físico soviético Vladimir Yosifovich Veksler y el físico californiano Edwin Mattison
McMillan. Tal remedio consistió, simplemente, en sincronizar las alteraciones del campo
eléctrico con el incremento en la masa de las partículas. Esta versión modificada del
ciclotrón se denominó «sincrociclotrón». Hacia 1946, la Universidad de California
construyó uno que aceleraba las partículas hasta alcanzar energías de 200 a 400 MeV.
Más tarde, los gigantescos sincrociclotrones de Estados Unidos y la Unión Soviética
generaron energías de 700 a 800 MeV.
Entretanto, la aceleración de electrones fue objeto de una atención muy diversa. Para
ser útiles en la desintegración de átomos, los electrones ligeros deberían alcanzar
velocidades mucho mayores que las de los protones (de la misma forma que la pelota
de tenis de mesa debe moverse mucho más aprisa que la de golf para conseguir la
misma finalidad). El ciclotrón no sirve para los electrones, porque a las altas
velocidades que exige su efectividad, sería excesivo el acrecentamiento de sus masas.
En 1940, el físico americano Donald , William Kerst diseñó un artificio para acelerar
electrones, que equilibraba la creciente masa con un campo eléctrico de potencia cada
vez mayor. Se mantuvo a los electrones dentro de la misma trayectoria circular, en
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vez de hacerles seguir una espiral hacia fuera. Este aparato se denominó betatrón para
crear el antiprotón. Los físicos californianos se aprestaron a detectarlo y producirlo. En
1955, Owen Chamberlain y Emilio G. Segré captaron definitivamente el antiprotón
después de bombardear el cobre hora tras hora con protones de 6,2 BeV: lograron
retener sesenta. No fue nada fácil identificarlos. Por cada antiprotón producido, se
formaron 40.000 partículas de otros tipos. Pero mediante un elaborado sistema de
detectores, concebido y diseñado para que sólo un antiprotón pudiera tocar todas las
bases, los investigadores reconocieron la partícula sin lugar a dudas. El éxito
proporcionó a Chamberlain y Segré el premio Nobel de Física en 1959.
El antiprotón es tan evanescente como el positrón, por lo menos en nuestro Universo.
En una ínfima fracción de segundo después de su creación, la partícula desaparece,
arrastrada por algún núcleo normal cargado positivamente. Entonces se aniquilan
entre sí el antiprotón y un protón del núcleo, que se transforman en energía y
partículas menores. En 1965 se concentró la suficiente energía para invertir el proceso
y producir un par protón-antiprotón.
En ocasiones, el protón y el antiprotón sólo se rozan ligeramente en vez de llegar al
choque directo. Cuando ocurre esto, ambos neutralizan mutuamente sus respectivas
cargas. El protón se convierte en neutrón, lo cual es bastante lógico. Pero no lo es
tanto que el antiprotón se transforme en un «antineutrón». ¿Qué será ese
«antineutrón»? El positrón es la contrapartida del electrón en virtud de su carga
contraria, y el antiprotón es también «anti» por razón de su carga. Mas, ¿qué es lo que
transmite esa calidad antinómica al antineutrón descargado?
Partícula espín
Aquí se impone una digresión hacia el tema del movimiento rotatorio de las partículas.
Usualmente se ve cómo la partícula gira sobre su eje, a semejanza de un trompo, o
como la Tierra, o el Sol, o nuestra Galaxia o, si se nos permite decirlo, como el propio
Universo. En 1925, los físicos holandeses George Eugene Uhlenbeck y Samuel
Abraham Goudsmit aludieron por vez primera a esa rotación de la partícula. Ésta, al
girar, genera un minúsculo campo magnético; tales campos han sido objeto de
medidas y exploraciones, principalmente por parte del físico alemán Otto Stern y el
físico americano Isidor Isaac Rabi, quienes recibieron los premios Nobel de Física en
1943 y 1944, respectivamente, por sus trabajos sobre dicho fenómeno.
Esas partículas —al igual que el protón, el neutrón y el electrón—, que poseen espines
que pueden medirse en números mitad, se consideran según un sistema de reglas
elaboradas independientemente, en 1926, por Fermi y Dirac. Por ello, se las llama
estadísticas Fermi-Dirac. Las partículas que obedecen a las mismas se denominan
fermiones, por lo cual el protón, el electrón y el neutrón son todos fermiones.
Hay también partículas cuya rotación, al duplicarse, resulta igual a un número par.
