cuarta
parte de millonésima de grado, y así indefinidamente. El cero absoluto se encuentra a
una distancia infinita, sin tener en cuenta lo cerca que parezca que nos aproximamos.
Digamos a este respecto que los estadios finales de la búsqueda del cero absoluto se
han conseguido a partir de un estudio atento del helio 3. El helio 3 es una sustancia en
extremo rara. El helio en sí no es muy común en la Tierra, y cuando se aisló sólo 13
átomos de cada 10.000.000 son de helio 3, y el resto es helio 4.
El helio 3 es en realidad un átomo más simple que el helio 4, y sólo posee las tres
cuartas partes de la masa de la variedad más frecuente. El punto de licuefacción del
helio 3 es de 3,2° K, un grado más por debajo que el helio 4. Y lo que es más, al
principio se creyó que, dado que el helio 4 se hace superfluido a temperaturas por
debajo de 2,2° K, el helio 3 (una molécula menos simétrica, aunque sea más simpie)
no muestra señales de superfluidez en absoluto. Era sólo necesario seguir
intentándolo. En 1972, se descubrió que el helio 3 cambia a una forma de helio II
superfluido líquido a temperaturas por debajo de 0,0025° K.
Altas presiones
Uno de los nuevos horizontes científicos abiertos por los estudios de la licuefacción de
gases fue el desarrollo del interés por la obtención de altas presiones. Parecía que
sometiendo a grandes presiones diversos tipos de materia (no sólo los gases), podría
obtenerse una información fundamental sobre la naturaleza de la materia y sobre el
interior de la Tierra. Por ejemplo, a una profundidad de 11 km, la presión es de 1.000
atmósferas; a los 643 km, de 200.000 atmósferas; a los 3.218 km de 1.400.000
atmósferas, y en el centro de la Tierra, a más de 6.400 km de profundidad, alcanza los
3.000.000 de atmósferas. (Por supuesto que la Tierra es un planeta más bien
pequeño. Se calcula que las presiones centrales en Saturno son de más de 50 millones
de atmósferas, y en el coloso Júpiter, de 100 millones.)
La presión más alta que podía obtenerse en los laboratorios del siglo XIX era de 3.000
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atmósferas, conseguidas por E. H. Amagat en la década de 1880. Pero en 1905, el
físico americano Percy Williams Bridgman empezó a elaborar nuevos métodos, que
pronto permitieron alcanzar presiones de 20.000 atmósferas e hicieron estallar las
pequeñas cámaras de metal que empleaba para sus experimentos. Siguió probando
con materiales más sólidos, hasta conseguir presión de hasta más de 1.000.000 de
atmósferas. Por sus trabajos en este campo, recibió el premio Nobel de Física en 1946.
Estas presiones ultraelevadas permitieron a Bridgman forzar a los átomos y moléculas
de una sustancia a adoptar agrupaciones más compactas, que a veces se mantenían
una vez eliminada la presión. Por ejemplo, convirtió el fósforo amarillo corriente —mal
conductor de la electricidad— en fósforo negro, una forma de fósforo conductora.
Logró sorprendentes cambios, incluso en el agua. El hielo normal es menos denso que
el agua líquida. Utilizando altas presiones, Bridgman produjo una serie de hielos
(«hielo-II», «hielo-III», etc.), que no sólo eran más densos que el líquido, sino que
eran hielo sólo a temperaturas muy por encima del punto normal de congelación del
agua. El hielo-VII es un sólido a temperaturas superiores a la del punto de ebullición
del agua.
La palabra «diamante» es la más sugestiva en el mundo de las altas presiones. Como
sabemos, el diamante es carbón cristalizado, igual que el grafito. (Cuando aparece un
elemento en dos formas distintas, estas formas se llaman «alótropas». El diamante y
el grafito constituyen los ejemplos más espectaculares de este fenómeno. Otros
ejemplos los tenemos en el ozono y el oxígeno corriente.) La naturaleza química del
diamante la demostraron por vez primera, en 1772, Lavoisier y algunos químicos
franceses colegas suyos. Compraron un diamante y procedieron a calentarlo a
temperaturas lo suficientemente elevadas como para quemarlo. Descubrieron que el
gas resultante era anhídrido carbónico. Más tarde, el químico británico Smithson
Tennant demostró que la cantidad de anhídrido carbónico medida sólo podía obtenerse
si el diamante era carbono puro, y, en 1799, el químico francés Guyton de Morveau
puso punto final a la investigación convirtiendo un diamante en un pedazo de grafito.
Desde luego, se trataba de un mal negocio; pero, ¿por qué no podía realizarse el
experimento en sentido contrario? El diamante es un 55 % más denso que el grafito.
¿Por qué no someter el grafito a presión y forzar a los átomos componentes a adoptar
la característica disposición más densa que poseen en el diamante?
