Capítulo 3
EL SISTEMA SOLAR
Nacimiento del Sistema Solar
Sin embargo, por gloriosas y vastas que sean las profundidades del Universo, no
podemos perdernos en estas glorias para siempre. Debemos regresar a los pequeños y
familiares mundos en que vivimos. A nuestro Sol —una simple estrella entre los
centenares de miles de millones que constituyen nuestra galaxia— y a los mundos que
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lo rodean, de los cuales la Tierra es uno más.
Desde los tiempos de Newton se ha podido especular acerca de la creación de la Tierra
y el Sistema Solar como un problema distinto del de la creación del Universo en
conjunto. La idea que se tenía del Sistema Solar era el de una estructura con unas
ciertas características unificadas (fig. 3.1):
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1.a Todos los planetas mayores dan vueltas alrededor del Sol aproximadamente en el
plano del ecuador solar. En otras palabras: si preparamos un modelo tridimensional del
Sol y sus planetas, comprobaremos que se puede introducir en un cazo poco profundo.
2.a Todos los planetas mayores giran entorno al Sol en la misma dirección, en sentido
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contrario al de las agujas del reloj, si contemplamos el Sistema Solar desde la Estrella
Polar.
3.a Todos los planetas mayores (excepto Urano y, posiblemente, Venus) efectúan un
movimiento de rotación alrededor de su eje en el mismo sentido que su revolución
alrededor del Sol, o sea de forma contraria a las agujas del reloj; también el Sol se
mueve en tal sentido.
4.a Los planetas se hallan espaciados a distancias uniformemente crecientes a partir
del Sol y describen órbitas casi circulares.
5.a Todos los satélites —con muy pocas excepciones— dan vueltas alrededor de sus
respectivos planetas en el plano del ecuador planetario, y siempre en sentido contrario
al de las agujas del reloj.
La regularidad de tales movimientos sugirió, de un modo natural, la intervención de
algunos procesos singulares en la creación del Sistema en conjunto.
Por tanto, ¿cuál era el proceso que había originado el Sistema Solar? Todas las teorías
propuestas hasta entonces podían dividirse en dos clases: catastróficas y evolutivas.
Según el punto de vista catastrófico, el Sol había sido creado como singular cuerpo
solitario, y empezó a tener una «familia» como resultado de algún fenómeno violento.
Por su parte, las ideas evolutivas consideraban que todo el Sistema había llegado de
una manera ordenada a su estado actual.
En el siglo XVI se suponía que aun la historia de la Tierra estaba llena de violentas
catástrofes. ¿Por qué, pues, no podía haberse producido una catástrofe de alcances
cósmicos, cuyo resultado fuese la aparición de la totalidad del Sistema? Una teoría que
gozó del favor popular fue la propuesta por el naturalista francés Georges-Louis Leclerc
de Buffon, quien afirmaba, en 1745, que el Sistema Solar había sido creado a partir de
los restos de una colisión entre el Sol y un cometa.
Naturalmente, Buffon implicaba la colisión entre el Sol y otro cuerpo de masa
comparable. Llamó a ese otro cuerpo cometa, por falta de otro nombre. Sabemos
ahora que los cometas son cuerpos diminutos rodeados por insustanciales vestigios de
gas y polvo, pero el principio de Buffon continúa, siempre y cuando denominemos al
cuerpo en colisión con algún otro nombre y, en los últimos tiempos, los astrónomos
han vuelto a esta noción.
Sin embargo, para algunos parece más natural, y menos fortuito, imaginar un proceso
más largamente trazado y no catastrófico que diera ocasión al nacimiento del Sistema
Solar. Esto encajaría de alguna forma con la majestuosa descripción que Newton había
bosquejado de la ley natural que gobierna los movimientos de los mundos del
Universo.
El propio Newton había sugerido que el Sistema Solar podía haberse formado a partir
de una tenue nube de gas y polvo, que se hubiera condensado lentamente bajo la
atracción gravitatoria. A medida que las partículas se aproximaban, el campo
gravitatorio se habría hecho más intenso, la condensación se habría acelerado hasta
que, al fin, la masa total se habría colapsado, para dar origen a un cuerpo denso (el
Sol), incandescente a causa de la energía de la contracción.
En esencia, ésta es la base de las teorías hoy más populares respecto al origen del
Sistema Solar. Pero había que resolver buen número de espinosos problemas, para
contestar algunas preguntas clave. Por ejemplo: ¿Cómo un gas altamente disperso
podía ser forzado a unirse, por una fuerza gravitatoria muy débil?
