Isaac Asimov nueva guía de la ciencia ciencias físicas


Capítulo 7 LAS PARTÍCULAS



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Capítulo 7

LAS PARTÍCULAS

EL ÁTOMO NUCLEAR

Como ya hemos indicado en el capítulo anterior, hacia 1900 se sabía que el átomo no

era una partícula simple e indivisible, pues contenía, por lo menos, un corpúsculo

subatómico: el electrón, cuyo descubridor rué J. J. Thomson, el cual supuso que los

electrones se arracimaban como uvas en el cuerpo principal del átomo con carga

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positiva.



Identificación de las partículas

Poco tiempo después resultó evidente que existían otras subpartículas en el interior del

átomo. Cuando Becquerel descubrió la radiactividad, identificó como emanaciones

constituidas por electrones algunas de las radiaciones emitidas por sustancias

radiactivas. Pero también quedaron al descubierto otras emisiones. Los Curie en

Francia y Ernest Rutherford en Inglaterra, detectaron una emisión bastante menos

penetrante que el flujo electrónico. Rutherford la llamó «rayos alfa», y denominó

«rayos beta» a la emisión de electrones. Los electrones volantes constitutivos de esta

última radiación son, individualmente, «partículas beta». Asimismo, se descubrió que

los rayos alfa estaban formados por partículas que fueron llamadas «partículas alfa».

Como ya sabemos, «alfa» y «beta» son las primeras letras del alfabeto griego.

Entretanto, el químico francés Paul Ulrich Villard descubría una tercera forma de

emisión radiactiva, a la que dio el nombre de «rayos gamma», es decir, la tercera letra

del alfabeto griego. Pronto se identificó como una radiación análoga a los rayos X,

aunque de menor longitud de onda.

Mediante sus experimentos, Rutherford comprobó que un campo magnético desviaba

las partículas alfa con mucha menos fuerza que las partículas beta. Por añadidura, las

desviaba en dirección opuesta, lo cual significaba que la partícula alfa tenía una carga

positiva, es decir, contraria a la negativa del electrón. La intensidad de tal desviación

permitió calcular que la partícula alfa tenía, como mínimo, una masa dos veces mayor

que la del hidrogenión, cuya carga positiva era la más pequeña conocida hasta

entonces. Así, pues, la masa y la carga de la partícula influían a la vez sobre la

intensidad de la desviación. Si la carga positiva de la partícula alfa era igual a la del

hidrogenión, su masa sería dos veces mayor que la de éste; si su carga fuera el doble,

la partícula sería cuatro veces mayor que el hidrogenión; etc. (fig. 7.1.).

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En 1909, Rutherford solucionó el problema aislando las partículas alfa. Puso material

radiactivo en un tubo de vidrio fino rodeado por vidrio grueso e hizo el vacío entre

ambas superficies. Las partículas alfa pudieron atravesar la pared fina, pero no la

gruesa. Rebotaron, por decirlo así, contra la pared externa, y al hacerlo perdieron

energía, o sea, capacidad para atravesar incluso la pared delgada. Por consiguiente

quedaron aprisionadas entre ambas. Rutherford recurrió entonces a la descarga

eléctrica para excitar las partículas alfa, hasta llevarlas a la incandescencia. Entonces

mostraron las rayas espectrales del helio. (Hay pruebas de que las partículas alfa

producidas por sustancias radiactivas en el suelo constituyen el origen del helio en los

pozos de gas natural.) Si la partícula alfa es helio, su masa debe ser cuatro veces

mayor que la del hidrógeno. Ello significa que la carga positiva de este último equivale

a dos unidades, tomando como unidad la carga del hidrogenión.

Más tarde, Rutherford identificó otra partícula positiva en el átomo. A decir verdad,

había sido detectada y reconocida ya muchos años antes. En 1886, el físico alemán

Eugen Goldstein, empleando un tubo catódico con un cátodo perforado, descubrió una

nueva radiación, que fluía por los orificios del cátodo en dirección opuesta a la de los

rayos catódicos. La denominó Kanalstrahlen («rayos canales»). En 1902, esta radiación

sirvió para detectar por vez primera el efecto Doppler-Fizeau (véase capítulo 2)

respecto a las ondas luminosas de origen terrestre. El físico alemán Johannes Stark

orientó un espectroscopio de tal forma que los rayos cayeron sobre éste, revelando la

desviación hacia el violeta. Por estos trabajos se le otorgó el premio Nobel de Física en

1919.


