sido sólida durante más de unos pocos millones de años, en tanto que los geólogos y
biólogos demostraban —de forma también concluyente— que tenía que haber sido
sólida por lo menos durante unos mil millones de años.
Luego surgió algo nuevo y totalmente inesperado, que destrozó las hipótesis de los
físicos.
En 1896, el descubrimiento de la radiactividad reveló claramente que el uranio y otras
sustancias radiactivas de la Tierra liberaban grandes cantidades de energía, y que lo
habían venido haciendo durante mucho tiempo. Este hallazgo invalidaba los cálculos de
Kelvin, como señaló, en 1904, el físico británico, de origen neozelandés, Ernest
Rutherford, en una conferencia, a la que asistió el propio Kelvin, ya anciano, y que se
mostró en desacuerdo con dicha teoría.
Carece de objeto intentar determinar cuánto tiempo ha necesitado la Tierra para
enfriarse, si no se tiene en cuenta, al mismo tiempo, el hecho de que las sustancias
radiactivas le aportan calor constantemente. Al intervenir este nuevo factor, se había
de considerar que la Tierra podría haber precisado miles de millones de años, en lugar
de millones, para enfriarse, a partir de la masa fundida, hasta la temperatura actual.
Incluso sería posible que fuera aumentando con el tiempo la temperatura de la Tierra.
La radiactividad aportaba la prueba más concluyente de la edad de la Tierra, ya que
permitía a los geólogos y geoquímicos calcular directamente la edad de las rocas a
partir de la cantidad de uranio y plomo que contenían. Gracias al «cronómetro» de la
radiactividad, hoy sabemos que algunas de las rocas de la Tierra tienen,
aproximadamente, 3.000 millones de años, y hay muchas razones para creer que la
antigüedad de la Tierra es aún algo mayor. En la actualidad se acepta como muy
probable una edad para el planeta, de 4,7 mil millones de años. Algunas de las rocas
traídas de la Luna por los astronautas americanos han resultado tener la misma edad.
El Sol y el Sistema Solar
Y, ¿qué ocurre con el Sol? La radiactividad, junto con los descubrimientos relativos al
núcleo atómico, introdujeron una nueva fuente de energía, mucho mayor que cualquier
otra conocida antes. En 1930, el físico británico Sir Arthur Eddington introdujo una
nueva forma de pensar al sugerir que la temperatura y la presión en el centro del Sol
debían de ser extraordinariamente elevadas: la temperatura quizá fuera de unos 15
millones de grados. En tales condiciones, los núcleos de los átomos deberían
experimentar reacciones tremendas, inconcebibles, por otra parte, en la suave
moderación del ambiente terrestre. Se sabe que el Sol está constituido, sobre todo,
por hidrógeno. Si se combinaran 4 núcleos de hidrógeno (para formar un átomo de
helio), se liberarían enormes cantidades de energía.
Posteriormente (en 1938), el físico americano, de origen alemán, Hans Albrecht Bethe,
elaboró las posibles vías por las que podría producirse esta combinación del hidrógeno
para formar helio. Para ello existían dos procesos, contando siempre con las
condiciones imperantes en el centro de estrellas similares al Sol. Uno implicaba la
conversión directa del hidrógeno en helio; el otro involucraba un átomo de carbono
como intermediario en el proceso. Cualquiera de las dos series de reacciones pueden
producirse en las estrellas; en nuestro propio Sol, el mecanismo dominante parece ser
la conversión directa del hidrógeno. Cualquiera de estos procesos determina la
conversión de la masa en energía. (Einstein, en su Teoría especial de la relatividad,
había demostrado que la masa y la energía eran aspectos distintos de la misma cosa, y
podían transformarse la una en la otra; además, demostró que podía liberarse una
gran cantidad de energía mediante la conversión de una pequeña cantidad de masa.)
La velocidad de radiación de energía por el Sol implica la desaparición de determinada
masa solar a una velocidad de 4,2 millones de toneladas por segundo. A primera vista,
esto parece una pérdida formidable; pero la masa total del Sol es de
2.200.000.000.000.000.000.000.000.000 de toneladas, de tal modo que nuestro astro
37
pierde, por segundo, solamente 0,00000000000000000002 % de su masa.
Suponiendo que la edad del Sol sea de 6 mil millones de años, tal como creen hoy los
astrónomos y que haya emitido energía a la velocidad actual durante todo este lapso
de tiempo, habrá perdido sólo un 1/40.000 de su masa. De ello se desprende
fácilmente que el Sol puede seguir emitiendo aún energía, a su velocidad actual,
durante unos cuantos miles de millones de años más.