Se realizaron muchos esfuerzos, y, al igual que había sucedido con los alquimistas,
varios investigadores informaron haber alcanzado éxito. El más famoso fue el químico
francés Ferdinand-Frédéric-Henri Moissan. En 1893 disolvió grafito en hierro colado
fundido, e informó que había encontrado pequeños diamantes en la masa después de
enfriada. La mayor parte de los objetos eran negros, impuros y pequeños; pero uno de
ellos era incoloro y medía casi un milímetro de largo. Estos resultados se aceptaron en
general, y durante largo tiempo se creyó que Moissan había obtenido diamantes
sintéticos. Pese a ello, nunca se repitieron con éxito sus resultados.
Sin embargo, la búsqueda de diamantes sintéticos proporcionó algunos éxitos
marginales. En 1891, el inventor americano Edward Goodrich Acheson descubrió,
durante sus investigaciones en este campo, el carburo de silicio, al que dio el nombre
comercial de «Carborundo». Este material era más duro que cualquier sustancia
conocida hasta entonces, a excepción del diamante, y se ha empleado mucho como
abrasivo, es decir, que se trata de una sustancia usada para pulir y abrillantar.
La eficacia de un abrasivo depende de su dureza. Un abrasivo puede pulir o moler
sustancias menos duras que él, y, en este aspecto, el diamante, como la sustancia más
dura, es la más eficaz. La dureza de las diversas sustancias suele medirse por la
«escala de Mohs», introducida, en 1818, por el minerólogo alemán Friedrich Mohs.
Dicha escala asigna a los minerales números desde el 1 —para el talco— hasta el 10 —
para el diamante—. Un mineral de un número determinado puede rayar todos los
minerales de números más bajos que él. En la escala de Mohs, el carborundo tiene el
número 9. Sin embargo, las divisiones no son iguales. En una escala absoluta, la
diferencia de dureza entre el número 10 (diamante) y el 9 (carborundo) es cuatro
veces mayor que la existente entre el 9 (carborundo) y el 1 (talco).
235
La razón de todo esto no resulta muy difícil de comprender. En el grafito, los átomos
de carbono están dispuestos en capas. En cada capa individual, los átomos de carbono
se hallan dispuestos en hexágonos en mosaico, como las baldosas del suelo de un
cuarto de baño. Cada átomo de carbono está unido a otros tres de igual forma y, dado
que el carbono es un átomo pequeño, los vecinos están muy cerca y fuertemente
unidos. La disposición en mosaico es muy difícil de separar, pero es muy tenue y se
rompe con facilidad. Una disposición en mosaico se halla a una distancia
comparativamente grande en relación al siguiente mosaico, por encima y por debajo,
por lo que los lazos entre las capas son débiles, y es posible hacer deslizar una capa
por encima de la siguiente. Por esta razón, el grafito no es sólo particularmente fuerte
sino que, en realidad, puede usarse como lubricante.
Sin embargo, en el diamante los átomos de carbono están dispuestos con una simetría
absolutamente tridimensional. Cada átomo de carbono se halla enlazado a otros cuatro
y a iguales distancias, y cada uno de los cuatro constituyen los ápices de un tetraedro
en el que los átomos de carbono en consideración constituyen el centro. Esta
disposición es muy compacta, por lo que, sustancialmente, el diamante es más denso
que el grafito. No puede separarse en ninguna dirección, excepto bajo una fuerza
enorme. Otros átomos pueden adoptar la configuración diamantina, pero de ellos el
átomo de carbono es el más pequeño y el que se mantiene más fuertemente unido.
Así, el diamante es más duro que cualquier otra sustancia bajo las condiciones de la
superficie terrestre.
En el carburo de silicio, la mitad de los átomos de carbono están sustituidos por
átomos de silicio. Dado que los átomos de silicio son considerablemente más grandes
que los átomos de carbono, no se unen a sus vecinos con tanta fuerza y sus enlaces
son débiles. De este modo, el carburo de silicio no es tan duro como el diamante
(aunque sea lo suficientemente fuerte para numerosos fines).
Bajo las condiciones de la superficie de la Tierra, la disposición de los átomos de
carbono del grafito es más estable que la disposición del diamante. Por lo tanto, existe
una tendencia a que el diamante se convierta espontáneamente en grafito. Sin
embargo, no existe el menor peligro en que uno se despierte y se encuentre a su
magnífico anillo de diamantes convertido en algo sin valor de la noche a la mañana.
Los átomos de carbono, a pesar de su inestable disposición, se mantienen unidos con
la fuerza suficiente como para que hagan falta muchísimos millones de años para que
este cambio tenga lugar.
La diferencia en estabilidad hace aún más difícil el convertir al grafito en diamante. No
fue hasta la década de los años 1930 cuando, finalmente, los químicos consiguieron los
requisitos de presión necesarios para convertir el grafito en diamante. Se demostró
que esta conversión necesitaba de una presión, por lo menos, de 10.000 atmósferas, y
aun así era una cosa impracticablemente lenta. El elevar la temperatura aceleraría la
conversión, pero también aumentaría los requisitos en la presión. A 1.500° C, se
necesita por lo menos una presión de 30.000 atmósferas. Todo esto probó que Moissan
y sus contemporáneos, bajo las condiciones que empleaban, no hubieran podido
producir diamantes del mismo modo que los alquimistas oro. (Existen algunas pruebas
de que Moissan fue en realidad víctima de uno de sus ayudantes, el cual, para librarse
de aquellos tediosos experimentos, decidió acabar con los mismos colocando un
diamante auténtico en la mezcla de hierro fundido.)
