Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas


Capítulo 6 LOS ELEMENTOS



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Capítulo 6

LOS ELEMENTOS

LA TABLA PERIÓDICA

Hasta ahora me he dedicado a los cuerpos del Universo de cierta entidad: las estrellas

y galaxias, el Sistema Solar y la Tierra y su atmósfera. Ahora permítaseme considerar

la naturaleza de las sustancias que componen todo esto.

Primeras teorías

Los primeros filósofos griegos, cuyo método de planteamiento de la mayor parte de los

problemas era teórico y especulativo, llegaron a la conclusión de que la Tierra estaba

formada por unos cuantos «elementos» o sustancias básicas. Empédocles de

Agrigento, alrededor del 430 a. del J.C., estableció que tales elementos eran cuatro:

tierra, aire, agua y fuego. Un siglo más tarde, Aristóteles supuso que el cielo constituía

un quinto elemento: el «éter». Los sucesores de los griegos en el estudio de la

materia, los alquimistas medievales, aunque sumergidos en la magia y la

charlatanería, llegaron a conclusiones más razonables y verosímiles que las de

aquéllos, ya que por lo menos manejaron los materiales sobre los que especulaban.

Tratando de explicar las diversas propiedades de las sustancias, los alquimistas

atribuyeron dichas propiedades a determinados elementos, que añadieron a la lista.

Identificaron el mercurio como el elemento que confería propiedades metálicas a las

sustancias, y el azufre, como el que impartía la propiedad de la combustibilidad. Uno

de los últimos y mejores alquimistas, el físico suizo del siglo XVI Theophrastus

Bombasí von Hohenheim —más conocido por Paracelso—, añadió la sal como el

elemento que confería a los cuerpos su resistencia al calor.

Según aquellos alquimistas, una sustancia puede transformarse en otra simplemente

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añadiendo y sustrayendo elementos en las proporciones adecuadas. Un metal como el



plomo, por ejemplo, podía transformarse en oro añadiéndole una cantidad exacta de

mercurio. Durante siglos prosiguió la búsqueda de la técnica adecuada para convertir

en oro un «metal base». En este proceso, los alquimistas descubrieron sustancias

mucho más importantes que el oro, tales como los ácidos minerales y el fósforo.

Los ácidos minerales —nítrico, clorhídrico y, especialmente, sulfúrico— introdujeron

una verdadera revolución en los experimentos de la alquimia. Estas sustancias eran

ácidos mucho más fuertes que el más fuerte conocido hasta entonces (el ácido acético,

o sea, el del vinagre), y con ellos podían descomponerse las sustancias, sin necesidad

de emplear altas temperaturas ni recurrir a largos períodos de espera. Aún en la

actualidad, los ácidos minerales, especialmente el sulfúrico, son muy importantes en la

industria. Se dice incluso que el grado de industrialización de un país puede ser

juzgado por su consumo anual de ácido sulfúrico.

De todas formas, pocos alquimistas se dejaron tentar por estos importantes éxitos

secundarios, para desviarse de lo que ellos consideraban su búsqueda principal. Sin

embargo, miembros poco escrupulosos de la profesión llegaron abiertamente a la

estafa, simulando, mediante juegos de prestidigitación, producir oro, al objeto de

conseguir lo que hoy llamaríamos «becas para la investigación» por parte de ricos

mecenas. Este arte consiguió así tan mala reputación, que hasta la palabra

«alquimista» tuvo que ser abandonada. En el siglo XVII, «alquimista» se había

convertido en «químico», y «alquimia» había pasado a ser la ciencia llamada

«Química».

En el brillante nacimiento de esta ciencia, uno de los primeros genios fue Robert Boyle,

quien formuló la ley de los gases que hoy lleva su nombre (véase capítulo 5). En su

obra El químico escéptico (The Sceptical Chymist), publicada en 1661, Boyle fue el

primero en establecer el criterio moderno por el que se define un elemento: una

sustancia básica que puede combinarse con otros elementos para formar

«compuestos» y que, por el contrario, no puede descomponerse en una sustancia más

simple, una vez aislada de un compuesto.

