Capítulo 5
LA ATMÓSFERA
CAPAS DE AIRE
Aristóteles imaginaba el mundo formado por cuatro capas, que constituían los cuatro
elementos de la materia: tierra (la esfera sólida), agua (el océano), aire (la atmósfera)
y fuego (una capa exterior invisible, que ocasionalmente se mostraba en forma de
relámpagos). Más allá de estas capas —decía—, el Universo estaba compuesto por un
quinto elemento, no terrestre, al que llamó «éter» (a partir de un derivado latino, el
nombre se convirtió en «quintaesencia», que significa «quinto elemento»).
En este esquema no había lugar para la nada; donde acababa la tierra, empezaba el
agua; donde ambas terminaban, comenzaba el aire; donde éste finalizaba, se iniciaba
el fuego, y donde acababa el fuego, empezaba el éter, que seguía hasta el fin del
Universo. «La Naturaleza —decían los antiguos— aborrece el vacío» (el horror vacui de
los latinos, el miedo a «la nada»).
Medición del aire
La bomba aspirante —un antiguo invento para sacar el agua de los pozos— parecía
ilustrar admirablemente este horror al vacío (fig. 5.1.). Un pistón se halla
estrechamente ajustado en el interior del cilindro; cuando se empuja hacia abajo el
mango de la bomba, el pistón es proyectado hacia arriba, lo cual deja un vacío en la
parte inferior del cilindro. Pero, dado que la Naturaleza aborrece el vacío, el agua
penetra por una válvula, de una sola dirección, situada en el fondo del cilindro, y corre
hacia el vacío. Repetidos bombeos hacen subir cada vez más el agua al cilindro, hasta
que, por fin, sale el líquido por el caño de la bomba.
De acuerdo con la teoría aristotélica, de este modo sería siempre posible hacer subir el
agua a cualquier altura. Pero los mineros, que habían de bombear el agua del fondo de
las minas, comprobaron que por mucho y muy fuerte que bombeasen, nunca podían
hacer subir el agua a una altura superior a los 10 m sobre el nivel natural.
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Hacia el final de su larga e inquieta vida de investigador, Galileo sintió interés por este
problema. Y su conclusión fue la de que, en efecto, la Naturaleza aborrecía el vacío,
pero sólo hasta ciertos límites. Se preguntó si tales límites serían menores empleando
un líquido más denso que el agua; pero murió antes de poder realizar este
experimento.
Evangelista Torricelli y Vincenzo Viviani, alumnos de Galileo, lo llevaron a cabo en
1644. Escogieron el mercurio (que es treinta y una veces y media más denso que el
agua), del que llenaron un tubo de vidrio, de 1 m de longitud aproximadamente, y,
cerrando el extremo abierto, introdujeron el tubo en una cubeta con mercurio y
quitaron el tapón. El mercurio empezó a salir del tubo y a llenar la cubeta; pero
cuando su nivel hubo descendido hasta 726 mm sobre el nivel de la cubeta, el metal
dejó de salir del tubo y permaneció a dicho nivel.
Así se construyó el primer «barómetro». Los modernos barómetros de mercurio no son
esencialmente distintos. No transcurrió mucho tiempo en descubrirse que la altura del
mercurio no era siempre la misma. Hacia 1660, el científico inglés Robert Hooke señaló
que la altura de la columna de mercurio disminuía antes de una tormenta. Con ello se
abrió el camino a la predicción del tiempo, o «meteorología».
¿Qué era lo que sostenía al mercurio? Según Viviani, sería el peso de la atmósfera, que
presionaría sobre el líquido de la cubeta. Esto constituía una idea revolucionaria,
puesto que la teoría aristotélica afirmaba que el aire no tenía peso y estaba sujeto sólo
a su propia esfera alrededor de la Tierra. Entonces se demostró claramente que una
columna de 10 m de agua, u otra de 762 mm de mercurio, medían el peso de la
atmósfera, es decir, el peso de una columna de aire, del mismo diámetro, desde el
nivel del mar hasta la altura de la atmósfera.
El experimento demostró que la Naturaleza no aborrecía necesariamente el vacío en
cualquier circunstancia. El espacio que quedaba en el extremo cerrado del tubo, tras la
caída del mercurio, era un vacío que contenía sólo una pequeña cantidad de vapor de
mercurio. Este «vacío de Torricelli» era el primero que producía el hombre. Casi
inmediatamente, el vacío se puso al servicio de la Ciencia. En 1650, el estudiante
alemán Athanasius Kircher demostró que el sonido no se podía transmitir a través del
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vacío, con lo cual, por vez primera, se apoyaba una teoría aristotélica. En la década
siguiente, Robert Boyle demostró que los objetos ligeros caían con la misma rapidez
que los pesados en el vacío, corroborando así las teorías de Galileo sobre el
movimiento, contra los puntos de vista de Aristóteles.