Ayudado por el trabajo de pionero de Bridgman al conseguir las elevadas temperaturas
y presiones necesarias, los científicos de la «General Electric Company» consiguieron al
fin esta hazaña en 1955. Se lograron presiones de 100.000 atmósferas o más, con
temperaturas que alcanzaban los 2.500° C. Además, se empleó una pequeña cantidad
de metal, como el cromo, para formar una película líquida a través del grafito. Fue en
esta película en la que el grafito se convirtió en diamante. En 1962, se llegó a una
presión de 200.000 atmósferas y una temperatura de 5.000° C. El grafito se convirtió
directamente en diamante, sin emplear un catalizador.
Los diamantes sintéticos son demasiado pequeños e impuros para emplearlos como
gemas, pero en la actualidad se producen comercialmente como abrasivos y
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herramientas de corte, e incluso son una fuente importante para tales productos. A
fines de esa década, se llegó a producir un pequeño diamante de una calidad apta en
gemología.
Un producto más nuevo conseguido por la misma clase de tratamiento puede sustituir
a los usos del diamante. Un compuesto de boro y nitrógeno (nitruro bórico) es muy
similar en propiedades al grafito (excepto que el nitruro bórico es blanco en vez de
negro). Sometido a las elevadas temperaturas y presiones que convierten al grafito en
diamante, el nitruro de boro lleva a cabo una conversión similar. Desde una disposición
cristalina como la del grafito, los átomos de nitruro de boro se convierten en una
parecida a la del diamante. En su nueva forma se denomina borazón. El borazón es
cuatro veces más duro que el carborundo. Además, posee la gran ventaja de ser más
resistente al calor. A una temperatura de 900° C el diamante arde, pero el borazón
permanece incambiable.
El boro posee un electrón menos que el carbono y el nitrógeno un electrón más.
Combinados ambos, alternativamente, llegan a una situación muy parecida a la de la
disposición carbono-carbono, pero existe una pequeña diferencia respecto de la
simetría del diamante. Por lo tanto, el boro no es tan duro como el diamante.
Naturalmente, los trabajos de Bridgman sobre las presiones elevadas no constituyen la
última palabra. A principios de los años 1980, Peter M. Bell, de la «Institución
Carnegie», empleó un aparato que oprime los materiales entre dos diamantes, por lo
que consiguió alcanzar presiones de hasta 1.500.000 atmósferas, por encima de las
dos quintas partes de las existentes en el centro de la Tierra. Creo que es posible con
su instrumento llegar a los 17.000.000 de atmósferas antes de que los mismos
diamantes se vean afectados.
METALES
La mayor parte de los elementos de la tabla periódica son metales. En realidad, sólo
20 de los 102 pueden considerarse como no metálicos. Sin embargo, el empleo de los
metales se introdujo relativamente tarde. Una de las causas es la de que.con raras
excepciones, los elementos metálicos están combinados en la Naturaleza con otros
elementos y no son fáciles de reconocer o extraer. El hombre primitivo empleó al
principio sólo materiales que pudieran manipularse mediante tratamiento simples,
como cincelar, desmenuzar, cortar y afilar. Ello limitaba a huesos, piedras y madera
los materiales utilizables.
Su iniciación al uso de los metales se debió al descubrimiento de los meteoritos, o de
pequeños núcleos de oro, o del cobre metálico presente en las cenizas de los fuegos
hechos sobre rocas que contenían venas de cobre. En cualquier caso se trataba de
gentes lo bastante curiosas (y afortunadas) como para encontrar las extrañas y nuevas
sustancias y tratar de descubrir las formas de manejarlas, lo cual supuso muchas
ventajas. Los metales diferían de la roca por su atractivo brillo una vez pulimentados.
Podían ser golpeados hasta obtener de ellos láminas, o ser transformados en varillas.
Podían ser fundidos y vertidos en un molde para solidificarlos. Eran mucho más
hermosos y adaptables que la piedra, e ideales para ornamentación. Probablemente se
emplearon para esto mucho antes que para otros usos.
Al ser raros, atractivos y no alterarse con el tiempo, los metales llegaron a valorarse
hasta el punto de convertirse en un medio reconocido de intercambio. Al principio, las
piezas de metal (oro, plata o cobre) tenían que ser pesadas por separado en las
transacciones comerciales, pero hacia el 700 a. de J.C. fabricaron ya patrones de metal
algunas entidades oficiales en el reino de Lidia, en Asia Menor, y en la isla egea de
Egina. Aún hoy seguimos empleando las monedas.
Lo que realmente dio valor a los metales por sí mismos fue el descubrimiento de que
algunos de ellos podían ser transformados en una hoja más cortante que la de la
piedra. Más aún, el metal era duro. Un golpe que pudiera romper una porra de madera
o mellar un hacha de piedra, sólo deformaba ligeramente un objeto metálico de
tamaño similar. Estas ventajas compensaban el hecho de que el metal fuera más
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pesado que la piedra y más difícil de obtener.