Sin embargo, Boyle conservaba aún cierta perspectiva medieval acerca de la

naturaleza de los elementos. Por ejemplo, creía que el oro no era un elemento y que

podía formarse de algún modo a partir de otros metales. Las mismas ideas compartía

su contemporáneo Isaac Newton, quien dedicó gran parte de su vida a la alquimia. (En

realidad, el emperador Francisco José de Austria-Hungría financió experimentos para la

fabricación de oro hasta fecha tan reciente como 1867.)

Un siglo después de Boyle, los trabajos prácticos realizados por los químicos

empezaron a poner de manifiesto qué sustancias podrían descomponerse en otras más

simples y cuáles no podían ser descompuestas. Henry Cavendish demostró que el

hidrógeno se combinaba con el oxígeno para formar agua, de modo que ésta no podía

ser un elemento. Más tarde, Lavoisier descompuso el aire —que se suponía entonces

un elemento— en oxígeno y nitrógeno. Se hizo evidente que ninguno de los

«elementos» de los griegos eran tales según el criterio de Boyle.

En cuanto a los elementos de los alquimistas, el mercurio y el azufre resultaron serlo

en el sentido de Boyle. Y también lo eran el hierro, el estaño, el plomo, el cobre, la

plata, el oro y otros no metálicos, como el fósforo, el carbono y el arsénico. El

«elemento» de Paracelso (la sal) fue descompuesto en dos sustancias más simples.

Desde luego, el que un elemento fuera definido como tal dependía del desarrollo

alcanzado por la Química en la época. Mientras una sustancia no pudiera

descomponerse con ayuda de las técnicas químicas disponibles, debía seguir siendo

considerada como un elemento. Por ejemplo, la lista de 33 elementos formulada por

Lavoisier incluía, entre otros, los óxidos de cal y magnesio. Pero catorce años después

de la muerte de Lavoisier en la guillotina, durante la Revolución francesa, el químico

inglés Humphry Davy, empleando una corriente eléctrica para escindir las sustancias,

descompuso la cal en oxígeno y en un nuevo elemento, que denominó «calcio»; luego

escindió el óxido de magnesio en oxígeno y otro nuevo elemento, al que dio el nombre

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de «magnesio».



Por otra parte, Davy demostró que el gas verde obtenido por el químico sueco Cari

Wilhelm Scheele a partir del ácido clorhídrico no era un compuesto de ácido clorhídrico

y oxígeno, como se había supuesto, sino un verdadero elemento, al que denominó

«cloro» (del griego cloros, verde amarillento).



Teoría atómica

A principios del siglo XIX, el químico inglés John Dalton contempló los elementos desde

un punto de vista totalmente nuevo. Por extraño que parezca, esta perspectiva se

remonta, en cierto modo, a la época de los griegos, quienes, después de todo,

contribuyeron con lo que tal vez sea el concepto simple más importante para la

comprensión de la materia.

Los griegos se planteaban la cuestión de si la materia era continua o discontinua, es

decir, si podía ser dividida y subdividida indefinidamente en un polvo cada vez más

fino, o si, al término de este proceso se llegaría a un punto en el que las partículas

fuesen indivisibles. Leucipo de Mileto y su discípulo Demócrito de Abdera insistían —en

el año 450 a. de J.C.— en que la segunda hipótesis era la verdadera. Demócrito dio a

estas partículas un nombre: las llamó «átomos» (o sea, «no divisibles»). Llegó incluso

a sugerir que algunas sustancias estaban compuestas por diversos átomos o

combinaciones de átomos, y que una sustancia podría convertirse en otra al ordenar

dichos átomos de forma distinta. Si tenemos en cuenta que esto es sólo una sutil

hipótesis, no podemos por menos que sorprendernos ante la exactitud de su intuición.

Pese a que la idea pueda parecer hoy evidente, estaba muy lejos de serlo en la época

en que Platón y Aristóteles la rechazaron.