Si el aire tenía un peso limitado, también debía poseer una altura limitada. El peso de
la atmósfera resultó ser de 0,33041 kg/cm2. Partiendo de esta base, la atmósfera
alcanzaría una altura de 8 km, suponiendo que tuviese la misma densidad en toda su
longitud. Pero en 1662, Boyle demostró que no podía ser así, ya que la presión
aumentaba la densidad del aire. Cogió un tubo en forma de J e introdujo mercurio por
el extremo más largo. El mercurio dejaba un poco de aire atrapado en el extremo
cerrado del brazo más corto. Al verter más mercurio en el tubo, la bolsa de aire se
contraía. Al mismo tiempo descubrió que aumentaba su presión, puesto que, a medida
que se incrementaba el peso del mercurio, el aire se contraía cada vez menos. En
sucesivas mediciones, Boyle demostró que, al reducirse el volumen del gas hasta su
mitad, se duplicaba la presión de éste. En otras palabras, el volumen variaba en
relación inversa a la presión (fig. 5.2). Este histórico descubrimiento, llamado «ley de
Boyle», fue el primer paso de una serie de descubrimientos sobre la materia que
condujeron, eventualmente, hasta la teoría atómica.
Puesto que el aire se contrae bajo la presión, debe alcanzar su mayor densidad a nivel
del mar y hacerse gradualmente más ligero, a medida que va disminuyendo el peso del
aire situado encima, al acercarse a los niveles más altos de la atmósfera. Ello lo
demostró por vez primera el matemático francés Blas Pascal, quien, en 1648, dijo a su
cuñado que subiera a una montaña de unos 1.600 m de altura, provisto de un
barómetro, y que anotara la forma en que bajaba el nivel del mercurio a medida que
aumentaba la altitud.
Cálculos teóricos indicaban que si la temperatura era la misma en todo el recorrido de
subida, la presión del aire se dividiría por 10, cada 19 km de altura. En otras palabras,
auna altura de 19 km, la columna de mercurio habría descendido, de 762, a 76,2 mm;
a los 38 km sería de 7,62 mm; a los 57 km, de 0,762 mm, y así sucesivamente. A los
173 km, la presión del aire sería sólo de 0,0000000762 mm de mercurio. Tal vez no
parezca mucho, pero, sobre la totalidad de la superficie de la Tierra, el peso del aire
situado encima de ella, hasta 173 km de altura, representa un total de 6 millones de
toneladas.
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En realidad, todas estas cifras son sólo aproximadas, ya que la temperatura del aire
varía con la altura. Sin embargo, ayudan a formarse una idea, y, así, podemos
comprobar que la atmósfera no tiene límites definidos, sino que, simplemente, se
desvanece de forma gradual hasta el vacío casi absoluto del espacio. Se han detectado
colas de meteoros a alturas de 160 km, lo cual significa que aún queda el aire
suficiente como para hacer que, mediante la fricción, estas pequeñas partículas lleguen
a la incandescencia. Y la aurora boreal, formada por brillantes jirones de gas,
bombardeados por partículas del espacio exterior, ha sido localizada a alturas de hasta
800, 900 y más kilómetros, sobre el nivel del mar.
Viajes por el aire
Desde los tiempos más primitivos, ha parecido existir un anhelo por parte de los seres
humanos de viajar a través del aire. El viento puede, y lo hace, transportar objetos
ligeros —hojas, plumas, semillas— a través del aire. Más impresionantes resultan los
animales que se deslizan, como las ardillas voladoras, los falangéridos voladores, e
incluso los peces voladores y —en una mayor extensión— los verdaderos voladores,
tales como los insectos, los murciélagos y las aves.
El anhelo de los seres humanos de realizar todo esto, ha dejado su señal en el mito y
en la leyenda. Los dioses y los demonios pueden de una forma rutinaria viajar a través
del aire (los ángeles y las hadas se pintan siempre con alas), y aquí tenemos a ícaro,
cuyo nombre se ha puesto a un asteroide (véase capítulo 3), y el caballo alado,
Pegaso, e incluso las alfombras voladoras en las leyendas orientales.
El primer mecanismo artificial que, por lo menos, se podía deslizar a una altura
considerable y durante un considerable espacio de tiempo, fue la cometa, en la que el
papel, o algún material similar, se extiende sobre una delgada estructura de madera,
equipada con una cola para la estabilización, y con una larga cuerda para sostenerla.