El primer metal obtenido en cantidad razonable fue el cobre, que se usaba ya hacia el
4000 a. de J.C. Por sí solo, el cobre era demasiado blando para permitir la fabricación
de armas o armaduras (si bien se empleaba para obtener bonitos ornamentos), pero a
menudo se encontraba en la mena aleado con una pequeña cantidad de arsénico o
antimonio, lo cual daba por resultado una sustancia más dura que el metal puro.
Entonces se encontrarían algunas menas de cobre que contendrían estaño. La aleación
de cobre-estaño (bronce) era ya lo suficientemente dura como para utilizarla en la
obtención de armas. El hombre aprendió pronto a añadir el estaño. La Edad del Bronce
remplazó a la de la Piedra, en Egipto y Asia Occidental, hacia el 3500 a. de J.C., y en el
sudeste de Europa, hacia el 2000 a. de J.C. La litada y La Odisea, de Hornero,
conmemoran este período de la cultura.
Aunque el hierro se conoció tan pronto como el bronce, durante largo tiempo los
meteoritos fueron su única fuente de obtención. Fue, pues, sólo un metal precioso,
limitado a empleos ocasionales, hasta que se descubrieron métodos para fundir la
mena de hierro y obtener así éste en cantidades ilimitadas. La fundición del hierro se
inició, en algún lugar del Asia Menor, hacia el 1400 a. de J.C, para desarrollarse y
extenderse lentamente.
Un ejército con armas de hierro podía derrotar a otro que empleara sólo las de bronce,
ya que las espadas de hierro podían cortar las de bronce. Los hititas de Asia Menor
fueron los primeros en utilizar masivamente armas de hierro, por lo cual vivieron un
período de gran poder en el Asia Occidental. Los asirios sucedieron a los hititas. Hacia
el 800 a. de J.C. tenían un ejército completamente equipado con armas de hierro, que
dominaría el Asia Occidental y Egipto durante dos siglos y medio. Hacia la misma
época, los dorios introdujeron la Edad del Hierro en Europa, al invadir Grecia y derrotar
a los aqueos, que habían cometido el error de seguir en la Edad del Bronce.
Hierro y acero
El hierro se obtiene, esencialmente, calentando con carbón la mena de hierro
(normalmente, óxido férrico). Los átomos de carbono extraen el oxígeno del óxido
férrico, dejando una masa de hierro puro. En la Antigüedad, las temperaturas
empleadas no fundían el hierro, por lo cual, el producto era un metal basto, que podía
moldearse golpeándolo con un martillo, es decir, se obtenía el «hierro forjado». La
metalurgia del hierro a gran escala comenzó en la Edad Media. Se emplearon hornos
especiales y temperaturas más elevadas, que fundían el hierro. El hierro fundido podía
verterse en moldes para formar coladas, por lo cual se llamó «hierro colado». Aunque
mucho más barato y duro que el hierro forjado, era, sin embargo, quebradizo y no
podía ser golpeado con el martillo.
La creciente demanda de ambas formas de hierro desencadenó una tala exhaustiva de
los bosques ingleses, por ejemplo, pues Inglaterra consumía su madera en las fraguas.
Sin embargo, allá por 1780, el herrero inglés Abraham Darby demostró que el coque
(hulla carbonizada) era tan eficaz como el carbón vegetal (leña carbonizada), si no
mejor. Así se alivió la presión ejercida sobre los bosques y empezó a imponerse el
carbón mineral como fuente de energía, situación que duraría más de un siglo.
Finalmente, en las postrimerías del siglo XVIII, los químicos —gracias a las
investigaciones del físico francés René-Antoine Ferchault de Réaumur— comprendieron
que lo que determinaba la dureza y resistencia del hierro era su contenido en carbono.
Para sacar el máximo partido a tales propiedades, el contenido de carbono debería
oscilar entre el 0,2 y el 1,5 %; así, el acero resultante era más duro y resistente, más
fuerte que el hierro colado o forjado. Pero hasta mediados del siglo XIX no fue posible
mejorar la calidad del acero, salvo mediante un complicado procedimiento, consistente
en agregar la cantidad adecuada de carbono al hierro forjado (labor cuyo coste era
comparativamente muy elevado). Por tanto, el acero siguió siendo un metal de lujo,
usado sólo cuando no era posible emplear ningún elemento sustitutivo, como en el
caso de las espadas y los muelles.
238
La Edad del Acero la inició un ingeniero británico llamado Henry Bessemer. Interesado,
al principio, ante todo, en cañones y proyectiles, Bessemer inventó un sistema que
permitía que los cañones dispararan más lejos y con mayor precisión. Napoleón III se
interesó en su invento y ofreció financiar sus experimentos. Pero un artillero francés
hizo abortar la idea, señalando que la explosión propulsora que proyectaba Bessemer
destrozaría los cañones de hierro colado que se empleaban en aquella época.
Contrariado, Bessemer intentó resolver el problema mediante la obtención de un hierro
más resistente. No sabía nada sobre metalurgia, por lo cual podía tratar el problema
sin ideas preconcebidas. El hierro fundido era quebradizo por su contenido en carbono.