Sin embargo, sobrevivió en las enseñanzas de Epicuro de Samos —quien escribió sus

obras hacia el año 300 a. de J.C.— y en la escuela filosófica creada por él: el

epicureismo. Un importante epicúreo fue el filósofo romano Lucrecio, quien, sobre el

año 60 a. de J.C., plasmó sus ideas acerca del átomo en un largo poema titulado Sobre



la naturaleza de las cosas. Este poema sobrevivió a través de la Edad Media y fue uno

de los primeros trabajos que se imprimieron cuando lo hizo posible el arte de

Gutenberg.

La noción de los átomos nunca fue descartada por completo de las escuelas

occidentales. Entre los atomistas más destacados en los inicios de la Ciencia moderna

figuran el filósofo italiano Giordano Bruno y el filósofo francés Pierre Gassendi. Muchos

puntos de vista científicos de Bruno no eran ortodoxos, tales como la creencia en un

Universo infinito sembrado de estrellas, que serían soles lejanos, alrededor de los

cuales evolucionarían planetas, y expresó temerariamente sus teorías. Fue quemado,

por hereje, en 1600, lo cual hizo de él un mártir de la Ciencia en la época de la

revolución científica. Los rusos han dado su nombre a un cráter de la cara oculta de la

Luna.


Las teorías de Gassendi impresionaron a Boyle, cuyos experimentos, reveladores de

que los gases podían ser fácilmente comprimidos y expandidos, parecían demostrar

que estos gases debían de estar compuestos por partículas muy espaciadas entre sí.

Por otra parte, tanto Boyle como Newton figuraron entre los atomistas más

convencidos del siglo XVII.

En 1799, el químico francés Joseph Louis Proust mostró que el carbonato de cobre

contenía unas proporciones definidas de peso de cobre, carbono y oxígeno y que podía

prepararse. Las proporciones seguían el índice de unos pequeños números enteros: 5 a

4 y a 1. Demostró que existía una situación similar para cierto número de otros

compuestos.

Esta situación podía explicarse dando por supuesto que los compuestos estaban

formados por la unión de pequeños números de fragmentos de cada elemento y que

sólo podían combinarse como objetos intactos. El químico inglés John Dalton señaló

todo esto en 1803, y, en 1808, publicó un libro en el que se reunía la nueva

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información química conseguida durante el siglo y medio anterior, y que sólo tenía



sentido si se suponía que la materia estaba compuesta de átomos indivisibles. (Dalton

mantuvo la antigua voz griega como tributo a los pensadores de la Antigüedad.) No

pasó mucho tiempo antes de que esta teoría atómica persuadiera a la mayoría de los

químicos. Según Dalton, cada elemento posee una clase particular de átomo, y

cualquier cantidad de elemento está compuesta de átomos idénticos de esa clase. Lo

que distingue a un elemento de otro es la naturaleza de sus átomos. Y la diferencia

física básica entre los átomos radica en su peso. Así, los átomos de azufre son más

pesados que los de oxígeno, que, a su vez, son más pesados que los átomos de

nitrógeno; éstos, a su vez también, son más pesados que los de carbono, y los

mismos, más pesados que los de hidrógeno.

El químico italiano Amadeo Avogadro aplicó a los gases la teoría atómica y demostró

que volúmenes iguales de un gas, fuese cual fuese su naturaleza, estaban formados

por el mismo número de partículas. Es la llamada «hipótesis de Avogadro». Al principio

se creyó que estas partículas eran átomos; pero luego se demostró que estaban

compuestas, en la mayor parte de los casos, por pequeños grupos de átomos,

llamados «moléculas». Si una molécula contiene átomos de distintas clases (como la

molécula de agua, que tiene un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno), es una

molécula de un «compuesto químico». Naturalmente, era importante medir los pesos

relativos de los distintos átomos, para hallar los «pesos atómicos» de los elementos.

