«ley masa-brillo». En esta relación, la luminosidad varía con la sexta o séptima
potencia de la masa. Si ésta aumenta tres veces, la luminosidad aumenta en la sexta o
séptima potencia de 3, es decir, unas 750 veces.
Se sigue de ello que las estrellas de gran masa consumen rápidamente su combustible
hidrógeno y tienen una vida más corta. Nuestro Sol posee el hidrógeno suficiente para
muchos miles de millones de años, siempre que mantenga su ritmo actual de
irradiación. Una estrella brillante como Capella se consumirá en unos 20 millones de
años, y algunas de las estrellas más brillantes —por ejemplo, Rigel—, posiblemente no
durarán más de 1 o 2 millones de años. Esto significa que las estrellas muy brillantes
deben de ser muy jóvenes. Quizás en este momento se estén formando nuevas
estrellas en regiones del espacio en que hay suficiente polvo para proporcionar la
materia prima necesaria.
El astrónomo americano George Herbig detectó, en 1955, dos estrellas en el polvo de
la nebulosa de Orion, que no erarí visibles en las fotografías de la región tomadas
algunos años antes. Podría tratarse muy bien de estrellas que nacían cuando las
observábamos.
Allá por 1965 se localizaron centenares de estrellas tan frías, que no tenían brillo
alguno. Se detectaron mediante la radiación infrarroja, y, en consecuencia, se las
denominó «gigantes infrarrojos», ya que están compuestas por grandes cantidades de
materia rarificada. Se cree que se trata de masas de polvo y gas que crecen juntas y
cuya temperatura aumenta gradualmente. A su debido tiempo adquieren el calor
suficiente para brillar.
El paso siguiente en el estudio de la evolución estelar procedió del análisis de las
estrellas en los cúmulos globulares. Todas las estrellas de un cúmulo se encuentran
aproximadamente a la misma distancia de nosotros, de forma que su magnitud
aparente es proporcional a su magnitud absoluta (como en el caso de las cefeidas en
las Nubes de Magallanes). Por tanto, como quiera que se conoce su magnitud, puede
elaborarse un diagrama H-R de estas estrellas. Se ha descubierto que las estrellas más
frías (que queman lentamente su hidrógeno) se localizan en la secuencia principal,
mientras que las más calientes tienden a separarse de ella. De acuerdo con su elevada
velocidad de combustión y con su rápido envejecimiento, siguen una línea definida,
que muestra diversas fases de evolución, primero, hacia las gigantes rojas, y luego, en
sentido opuesto, y a través de la secuencia Principal, de forma descendente, hacia las
enanas blancas.
A partir de esto y de ciertas consideraciones teóricas sobre la forma en que las
partículas subatómicas pueden combinarse a ciertas temperaturas y presiones
elevadas, Fred Hoyle ha trazado una imagen detallada del curso de la evolución de una
estrella. Según este astrónomo, en sus fases iniciales, una estrella cambia muy poco
de tamaño o temperatura. (Ésta es, actualmente, la posición de nuestro Sol, y en ella
seguirá durante mucho tiempo.) Cuando en su interior, en que se desarrolla una
elevadísima temperatura, convierte el hidrógeno en helio, éste se acumula en el centro
de la estrella. Y al alcanzar cierta entidad este núcleo de helio, la estrella empieza a
variar de tamaño y temperatura de forma espectacular. Se hace más fría y se expande
enormemente. En otras palabras: abandona la secuencia principal y se mueve en
dirección a las gigantes rojas. Cuanto mayor es la masa de la estrella, tanto más
rápidamente llega a este punto. En los cúmulos globulares, las de mayor masa ya han
avanzado mucho a lo largo de esta vida.
La gigante que se expande libera más calor, pese a su baja temperatura, debido a su
mayor superficie. En un futuro remoto, cuando el Sol abandone la secuencia principal,
y quizás algo antes, habrá calentado hasta tal punto la Tierra, que la vida será
imposible en ella. Sin embargo, nos hallamos aún a miles de millones de años de este
hecho.
¿Pero, qué es precisamente el cambio en el núcleo de helio que produce la expansión
49
de una gigante roja? Hoyle sugirió que el mismo núcleo de helio es el que se contrae y
que, como resultado de ello, aumenta hasta una temperatura en la que los núcleos de
helio se funden para formar carbono, con liberación adicional de energía. En 1959, el
físico norteamericano David Elmer Alburguer mostró en el laboratorio que, en realidad,
esta reacción puede tener lugar. Se trata de una clase de reacción muy rara e
improbable, pero existen tantos átomos de helio en una gigante roja que pueden
producirse suficientes fusiones de este tipo para suministrar las cantidades necesarias
de energía.