En años recientes, los astrónomos han propuesto que la fuerza iniciadora debería ser
una explosión supernova. Cabe imaginar que una vasta nube de polvo y gas que ya
existiría, relativamente incambiada, durante miles de millones de años, habría
avanzado hacia las vecindades de una estrella que acababa de explotar como una
supernova. La onda de choque de esta explosión, la vasta ráfaga de polvo y gas que se
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formaría a su paso a través de la nube casi inactiva a la que he mencionado que
comprimiría esta nube, intensificando así su campo gravitatorio e iniciando la
condensación que conlleva la formación de una estrella. Si ésta era la forma en que se
había creado el Sol, ¿qué ocurría con los planetas? ¿De dónde procedían? El primer
intento para conseguir una respuesta fue adelantado por Immanuel Kant en 1755 e,
independientemente, por el astrónomo francés y matemático Fierre Simón de Laplace,
en 1796. La descripción de Laplace era más detallada.
De acuerdo con la descripción de Laplace, la enorme nube de materia en contracción
se hallaba en fase rotatoria al empezar el proceso. Al contraerse, se incrementó su
velocidad de rotación, de la misma forma que un patinador gira más de prisa cuando
recoge sus brazos. (Esto es debido a la «conversión del momento angular». Puesto que
dicho momento es igual a la velocidad del movimiento por la distancia desde el centro
de rotación, cuando disminuye tal distancia se incrementa, en compensación, la
velocidad del movimiento.) Y, según Laplace, al aumentar la velocidad de rotación de
la nube, ésta empezó a proyectar un anillo de materia a partir de su ecuador, en
rápida rotación. Esto disminuyó en cierto grado el momento angular, de tal modo que
se redujo la velocidad de giro de la nube restante; pero al seguir contrayéndose,
alcanzó de nuevo una velocidad que le permitía proyectar otro anillo de materia. Así, el
coalescente Sol fue dejando tras sí una serie de anillos (nubes de materia, en forma de
rosquillas), anillos que —sugirió Laplace— se fueron condensando lentamente, para
formar los planetas; con el tiempo, éstos expelieron, a su vez, pequeños anillos, que
dieron origen a sus satélites.
A causa de este punto de vista, de que el Sistema Solar comenzó como una nube o
nebulosa, y dado que Laplace apuntó a la nebulosa de Andrómeda (que entonces no se
sabía que fuese una vasta galaxia de estrellas, sino que se creía que era una nube de
polvo y gas en rotación), esta sugerencia ha llegado a conocerse como hipótesis
nebular.
La «hipótesis nebular» de Laplace parecía ajustarse muy bien a las características
principales del Sistema Solar, e incluso a algunos de sus detalles. Por ejemplo, los
anillos de Saturno podían ser los de un satélite que no se hubiera condensado. (Al
unirse todos, podría haberse formado un satélite de respetable tamaño.) De manera
similar, los asteroides que giraban, en cinturón alrededor del Sol, entre Marte y
Júpiter, podrían ser condensaciones de partes de un anillo que no se hubieran unido
para formar un planeta. Y cuando Helmholtz y Kelvin elaboraron unas teorías que
atribuían la energía del Sol a su lenta contracción, las hipótesis parecieron acomodarse
de nuevo perfectamente a la descripción de Laplace.
La hipótesis nebular mantuvo su validez durante la mayor parte del siglo XIX. Pero
antes de que éste finalizara empezó a mostrar puntos débiles. En 1859, James Clerk
Maxwell, al analizar de forma matemática los anillos de Saturno, llegó a la conclusión
de que un anillo de materia gaseosa lanzado por cualquier cuerpo podría condensarse
sólo en una acumulación de pequeñas partículas, que formarían tales anillos, pero que
nunca podría formar un cuerpo sólido, porque las fuerzas gravitatorias fragmentarían
el anillo antes de que se materializara su condensación.
También surgió el problema del momento angular. Se trataba de que los planetas, que
constituían sólo algo más del 0,1% de la masa del Sistema Solar, ¡contenían, sin
embargo, el 98% de su momento angular! En otras palabras: el Sol retenía
únicamente una pequeña fracción del momento angular de la nube original.
¿Cómo fue transferida la casi totalidad del momento angular a los pequeños anillos
formados a partir de la nebulosa? El problema se complica al comprobar que, en el
caso de Júpiter y Saturno, cuyos sistemas de satélites les dan el aspecto de sistemas
solares en miniatura y que han sido, presumiblemente, formados de la misma manera,
el cuerpo planetario central retiene la mayor parte del momento angular.