Puesto que los rayos canales se mueven en dirección opuesta a los rayos catódicos de

carga negativa, Thomson propuso que se diera a esta radiación el nombre de «rayos

positivos». Entonces se comprobó que las partículas de los «rayos positivos» podían

atravesar fácilmente la materia. De aquí que fuesen considerados, por su volumen,

mucho más pequeños que los iones corrientes o átomos. La desviación determinada,

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en su caso, por un campo magnético, puso de relieve que la más ínfima de estas

partículas tenía carga y masa similares a las del hidrogenión, suponiendo que este ion

contuviese la mínima unidad de carga positiva. Por consiguiente, se dedujo que la

partícula del rayo positivo era la partícula positiva elemental, o sea, el elemento

contrapuesto al electrón, Rutherford la llamó «protón» (del grupo griego protón, «lo

primero»).

Desde luego, el protón y el electrón llevan cargas eléctricas iguales, aunque opuestas;

ahora bien, la masa del protón, referida al electrón, es 1.836 veces mayor. Parecía

probable, pues, que el átomo estuviese compuesto por protones y electrones, cuyas

cargas se equilibraban entre sí. También parecía claro que los protones se hallaban en

el interior del átomo y no se desprendían, como ocurría fácilmente con los electrones.

Pero entonces se planteó el gran interrogante: ¿cuál era la estructura de esas

partículas en el átomo?

El núcleo atómico

El propio Rutherford empezó a vislumbrar la respuesta. Entre 1906 y 1908 realizó

constantes experimentos disparando partículas alfa contra una lámina sutil de metal

(como oro o platino), para analizar sus átomos. La mayor parte de los proyectiles

atravesaron la barrera sin desviarse (como balas a través de las hojas de un árbol).

Pero no todos. En la placa fotográfica que le sirvió de blanco tras el metal, Rutherford

descubrió varios impactos dispersos e insospechados alrededor del punto central. Y

comprobó que algunas partículas habían rebotado. Era como si en vez de atravesar las

hojas, algunos proyectiles hubiesen chocado contra algo más sólido.

Rutherford supuso que aquellas «balas» habían chocado contra una especie de núcleo

denso, que ocupaba sólo una parte mínima del volumen atómico. Cuando las partículas

alfa se proyectaban contra la lámina metálica, solían encontrar electrones y, por

decirlo así, apartaban las burbujas de partículas luminosas sin sufrir desviaciones.

Pero, a veces, la partícula alfa tropezaba con un núcleo atómico más denso, y entonces

se desviaba. Ello ocurría en muy raras ocasiones, lo cual demostraba que los núcleos

atómicos debían ser realmente ínfimos, porque un proyectil había de encontrar por

fuerza muchos millones de átomos al atravesar la lámina metálica.

Era lógico suponer, pues, que los protones constituían ese núcleo duro. Rutherford

representó los protones atómicos como elementos apiñados alrededor de un minúsculo

«núcleo atómico» que servía de centro. (Desde entonces acá se ha demostrado que el

diámetro de ese núcleo equivale a algo más de una cienmilésima del volumen total del

átomo.)


He aquí, pues, el modelo básico del átomo: un núcleo de carga positiva que ocupa muy

poco espacio, pero que representa casi toda la masa atómica; está rodeado por

electrones corticales, que abarcan casi todo el volumen del átomo, aunque,

prácticamente no tienen apenas relación con su masa. En 1908 se concedió el premio

Nobel de Química a Rutherford por su extraordinaria labor investigadora sobre la

naturaleza de la materia.,

Desde entonces se pueden describir con términos más concretos los átomos

específicos y sus diversos comportamientos. Por ejemplo, el átomo de hidrógeno posee

un solo electrón. Si se elimina, el protón restante se asocia inmediatamente a alguna

molécula vecina; y cuando el núcleo desnudo de hidrógeno no encuentra por este

medio un electrón que participe, actúa como un protón —es decir, una partícula

subatómica—, lo cual le permite penetrar en la materia y reaccionar con otros núcleos

si conserva la suficiente energía.

El helio, que posee dos electrones, no cede uno con tanta facilidad. Como ya dijimos

en el capítulo anterior, sus dos electrones forman un caparazón hermético, por lo cual

el átomo es inerte. No obstante, si se despoja al helio de ambos electrones, se

convierte en una partícula alfa, es decir, una partícula subatómica portadora de dos

unidades de carga positiva.

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Hay un tercer elemento, el litio, cuyo átomo tiene tres electrones. Si se despoja de uno



o dos, se transforma en ion. Y si pierde los tres, queda reducido a un núcleo desnudo,

con una carga positiva de tres unidades.