Pero los pequeños átomos se hallaban muy lejos de las posibilidades ponderables del

siglo XIX. Mas, pesando la cantidad de cada elemento separado de un compuesto y

haciendo deducciones a partir del comportamiento químico de los elementos, se

pudieron establecer los pesos relativos de los átomos. El primero en realizar este

trabajo de forma sistemática fue el químico sueco Jóns Jacob Berzelius. En 1828

publicó una lista de pesos atómicos basados en dos patrones de referencia: uno, el

obtenido al dar el peso atómico del oxígeno el valor 100, y el otro, cuando el peso

atómico del hidrógeno se hacía igual a 1.

El sistema de Berzelius no alcanzó inmediata aceptación; pero en 1860, en el I

Congreso Internacional de Química, celebrado en Karlsruhe (Alemania), el químico

italiano Stanislao Cannizzaro presentó nuevos métodos para determinar los pesos

atómicos, con ayuda de la hipótesis de Avogadro, menospreciada hasta entonces.

Describió sus teorías de forma tan convincente, que el mundo de la Química quedó

conquistado inmediatamente. Se adoptó como unidad de medida el peso del oxígeno

en vez del del hidrógeno, puesto que el oxígeno podía ser combinado más fácilmente

con los diversos elementos —y tal combinación era el punto clave del método usual

para determinar los pesos atómicos—. El peso atómico del oxígeno fue medido

convencionalmente, en 1850, por el químico belga Jean Serváis Stas, quien lo fijó en

16, de modo que el peso atómico del hidrógeno, el elemento más ligero conocido hasta

ahora, sería, aproximadamente, de 1; para ser más exactos: 1,0080.

Desde la época de Cannizzaro, los químicos han intentado determinar los pesos

atómicos cada vez con mayor exactitud. Por lo que se refiere a los métodos puramente

químicos, se llegó al punto culminante con los trabajos del químico norteamericano

Theodore William Richards, quien, desde 1904, se dedicó a determinar los pesos

atómicos con una exactitud jamás alcanzada. Por ello se le concedió el premio Nobel

de Química en 1914. En virtud de los últimos descubrimientos sobre la constitución

física de los átomos, las cifras de Richards han sido corregidas desde entonces y se les

han dado valores aún más exactos. A lo largo del siglo XIX y pese a realizar múltiples

investigaciones que implicaban la aceptación de las nociones de átomos y moléculas y

a que, por lo general, los científicos estaban convencidos de su existencia, no se pudo

aportar ninguna prueba directa de que fuesen algo más que simples abstracciones

convenientes. Algunos destacados científicos, como el químico alemán Wilhelm

Ostwald, se negaron a aceptarlos. Para él eran conceptos útiles, pero no «reales».

La existencia real de las moléculas la puso de manifiesto el «movimiento browniano»,

que observó por vez primera, en 1827, el botánico escocés Robert Brown, quien

comprobó que los granos de polen suspendidos en el agua aparecían animados de

movimientos erráticos. Al principio se creyó que ello se debía a que los granos de polen

tenían vida; pero, de forma similar, se observó que también mostraban movimiento

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pequeñas partículas de sustancias colorantes totalmente inanimadas.

En 1863 se sugirió por vez primera que tal movimiento sería debido a un bombardeo

desigual de las partículas por las moléculas de agua circundantes. En los objetos

macroscópicos no tendría importancia una pequeña desigualdad en el número de

moléculas que incidieran de un lado u otro. Pero en los objetos microscópicos,

bombardeados quizá por sólo unos pocos centenares de moléculas por segundo, un

pequeño exceso —por uno u otro lado— podría determinar una agitación perceptible. El

movimiento al azar de las pequeñas partículas constituye una prueba casi visible de

que el agua, y la materia en general, tiene «partículas».

Einstein elaboró un análisis teórico del movimiento browniano y demostró cómo se

podía averiguar el tamaño de las moléculas de agua considerando la magnitud de los

pequeños movimientos en zigzag de las partículas de colorantes. En 1908, el científico

francés Jean Perrin estudió la forma en que las partículas se posaban, como

sedimento, en el agua, debido a la influencia de la gravedad. A esta sedimentación se

oponían las colisiones determinadas por las moléculas procedentes de niveles

inferiores, de modo que el movimiento browniano se oponía a la fuerza gravitatoria.