Así, el problema consistía en reducir el contenido de este elemento. ¿Por qué no
quemar el carbono y disiparlo, fundiendo el hierro y haciendo pasar a través de éste un
chorro de aire? Parecía una idea ridicula. Lo normal era que el chorro de aire enfriase
el metal fundido y provocase su solidificación. De todas formas, Bessemer lo intentó, y
al hacerlo descubrió que ocurría precisamente lo contrario. A medida que el aire
quemaba el carbono, la combustión desprendía calor y se elevaba la temperatura del
hierro, en vez de bajar. El carbono se quemaba muy bien. Mediante los adecuados
controles podía producirse acero en cantidad y a un costo comparativamente bajo.
En 1856, Bessemer anunció su «alto horno». Los fabricantes de hierro adoptaron el
método con entusiasmo; pero luego lo abandonaron, al comprobar que el acero
obtenido era de calidad inferior. Bessemer descubrió que la mena de hierro empleada
en la industria contenía fósforo (elemento que no se encontraba en sus muestras de
menas). A pesar de que explicó a los fabricantes de hierro que la causa del fracaso era
el fósforo, éstos se negaron a hacer una prueba. Por consiguiente, Bessemer tuvo que
pedir prestado dinero e instalar su propia acería en Sheffield. Importó de Suecia mena
carente de fósforo y produjo en seguido acero a un precio muy inferior al de los demás
fabricantes de hierro.
En 1875, el metalúrgico británico Sidney Gilchrist Thomas descubrió que revistiendo el
interior del horno con piedra caliza y magnesio, podía extraer fácilmente el fósforo del
hierro fundido. Con este sistema podía emplearse en la fabricación del acero casi
cualquier tipo de mena. Mientras tanto, el inventor angloalemán Karl Wilhelm Siemens
desarrolló, en 1868, el «horno de solera abierta», en el cual la fundición bruta era
calentada junto con mena de hierro. Este proceso reducía también el contenido del
fósforo en la mena.
Ya estaba en marcha la «Edad del Acero». El nombre no es una simple frase. Sin
acero, serían casi inimaginables los rascacielos, los puentes colgantes, los grandes
barcos, los ferrocarriles y muchas otras construcciones modernas, y, a pesar del
reciente empleo de otros metales, el acero sigue siendo el metal preferido para
muchos objetos, desde el bastidor de los automóviles hasta los cuchillos.
(Desde luego, es erróneo pensar que un solo paso adelante puede aportar cambios
trascendentales en la vida de la Humanidad. El progreso ha sido siempre el resultado
de numerosos adelantos relacionados entre sí, que forman un gran complejo. Por
ejemplo, todo el acero fabricado en el mundo no permitiría levantar los rascacielos sin
la existencia de ese artefacto cuya utilidad se da por descontada con excesiva
frecuencia: el ascensor. En 1861, el inventor americano Elisha Graves Otis patentó un
ascensor hidráulico, y en 1889, la empresa por él fundada instaló los primeros
ascensores eléctricos en un edificio comercial neoyorquino.)
Una vez obtenido con facilidad acero barato, se pudo experimentar con la adición de
otros metales («aleaciones de acero»), para ver si podía mejorarse aún más el acero.
El experto en metalurgia británico Robert Abbott Hadfield fue el primero en trabajar en
este terreno. En 1882 descubrió que añadiendo al acero un 13 % de manganeso, se
obtenía una aleación más sólida, que podía utilizarse en la maquinaria empleada para
trabajos muy duros, por ejemplo, el triturado de metales. En 1900, una aleación de
acero que contenía tungsteno y cromo siguió manteniendo su dureza a altas
temperaturas, incluso al rojo vivo y resultó excelente para máquinas-herramienta que
hubieran de trabajar a altas velocidades. Hoy existen innumerables aceros de aleación
para determinados trabajos, que incluyen, por ejemplo, molibdeno, níquel, cobalto y
vanadio.
239
La principal dificultad que plantea el acero es su vulnerabilidad a la corrosión, proceso
que devuelve el hierro al estado primitivo de mena del que proviene. Un modo de
combatirlo consiste en proteger el metal pintándolo o recubriéndolo con planchas de un
metal menos sensible a la corrosión, como el níquel, cromo, cadmio o estaño. Un
método más eficaz aún es el de obtener una aleación que no se corroa. En 1913, el
experto en metalurgia británico Harry Brearley descubrió casualmente esta aleación.
Estaba investigando posibles aleaciones de acero que fueran especialmente útiles para
los cañones de fusil. Entre las muestras descartó como inadecuada una aleación de
níquel y cromo. Meses más tarde advirtió que dicha muestra seguía tan brillante como
al principio, mientras que las demás estaban oxidadas. Así nació el «acero inoxidable».
Es demasiado blando y caro para emplearlo en la construcción a gran escala, pero da
excelentes resultados en cuchillería y en otros objetos donde la resistencia a la
corrosión es más importante que su dureza.