Hoyle fue aún más lejos. El nuevo núcleo de carbono se calienta aún más, y comienzan
a formarse átomos más complicados, como los de oxígeno y neón. Mientras esto
sucede, la estrella se contrae y se pone otra vez más caliente, con lo que retrocede a
la secuencia principal. Ahora la estrella ha comenzado a adquirir una serie de capas, al
igual que una cebolla. Posee el núcleo de oxígeno-neón, luego una capa de carbono,
luego otra de helio y el conjunto se halla envuelto por una piel de hidrógeno aún no
convertido.
Sin embargo, en comparación con su larga vida como consumidora de hidrógeno, la
estrella se halla en un rápido descenso por un tobogán a través de los combustibles
remanentes. Su vida no puede continuar durante demasiado tiempo, puesto que la
energía producida por la fusión de helio y más allá, es de más o menos un veinteavo
de la producida por la fusión de hidrógeno. En un tiempo comparativamente breve, la
energía requerida para mantener la estrella expansionada contra la inexorable
atracción de su propio campo gravitatorio comienza a escasear, y la estrella se contrae
cada vez con mayor rapidez. Y se contrae no sólo hacia lo que hubiera debido ser el
tamaño de una estrella normal, sino más allá: hacia una enana blanca.
Durante la contracción, las capas más externas de la estrella se quedan atrás, o
incluso estallan a causa del calor desarrollado por la contracción. Entonces, la enana
blanca se halla rodeada por una expansionada cascara de gas, que se muestra en
nuestros telescopios en los bordes donde la cantidad de gas en la línea de visión es
más delgada y, por lo tanto, mayor. Tales enanas blancas parecen estar rodeadas por
un pequeño «anillo de humo», o gas «buñuelo». Se las denomina nebulosas
planetarias porque el humo rodea a la estrella como una órbita planetaria hecha
visible. Llegado el momento, el anillo de humo se expande y se adelgaza hasta la
invisibilidad, y tenemos así las enanas blancas como Sirio B, que no poseen ninguna
señal de una nebulosidad que las envuelva.
De esta manera, las enanas se forman de una manera tranquila, y una «muerte»
comparativamente silenciosa será lo que les espera en el futuro a estrellas como
nuestro Sol y otras más pequeñas. Y lo que es más, las enanas blancas, si no se las
perturba, tienen, en perspectiva, una vida indefinidamente prolongada —una especie
de largo rigor mortis—, en el que lentamente se enfrían hasta que, llegado el
momento, ya no están lo suficientemente calientes para brillar (muchos miles de
millones de años en el futuro) y luego continúan durante más y más miles de millones
de años como enanas negras.
Por otra parte, si una enana blanca forma parte de un sistema binario, como es el caso
de Sirio B y Proción B, y si la otra estrella permanece en la secuencia principal, y
relativamente cerca de la enana blanca, pueden producirse movimientos excitantes.
Mientras la estrella de secuencia principal se expande en su propio desarrollo de
evolución, parte de su materia puede derivar hacia delante bajo el intenso campo
gravitatorio de la enana blanca y moverse en órbita en torno de esta última.
Ocasionalmente, parte del material orbitará en espiral hacia la superficie de la enana
blanca, donde el impulso gravitatorio lo comprimirá y hará que se encamine a la
fusión, con lo que emitirá una explosión de energía. Si una gota particularmente
grande de materia cae sobre la superficie de la enana blanca, la emisión de energía
será lo suficientemente grande como para ser vista desde la Tierra, y los astrónomos
registrarán la existencia de una nova. Como es natural, esta clase de cosas puede
suceder más de una vez, por lo que existen también las novas recurrentes.
Pero no se trata de supernovas. ¿De dónde proceden? Para responder a esto debemos
50
volver a las estrellas que poseen con claridad mayor masa que nuestro Sol. Son
relativamente raras (en toda clase de objetos astronómicos, los miembros grandes son
más raros que los pequeños), por lo que tal vez sólo una estrella de cada treinta posee
una masa considerablemente mayor que la de nuestro Sol. Incluso así, existen 7 mil
millones de estrellas con esa masa en nuestra Galaxia.