Por tanto, en 1940 parecía razonable calcular, para el Sistema Solar como conjunto,
unos 6.000 millones de años. Con ello parecía resuelta la cuestión concerniente a la
edad del Universo; pero los astrónomos aportaron hechos que sugerían lo contrario. En
efecto, la edad asignada al Universo, globalmente considerado, resultaba demasiado
corta en relación con la establecida para el Sistema Solar. El problema surgió al ser
examinadas por los astrónomos las galaxias distantes y plantearse el fenómeno
descubierto en 1842 por un físico austríaco llamado Christian Johann Doppler.
El efecto Doppler es bien conocido. Suele ilustrarse con el ejemplo del silbido de una
locomotora cuyo tono aumenta cuando se acerca a nosotros y, en cambio, disminuye
al alejarse. Esta variación en el tono se debe, simplemente, al hecho de que el número
de ondas sonoras por segundo que chocan contra el tímpano varía a causa del
movimiento de su mente de origen.
Como sugirió su descubridor, el efecto Doppler se aplica tanto a las ondas luminosas
como a las sonoras. Cuando alcanza el ojo la luz que procede de una fuente de origen
en movimiento, se produce una variación en la frecuencia —es decir, en el color— si tal
fuente se mueve a la suficiente velocidad. Por ejemplo, si la fuente luminosa se dirige
hacia nosotros, nos llega mayor número de ondas de luz por segundo, y ésta se
desplaza hacia el extremo violeta, de más elevada frecuencia, del espectro visible. Por
otra parte, si se aleja la fuente de origen, llegan menos ondas por segundo, y la luz se
desplaza hacia el extremo rojo, de baja frecuencia, del espectro.
Los astrónomos habían estudiado durante mucho tiempo los espectros de las estrellas
y estaban muy familiarizados con la imagen normal, secuencia de líneas brillantes
sobre un fondo oscuro o de líneas negras sobre un fondo brillante, que revelaba la
emisión o la absorción de luz por los átomos a ciertas longitudes de ondas o colores.
Lograron calcular la velocidad de las estrellas que se acercaban o se alejaban de
nosotros (es decir, la velocidad radial), al determinar el desplazamiento de las líneas
espectrales usuales hacia el extremo violeta o rojo del espectro.
El físico francés Armand-Hippolyte-Louis Fizeau fue quien, en 1848, señaló que el
efecto Doppler en la luz podía observarse mejor anotando la posición de las líneas
espectrales. Por esta razón, el efecto Doppler se denomina «efecto Doppler-Fizeau»
cuando se aplica a la luz (fig. 2.4).
38
El efecto Doppler-Fizeau se ha empleado con distintas finalidades. En nuestro Sistema
Solar se ha utilizado para demostrar de una nueva forma la rotación del Sol. Las líneas
espectrales que se originan a partir de los bordes de la corona solar y se dirigen hacia
nosotros en el curso de su vibración, se desplazan hacia el violeta («desplazamiento
violeta»). Las líneas del otro borde mostrarían un «desplazamiento hacia el rojo», ya
que esta parte se alejaría de nosotros.
En realidad, el movimiento de las manchas del Sol permite detectar y medir la rotación
solar de forma más adecuada (rotación que tiene un período aproximado de 25 días
con relación a las estrellas). Este efecto puede usarse también para determinar la
rotación de objetos sin caracteres llamativos, tales como los anillos de Saturno.
El efecto Doppler-Fizeau se emplea para observar objetos situados a cualquier
distancia, siempre que éstos den un espectro que pueda ser estudiado. Por tanto, sus
mejores resultados se han obtenido en relación con las estrellas.
En 1868, el astrónomo británico Sir William Huggins midió la velocidad radial de Sirio y
anunció que éste se movía alejándose de nosotros a 46 km/seg. (Aunque hoy
disponemos de mejores datos, lo cierto es que se acercó mucho a la realidad en su
primer intento.) Hacia 1890, el astrónomo americano James Edward Keeler, con ayuda
de instrumentos perfeccionados, obtuvo resultados cuantitativos más fidedignos; por
ejemplo, demostró que Arturo se acercaba a nosotros a la velocidad aproximada de 6
km/seg.