Puesto que en todo el mundo se gastan algo así como mil millones de dólares al año en
el casi inútil esfuerzo de preservar de la corrosión el hierro y el acero, prosiguieron los
esfuerzos en la búsqueda de un anticorrosivo. En este sentido es interesante un
reciente descubrimiento: el de los pertecnenatos, compuestos que contienen tecnecio y
protegen el hierro contra la corrosión. Como es natural, este elemento, muy raro —
fabricado por el hombre—, nunca será lo bastante corriente como para poderlo
emplear a gran escala, pero constituye una valiosa herramienta de trabajo. Su
radiactividad permite a los químicos seguir su destino y observar su comportamiento
en la superficie del hierro. Si esta aplicación del tecnecio conduce a nuevos
conocimientos que ayuden a resolver el problema de la corrosión, ya sólo este logro
bastaría para amortizar en unos meses todo el dinero que se ha gastado durante los
últimos 25 años en la investigación de elementos sintéticos.
Una de las propiedades más útiles del hierro es su intenso ferromagnetismo. El hierro
mismo constituye un ejemplo de «imán débil». Queda fácilmente imantado bajo la
influencia de un campo eléctrico o magnético, o sea, que sus dominios magnéticos
(véase capítulo 4), son alineados con facilidad. También puede desimantarse muy
fácilmente cuando se elimina el campo magnético, con lo cual los dominios vuelven a
quedar orientados al azar. Esta rápida pérdida de magnetismo puede ser muy útil, al
igual que en los electroimanes, donde el núcleo de hierro es imantado con facilidad al
dar la corriente; pero debería quedar desimantado con la misma facilidad cuando cesa
el paso de la corriente.
Desde la Segunda Guerra Mundial se ha conseguido desarrollar una nueva clase de
imanes débiles: las «ferritas», ejemplos de las cuales son la ferrita de níquel (Fe2O4Ni)
y la ferrita de manganeso (Fe2O4Mn), que se emplean en las computadoras como
elementos que pueden imantadas o desimantarlas con la máxima rapidez y facilidad.
Los «imanes duros», cuyos dominios son difíciles de orientar o, una vez orientados,
difíciles de desorientar, retienen esta propiedad durante un largo período de tiempo,
una vez imantados. Varias aleaciones de acero son los ejemplos más comunes, a pesar
de haberse encontrado imanes particularmente fuertes y potentes entre las aleaciones
que contienen poco o ningún hierro. El ejemplo más conocido es el del «alnico»,
descubierto en 1913 y una de cuyas variedades está formada por aluminio, níquel y
cobalto, más una pequeña cantidad de cobre. (El nombre de la aleación está
compuesto por la primera sílaba de cada una de las sustancias.)
En la década de 1950 se desarrollaron técnicas que permitían emplear como imán el
polvo de hierro; las partículas eran tan pequeñas, que consistían en dominios
individuales; éstos podían ser orientados en el seno de una materia plástica fundida,
que luego se podía solidificar, sin que los dominios perdieran la orientación que se les
había dado. Estos «imanes plásticos» son muy fáciles de moldear, aunque pueden
obtenerse también dotados de gran resistencia.
Nuevos metales
En las últimas décadas se han descubierto nuevos metales de gran utilidad, que eran
prácticamente desconocidos hace un siglo o poco más y algunos de los cuales no se
240
han desarrollado hasta nuestra generación. El ejemplo más sorprendente es el del
aluminio, el más común de todos los metales (un 60 % más que el hierro). Pero es
también muy difícil de extraer de sus menas. En 1825, Hans Christian Oersted __quien
había descubierto la relación que existía entre electricidad y magnetismo— separó un
poco de aluminio en forma impura. A partir de entonces, muchos químicos trataron,
sin éxito, de purificar el metal, hasta que al fin, en 1854, el químico francés HenriÉtienne
Sainte-Clair Deville, ideó un método para obtener aluminio en cantidades
razonables. El aluminio es químicamente tan activo, que se vio obligado a emplear
sodio metálico (elemento más activo aún) para romper la sujeción que ejercía el metal
sobre los átomos vecinos. Durante un tiempo, el aluminio se vendió a centenares de
dólares el kilo, lo cual lo convirtió prácticamente en un metal precioso. Napoleón III se
permitió el lujo de tener una cubertería de aluminio, e hizo fabricar para su hijo un
sonajero del mismo metal; en Estados Unidos, y como prueba de la gran estima de la
nación hacia George Washington, su monumento fue coronado con una plancha de
aluminio sólido.
En 1886, Charles Martin Hall —joven estudiante de Química del «Oberlin College»—
quedó tan impresionado al oír decir a su profesor que quien descubriese un método
barato para fabricar aluminio se haría inmensamente rico, que decidió intentarlo. En un
laboratorio casero, instalado en su jardín, se dispuso a aplicar la teoría de Humphry
Davy, según la cual el paso de una corriente eléctrica a través de metal fundido podría
separar los iones metálicos y depositarlos en el cátodo. Buscando un material que
pudiese disolver el aluminio, se decidió por la criolita, mineral que se encontraba en
cantidades razonables sólo en Groenlandia. (Actualmente se puede conseguir criolita
sintética.) Hall disolvió el óxido de aluminio en la criolita, fundió la mezcla e hizo pasar
a través de la misma una corriente eléctrica. Como es natural, en el cátodo se recogió
aluminio puro. Hall corrió hacia su profesor con los primeros lingotes del metal. (Hoy
se conservan en la «Aluminium Company of America».)