A partir de 1900 perdió tanta fuerza la hipótesis nebular, que la idea de cualquier
proceso evolutivo pareció desacreditada para siempre. El escenario estaba listo para la
resurrección de una teoría catastrófica. En 1905, dos sabios americanos, Thomas
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Chrowder Chamberlin y Forest Ray Moulton, propusieron una nueva, que explicaba el
origen de los planetas como el resultado de una cuasicolisión entre nuestro Sol y otra
estrella. Este encuentro habría arrancado materia gaseosa de ambos soles, y las nubes
de material abandonadas en la vecindad de nuestro Sol se habrían condensado luego
en pequeños «planetesimales», y éstos, a su vez, en planetas. Ésta es la «hipótesis
planetesimal». Respecto al problema del momento angular, los científicos británicos
James Hopwood Jeans y Harold Jeffreys propusieron, en 1918, una «hipótesis de
manera», sugiriendo que la atracción gravitatoria del Sol que pasó junto al nuestro
habría comunicado a las masas de gas una especie de impulso lateral (dándoles
«efecto», por así decirlo), motivo por el cual les habría impartido un momento angular.
Si tal teoría catastrófica era cierta, podía suponerse que los sistemas planetarios tenían
que ser muy escasos. Las estrellas se hallan tan ampliamente espaciadas en el
Universo, que las colisiones estelares son 10.000 veces menos comunes que las de las
supernovas, las cuales, por otra parte, no son, en realidad, muy frecuentes. Según se
calcula, en la vida de la Galaxia sólo ha habido tiempo para diez encuentros del tipo
que podría generar sistemas solares con arreglo a dicha teoría.
Sin embargo, fracasaron estos intentos iniciales para asignar un papel a las
catástrofes, al ser sometidos a la comprobación de los análisis matemáticos. Russell
demostró que en cualquiera de estas cuasicolisiones, los planetas deberían de haber
quedado situados miles de veces más lejos del Sol de lo que están en realidad. Por
otra parte, tuvieron poco éxito los intentos de salvar la teoría imaginando una serie de
colisiones reales, más que de cuasicolisiones. Durante la década iniciada en 1930,
Lyttleton especuló acerca de la posibilidad de una colisión entre tres estrellas, y,
posteriormente, Hoyle sugirió que el Sol había tenido un compañero, que se
transformó en supernova y dejó a los planetas como último legado. Sin embargo, en
1939, el astrónomo americano Lyman Spitzer demostró que un material proyectado a
partir del Sol, en cualquier circunstancia, tendría una temperatura tan elevada que no
se condensaría en planetesimales, sino que se expandiría en forma de un gas tenue.
Aquello pareció acabar con toda la idea de catástrofe. (A pesar de ello, en 1965, un
astrónomo británico, M. M. Woolfson, volvió a insistir en el tema, sugiriendo que el Sol
podría haber arrojado su material planetario a partir de una estrella fría, muy difusa,
de forma que no tendrían que haber intervenido necesariamente temperaturas
extremas.)
Y, así, una vez se hubo acabado con la teoría planetesimal, los astrónomos volvieron a
las ideas evolutivas y reconsideraron la hipótesis nebular de Laplace.
Por entonces se había ampliado enormemente su visión del Universo. La nueva
cuestión que se les planteaba era la de la formación de las galaxias, las cuales
necesitaban, naturalmente, mayores nubes de gas y polvo que las supuestas por
Laplace como origen del Sistema Solar. Y resultaba claro que tan enormes conjuntos
de materia experimentarían turbulencias y se dividirían en remolinos, cada uno de los
cuales podría condensarse en un sistema distinto.
En 1944, el astrónomo alemán Cari F. von Weizsácker llevó a cabo un detenido análisis
de esta idea. Calculó que en los remolinos mayores habría la materia suficiente como
para formar galaxias. Durante la turbulenta contracción de cada remolino se
generarían remolinos menores, cada uno de ellos lo bastante grande como para
originar un sistema solar (con uno o más soles). En los límites de nuestro remolino
solar, esos remolinos menores podrían generar los planetas. Así, en las uniones en las
que se encontraban estos remolinos, moviéndose unos contra otros como engranajes
de un cambio de marchas, se formarían partículas de polvo que colisionarían y se
fundirían, primero los planetesimales y luego los planetas (fig. 3.2).