Se supone que la cometa fue inventada por el filósofo griego Arquitas, en el siglo IV a.
de J.C.
Las cometas fueron empleadas durante miles de años, principalmente como diversión,
aunque también fueron posibles usos prácticos. Una cometa puede albergar una
linterna en su vuelo, como una señal sobre una gran zona. Puede también llevar una
cuerda ligera al otro lado de un río o de un barranco, y luego esa cuerda ser usada
para pasar cuerdas más pesadas al otro lado, hasta construir un puente.
El primer intento para emplear las cometas con propósitos científicos se produjo en
1749, cuando un astrónomo escocés, Alexander Wilson, incorporó unos termómetros a
las cometas, confiando en medir las temperaturas de los lugares elevados. Mucho más
significativa fue la cometa de Benjamín Franklin en 1752, de la que volveré a hablar en
el capítulo 9.
Las cometas (o artefactos deslizadores afines) no se hicieron lo suficiente grandes y
fuertes, para poder llevar seres humanos, durante otro siglo y medio, pero el problema
fue resuelto de manera distinta durante la vida de Franklin.
Hasta finales del siglo XVIII, parecía que lo más cerca que el hombre conseguiría estar
nunca de la atmósfera superior era la cumbre de las montañas. La montaña más alta
que se hallaba cerca de los centros de investigación científica era el Mont Blanc, en el
sudeste de Francia; pero sólo llegaba a los 5.000 m.
En 1782, dos hermanos franceses, Joseph-Michel y Jacques-Étienne Montgolfier
consiguieron elevar estas fronteras. Encendieron fuego bajo un enorme globo, con una
abertura en su parte inferior, y de este modo lo llenaron de aire caliente. El ingenio
ascendió con lentitud: ¡los Montgolfier habían logrado, por primera vez, que se elevara
un globo! Al cabo de unos meses, los globos se llenaban con hidrógeno, un gas cuya
densidad es 14 veces menor que la del aire, de modo que 1 kg de hidrógeno podía
soportar una carga de 6 kg. Luego se idearon las barquillas, capaces de llevar animales
y, más tarde, hombres.
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Un año después de esta ascensión, el americano John Jeffries realizó un viaje en globo
sobre Londres, provisto de barómetro y otros instrumentos, así como de un dispositivo
para recoger muestras de aire a diversas alturas. En 1804, el científico francés Joseph-
Louis Gay-Lussac ascendió hasta una altura de 6.800 m y bajó con muestras de aire
rarificado. Tal tipo de aventuras se pudieron realizar con mayor seguridad gracias al
francés Jean-Pierre Blanchard, que inventó el paracaídas en 1785.
Éste era casi el límite para los seres humanos en una barquilla abierta; en 1875, tres
hombres lograron subir hasta los 9.600 m; pero sólo uno de ellos, Gastón Tissandier,
sobrevivió a la falta de oxígeno. Este superviviente describió los síntomas de la falta de
aire, y así nació la «Medicina aeronáutica». En 1892 se diseñaron y lanzaron globos no
tripulados, provistos de instrumentos. Podían ser enviados a mayor altitud y volver con
una inapreciable información sobre la temperatura y presión de regiones inexploradas
hasta entonces.
Tal como se esperaba, la temperatura descendía en los primeros kilómetros de
ascenso. A una altura de 11 km era de -55° C. Pero entonces se produjo un hecho
sorprendente. Más allá de esta altura, no descendía ya.
El meteorólogo francés Léon-Phillippe Teisserenc de Bort sugirió que la atmósfera
podía tener dos capas: 1.a Una capa inferior, turbulenta, que contendría las nubes, los
vientos, las tormentas y todos los cambios de tiempo familiares (capa a la que llamó
«troposfera», que, en griego, significa «esfera del cambio»). 2.a Una capa superior,
tranquila, formada por subcapas de dos gases ligeros, helio e hidrógeno (a la que dio
el nombre de «estratosfera», o sea, «esfera de capas»). Al nivel al que la temperatura
dejaba de descender lo llamó «tropopausa» («final del cambio», o límite entre
troposfera y estratosfera).
Desde entonces se ha comprobado que la tropopausa varía desde unos 16 km sobre el
nivel del mar, en el ecuador, a sólo 8 km en los polos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los bombarderos estadounidenses de gran altura
descubrieron un espectacular fenómeno, justamente por debajo de la tropopausa: la
«corriente en chorro», que consiste en vientos fuertes y constantes, los cuales soplan
de Oeste a Este a velocidades superiores a los 800 km/hora. Hay dos corrientes de
este tipo: una, en el hemisferio Norte, a la latitud general de Estados Unidos,
Mediterráneo y norte de China, y otra en el hemisferio Sur, a la altitud de Nueva
Zelanda y Argentina. Estas corrientes forman meandros y, a menudo, originan
remolinos mucho más al norte o al sur de su curso habitual. Actualmente, los aviones
aprovechan la oportunidad de «cabalgar» sobre estos fuertes vientos. Pero mucho más
importante es el descubrimiento de que las corrientes en chorro ejercen una poderosa
influencia sobre el movimiento de las masas de aire a niveles más bajos.