Las unidades de una carga positiva en el núcleo atómico deben ser numéricamente

idénticas a los electrones que contiene como norma, pues el átomo suele ser un

cuerpo neutro. Y, de hecho, los números atómicos de sus elementos se basan en sus

unidades de carga positiva, no en las de carga negativa, porque resulta fácil hacer

variar el número de electrones atómicos dentro de la formación iónica, pero, en

cambio, se encuentran grandes dificultades si se desea alterar el número de sus

protones.

Apenas esbozado este esquema de la construcción atómica, surgieron nuevos enigmas.

El número de unidades con carga positiva en un núcleo no equilibró, en ningún caso, el

peso nuclear ni la masa, exceptuando el caso del átomo de hidrógeno. Para citar un

ejemplo, se averiguó que el núcleo de helio tenía una carga positiva dos veces mayor

que la del núcleo de hidrógeno; pero, como ya se sabía, su masa era cuatro veces

mayor que la de ese último. Y la situación empeoró progresivamente a medida que se

descendía por la tabla de elementos, e incluso cuando se alcanzó el uranio, se

encontró un núcleo con una masa igual a 238 protones, pero una carga que equivalía

sólo a 92.

¿Cómo era posible que un núcleo que contenía cuatro protones —según se suponía del

núcleo helio— tuviera sólo dos unidades de carga positiva? Según la primera y más

simple conjetura emitida, la presencia en el núcleo de partículas cargadas

negativamente y con un peso despreciable, neutralizaba las dos unidades de su carga.

Como es natural, se pensó también en el electrón. Se podría componer el

rompecabezas si se suponía que el núcleo de helio estaba integrado por cuatro

protones y dos electrones neutralizadores, lo cual dejaba libre una carga positiva neta

de dos, y así sucesivamente, hasta llegar al uranio, cuyo núcleo tendría, pues, 238

protones y 146 electrones, con 92 unidades libres de carga positiva. El hecho de que

los núcleos radiactivos emitieran electrones —según se había comprobado ya, por

ejemplo, con las partículas beta— reforzó esta idea general.

Dicha teoría prevaleció durante más de una década, hasta que, por caminos indirectos,

llegó una respuesta mejor, como resultado de otras investigaciones. Pero entretanto se

habían presentado algunas objeciones rigurosas contra dicha hipótesis. Por lo pronto,

si el núcleo estaba constituido esencialmente de protones, mientras que los ligeros

electrones no aportaban prácticamente ninguna contribución a la masa, ¿cómo se

explicaba que las masas relativas de varios núcleos no estuvieran representadas por

números enteros? Según los pesos atómicos conocidos, el núcleo del átomo cloro, por

ejemplo, tenía una masa 35,5 veces mayor que la del núcleo del hidrógeno. ¿Acaso

significaba esto que contenía 35,5 protones? Ningún científico —ni entonces ni ahora—

podía aceptar la existencia de medio protón.

Este singular interrogante encontró una respuesta incluso antes de solventar el

problema principal. Y ello dio lugar a una interesante historia.

ISÓTOPOS


Construcción de bloques uniformes

Allá por 1816, el físico inglés William Prout había insinuado ya que el átomo de

hidrógeno debía de entrar en la constitución de todos los átomos. Con el tiempo se

fueron desvelando los pesos atómicos, y la teoría de Prout quedó arrinconada, pues se

comprobó que muchos elementos tenían pesos fraccionarios (para lo cual se tomó el

oxígeno, tipificado a 16). El cloro —según hemos dicho— tiene un peso atómico

aproximado de 35,5, o para ser exactos, de 35,457. Otros ejemplos son el antimonio,

con 121,75; el bario, con 137,34; el boro, con 10,811, y el cadmio, con 112,40.

Hacia principios de siglo se hizo una serie de observaciones desconcertantes, que

condujeron al esclarecimiento. El inglés William Crookes (el del «tubo Crookes») logró

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disociar del uranio una sustancia cuya ínfima cantidad resultó ser mucho más



radiactiva que el propio uranio. Apoyándose en su experimento, afirmó que el uranio

no tenía radiactividad, y que ésta procedía exclusivamente de dicha impureza, que él

denominó «uranio X». Por otra parte, Henri Becquerel descubrió que el uranio

purificado y ligeramente radiactivo adquiría mayor radiactividad con el tiempo, por

causas desconocidas. Si se dejaba reposar durante algún tiempo, se podía extraer de

él repetidas veces uranio activo X. Para expresarlo de otra forma: por su propia

radiactividad, el uranio se convertía en el uranio X, más activo aún.