El efecto podía utilizarse también para determinar la existencia de sistemas estelares
cuyos detalles no pudieran detectarse con el telescopio. Por ejemplo, en 1782 un
astrónomo inglés, John Goodricke (sordomudo que murió a los 22 años de edad; en
realidad un gran cerebro en un cuerpo trágicamente defectuoso), estudió la estrella
Algol, cuyo brillo aumenta y disminuye regularmente. Para explicar este fenómeno,
Goodricke emitió la hipótesis de que un compañero opaco giraba en torno a Algol. De
forma periódica, el enigmático compañero pasaba por delante de Algol, eclipsándolo Y
amortiguando la intensidad de la luz.
Transcurrió un siglo antes de que esta plausible hipótesis fuera confirmada por otras
pruebas. En 1889, el astrónomo alemán Hermann Cari Vogel demostró que las líneas
del espectro de Algol se desplazaban alternativamente hacia el rojo Y el violeta,
siguiendo un comportamiento paralelo al aumento y disminución de su brillo. Las líneas
retrocedían cuando se acercaba el invisible compañero, para acercarsecuando éste
retrocedía. Algol era, pues, una «estrella binaria que se eclipsaba».
En 1890, Vogel realizó un descubrimiento similar, de carácter más general. Comprobó
que algunas estrellas efectuaban movimiento de avance y retroceso. Es decir, las
líneas espectrales experimentaban un desplazamiento hacia el rojo y otro hacia el
violeta, como si se duplicaran. Vogel interpretó este fenómeno como revelador de que
la estrella constituía un sistema estelar binario, cuyos dos componentes (ambos
brillantes) se eclipsaban mutuamente y se hallaban tan próximos entre sí, que
aparecían como una sola estrella, aunque se observaran con los mejores telescopios.
Tales estrellas son «binarias espectroscópicas».
Pero no había que restringir la aplicación del efecto Doppler-Fizeau a las estrellas de
nuestra Galaxia. Estos objetos podían estudiarse también más allá de la Vía Láctea.
Así, en 1912, el astrónomo americano Vesto Melvin Slipher, al medir la velocidad radial
de la galaxia de Andrómeda, descubrió que se movía en dirección a nosotros
aproximadamente a la velocidad de 200 km/seg. Pero al examinar otras galaxias
descubrió que la mayor parte de ellas se alejaban de nosotros. Hacia 1914, Slipher
había obtenido datos sobre un total de 15 galaxias; de éstas, 13 se alejaban de
nosotros, todas ellas a la notable velocidad de varios centenares de kilómetros por
segundo.
Al proseguir la investigación en este sentido, la situación fue definiéndose cada vez
más. Excepto algunas de las galaxias más próximas, todas las demás se alejaban de
nosotros. Y a medida que mejoraron las técnicas y pudieron estudiarse galaxias más
39
tenues y distantes de nosotros, se descubrió en ellas un progresivo corrimiento hacia
el rojo.
En 1929, Hubble, astrónomo del Monte Wilson, sugirió que estas velocidades de
alejamiento aumentaban en proporción directa a la distancia a que se hallaba la
correspondiente galaxia. Si la galaxia A estaba dos veces más distante de nosotros que
la B, la A se alejaba a una velocidad dos veces superior a la de la B. Esto se llama a
veces «ley de Hubble».
Esta ley fue confirmada por una serie de observaciones. Así, en 1929, Milton La Salle
Humason, en el Monte Wilson, utilizó el telescopio de 100 pulgadas para obtener
espectros de galaxias cada vez más tenues. Las más distantes que pudo observar se
alejaban de nosotros a la velocidad de 40.000 km/seg. Cuando empezó a utilizarse el
telescopio de 200 pulgadas, pudieron estudiarse galaxias todavía más lejanas, y, así,
hacia 1960 se detectaron ya cuerpos tan distantes, que sus velocidades de alejamiento
llegaban a los 225.000 km/seg.
¿A qué se debía esto? Supongamos que tenemos un globo con pequeñas manchas
pintadas en su superficie. Es evidente que si lo inflamos, las manchas se separarán. Si
en una de las manchas hubiera un ser diminuto, éste, al inflar el globo, vería cómo
todas las restantes manchas se alejaban de él, y cuanto más distantes estuvieran las
manchas, tanto más rápidamente se alejarían. Y esto ocurriría con independencia de la
misma mancha sobre la cual se hallara el ser imaginario. El efecto sería el mismo.
Las galaxias se comportan como si el Universo se inflara igual que nuestro globo. Los
astrónomos aceptan hoy de manera general el hecho de esta expansión, y las
«ecuaciones de campo» de Einstein en su Teoría general de la relatividad pueden
construirse de forma que concuerden con la idea de un Universo en expansión.
La «gran explosión» («BigBang»)
Si el Universo ha estado expandiéndose constantemente, resulta lógico suponer que
fue más pequeño en el pasado que en la actualidad y que, en algún momento de ese
distante pasado, comenzó como un denso núcleo de materia.