En las estrellas de gran masa, el núcleo se halla más comprimido bajo la atracción del
campo gravitatorio, que es mayor que en las estrellas menores. Por lo tanto, el núcleo
se halla más caliente, y las reacciones de fusión continuarán más allá del estadio
oxígeno-neón de las estrellas más pequeñas. El neón se combina más allá con el
magnesio, que lo hace, a su vez, para formar silicio y, luego, hierro. En un estadio
tardío de su vida, la estrella estará formada por más de una docena de capas
concéntricas, en cada una de las cuales se consume un combustible diferente. La
temperatura central alcanzará para entonces de 3 a 4 mil millones de grados. Una vez
la estrella comienza a formar hierro, se llega a un callejón sin salida, puesto que los
átomos de hierro representan el punto de máxima estabilidad y mínimo contenido
energético. El alterar los átomos de hierro en la dirección de átomos más o menos
complejos requerirá una provisión de energía.
Además, a medida que la temperatura central se eleva con la edad, aumenta también
la presión de radiación, y en proporción a la cuarta potencia de la temperatura.
Cuando la temperatura se dobla, la presión de radiación aumenta dieciséis veces, y el
equilibrio entre la misma y la gravitación se hace cada vez más delicado. Llegado el
momento, las temperaturas centrales pueden subir tanto, según la sugerencia de
Hoyle, que los átomos de hierro se dividan en helio. Pero para que esto suceda, tal y
como hemos dicho, debe verterse energía en los átomos. El único lugar donde la
estrella conseguirá esa energía es en su campo gravitatorio. Cuando la estrella se
encoge, la energía que gana se emplea para convertir el hierro en helio. La cantidad de
energía necesaria es tan grande, que la estrella se encogerá drásticamente hasta una
pequeña fracción de su primitivo volumen y, según Hoyle, debe hacerlo en más o
menos un segundo.
Cuando una estrella así comienza a colapsarse, su núcleo de hierro está aún rodeado
por un voluminoso manto exterior de átomos aún no formados con un máximo de
estabilidad. A medida que las regiones exteriores se colapsan, y su temperatura
aumenta, esas sustancias aún combinables «se incendian» al instante. El resultado es
una explosión que destroza la materia exterior del cuerpo de la estrella. Dicha
explosión es una supernova. Fue una explosión así que la creó la nebulosa del
Cangrejo.
La materia que explosionó en el espacio como resultado de una explosión supernova es
de enorme importancia para la evolución del Universo. En el momento del big bang,
sólo se formaron hidrógeno y helio. En el núcleo de las estrellas, otros átomos, más
complejos, se han ido constituyendo hasta llegar al hierro. Sin una explosión
supernova, esos átomos complejos seguirían en los núcleos y, llegado el momento, en
las enanas blancas. Sólo unas triviales cantidades se abrirían paso hacia el Universo,
por lo general a través de los halos de las nebulosas planetarias.
En el transcurso de la explosión supernova, material de las capas interiores de las
estrellas serían proyectadas violentamente en el espacio circundante. La vasta energía
de la explosión llevaría a la formación de átomos más complejos que los de hierro.
La materia explosionada al espacio se añadiría a las nubes de polvo y gas ya existentes
y serviría como materia prima para la formación de nuevas estrellas de segunda
generación, ricas en hierro y en otros elementos metálicos. Probablemente, nuestro
propio Sol sea una estrella de segunda generación, mucho más joven que las viejas
estrellas de algunos de los cúmulos globulares libres de polvo. Esas estrellas de
primera generación son pobres en metales y ricas en hidrógeno. La Tierra, formada de
los mismos restos de los que nació el Sol, es extraordinariamente rica en hierro, ese
hierro que una vez pudo haber existido en el centro de una estrella que estalló hace
miles de millones de años.
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¿Pero, qué le sucede a la porción contraída de las estrellas que estallan en las
explosiones supernovas? ¿Constituyen enanas blancas? ¿Las más grandes y más
masivas estrellas forman, simplemente, unas enanas blancas más grandes y con
mayor masa?
La primera indicación de que no puede ser así, y que no cabe esperar enanas blancas
más y más grandes, llegó en 1939 cuando el astrónomo indio Subrahmanyan
Chandrasekhar, trabajando en el Observatorio Yerkes, cerca de Williams Bay,
Wisconsin, calculó que ninguna estrella de más de 1,4 veces la masa de nuestro Sol
(ahora denominado límite de Chandrasekhar) puede convertirse en una enana blanca
por el proceso «normal» descrito por Hoyle. Y, en realidad, todas las enanas blancas
hasta ahora observadas han demostrado encontrarse por debajo del límite de masa de
Chandrasekhar.