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La teoría de Weizsácker no resolvió por sí sola los interrogantes sobre el momento
angular de los planetas, ni aportó más aclaraciones que la versión, mucho más simple,
de Laplace. El astrofísico sueco Hannes Alfven incluyó en sus cálculos el campo
magnético del Sol. Cuando el joven Sol giraba rápidamente, su campo magnético
actuaba como un freno moderador de ese movimiento, y entonces se transmitiría a los
planetas el momento angular. Tomando como base dicho concepto, Hoyle elaboró la
teoría de Weizsácker de tal forma, que ésta —una vez modificada para incluir las
fuerzas magnéticas y gravitatorias— sigue siendo, al parecer, la que mejor explica el
origen del Sistema Solar.
EL SOL
El Sol es claramente la fuente de luz, de calor y de la vida misma de la Tierra, y desde
la Humanidad prehistórica se le ha deificado. El faraón Ijnatón, que ascendió al trono
egipcio en el año 1379 a. de J. C., y que fue el primer monoteísta que conocemos,
consideraba al Sol como un dios. En los tiempos medievales, el Sol era el símbolo de la
perfección y, aunque no considerado en sí mismo como un dios, ciertamente se le
tomaba como la representación de la perfección del Todopoderoso.
Los antiguos griegos fueron los primeros en conseguir una noción de su distancia y las
observaciones de Aristarco mostraron que debía de encontrarse a varios millones de
kilómetros de distancia, por lo menos y, además, a juzgar por su tamaño aparente,
debía de ser mucho mayor que la Tierra. Sin embargo, su solo tamaño no era
impresionante por sí mismo, dado que resultaba difícil suponer que el Sol era
meramente una enorme esfera de luz insustancial.
No fue hasta la época de Newton cuando se hizo obvio que el Sol no sólo tenía que ser
más grande, sino también mucho más masivo que la Tierra, y que la Tierra órbita
alrededor del Sol precisamente a causa de que la primera se ve atrapada en el intenso
campo gravitatorio de este último. Sabemos ahora que el Sol se encuentra a unos
150.000.000 de kilómetros de distancia de la Tierra y que su diámetro es de 1.500.000
kilómetros, o 110 veces el diámetro de la Tierra. Su masa es 330.000 veces mayor que
la de la Tierra y asimismo equivale a 745 veces el material de todos los planetas
unidos. En otras palabras, el Sol contiene más o menos el 99,56% de toda la materia
del Sistema Solar y es abrumadoramente su miembro número uno.
Sin embargo, no debemos permitirnos que este enorme tamaño nos impresione en
demasía. Ciertamente, no es un cuerpo perfecto, si por perfección queremos decir
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(como los intelectuales medievales hicieron) que es uniformemente brillante e
inmaculado.
Hacia finales de 1610, Galileo empleó su telescopio para observar el Sol durante la
neblina de su ocaso y vio unas manchas oscuras en el disco del Sol de cada día. Al
observar la firme progresión de las manchas a través de la superficie del Sol y su
escoramiento cuando se aproximan a los bordes, decidió que formaban parte de la
superficie solar, y que el Sol giraba sobre su eje en un poco más de veinticinco días
terrestres.
Naturalmente, los descubrimientos de Galileo encontraron considerable oposición,
puesto que, según el punto de vista antiguo, parecían blasfemos. Un astrónomo
alemán, Cristoph Scheiner, que también había observado las manchas, sugirió que no
constituían parte del Sol, sino que se trataba de pequeños cuerpos que orbitaban en
torno del astro y que formaban sombras contra su brillante disco. Sin embargo, Galileo
ganó en este debate.
En 1774, un astrónomo escocés, Alexander Wilson, notó una mancha solar más grande
cerca del borde del Sol, cuando se le miraba de lado, con un aspecto cóncavo, como si
se tratase de un cráter situado en el Sol. Este punto fue seguido en 1795 por Herschel,
que sugirió que el astro era un cuerpo oscuro y frío, con una flameante capa de gases
a todo su alrededor. Según este punto de vista, las manchas eran agujeros a través de
los cuales podía verse el cuerpo frío que se encontraba debajo. Herschel especuló
respecto de que el cuerpo frío podía incluso estar habitado por seres vivos. (Nótese
cómo hasta los científicos más brillantes pueden llegar a atrevidas sugerencias que
parecen razonables a la luz de los conocimientos de la época, pero que llegan a
convertirse en equivocaciones del todo ridiculas cuando se acumulan posteriores
evidencias acerca del mismo tema.)