Mientras sucedía esto, el joven químico francés Paul-Louis Toussaint Héroult, de la
misma edad que Hall (veintidós años), descubrió un proceso similar en el mismo año.
(Para completar la serie de coincidencias, Hall y Héroult murieron en 1914.)
El proceso Hall-Héroult convirtió el aluminio en un metal barato, a pesar de que nunca
lo sería tanto como el acero, porque la mena de aluminio es menos común que la del
hierro, y la electricidad (clave para la obtención de aluminio) es más cara que el
carbón (clave para la del acero). De todas formas, el aluminio tiene dos grandes
ventajas sobre el acero. En primer lugar, es muy liviano (pesa la tercera parte del
acero). En segundo lugar, la corrosión toma en él la forma de una capa delgada y
transparente, que protege las capas más profundas, sin afectar el aspecto del metal.
El aluminio puro es más bien blando, lo cual se soluciona aleándolo con otro metal. En
1906, el metalúrgico alemán Alfred Wilm obtuvo una aleación más fuerte añadiéndole
un poco de cobre y una pequeñísima cantidad de magnesio. Vendió sus derechos de
patente a la metalúrgica «Durener», de Alemania, compañía que dio a la aleación el
nombre de «Duraluminio».
Los ingenieros comprendieron en seguida lo valioso que resultaría en la aviación un
metal ligero, pero resistente. Una vez que los alemanes hubieron empleado el
«Duraluminio» en los zepelines durante la Primera Guerra Mundial, y los ingleses se
enteraron de su composición al analizar el material de un zepelín que se había
estrellado, se extendió por todo el mundo el empleo de este nuevo metal. Debido a
que el «Duraluminio» no era tan resistente a la corrosión como el aluminio, los
metalúrgicos lo recubrieron con delgadas películas de aluminio puro, obteniendo así el
llamado «Alelad».
Hoy existen aleaciones de aluminio que, a igualdad de pesos, son más resistentes que
muchos aceros. El aluminio tiende a remplazar el acero en todos los usos en que la
ligereza y la resistencia a la corrosión son más importantes que la simple dureza.
Como todo el mundo sabe, hoy es de empleo universal, pues se utiliza en aviones,
cohetes, trenes, automóviles, puertas, pantallas, techos, pinturas, utensilios de cocina,
embalajes, etc.
241
Tenemos también el magnesio, metal más ligero aún que el aluminio. Se emplea
principalmente en la aviación, como era de esperar. Ya en 1910, Alemania usaba
aleaciones de magnesio y cinc para estos fines. Tras la Primera Guerra Mundial, se
utilizaron cada vez más las aleaciones de magnesio y aluminio.
Sólo unas cuatro veces menos abundante que el aluminio, aunque químicamente más
activo, el magnesio resulta más difícil de obtener a partir de las menas. Mas, por
fortuna, en el océano existe una fuente muy rica del mismo. Al contrario que el
aluminio o el hierro, el magnesio se halla presente en grandes cantidades en el agua
de mar. El océano transporta materia disuelta, que forma hasta un 3,5 % de su masa.
De este material en disolución, el 3,7 % es magnesio. Por tanto, el océano,
considerado globalmente, contiene unos dos mil billones (2.000.000.000.000.000) de
toneladas de magnesio, o sea, todo el que podamos emplear en un futuro indefinido.
El problema consistía en extraerlo. El método escogido fue el de bombear el agua del
mar hasta grandes tanques y añadir óxido de cal (obtenido también del agua del mar,
es decir, de las conchas de las ostras). El óxido de cal reacciona con el agua y el ion
del magnesio para formar hidróxido de magnesio, que es insoluble y, por tanto,
precipita en la disolución. El hidróxido de magnesio se convierte en cloruro de
magnesio mediante un tratamiento con ácido clorhídrico, y luego se separa el
magnesio del cloro por medio de una corriente eléctrica.
En enero de 1941, la «Dow Chemical Company» produjo los primeros lingotes de
magnesio a partir del agua del mar, y la planta de fabricación se preparó para
decuplicar la producción de magnesio durante los años de la guerra.
De hecho, cualquier elemento que pueda extraerse del agua de mar a un precio
razonable, puede considerarse como de una fuente virtualmente ilimitada, ya que,
después de su uso, retorna siempre al mar. Se ha calculado que si se extrajesen cada
año del agua de mar 100 millones de toneladas de magnesio durante un millón de
años, el contenido del océano en magnesio descendería de su porcentaje actual, que
es del 0,13, al 0,12 %.
Si el acero fue el «metal milagroso» de mediados del siglo XIX, el aluminio fue el de
principios de siglo XX y el magnesio el de mediados del mismo, ¿cuál será el nuevo
metal milagroso? Las posibilidades son limitadas. En realidad hay sólo siete metales
comunes en la corteza terrestre. Además del hierro, aluminio y magnesio, tenemos el
sodio, potasio, calcio y titanio. El sodio, potasio y calcio son demasiado activos
químicamente para ser empleados como metales en la construcción. (Por ejemplo,
reaccionan violentamente con el agua.) Ello nos deja sólo el titanio, que es unas ocho
veces menos abundante que el hierro.