Perrin utilizó este descubrimiento para calcular el tamaño de las moléculas de agua

mediante la ecuación formulada por Einstein, e incluso Oswald tuvo que ceder en su

postura. Estas investigaciones le valieron a Perrin, en 1926, el premio Nobel de Física.

Así, pues, los átomos se convirtieron, de abstracciones semimísticas, en objetos casi

tangibles. En realidad, hoy podemos decir que, al fin, el hombre ha logrado «ver» el

átomo. Ello se consigue con el llamado «microscopio de campo iónico», inventado, en

1955, por Erwin W. Mueller, de la Universidad de Pensilvania. El aparato arranca iones

de carga positiva a partir de la punta de una aguja finísima, iones que inciden contra

una pantalla fluorescente, la cual da una imagen, ampliada 5 millones de veces, de la

punta de la aguja. Esta imagen permite que se vea como un pequeño puntito brillante

cada uno de los átomos que componen la punta. La técnica alcanzaría su máxima

perfección cuando pudieran obtenerse imágenes de cada uno de los átomos por

separado. En 1970, el físico americano Albert Víctor Crewe informó que había

detectado átomos sueltos de uranio y torio con ayuda del microscopio electrónico.



La tabla periódica de Mendeléiev

A medida que, durante el siglo XIX, fue aumentando la lista de los elementos, los

químicos empezaron a verse envueltos en una intrincada maleza. Cada elemento tenía

propiedades distintas, y no daban con ninguna fórmula que permitiera ordenar aquella

serie de elementos. Puesto que la Ciencia tiene como finalidad el tratar de hallar un

orden en un aparente desorden, los científicos buscaron la posible existencia de

caracteres semejantes en las propiedades de los elementos.

En 1862, después de haber establecido Cannizzaro el peso atómico como una de las

más importantes herramientas de trabajo de la Química, un geólogo francés

(Alexandre-Émile Beguyer de Chancourtois) comprobó que los elementos se podían

disponer en forma de tabla por orden creciente, según su peso atómico, de forma que

los de propiedades similares se hallaran en la misma columna vertical. Dos años más

tarde, un químico británico (John Alexander Reina Newlands) llegó a disponerlos del

mismo modo, independientemente de Beguyer. Pero ambos científicos fueron

ignorados o ridiculizados. Ninguno de los dos logró ver impresas sus hipótesis. Muchos

años más tarde, una vez reconocida universalmente la importancia de la tabla

periódica, sus investigaciones fueron publicadas al fin. A Newlands se le concedió

incluso una medalla.

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El químico ruso Dmitri Ivánovich Mendeléiev fue reconocido, finalmente, como el



investigador que puso orden en la selva de los elementos. En 1869, él y el químico

alemán Julius Lothar Meyer propusieron tablas de los elementos que, esencialmente,

se regían por las ideas de Chancourtois y Newlands. Pero Mendeléiev fue reconocido

por la Ciencia, porque tuvo el valor y la confianza de llevar sus ideas más allá que los

otros.

En primer lugar, la tabla periódica «de Mendeléiev» —llamada «periódica» porque



demostraba la repetición periódica de propiedades químicas similares— era más

complicada que la de Newlands y más parecida a la que hoy estimamos como correcta

(fig. 6.1). En segundo lugar, cuando las propiedades de un elemento eran causa de

que no conservara el orden establecido en función de su peso atómico, cambiaba

resueltamente el orden, basándose en que las propiedades eran más importantes que

el peso atómico. Se demostró que ello era correcto. Por ejemplo, el telurio, con un

peso atómico de 127,60, debería estar situado, en función de los pesos, después del

yodo, cuyo peso atómico es de 126,90; pero en la tabla dispuesta en columnas,

cuando se coloca el telurio delante del yodo, se halla bajo el selenio, que se asemeja

mucho a él, y, del mismo modo, el yodo aparece debajo de su afín, el bromo.