Este conocimiento ha permitido progresar en el arte de la predicción meteorológica.
Pero el hombre no se conformó con que los instrumentos realizaran su personal deseo
de exploración. Sin embargo, nadie podía sobrevivir en la ligera y fría atmósfera de las
grandes alturas. Pero, ¿por qué exponerse a semejante atmósfera? ¿Por qué no utilizar
cabinas selladas en las que se pudieran mantener las presiones y temperaturas de la
superficie terrestre?
En los años 30, utilizando cabinas herméticas, el hombre alcanzó la estratosfera. En
1931, los hermanos Piccard (Auguste y Jean-Felix —el primero de los cuatro inventaría
luego el batiscafo—), llegaron hasta los 17 km en un globo con una barquilla cerrada.
Los nuevos globos, hechos de material plástico más ligero y menos poroso que la seda,
permitieron subir más alto y permanecer más tiempo en el espacio. En 1938, un globo,
llamado Explorer II, llegó hasta los 20 km, y en 1960, los globos tripulados habían
alcanzado ya alturas de más de 34 km, mientras que los no tripulados ascendieron
hasta cerca de los 47 km.
Todos estos vuelos a grandes alturas demostraron que la zona de temperatura
constante no se extendía indefinidamente hacia arriba. La estratosfera alcanzaba su
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límite a unos 32 km de altura, por encima de la cual, la temperatura empezaba a
ascender.
Esta «atmósfera superior», que contiene sólo un 2 % de la masa de aire total de la
Tierra, fue estudiada, a su vez, hacia 1940. Pero entonces el hombre necesitó un
nuevo tipo de vehículo: el cohete (véase capítulo 3).
La forma más directa de leer los instrumentos que han registrado las condiciones en
las partes altas del aire, consiste en hacerlos descender e interpretarlos entonces. Los
instrumentos transportados con cometas se pueden hacer descender de una forma
relativamente sencilla, pero los globos son menos manejables en este aspecto, y los
cohetes pueden no llegar a descender. Naturalmente, un paquete con instrumentos
puede desprenderse desde un cohete y bajar de forma independiente, pero resulta
difícil confiar en ello. De hecho, los cohetes podrían haber hecho poco por sí solos en la
exploración de la atmósfera, de no verse acompañados por un invento: la telemetría.
La telemetría se aplicó por primera vez en la investigación de la atmósfera, en un
globo, por parte de un científico ruso llamado Piotr A. Molchanov.
Esencialmente, esta técnica de «medir a distancia» incluye el trasladar las condiciones
que hay que medir (por ejemplo la temperatura) a impulsos eléctricos que son
transmitidos a tierra por radio. Las observaciones toman la forma de cambios en
intensidad o en el espaciado de los impulsos. Por ejemplo, un cambio de temperatura
afecta a la resistencia eléctrica de un cable y, por lo tanto, de esta manera cambia la
naturaleza de la pulsación; un cambio similar en la presión del aire se traduce en cierta
clase de pulsación por el hecho de que el aire enfría el cable, y la amplitud del
enfriamiento depende de la presión; la radiación manda impulsos a un detector,
etcétera. En la actualidad, la telemetría se ha convertido en algo tan elaborado que los
cohetes pueden hacerlo todo menos hablar, y sus intrincados mensajes han de ser
interpretados por unos rápidos ordenadores.
Los cohetes y la telemetría, pues, muestran que por encima de la estratosfera, la
temperatura aumenta hasta un máximo de unos -10° C, a la altura de 50 kilómetros, y
luego desciende de nuevo hasta un mínimo de -90° C, a una altura de 80 kilómetros.
Esta región de alzas y bajas en la temperatura se denomina mesosfera, una palabra
acuñada en 1950 por el geofísico británico Sydney Chapman.
Más allá de la mesosfera, lo que queda del tenue aire es sólo de unos pocos milésimos
del 1 % de la masa total de la atmósfera. Pero este esparcimiento de los átomos de
aire crece firmemente en temperatura hasta unos estimados 1.000° C a 450
kilómetros y, probablemente, hasta niveles aún más altos por encima de esta altura.