La razón para la existencia del límite de Chandrasekhar es que las enanas blancas se
mantienen a salvo de encogerse más allá por la mutua repulsión de los electrones
(partículas subatómicas acerca de las que discutiré más adelante) contenidos en sus
átomos. Con una masa creciente, aumenta la intensidad gravitatoria y, a 1,4 veces la
masa del Sol, la repulsión de electrones ya no es suficiente, y la enana blanca se
colapsa en forma de estrella cada vez más tenue y menos densa, con partículas
subatómicas en virtual contacto. La detección de tales acontecimientos posteriores
tuvo que aguardar a nuevos métodos para sondear el Universo, aprovechando
radiaciones diferentes a las de la luz visible.
LAS VENTANAS AL UNIVERSO
Las más formidables armas del hombre para su conquista del conocimiento son la
mente racional y la insaciable curiosidad que lo impulsa. Y esta mente, llena de
recursos, ha inventado sin cesar instrumentos para abrir nuevos horizontes más allá
del alcance de sus órganos sensoriales.
El telescopio
El ejemplo más conocido es el vasto cúmulo de conocimientos que siguieron a la
invención del telescopio, en 1609. En esencia, el telescopio es, simplemente, un ojo
inmenso. En contraste con la pupila humana, de 6 mm, el telescopio de 200 pulgadas
del Monte Palomar tiene más de 100.000 mm2 de superficie receptora de luz. Su poder
colector de la luz intensifica la luminosidad de una estrella aproximadamente un millón
de veces, en comparación con la que puede verse a simple vista.
Éste telescopio, puesto en servicio en 1948, es el más grande actualmente en uso en
Estados Unidos, pero, en 1976, la Unión Soviética comenzó a realizar observaciones
con un telescopio con espejo de 600 centímetros de diámetro, ubicado en las
montañas del Cáucaso.
Se trata de uno de los telescopios más grandes de esta clase que es posible conseguir
y, a decir verdad, el telescopio soviético no funciona demasiado bien. Sin embargo,
existen otros medios de mejorar los telescopios que, simplemente, haciéndolos
mayores. Durante los años 1950, Merle A. Ture desarrolló un tubo de imagen que,
electrónicamente, aumenta la débil luz recogida por un telescopio, triplicando su
potencia. Enjambres de telescopios comparativamente pequeños, funcionando al
unísono, pueden producir imágenes equivalentes a las conseguidas por un solo
telescopio más grande que cualquiera de estos componentes; y existen en marcha
planes, tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética, para construir conjuntos
que mejorarán los telescopios de hasta 600 centímetros. Asimismo, un gran telescopio
puesto en órbita en torno de la Tierra, sería capaz de escudriñar los cielos sin
interferencia atmosférica y verían con mayor claridad que cualquier otro telescopio
construido en la Tierra. Esto se encuentra asimismo en vías de planificación.
Pero la simple ampliación e intensificación de la luz no es todo lo que los telescopios
pueden aportar al ser humano. El primer paso para convertirlo en algo más que un
simple colector de luz se dio en 1666, cuando Isaac Newton descubrió que la luz podía
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separarse en lo que él denominó un «espectro» de colores. Hizo pasar un haz de luz
solar a través de un prisma de cristal en forma triangular, y comprobó que el haz
originaba una banda constituida por luz roja, anaranjada, amarilla, verde, azul y
violeta, y que cada color pasaba al próximo mediante una transición suave (fig. 2.6).
(Por supuesto que el fenómeno en sí ya era familiar en la forma del arco iris, que es el
resultado del paso de la luz solar a través de las gotitas de agua, las cuales actúan
como diminutos prismas.)
Lo que Newton demostró fue que la luz solar, o «luz blanca», es una mezcla de
muchas radiaciones específicas (que hoy reconocemos como formas ondulatorias, de
diversa longitud de onda), las cuales excitan el ojo humano, determinando la
percepción de los citados colores. El prisma los separa, debido a que, al pasar del aire
al cristal y de éste a aquél, la luz es desviada en su trayectoria o «refractada», y cada
longitud de onda experimenta cierto grado de refracción, la cual es mayor cuanto más
corta es la longitud de onda. Las longitudes de onda de la luz violeta son las más
refractadas; y las menos, las largas longitudes de onda del rojo.