Para manipular sus energías hay otra serie de reglas, ideadas por Einstein y el físico
indio S. N. Bose. Las partículas que se adaptan a las «estadísticas Bose-Einstein» son
«bosones». Por ejemplo, la partícula alfa, es un bosón.
Estas variedades de partículas tienen diferentes propiedades. Por ejemplo, el principio
de exclusión de Pauli (véase capítulo 5) tiene aplicación no sólo a los electrones, sino
también a los fermiones; pero no a los bosones.
Es fácil comprender cómo forma un campo magnético la partícula cargada, pero ya no
resulta tan fácil saber por qué ha de hacer lo mismo un neutrón descargado. Lo cierto
es que ocurre así. La prueba directa más evidente de ello es que cuando un rayo de
neutrones incide sobre un hierro magnetizado, no se comporta de la misma forma que
lo haría si el hierro no estuviese magnetizado. El magnetismo del neutrón sigue siendo
un misterio; los físicos sospechan que contiene cargas positivas y negativas
equivalentes a cero, aunque, por alguna razón desconocida, logran crear un campo
magnético cuando gira la partícula.
Sea como fuere, la rotación del neutrón nos da la respuesta a esta pregunta: ¿Qué es
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el antineutrón? Pues, simplemente, un neutrón cuyo movimiento rotatorio se ha
invertido; su polo sur magnético, por decirlo así, está arriba y no abajo. En realidad, el
protón y el antiprotón, el electrón y el positrón, muestran exactamente el mismo
fenómeno de los polos invertidos.
Es indudable que las antipartículas pueden combinarse para formar la «antimateria»,
de la misma forma que las partículas corrientes Tbrman la materia ordinaria (fig. 7.6.).
La primera demostración efectiva de antimateria se obtuvo en Brookhaven en 1965,
donde fue bombardeado un blanco de berilio con 7 protones BeV y se produjeron
combinaciones de antiprotones y antineutrones o sea un «antideuterón». Desde
entonces se ha producido el «antihelio 3», y no cabe duda de que se podrían crear
unos antinúcleos más complicados aún si se abordara el problema con el suficiente
ínteres. Ahora bien, por lo pronto, el principio es de una claridad meridiana, y ningún
físico lo pone en duda. La antimateria puede existir.
Pero, ¿existe en realidad? ¿Hay masas de antimateria en el Universo? Si las hubiera,
no revelarían su presencia a cierta distancia. Sus efectos gravitatorios y la luz que
produjeran serían idénticos a los de la materia corriente. Sin embargo, cuando se
encontrasen con esta materia, deberían ser claramente perceptibles las reacciones
masivas de aniquilamiento resultantes. Así, pues, los astrónomos se afanan en
observar especulativamente las galaxias, para comprobar si hay alguna actividad
inusitada que delate las interacciones materia-antimateria.
¿Es posible, pues, que el Universo esté formado casi enteramente por materia, con
muy poca o ninguna antimateria?. Y si así es, ¿por qué? Dado que la materia y la
antimateria son equivalentes en todos los aspectos, excepto en su oposición
electromagnética, cualquier fuerza que crease una originaría la otra, y el Universo
debería estar compuesto de iguales cantidades de una y otra.
Éste es el dilema. La teoría nos dice que debería haber allí antimateria, pero la
observación se niega a respaldar este hecho. ¿Podemos estar seguros de que es la
observación la que falla? ¿Y qué ocurre con los núcleos de las galaxias activas, e
incluso más aún, con los cuasares? ¿Deberían ser esos fenómenos energéticos el
resultado de una aniquilación materia-antimateria? ¡Probablemente no! Ni siquiera ese
aniquilamiento parece ser suficiente, y los astrónomos prefieren aceptar la noción de
colapso gravitatorio y fenómenos de agujeros negros, como el único mecanismo
conocido para producir la energía requerida.
Rayos cósmicos
¿Y qué pasa, pues, con los rayos cósmicos? La mayoría de las partículas de los rayos
cósmicos poseen energías entre 1 y 10 BeV. Esto debería achacarse a la interacción
materia-antimateria, pero unas cuantas partículas cósmicas llegan aún más allá: 20
BeV, 30 BeV, 40 BeV (véase figura 7.7). Los físicos del Instituto de Tecnología de
Massachusetts han detectado incluso algunas de ellas con una energía tan colosal
como de 20 mil millones de BeV. Unos números así están más allá de lo que la mente
puede captar, pero nos puede dar alguna idea de lo que esta energía significa, cuando
calculamos que la cantidad de energía representada por 20 mil millones de BeV serían
suficientes para permitir a una sola partícula submicroscópica alzar un peso de 2
kilogramos a 5 centímetros de altura.