En realidad, las manchas solares no son negras. Se trata de zonas de la superficie
solar que están más frías que el resto, y que parecen oscuras en comparación. No
obstante, cuando Mercurio o Venus se mueven entre nosotros y el Sol, cada uno de
ellos se proyecta sobre el disco solar como un pequeño y auténtico círculo negro, y si
ese círculo se mueve cerca de una mancha solar, se puede ver que la mancha no es
verdaderamente negra.
Sin embargo, incluso las nociones totalmente equivocadas pueden llegar a ser útiles,
puesto que la idea de Herschel ha servido para aumentar el interés acerca de las
manchas solares.
No obstante, el auténtico descubrimiento llegó con un farmacéutico alemán, Heinrich
Samuel Schwabe, cuya afición la constituía la astronomía. Dado que trabajaba durante
todo el día, no podía pasarse toda la noche sentado contemplando las estrellas. Se
decidió más bien por una tarea que pudiese hacer durante el día y decidió observar el
disco solar y mirar los planetas cercanos al Sol que pudiesen demostrar su existencia
al cruzar por delante del astro.
En 1825, empezó a observar el Sol, y no pudo dejar de notar las manchas solares. Al
cabo de algún tiempo, se olvidó de los planetas y comenzó a bosquejar las manchas
solares, que cambiaban de posición y de forma de un día al siguiente. Pasó no menos
de diecisiete años observando el Sol todos los días que no fuesen por completo
nubosos.
En 1843, fue capaz de anunciar que las manchas solares no aparecían por completo al
azar, que existía un ciclo. Año tras año, había más y más manchas solares hasta que
se alcanzaba un ápice. Luego el número declinaba hasta que casi no había ninguna; a
continuación, comenzaba un nuevo ciclo. Sabemos ahora que el ciclo es algo irregular,
pero que, de promedio, dura once años. El anuncio de Schwabe fue ignorado (a fin de
cuentas se trataba sólo de un farmacéutico), hasta que el famoso científico Alexander
von Humboldt mencionó el ciclo en 1851 en su libro Kosmos, una gran revisión acerca
de la Ciencia.
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En aquel tiempo, el astrónomo germanoescocés, Johann von Lamont, se encontraba
midiendo la intensidad del campo magnético de la Tierra, y descubrió que ascendía y
descendía de una forma regular. En 1852, un físico británico, Edward Sabine, señaló
que este ciclo se acompasaba con el ciclo de las manchas solares. De esta forma se vio
que las manchas solares afectaban a la Tierra, y comenzaron a ser estudiadas con
intenso interés. A cada año se le dio un número de manchas solares Zürích, según una
fórmula que se elaboró por primera vez en 1849 por un astrónomo suizo, Rudolf Wolf,
que trabajaba en Zürich. (Fue el primero en señalar que la incidencia de auroras
también aumentaba y disminuía según la época del ciclo de las manchas solares.)
Las manchas solares parecían conectadas con el campo magnético del Sol y aparecían
en el punto de emergencia de las líneas de fuerza magnéticas. En 1908, tres siglos
después del descubrimiento de las solares, G. E. Hale detectó un fuerte campo
magnético asociado con las manchas solares. El porqué el campo magnético del Sol se
porta como lo hace, emergiendo de la superficie en raros momentos y lugares,
aumentando y disminuyendo la intensidad en unos en cierto modo ciclos irregulares,
es algo que aún continúa perteneciendo a los rompecabezas solares que hasta ahora
han desafiado encontrar la correspondiente solución.
En 1893, el astrónomo inglés Edward Walter Maunder estaba comprobando unos
primeros informes, con objeto de establecer los datos del ciclo de manchas solares en
el primer siglo después del descubrimiento de Galileo. Quedó asombrado al descubrir
que, virtualmente, no existían informes acerca de las manchas solares entre los años
1643 y 1715. Astrónomos importantes, como Cassini, también los buscaron y
comentaron su fracaso para descubrir alguno. Maunder publicó sus hallazgos en 1894,
y de nuevo en 1922, pero no se prestó la mayor atención a sus trabajos. El ciclo de
manchas solares se encontraba tan bien establecido que parecía increíble que pudiese
existir un período de siete décadas en el que difícilmente había aparecido.
En la década de los años 1970, el astrónomo John A. Eddy consiguió dar con este
informe, y al verificarlo, descubrió lo que llegaría a llamarse un mínimo de Maunder.
No sólo repitió las investigaciones de Maunder, sino que investigó los informes de
avistamientos con el ojo desnudo de manchas solares particularmente grandes desde
numerosas regiones, incluyendo el Lejano Oriente, datos que no habían estado
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