Por lo tanto, se le llama termosfera, «esfera de calor», un viejo eco de la original
esfera de fuego de Aristóteles. Naturalmente, la temperatura no significa aquí calor en
el sentido usual: es simplemente una medición de la velocidad de las partículas.
Por encima de los 450 kilómetros llegamos a la exosfera (término empleado por
primera vez por Lyman Spitzer en 1949), que puede extenderse hasta unas alturas de
1.600 kilómetros y, gradualmente, se emerge al espacio interplanetario.
El creciente conocimiento de la atmósfera nos puede capacitar para hacer algo con el
tiempo algún día, y no meramente hablar del mismo. Ya se ha realizado un pequeño
comienzo. A principios de la década de los cuarenta, los químicos norteamericanos
Vincent Joseph Schaefer e Irving Langmuir observaron que muy bajas temperaturas
producirían núcleos en los que se formarían las gotas de agua. En 1946, un avión dejó
caer dióxido de carbono en polvo en un banco de nubes, a fin de formar primero
núcleos y luego gotas de agua (siembra de nubes). Media hora después, ya llovía.
Bernard Vonnegut mejoró más tarde esta técnica cuando descubrió que espolvoreando
yoduro de plata generado en el suelo y dirigido hacia arriba funcionaba incluso mejor.
Los hacedores de lluvia, de una nueva variedad científica, se emplean ahora para
acabar con las sequías, o para tratar de terminar con ellas, puesto que deben existir
las nubes antes de poder sembrarlas. En 1961, los astrónomos soviéticos tuvieron
parcialmente éxito al emplear siembras de nubes para aclarar una parte del cielo a
través del que podría entreverse un eclipse.
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Otros intentos de modificación del tiempo han incluido el sembrado de huracanes en
un intento de abortarlos o, por lo menos, moderar su fuerza (sembrando nubes para
impedir destrozos en las cosechas, disipar las nieblas, etc.). Los resultados en todos
los casos han sido por lo menos esperanzadores, pero nunca han constituido un claro
éxito. Además, cualquier intento de una deliberada modificación del tiempo es proclive
a ayudar a algunos, pero inflige daño a otros (un granjero puede desear lluvia,
mientras que el propietario de un parque de atracciones no sienta el menor interés al
respecto), y los pleitos pueden constituir un efecto indirecto de los programas de
modificación del tiempo. Por lo tanto, sigue siendo inseguro lo que el futuro nos
deparará en este sentido.
Pero los cohetes no son sólo para la exploración (aunque éstos son los únicos usos
mencionados en el capítulo 3). Pueden, y ya lo hacen, dedicarse a los servicios de cada
día de la Humanidad. En realidad, incluso algunas formas de exploración pueden ser de
un inmediato empleo práctico. Si un satélite es colocado en órbita gracias a un cohete,
no necesita mirar sólo a nuestro planeta, sino que puede dirigir sus instrumentos sobre
la Tierra en sí. De esta forma, los satélites han hecho posible, por primera vez, ver a
nuestro planeta (o por lo menos una buena parte del mismo en una u otra ocasión)
como una unidad y estudiar la circulación del aire en conjunto.
El 1.° de abril de 1960, Estados Unidos lanzó el primer satélite «observador del
tiempo», el Tiros I (Tiros es la sigla de «Televisión Infra-Red Observation Satellite») y,
seguidamente (en noviembre) el Tiros II, que, durante diez semanas, envió 20.000
fotografías de la superficie terrestre y su techo nuboso, incluyendo algunas de un
ciclón en Nueva Zelanda y un conglomerado de nubes sobre Oklahoma que,
aparentemente, engendraba tornados. El Tiros III, lanzado en julio de 1961, fotografió
dieciocho tormentas tropicales, y en setiembre mostró la formación del huracán Esther
en el Caribe, dos días antes de que fuera localizado con métodos más convencionales.
El satélite Nimbus I, bastante más sensible, lanzado el 28 de agosto de 1964, envió
fotografías de nubes tomadas durante la noche.
Llegado el momento, centenares de estaciones automáticas de transmisión de
fotografías estuvieron en funcionamiento en varias naciones, por lo que la previsión del
tiempo sin datos por satélite se ha convertido hoy en algo impensable. Cada período
presenta fotografías de las pautas de las nubes de cada país diariamente, y la
previsión del tiempo, aunque aún no sea matemáticamente segura, ya no es un juego
de burdas conjeturas como lo fue hace sólo un cuarto de siglo.
Lo más fascinante, y lo más útil de todo, es la manera en que los meteorólogos pueden
ahora localizar y seguir los huracanes. Esas graves tormentas se han convertido en
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