Entre otras cosas, esto explica un importante defecto en los primeros telescopios, o
sea, que los objetos vistos a través de los telescopios aparecían rodeados de anillos de
color, que hacía confusa la imagen, debido a que la dispersaban en espectros las lentes
a cuyo través pasaba la luz.
Newton intentó una y otra vez corregir este defecto, pues ello ocurría al utilizar lentes
de cualquier tipo. Con tal objeto, ideó y construyó un «telescopio reflector», en el cual
se utilizaba un espejo parabólico, más que una lente, para ampliar la imagen. La luz de
todas las longitudes de onda era reflejada de la misma forma, de tal modo que no se
formaban espectros por refracción y, por consiguiente, no aparecían anillos de color
(aberración cromática).
En 1757, el óptico inglés John Dollond fabricó lentes de dos clases distintas de cristal;
cada una de ellas equilibraba la tendencia de la otra a formar espectro. De esta forma
pudieron construirse lentes acromáticas («sin color»). Con ellas volvieron a hacerse
populares los telescopios refractores. El más grande de tales telescopios, con una lente
de 40 pulgadas, se encuentra en el Observatorio de Yerkes, cerca de la Bahía de
Williams (Wisconsin), y fue instalado en 1897. Desde entonces no se han construido
telescopios refractores de mayor tamaño, ni es probable que se construyan, ya que las
lentes de dimensiones mayores absorberían tanta luz, que neutralizarían las ventajas
ofrecidas por su mayor potencia de amplificación. En consecuencia, todos los
telescopios gigantes construidos hasta ahora son reflectores, puesto que la superficie
de reflexión de un espejo absorbe muy poca cantidad de luz.
El espectroscopio
En 1814, un óptico alemán, Joseph von Fraunhofer, realizó un experimento inspirado
en el de Newton. Hizo pasar un haz de luz solar a través de una estrecha hendidura,
antes de que fuera refractado por un prisma. El espectro resultante estaba constituido
por una serie de imágenes de la hendidura, en la luz de todas las longitudes de onda
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posible. Había tantas imágenes de dicha hendidura, que se unían entre sí para formar
el espectro. Los prismas de Fraunhofer eran tan perfectos y daban imágenes tan
exactas, que permitieron descubrir que no se formaban algunas de las imágenes de la
hendidura. Si en la luz solar no había determinadas longitudes de onda de luz, no se
formaría la imagen correspondiente de la hendidura en dichas longitudes de onda, y el
espectro solar aparecería cruzado por líneas negras.
Fraunhofer señaló la localización de las líneas negras que había detectado, las cuales
eran más de 700. Desde entonces se llaman líneas de Fraunhofer. En 1842, el físico
francés Alexandre Edmond Becquerel fotografió por primera vez las líneas del espectro
solar. Tal fotografía facilitaba sensiblemente los estudios espectrales, lo cual, con
ayuda de instrumentos modernos, ha permitido detectar en el espectro solar más de
30.000 líneas negras y determinar sus longitudes de onda.
A partir de 1850, una serie de científicos emitió la hipótesis de que las líneas eran
características de los diversos elementos presentes en el Sol. Las líneas negras
representaban la absorción de la luz, por ciertos elementos, en las correspondientes
longitudes de onda; en cambio, las líneas brillantes representarían emisiones
características de luz por los elementos. Hacia 1859, el químico alemán Robert Wilhelm
Bunsen y su compatriota Gustav Robert Kirchhoff elaboraron un sistema para
identificar los elementos. Calentaron diversas sustancias hasta su incandescencia,
dispersaron la luz en espectros y midieron la localización de las líneas —en este caso,
líneas brillantes de emisión— contra un fondo oscuro, en el cual se había dispuesto una
escala, e identificaron cada línea con un elemento particular. Su espectroscopio se
aplicó en seguida para descubrir nuevos elementos mediante nuevas líneas espectrales
no identificables con los elementos conocidos. En un par de años, Bunsen y Kirchhoff
descubrieron de esta forma el cesio y el rubidio.
El espectroscopio se aplicó también a la luz del Sol y de las estrellas, y en poco tiempo
aportó una sorprendente cantidad de información nueva, tanto de tipo químico como
de otra naturaleza. En 1862, el astrónomo sueco Anders Joñas Angstrom identificó el
hidrógeno en el Sol gracias a la presencia de las líneas espectrales características de
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