Finalmente —y esto es lo más importante—, cuando Mendeléiev no conseguía que los

elementos encajaran bien en el sistema, no vacilaba en dejar espacios vacíos en la

tabla y anunciar —con lo que parecía un gran descaro— que faltaban por descubrir

elementos, los cuales rellenarían los vacíos. Pero fue aún más lejos. Describió el

elemento que correspondía a cada uno de tres vacíos, utilizando como guía las

propiedades de los elementos situados por encima y por debajo del vacío en la tabla.

Aquí, Mendeléiev mostróse genialmente intuitivo. Los tres elementos predichos fueron

encontrados, ya en vida de Mendeléiev, por lo cual pudo asistir al triunfo de su

sistema. En 1875, el químico francés Lecoq de Boisbaudran descubrió el primero de

dichos elementos, al que denominó «galio» (del latín gallium, Francia). En 1879, el

químico sueco Lars Fredrik Nilson encontró el segundo, y lo llamó «escandio» (por

Escandinavia). Y en 1886, el químico alemán Clemens Alexander Winkler aisló el

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tercero y lo denominó «germanio» (naturalmente, por Germania). Los tres elementos



mostraban casi las mismas propiedades que predijera Mendeléiev.

Números atómicos

Con el descubrimiento de los rayos X2 se abrió una nueva Era en la historia de la tabla

periódica. En 1911, el físico británico Charles Glover Barkla descubrió que cuando los

rayos X se dispersaban al atravesar un metal, dichos rayos, refractados, tenían un

sensible poder de penetración, que dependía de la naturaleza del metal. En otras

palabras, que cada elemento producía sus «rayos X característicos». Por este

descubrimiento, Barkla fue galardonado con el premio Nobel de Física en 1917.

Existían algunas dudas sobre si los rayos X eran corrientes de pequeñas partículas o

consistían en radiaciones de carácter ondulatorio similares, en este sentido, a la luz.

Una manera de averiguarlo era el comprobar si los rayos X podían ser difractados (es

decir, forzados a cambiar de dirección) mediante un dispositivo difractante, constituido

por una serie de finas líneas paralelas. Sin embargo, para una difracción adecuada, la

distancia entre las líneas debe ser igual al tamaño de las ondas de la radiación. El

conjunto de líneas más tupido que podía prepararse era suficiente para la luz

ordinaria; pero el poder de penetración de los rayos X permitía suponer como probable

—admitiendo que dichos rayos fuesen de naturaleza ondulatoria— que las ondas eran

mucho más pequeñas que las de la luz. Por tanto, ningún dispositivo de difracción

usual bastaba para difractar los rayos X.

Sin embargo, el físico alemán Max Theodore Félix von Laue observó que los cristales

constituían una retícula de difracción natural mucho más fina que cualquiera de los

fabricados por el hombre. Un cristal es un cuerpo sólido de forma claramente

geométrica, cuyas caras planas se cortan en ángulos determinados, de simetría

característica. Esta visible regularidad es el resultado de una ordenada disposición de

los átomos que forman su estructura. Había razones para creer que el espacio entre

una capa de átomos y la siguiente tenía, aproximadamente, las dimensiones de una

longitud de onda de los rayos X. De ser así, los cristales difractarían los rayos X.

En sus experimentos, Laue comprobó que los rayos X que pasaban a través de un

cristal eran realmente difractados y formaban una imagen sobre una placa fotográfica,

que ponía de manifiesto su carácter ondulatorio. En el mismo año, el físico inglés

William Lawrence Bragg y su padre, William Henry Bragg, desarrollaron un método

exacto para calcular la longitud de onda de un determinado tipo de rayos X, a partir de

su imagen de difracción. A la inversa, se emplearon imágenes de difracción de rayos X

para determinar la orientación exacta de las capas de átomos que causaban su

difracción. De este modo, los rayos X abrieron la puerta a una nueva comprensión de

la estructura atómica de los cristales. Por su trabajo sobre los rayos X, Laue recibió el

premio Nobel de Física en 1914, mientras que los Bragg lo compartieron en 1915.