Por entonces, Rutherford, a su vez, separó del torio un «torio X» muy radiactivo, y

comprobó también que el torio seguía produciendo más torio X. Hacia aquellas fechas

se sabía ya que el más famoso de los elementos radiactivos, el radio, emitía un gas

radiactivo, denominado radón. Por tanto, Rutherford y su ayudante, el químico

Frederick Soddy, dedujeron que, durante la emisión de sus partículas, los átomos

radiactivos se transformaban en otras variedades de átomos radiactivos.

Varios químicos, que investigaron tales transformaciones, lograron obtener un surtido

muy variado de nuevas sustancias, a las que dieron nombres tales como radio A, radio

B, mesotorio I, mesotorio II y actinio C. Luego los agruparon todos en tres series, de

acuerdo con sus historiales atómicos. Una serie se originó del uranio disociado; otra,

del torio, y la tercera, del actinio (si bien más tarde se encontró un predecesor del

actinio, llamado «protactinio»). En total se identificaron unos cuarenta miembros de

esas series, y cada uno se distinguió por su peculiar esquema de radiación. Pero los

productos finales de las tres series fueron idénticos: en último término, todas las

cadenas de sustancias conducían al mismo elemento estable: plomo.

Ahora bien, esas cuarenta sustancias no podían ser, sin excepción, elementos

disociados; entre el uranio (92) y el plomo (82) había sólo diez lugares en la tabla

periódica, y todos ellos, salvo dos, pertenecían a elementos conocidos. En realidad, los

químicos descubrieron que aunque las sustancias diferían entre sí por su radiactividad,

algunas tenían propiedades químicas idénticas. Por ejemplo, ya en 1907, los químicos

americanos Herbert Newby McCoy y W. H. Ross descubrieron que el «radiotorio» —uno

entre los varios productos de la desintegración del torio— mostraba el mismo

comportamiento químico que el torio, y el «radio D», el mismo que el del plomo; tanto,

que era llamado a menudo «radioplomo». De todo ello se infirió que tales sustancias

eran en realidad variedades del mismo elemento: el radiotorio, una forma del torio; el

radioplomo, un miembro de una familia de plomos, y así sucesivamente.

En 1913, Soddy esclareció esta idea y le dio más amplitud. Demostró que cuando un

átomo emitía una partícula alfa, se transformaba en un elemento que ocupaba dos

lugares más abajo en la lista de elementos, y que cuando emitía una partícula beta,

ocupaba, después de su transformación, el lugar inmediatamente superior. Con arreglo

a tal norma, el «radiotorio» descendería en la tabla hasta el lugar del torio, y lo mismo

ocurriría con las sustancias denominadas «uranio X» y «uranio Y», es decir, que las

tres serían variedades del elemento 90. Asimismo, el «radio D», el «radio B» el «torio

B» y el «actinio B» compartirían el lugar del plomo como variedades del elemento 82.

Soddy dio el nombre de «isótopos» (del griego iso y topos, «el mismo lugar») a todos

los miembros de una familia de sustancias que ocupaban el mismo lugar en la tabla

periódica. En 1921 se le concedió el premio Nobel de Química.

El modelo protón-electrón del núcleo concordó perfectamente con la teoría de Soddy

sobre los isótopos. Al retirar una partícula alfa de un núcleo, se reducía en dos

unidades la carga positiva de dicho núcleo, exactamente lo que necesitaba para bajar

dos lugares en la tabla periódica. Por otra parte, cuando el núcleo expulsaba un

electrón (partícula beta), quedaba sin neutralizar un protón adicional, y ello

incrementaba en una unidad la carga positiva del núcleo, lo cual era como agregar una

unidad al número atómico, y, por tanto, el elemento pasaba a ocupar la posición

inmediatamente superior en la tabla periódica.

¿Cómo se explica que cuando el torio se descompone en «radiotorio» después de sufrir

no una, sino tres desintegraciones, el producto siga siendo torio? Pues bien, en este

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proceso el átomo de torio pierde una partícula alfa, luego una partícula beta y, más



tarde, una segunda partícula beta. Si aceptamos la teoría sobre el bloque constitutivo

de los protones, ello significa que el átomo ha perdido cuatro electrones (dos de ellos,

contenidos presuntamente en la partícula alfa) y cuatro protones. (La situación actual

difiere bastante de este cuadro, aunque, en cierto modo, esto no afecta al resultado.)