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Desde el descubrimiento de los rayos cósmicos, el mundo se viene preguntando de
dónde proceden y cómo se forman. El concepto más simple es el de que en algún
punto de la Galaxia, ya en nuestro Sol, ya en un astro más distante, se originan
continuas reacciones nucleares, que disparan partículas cuya inmensa energía
conocemos ya. En realidad, estallidos de rayos cósmicos leves se producen, poco más
o menos, a años alternos (como se descubrió en 1942), en relación con las
protuberancias solares. Y, ¿qué podemos decir de fuentes como las supernovas,
pulsares y cuasares? Pero no se sabe de ninguna reacción nuclear que pueda producir
nada semejante a esos miles de millones de BeV. La fuente energética que podemos
concebir sería el aniquilamiento mutuo entre núcleos pesados de materia y
antimateria, lo cual libraría a lo sumo 250 BeV.
Otra posibilidad consiste en suponer, como hiciera Fermi, que alguna fuerza existente
en el espacio acelera las partículas cósmicas, las cuales pueden llegar al principio, con
moderadas energías, procedentes de explosiones tales, como las de las supernovas,
para ir acelerándose progresivamente a medida que cruzan por el espacio. La teoría
más popular hoy es la de que son aceleradas por los campos magnéticos cósmicos,
que actúan como gigantescos sincrotrones. En el espacio existen campos magnéticos,
y se cree que nuestra Galaxia posee uno, si bien su intensidad debe de equivaler,
como máximo, a 1/20.000 de la del campo magnético asociado a la Tierra.
Al proyectarse a través de ese campo, las partículas cósmicas experimentarían una
lenta aceleración a lo largo de una trayectoria curva. A medida que ganasen energía,
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sus órbitas se irían ensanchando, hasta que las más energéticas se proyectarían fuera
de la Galaxia. Muchas de esas partículas no lograrían escapar jamás siguiendo esta
trayectoria —porque las colisiones con otras partículas o cuerpos mayores
amortiguarían sus energías—, pero algunas sí lo conseguirían. Desde luego, muchas de
las partículas cósmicas energéticas que llegan hasta la Tierra pueden haber atravesado
nuestra Galaxia después de haber sido despedidas de otras galaxias de la forma
descrita.
La estructura del núcleo
Ahora que se han aprendido muchas cosas acerca de la composición general y de la
naturaleza del núcleo, existe una gran curiosidad acerca de su estructura,
particularmente la fina estructura interior. En primer lugar, ¿cuál es su forma? Dado
que es tan pequeño y tan rígidamente lleno de neutrones y protones, naturalmente los
físicos dan por supuesto que es esférica. Los finos detalles de los espectros de los
átomos sugieren que muchos núcleos poseen una distribución esférica de carga. Otros
no: se comportan como si tuviesen dos pares de polos magnéticos, y se dice que esos
núcleos poseen momentos cuatripolo. Pero su desviación de la esfericidad no es muy
grande. El caso más extremo es el de los núcleos de los lantánidos, en los que la
distribución de las cargas parece constituir un esferoide prolato (en otras palabras, con
forma de balón de fútbol). Incluso aquí, el eje más largo no es más del 20 por 100
mayor que el eje más corto.
En lo que se refiere a la estructura interna del núcleo, el modelo más simple lo
describe como una colección fuertemente empaquetada de partículas muy parecidas a
una gota f de líquido, donde las partículas (moléculas) están empaquetadas muy
íntimamente con poco espacio entre ellas, y donde la densidad es virtualmente igual
en todas partes y existe una aguda superficie fronteriza.
Este modelo de gota líquida fue elaborado por primera vez en detalle en 1936 por Niels
Bohr. Sugiere una posible explicación para la absorción y emisión de partículas de
algunos núcleos. Cuando una partícula entra en el núcleo, cabe suponer, si distribuye
su energía de movimiento a lo largo de unas partículas íntimamente empaquetadas,
que ninguna partícula recibe suficiente energía de forma inmediata para separarse.
Tras tal vez una cuatrillonésima de segundo, en que se han producido miles de
millones de colisiones por azar, algunas partículas acumulan la suficiente energía para
escapar del núcleo.