El titanio posee una extraordinaria combinación de buenas cualidades: su peso resulta
algo superior a la mitad del acero; es mucho más resistente que el aluminio o el acero,
difícilmente afectado por la corrosión y capaz de soportar temperaturas muy elevadas.
Por todas estas razones, el titanio se emplea hoy en la aviación, construcción de
barcos, proyectiles teledirigidos y en todos los casos en que sus propiedades puedan
encontrar un uso adecuado.
¿Por qué ha tardado tanto la Humanidad en descubrir el valor del titanio? La razón es
casi la misma que puede esgrimirse para el aluminio y el magnesio. Reacciona
demasiado rápidamente con otras sustancias, y en sus formas impuras —combinado
con oxígeno o nitrógeno— es un metal poco atractivo, quebradizo y aparentemente
inútil. Su resistencia y sus otras cualidades positivas se tienen sólo cuando es aislado
en su forma verdaderamente pura (en el vacío o bajo un gas inerte). El esfuerzo de los
metalúrgicos ha tenido éxito en el sentido de que 1 kg de titanio, que costaba 6
dólares en 1947, valía 3 en 1969.
No se tienen que encauzar forzosamente las investigaciones para descubrir metales
«maravillosos». Los metales antiguos (y también algunos no metales) pueden llegar a
ser más «milagrosos» de lo que lo son actualmente.
242
En el poema The Deacon's Masterpiece, de Oliver Wendell Holmes, se cuenta la historia
de una «calesa» construida tan cuidadosamente, que no tenía ni un solo punto débil.
Al fin, el carricoche desapareció por completo, se descompuso en polvo. Pero había
durado 100 años.
La estructura atómica de los sólidos cristalinos, tanto metales como no metales, es
muy parecida a la de esta imaginaria calesa. Los cristales de un metal están
acribillados por cientos de fisuras y arañazos submicroscópicos. Bajo la fuerza de la
presión, en uno de esos puntos débiles puede iniciarse una fractura y extenderse a
través de todo el cristal. Si, al igual que la maravillosa calesa del diácono, un cristal
pudiese estar construido sin puntos débiles, tendría muchísima más resistencia.
Estos cristales sin ningún punto débil toman la forma de delgados filamentos —
denominados «triquitas»— sobre la superficie de los cristales. La resistencia a la
elongación de las triquitas de carbono puede alcanzar hasta las 1.400 t/cm2, es decir,
de 16a 17 veces más que las del acero. Si pudieran inventarse métodos para la
fabricación de metal sin defecto alguno y en grandes cantidades, encontraríamos viejos
metales, que podrían ser nuevos y «milagrosos». Por ejemplo, en 1968 los científicos
soviéticos fabricaron un delicado cristal de tungsteno sin defecto alguno, que podía
soportar una carga de 1.635 t/cm2, cantidad respetable comparada con las 213 t/cm2
de los mejores aceros. Y aunque tales fibras puras no podían adquirirse a granel, la
integración de fibras nítidas con los metales serviría para reforzarlos y fortalecerlos.
También en 1968 se inventó un nuevo método para combinar metales. Los dos
métodos de importancia tradicional eran, hasta entonces, la aleación —o sea, la fusión
simultánea de dos o más metales, con objeto de formar una mezcla más o menos
homogénea— y la galvanización, que consiste en unir sólidamente un metal con otro.
(Para ello se aplica una sutil capa de metal caro a una masa voluminosa de metal
barato, de forma que la superficie resulta tan bonita y anticorrosiva como la del oro,
por ejemplo, pero cuyo conjunto es casi tan económico como el cobre.)
El metalúrgico americano Newell C. Cook y sus colaboradores intentaron galvanizar
con silicio una superficie de platino, empleando fluorita fundida como solución para
bañar el platino. Contra todos los pronósticos, no hubo galvanización. Al parecer, la
fluorita rundida disolvió la fina película de oxígeno que cubre, por lo general, casi todos
los metales, incluso los más resistentes, y dejó «expuesta» la superficie del platino a
los átomos de silicio. Así, pues, éstos se abrieron paso por la superficie, en lugar de
unirse a ella por la parte inferior de los átomos de oxígeno. El resultado fue que una
fina capa externa del platino se transformó en aleación.
Siguiendo esta inesperada línea de investigación, Cook descubrió que se podían
combinar muchas sustancias para formar una aleación «galvanizada» sobre metal puro
(o sobre otra aleación). Llamó a este proceso «metalización», cuya utilidad demostró.
Así, se fortalece excepcionalmente el cobre agregándole un 2-4 % de berilio en forma
de aleación corriente. Pero se puede obtener un resultado idéntico si se «beriliza» el
cobre, cuyo costo es muy inferior al que representaría el berilio puro, elemento
relativamente raro. También se endurece el acero metalizado con boro. La adición de
silicio, cobalto y titanio da asimismo unas propiedades útiles.
Dicho de otra forma: si los metales maravillosos no se encuentran en la Naturaleza, el
ingenio humano es capaz de crearlos.
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