En 1914, el joven físico inglés Henry Gwyn-Jeffreys Moseley determinó las longitudes

de onda de los característicos rayos X producidos por diversos metales, e hizo el

importante descubrimiento de que la longitud de onda disminuía de forma regular al

avanzar en la tabla periódica.

Ello permitió situar de manera definitiva los elementos en la tabla. Si dos elementos,

supuestamente adyacentes en la tabla, emitían rayos X cuyas longitudes de onda

diferían en una magnitud doble de la esperada, debía de existir un vacío entre ellos,

perteneciente a un elemento desconocido. Si diferían en una magnitud tres veces

superior a la esperada, debían de existir entre ellos dos elementos desconocidos. Si,

por otra parte, las longitudes de onda de los rayos X característicos de los dos

elementos diferían sólo en el valor esperado, podía tenerse la seguridad de que no

existía ningún elemento por descubrir entre los otros dos.

2 En honor a su descubridor —que, por humildad, dio a estos rayos el nombre de «X»—

, cada día se tiende más a denominarse rayos Roentgen (por William Konrad

Roentgen, físico alemán). (N. delT.)

207


Por tanto, se podía dar números definitivos a los elementos. Hasta entonces había

cabido siempre la posibilidad de que un nuevo descubrimiento rompiera la secuencia y

trastornara cualquier sistema de numeración adoptado. Ahora ya no podían existir

vacíos inesperados.

Los químicos procedieron a numerar los elementos desde el 1 (hidrógeno) hasta el 92

(uranio). Estos «números atómicos» resultaron significativos en relación con la

estructura interna de los átomos (véase capítulo 7), y de una importancia más

fundamental que el peso atómico. Por ejemplo, los datos proporcionados por los rayos

X demostraron que Mendeléiev había tenido razón al colocar el telurio (de número

atómico 52) antes del yodo (53), pese a ser mayor el peso atómico del telurio.

El nuevo sistema de Moseley demostró su valor casi inmediatamente. El químico

francés Georges Urbain, tras descubrir el «lutecio» (por el nombre latino de París,



Lutecia), anunció que acababa de descubrir otro elemento, al que llamó «celtio». De

acuerdo con el sistema de Moseley, el lutecio era el elemento 71, y el celtio debía ser

el 72. Pero cuando Moseley analizó los rayos X característicos del celtio, resultó que se

trataba del mismo lutecio. El elemento 72 no fue descubierto realmente hasta 1923,

cuando el físico danés Dirk Coster y el químico húngaro Georg von Hevesy lo

detectaron en un laboratorio de Copenhague. Lo denominaron «hafnio», por el nombre

latinizado de Copenhague.

Pero Moseley no pudo comprobar la exactitud de su método, pues había muerto en

Gallípoli, en 1915, a los veintiocho años de edad. Fue uno de los cerebros más valiosos

perdidos en la Primera Guerra Mundial. Ello le privó también, sin duda, del premio

Nobel. El físico sueco Karl Manne George Siegbahn amplió el trabajo de Moseley, al

descubrir nuevas series de rayos X y determinar con exactitud el espectro de rayos X

de los distintos elementos. En 1924 fue recompensado con el premio Nobel de Física.

En 1925, Walter Noddack, Ida Tacke y Otto Berg, de Alemania, llenaron otro vacío en

la tabla periódica. Después de treinta años de investigar los minerales que contenían

elementos relacionados con el que estaban buscando, descubrieron el elemento 75, al

que dieron el nombre de «renio», en honor al río Rin. De este modo se reducían a

cuatro los espacios vacíos: correspondían a los elementos 43, 61, 85 y 87.

Fueron necesarias dos décadas para encontrarlos. A pesar de que los químicos de

entonces no se percataron de ello, habían hallado el último de los elementos estables.

Los que faltaban eran especies inestables tan raras hoy en la Tierra, que todas menos

una tuvieron que ser creadas en el laboratorio para identificarlas. Y este

descubrimiento va asociado a una historia.

ELEMENTOS RADIACTIVOS




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