El modelo puede también responder a la emisión de partículas alfa por los núcleos
pesados. Esos grandes núcleos tiemblan como gotas líquidas si las partículas les hacen
moverse e intercambiar energía. Todos los núcleos temblarían de este modo, pero los
núcleos más grandes serían menos estables y más propensos a romperse. Por esta
razón, porciones del núcleo en forma de partículas alfa de dos protones y dos
neutrones (una combinación muy estable), se liberarían de forma muy espontánea
desde la superficie del núcleo. Como resultado de ello, el núcleo se hace más pequeño,
menos propenso a escindirse a través del temblor y, finalmente, se convertiría en
estable.
Pero el estremecimiento puede también dar paso a otra clase de inestabilidad. Cuando
una gran gota de líquido suspendida en otro líquido es obligada a tambalearse por las
corrientes del fluido circundante, tiende a descomponerse en pequeñas esferas, a
menudo en unas mitades más o menos iguales. Llegado el momento, en 1939 se
descubrió (un descubrimiento que describiré de forma más amplia en el capítulo 10),
que algunos de esos grandes núcleos llegan a desintegrarse en esta forma a través del
bombardeo con neutrones. A esto se le llama fisión nuclear.
En realidad, dicha fisión nuclear puede tener lugar algunas veces sin la introducción
desde el exterior de una partícula perturbadora. El estremecimiento interno, de vez en
cuando, llegaría a originar que el núcleo se desintegrase en dos. En 1940, el físico
soviético G. N. Flerov y K. A. Petriak detectaron en realidad esa fisión espontánea en
átomos de uranio. El uranio muestra principalmente inestabilidad a través de la
emisión de partículas alfa, pero en unos 400 gramos de uranio se producen cuatro
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fisiones espontáneas por segundo mientras que unos 8 millones de núcleos emiten
partículas alfa.
La fisión espontánea también tiene lugar en el protactinio, en el torio y, con mayor
frecuencia, en los elementos transuránidos. A medida que los núcleos se hacen más y
más grandes, la probabilidad de una fisión espontánea aumenta. En los elementos más
pesados de todos —einstenio, fermio y mendelevio—, esto se convierte en el método
más importante de ruptura, sobrepasando a la emisión de partículas alfa.
Otro modelo popular del núcleo lo compara al átomo en su conjunto, describiendo a los
nucleones en el interior del núcleo, al igual que los electrones que rodean el núcleo,
ocupando capas y subcapas, cada una de ellas afectando a las demás sólo levemente.
A esto se le llama modelo de capas.
Por analogía con la situación en las capas electrónicas del átomo, cabe suponer que los
núcleos llenos de capas exteriores nucleónicas deberían ser más estables que aquellos
que no tienen ocupadas las capas exteriores. La teoría más sencilla indicaría que
núcleos con 2, 8, 20, 40, 70 o 112 protones o neutrones serían particularmente
estables. Sin embargo, ello no encaja con la observación. La física
germanonorteamericana María Goeppert Mayer tuvo en cuenta el espín de protones y
neutrones y mostró cómo esto afectaría a la situación. Si se diese el caso de que los
núcleos contuviesen 2, 8, 20, 50, 82 o 126 protones o neutrones, en ese caso serían
particularmente estables, encajando así en las observaciones. Los núcleos con 28 o 40
protones serían aún mucho más estables. Todos los demás serían menos estables, e
incluso auténticamente inestables! Esos números de capas se llaman en ocasiones
números mágicos (mientras que el 28 y el 40 son en ocasiones denominados números
semimágicos).
Entre los núcleos de número mágico se encuentra el helio 4 (2 protones y 2
neutrones), el oxígeno 16 (8 protones y 8 neutrones), y el calcio 40 (20 protones y 20
neutrones), todos especialmente estables y más abundantes en el Universo que otros
núcleos de tamaño similar.
En lo que se refiere a unos números mágicos más altos, el estaño tiene diez isótopos
estables, cada uno de ellos con 50 protones, y el plomo tiene cuatro, cada uno con 82
protones. Existen cinco isótopos estables (cada uno de un elemento diferente), con 50
neutrones y siete isótopos estables con 82 neutrones. En general, las predicciones
detalladas de la teoría de capa nuclear funcionan mejor cerca de los números mágicos.
A mitad de camino (como en el caso de los lantánidos y actínidos), la adecuación es
más pobre. Pero exactamente en las regiones intermedias, los núcleos se hallan mucho
más lejos de la esfericidad (hay que tener en cuenta que la teoría de capas da por
supuesta la forma esférica) y son más marcablemente elipsoidales. El premio Nobel de
Física de 1963 se concedió a Goeppert Mayer y a otros dos: Wigner, y el físico alemán
Johannes Hans Tensen, que también contribuyeron a esta teoría.