El primero en señalar esta posibilidad, en 1922, fue el matemático ruso Alexadr
Alexándrovich Friedmann. La prueba de las galaxias en retroceso aún no había sido
presentada por Hubble y Friedmann trabajaba enteramente desde un punto de vista
teórico, empleando las ecuaciones de Einstein. Sin embargo, Friedmann murió de
fiebre tifoidea tres años después, a la edad de treinta y siete años, y su trabajo fue
poco conocido.
En 1927, el astrónomo belga, Georges Lemaitre, al parecer sin conocimiento de los
trabajos de Friedmann, elaboró un esquema similar del universo en expansión. Y, dado
que se estaba expansionando, debió existir un momento en el pasado en que sería
muy pequeño y tan denso como ello fuese factible. Lemaitre llamó a este estado huevo
cósmico. Según las ecuaciones de Einstein, el Universo no podía encontrarse más que
en expansión y, dada su enorme densidad, la expansión habría tenido lugar con una
violencia superexplosiva. Las galaxias de hoy son los fragmentos del huevo cósmico, y
su recesión mutua el eco de aquella explosión en un lejano pasado.
Los trabajos de Lemaitre también pasaron inadvertidos hasta que fueron puestos a la
atención general por el más famoso astrónomo inglés, Arthur Stanley Eddington.
Sin embargo, fue el físico rusonorteamericano George Gamow quien, en la década de
los años 1930 y 1940, popularizó verdaderamente esta noción del inicio explosivo del
Universo. A esta explosión inicial la denominó big bang (la «gran explosión»), nombre
por el que ha sido conocido en todas partes desde entonces.
Pero nadie quedó satisfecho con eso del big bang como forma de comenzar el Universo
en expansión. En 1948, dos astrónomos de origen austríaco, Hermann Bond y Thomas
Gold, lanzaron una teoría —más tarde extendida y popularizada por un astrónomo
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británico, Fred Hoyle—, que aceptaba el Universo en expansión pero negaba que
hubiese tenido lugar un big bang. A medida que las galaxias se separaban, nuevas
galaxias se formaban entre ellas, con una materia que se creaba de la nada en una
proporción demasiado lenta para ser detectada con las técnicas actuales. El resultado
es que el Universo sigue siendo esencialmente el mismo a través de toda la eternidad.
Ha tenido un aspecto como el actual a través de innúmeros eones en el pasado, y
tendrá el aspecto de ahora mismo a través de incontables eones en el futuro, por lo
que no existe ni un principio ni un fin. Esta teoría hace mención a una creación
continua y tiene como resultado un universo de un estado estacionario.
Durante más de una década, la controversia entre el big bang y la creación continua
prosiguió acaloradamente, pero no existía en realidad ninguna prueba que forzase a
inclinarse por una u otra teoría.
En 1949, Gamow apuntó que, si el big bang había tenido lugar, la radiación que la
acompañaría habría perdido energía a medida que el Universo se expansionaba, y
debería existir ahora en la forma de emisión de radioondas procedente de todas las
partes del firmamento como una homogénea radiación de fondo. La radiación debería
ser característica de objetos a una temperatura de 5° K (es decir 5 grados por encima
del cero absoluto, o -268° C). Este punto de vista fue llevado más lejos por el físico
norteamericano Robert Henry Dicke.
En mayo de 1964, el físico germanonorteamericano Arno Alian Penzias y el
radioastrónomo norteamericano Robert Woodrow Wilson, siguiendo el consejo de
Dicke, detectaron una radiación de fondo con características muy parecidas a las
predichas por Gamow. Indicaba una temperatura media del Universo de 3° K.
El descubrimiento de ese fondo de ondas radio es considerado por la mayoría de los
astrónomos una prueba concluyente en favor de la teoría del gran estallido. Se acepta
ahora, por lo general, que el big bang tuvo lugar, y la noción de creación continua ha
sido abandonada.
¿Y cuándo ocurrió el big bang?
Gracias al fácilmente medible corrimiento hacia el rojo, sabemos con considerable
certeza el índice según el cual las galaxias están retrocediendo. Necesitamos conocer
asimismo la distancia de las galaxias. Cuanto mayor sea la distancia, más les habrá
costado el llegar a su posición actual como resultado del índice de recesión. Sin
embargo, no resulta fácil determinar la distancia.