El núcleo de torio constaba inicialmente (según se suponía) de 232 protones y 142

electrones. Al haber perdido cuatro protones y otros cuatro electrones, quedaba

reducido a 228 protones y 138 electrones. No obstante, conservaba todavía el número

atómico 90, es decir, el mismo de antes. Así, pues, el «radiotorio», a semejanza del

torio, posee 90 electrones planetarios, que giran alrededor del núcleo. Puesto que las

propiedades químicas de un átomo están sujetas al número de sus electrones

planetarios, el torio y el «radiotorio» tienen el mismo comportamiento químico, sea

cual fuere su diferencia en peso atómico (232 y 228, respectivamente).

Los isótopos de un elemento se identifican por su peso atómico, o «número másico».

Así, el torio corriente se denomina torio 232, y el «radiotorio», torio 228. Los isótopos

radiactivos del plomo se distinguen también por estas denominaciones: plomo 210

(«radio D»), plomo 214 («radio B»), plomo 212 («torio B») y plomo 211 («actinio B»).

Se descubrió que la noción de isótopos podía aplicarse indistintamente tanto a los

elementos estables como a los radiactivos. Por ejemplo, se comprobó que las tres

series radiactivas anteriormente mencionadas terminaban en tres formas distintas de

plomo. La serie de uranio acababa en el plomo 206; la del torio, en el plomo 208, y la

del actinio, en el plomo 207. Cada uno de éstos era un isótopo estable y «corriente»

del plomo, pero los tres plomos diferían por su peso atómico.

Mediante un dispositivo inventado por cierto ayudante de J. J. Thomson, llamado

Francis William Aston, se demostró la existencia de los isótopos estables. Se trataba de

un mecanismo que separaba los isótopos con extremada sensibilidad aprovechando la

desviación de sus iones bajo la acción de un campo magnético: Aston lo llamó

«espectrógrafo de masas». En 1919, Thomson, empleando la versión primitiva de

dicho instrumento, demostró que el neón estaba constituido por dos variedades de

átomos: una, cuyo número de masa era 20, y otra, 22. El neón 20 era el isótopo

común; el neón 22 lo acompañaba en la proporción de un átomo por cada diez. (Más

tarde se descubrió un tercer isótopo, el neón 21, cuyo porcentaje en el neón

atmosférico era de un átomo por cada 400.)

Entonces fue posible, al fin, razonar el peso atómico fraccionario de los elementos. El

peso atómico del neón (20,183) representaba el peso conjunto de los tres isótopos, de

pesos diferentes, que integraban el elemento en su estado natural. Cada átomo

individual tenía un número entero de masa, pero el promedio de sus masas —el peso

atómico— era un número fraccionario.

Aston procedió a mostrar que varios elementos estables comunes eran, en realidad,

mezclas de isótopos. Descubrió que el cloro, con un peso atómico fraccionario de

35,453, estaba constituido por el cloro 35 y el cloro 37, en la «proporción» de cuatro a

uno. En 1922 se le otorgó el premio Nobel de Química.

En el discurso pronunciado al recibir dicho premio, Aston predijo la posibilidad de

aprovechar la energía almacenada en el núcleo atómico, vislumbrando ya las futuras

bombas y centrales nucleares (véase el capítulo 10). Allá por 1935, el físico canadiense

Arthur Jeffrey Dempster empleó el instrumento de Aston para avanzar sensiblemente

en esa dirección. Demostró que, si bien 993 de cada 1.000 átomos de uranio eran

uranio 238, los siete restantes eran uranio 235. Muy pronto se haría evidente el

profundo significado de tal descubrimiento.

Así, después de estar siguiendo huellas falsas durante un siglo, se reivindicó

definitivamente la teoría de Prout. Los elementos estaban constituidos por bloques

estructurales uniformes; si no átomos de hidrógeno, sí, por lo menos, unidades con

masa de hidrógeno. Y si los elementos no parecían evidenciarlo así en sus pesos, era

porque representaban mezclas de isótopos que contenían diferentes números de

bloques constitutivos. De hecho se empleó incluso el oxígeno —cuyo peso atómico es

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16— como referencia para medir los pesos relativos de los elementos, lo cual no fue un



capricho en modo alguno. Por cada 10.000 átomos de oxígeno común 16, aparecieron

20 átomos de un isótopo de peso equivalente a las 18 unidades, y 4 con el número de

masa 17.

En realidad son muy pocos los elementos que constan de «un solo isótopo». (Esto es

anfibológico: decir que un elemento tiene un solo isótopo es como afirmar que una

mujer ha dado a luz un «solo gemelo».) Esta especie incluye elementos tales como el

berilio y todos aquellos cuyo número de masa es 9; el flúor está compuesto

únicamente de flúor 19; el aluminio, sólo de aluminio 27; y así unos cuantos más.

Siguiendo la sugerencia hecha en 1947 por el químico americano Truman Paul


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