En general, a medida que los núcleos se hacen más complejos, son más raros en el
Universo, o menos estables, o ambas cosas. Los más complejos isótopos estables son
el plomo 208 y el bismuto 209, cada uno con el número mágico de 126 neutrones, y el
plomo, con el número mágico de 82 protones añadidos. Más allá, todos los nucleidos
son inestables y, por lo general, se hacen aún más inestables a medida que aumenta
el tamaño del núcleo. Sin embargo, una consideración de los números mágicos explica
el hecho de que el torio y el uranio posean isótopos que están mucho más cercanos a
la estabilidad que otros nucleidos de similar tamaño. La teoría predice también que
algunos isótopos de los elementos 110 y 114 (como ya he mencionado antes), deberán
ser considerablemente menos estables que otros nucleidos de ese tamaño. Pero en lo
que se refiere a este asunto, nos tendremos que limitar a esperar y ver...
LEPTONES
El electrón y el positrón son notables por sus pequeñas masas —sólo 1/1.836 de la del
protón, el neutrón, el antiprotón o el antineutrón—, yr por lo tanto, han sido
denominados leptones (de la voz griega leptos, que significa «delgado»). Aunque el
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electrón fue descubierto por primera vez hace ya cerca de un siglo, no se ha
descubierto aún ninguna partícula que sea menos masiva que el electrón (o positrón) y
que lleve una carga eléctrica. Tampoco se espera un descubrimiento así. Es posible
que la carga eléctrica, sea lo que fuese (sabemos cómo actúa y cómo medir sus
propiedades, pero aún no sabemos qué es), tenga asociada un mínimo de masa, y que
ésta es la que se muestra en el electrón. En realidad, es probable que no tenga nada
que ver con el electrón, excepto la carga, y cuando el electrón se comporta como una
partícula, la carga eléctrica de esa partícula parece carecer de extensión, e incluso que
sólo ocupa un mero punto. (Realmente, existen algunas partículas que no tienen en
absoluto asociada con ellas ninguna masa (es decir, ninguna masa en reposo, algo que
ya explicaré en el próximo capítulo), pero no poseen carga eléctrica. Por ejemplo, las
ondas de luz y otras formas de radiación electromagnéticas se comportan como
partículas (véase el capítulo siguiente). Esta manifestación en forma de partículas de lo
que, de ordinario, concebimos como una onda se denomina fotón, de la palabra griega
que significa «luz».
El fotón tiene una masa de 1, una carga eléctrica de O, pero posee un espín de 1, por
lo que es un bosón. ¿Cómo se puede definir lo que es el espín? Los fotones toman
parte en las reacciones nucleares, pero el espín total de las partículas implicadas antes
y después de la reacción deben permanecer inmutadas (conservación del espín). La
única forma de que esto suceda en las reacciones nucleares que implican a los fotones
radica en suponer que el fotón tiene un espín de 1.
El fotón no se considera un leptón, puesto que este término se reserva para los
fermiones.
Existen razones teóricas para suponer que, cuando las masas se aceleran (como
cuando se mueven en órbitas elípticas en torno de otra masa o llevan a cabo un
colapso gravitacional), emiten energía en forma de ondas gravitatorias. Esas ondas
pueden, asimismo, poseer también aspecto de partícula, por lo que toda partícula
gravitacional recibe el nombre de graviton.
La fuerza gravitatoria es mucho, mucho más débil que la fuerza electromagnética. Un
protón y un electrón se atraen gravitacionalmente son sólo 1/1039 de la fuerza con que
se atraen electromagnéticamente. El graviten debe poseer, correspondientemente,
menos energía que el fotón y, por lo tanto, ha de ser inimaginablemente difícil de
detectar.
De todos modos, el físico norteamericano Joseph Weber emprendió en 1957 la
formidable tarea de detectar el gravitón. Llegó a emplear un par de cilindros de
aluminio de 153 centímetros de longitud y 66 de anchura, suspendidos de un cable a
una cámara de vacío. Los gravitones (que serían detectados en forma de ondas),
desplazarían levemente esos cilindros, y se empleó un sistema para detectar el
desplazamiento que llegase a captar la cienbillonésima parte de un centímetro. Las
débiles ondas de los gravitones, que proceden del espacio profundo, deberían chocar
contra todo el planeta, y los cilindros separados por grandes distancias se verán
afectados de forma simultánea. En 1969, Weber anunció haber detectado los efectos
de las ondas gravitatorias. Esto produjo una enorme excitación, puesto que apoyaba
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