Una cifra que se acepta por lo general como aproximadamente correcta, es la de 15
mil millones de años. Si un eón equivale a mil millones de años, en ese caso el gran
estallido tuvo lugar hace 15 eones, aunque, posiblemente, también pudo tener lugar
tan recientemente como hace 10 eones, o tan alejado como hace 20 eones.
¿Qué sucedió antes del big bang? ¿De dónde procedía el huevo cósmico?
Algunos astrónomos especulan respecto a que, en realidad, el Universo comenzó como
un gas muy tenue que, lentamente, se condensó, formando tal vez estrellas y galaxias,
y que continuó contrayéndose hasta constituir un huevo cósmico tras un colapso
gravitatorio. La formación del huevo cósmico fue seguida instantáneamente por su
explosión en un big bang, formando de nuevo estrellas y galaxias, pero ahora se
expansiona hasta que algún día se convertirá de nuevo en un tenue gas.
Es posible que, si miramos hacia el futuro, el Universo continuará expandiéndose para
siempre, haciéndose cada vez más y más tenue, con una densidad conjunta cada vez
más y más pequeña, aproximándose más y más a un vacío absoluto. Y que si miramos
hacia el pasado, más allá de la gran explosión, e imaginamos el tiempo retrocediendo
hacia atrás, una vez más el Universo se considerará como expandiéndose para siempre
y aproximándose a un vacío.
Semejante asunto de «en un tiempo dentro, en otro tiempo fuera», con nosotros
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mismos ocupando ahora un lugar lo suficientemente cerca al big bang para que la vida
sea posible (pues, en caso contrario, no estaríamos aquí para observar el Universo e
intentar extraer conclusiones), es lo que se denomina un Universo abierto.
Dando esto por sentado, es posible que, en un mar infinito de la nada, un número
infinito de big bangs tengan lugar en diferentes momentos, y que el nuestro no sea
más que uno del número infinito de Universos, cada uno de ellos con su propia masa,
su propio punto de desarrollo y, por cuanto sabemos, con su propia serie de leyes
naturales. Es posible que sólo una muy rara combinación de leyes naturales haga
posible las estrellas, la galaxia, y la vida, y que nos hallemos en una de tales
situaciones inusuales, sólo porque no podríamos estar en otra.
Huelga decir que no existen aún pruebas de la aparición de un huevo cósmico de la
nada o por multiplicación de universos, y tal vez nunca llegue a haberla. Sin embargo,
se trataría de un duro mundo si a los científicos no se les permitiese especular
poéticamente ante la ausencia de pruebas.
Y a propósito: ¿podemos estar seguros de que el Universo se expandirá infinitamente?
Se está expansionando contra el impulso de su propia gravedad, y la gravedad puede
ser suficiente para enlentecer el índice de recesión hasta cero e incluso llegado el caso,
imponerse una contracción. El Universo pude expansionarse y luego contraerse en un
gran colapso y desaparecer de nuevo en la nada, o expansionarse de nuevo en un
salto y luego, algún día, contraerse otra vez en una interminable serie de oscilaciones.
De una forma u otra, tenemos un Universo cerrado.
Aún no es posible decidirse acerca de si el Universo es cerrado o abierto, y volveré
más adelante en otro capítulo a tratar esta materia.
MUERTE DEL SOL
Que el Universo esté evolucionando o se halle en un estado estacionario, es algo que
no afecta directamente a las galaxias ni a los cúmulos de galaxias en sí. Aun cuando
las galaxias se alejen cada vez más hasta quedar fuera del alcance visual de los
mejores instrumentos, nuestra propia Galaxia permanecerá intacta, y sus estrellas se
mantendrán firmemente dentro de su campo gravitatorio. Tampoco nos abandonarán
las otras galaxias del cúmulo local. Pero no se excluye la posibilidad de que se
produzcan en nuestra Galaxia cambios desastrosos para nuestro planeta y la vida en el
mismo.
Todas las teorías acerca de los cambios en los cuerpos celestes son modernas. Los
filósofos griegos de la Antigüedad, en particular Aristóteles, consideraban que los cielos
eran perfectos e inalterables. Cualquier cambio, corrupción y degradación se hallaban
limitados a las regiones imperfectas situadas bajo la esfera más próxima, o sea, la
Luna. Esto parecía algo de simple sentido común, ya que, a través de los siglos y las
generaciones, jamás se produjeron cambios importantes en los cielos. Es cierto que los
surcaban los misteriosos cometas, que ocasionalmente se materializaban en algún
punto del espacio y que, errantes en sus idas y venidas, mostrábanse fantasmagóricos
al revestir a las estrellas de un delicado velo y eran funestos en su aspecto, pues la
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