sutil cola se parecía al ondulante cabello de una criatura enloquecida que corriera
profetizando desgracias. (La palabra «cometa» se deriva precisamente de la voz latina
para designar el «pelo».) Cada siglo pueden observarse unos veinticinco cometas a
simple vista. Aristóteles intentó conciliar estas apariciones con la perfección de los
cielos, al afirmar, de forma insistente, que pertenecían, en todo caso, a la atmósfera
de la Tierra, corrupta y cambiante. Este punto de vista prevaleció hasta finales del
siglo XVI. Pero en 1577, el astrónomo danés Tycho Brahe intentó medir el paralaje de
un brillante cometa y descubrió que no podía conseguirlo (esto ocurría antes de la
época del telescopio), ya que el paralaje de la Luna era mensurable. Tycho Brahe llegó
a la conclusión de que el cometa estaba situado más allá de la Luna, y que en los
cielos se producían sin duda cambios y había imperfección.
En realidad, mucho antes se habían señalado (Séneca había ya sospechado esto en el
siglo I de nuestra Era) cambios incluso en las estrellas variables, cuyo brillo cambia
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considerablemente de una noche a otra, cosa apreciable incluso a simple vista. Ningún
astrónomo griego hizo referencia alguna a las variaciones en el brillo de una estrella.
Es posible que se hayan perdido las correspondientes referencias, o que, simplemente,
no advirtieran estos fenómenos. Un caso interesante es el de Algol, la segunda
estrella, por su brillo, de la constelación de Perseo, que pierde bruscamente las dos
terceras partes de su fulgor y luego vuelve a adquirirlo, fenómeno que se observa, de
forma regular, cada 69 horas. (Hoy, gracias a Goodricke y Vogel, sabemos que Algol
tiene una estrella compañera, de luz más tenue, que la eclipsa y amortigua su brillo
con la periodicidad indicada.) Los astrónomos griegos no mencionaron para nada este
fenómeno; tampoco se encuentran referencias al mismo entre los astrónomos árabes
de la Edad Media. Sin embargo, los griegos situaron la estrella en la cabeza de
Medusa, el diabólico ser que convertía a los hombres en rocas. Incluso su nombre,
«Algol», significa, en árabe, «demonio profanador de cadáveres». Evidentemente, los
antiguos se sentían muy intranquilos respecto a tan extraña estrella.
Una estrella de la constelación de la Ballena, llamada Omicrón de la Ballena, varía
irregularmente. A veces es tan brillante como la Estrella Polar; en cambio, otras deja
de verse. Ni los griegos ni los árabes dijeron nada respecto a ella. El primero en
señalar este comportamiento fue el astrónomo holandés David Fabricius, en 1596. Más
tarde, cuando los astrónomos se sintieron menos atemorizados por los cambios que se
producían en los cielos, fue llamada Mira (de la voz latina que significa «maravillosa»)
Novas y supemovas
Más llamativa aún era la brusca aparición de «nuevas estrellas» en los cielos. Esto no
pudieron ignorarlo los griegos. Se dice que Hiparco quedó tan impresionado, en el 134
a. de J.C., al observar una nueva estrella en la constelación del Escorpión, que trazó su
primer mapa estelar, al objeto de que pudieran detectarse fácilmente, en el futuro, las
nuevas estrellas.
En 1054 de nuestra Era se descubrió una nueva estrella, extraordinariamente brillante,
en la constelación de Tauro. En efecto, su brillo superaba al del planeta Venus, y
durante semanas fue visible incluso de día. Los astrónomos chinos y japoneses
señalaron exactamente su posición, y sus datos han llegado hasta nosotros. Sin
embargo, era tan rudimentario el nivel de la Astronomía, por aquel entonces, en el
mundo occidental, que no poseemos ninguna noticia respecto a que se conociera en
Europa un hecho tan importante, lo cual hace sospechar que quizá nadie lo registró.
No ocurrió lo mismo en 1572, cuando apareció en la constelación de Casiopea una
nueva estrella, tan brillante como la de 1054. La astronomía europea despertaba
entonces de su largo sueño. El joven Tycho Brahe la observó detenidamente y escribió
la obra De Nova Stella, cuyo título sugirió el nombre que se aplicaría en lo sucesivo a
toda nueva estrella: «nova».
En 1604 apareció otra extraordinaria nova en la constelación de la Serpiente. No era
tan brillante como la de 1572, pero sí lo suficiente como para eclipsar a Marte.
Johannes Kepler, que la observó, escribió un libro sobre las novas. Tras la invención
del telescopio, las novas perdieron gran parte de su misterio. Se comprobó que, por
supuesto, no eran en absoluto estrellas nuevas, sino, simplemente, estrellas, antes de
escaso brillo, que aumentaron bruscamente de esplendor hasta hacerse visibles.
Con el tiempo se fue descubriendo un número cada vez mayor de novas. En ocasiones
alcanzaban un brillo muchos miles de veces superior al primitivo, incluso en pocos
días, que luego se iba atenuando lentamente, en el transcurso de unos meses, hasta
esfumarse de nuevo en la oscuridad. Las novas aparecían a razón de unas 20 por año
en cada galaxia (incluyendo la nuestra).
Un estudio de los corrimientos Doppler-Fizeau efectuado durante la formación de
novas, así como otros detalles precisos de sus espectros, permitió concluir que las
novas eran estrellas que estallaban. En algunos casos, el material estelar lanzado al
espacio podía verse como una capa de gas en expansión, iluminado por los restos de la
estrella.
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En conjunto, las novas que han aparecido en los tiempos modernos no han sido
particularmente brillantes. La más brillante, la Nova del Águila, apareció en junio de
1918 en la constelación del Águila. En su momento culminante, esta nova fue casi tan
brillante como la estrella Sirio, que es en realidad la más brillante del firmamento. Sin
embargo, las novas no han parecido rivalizar con los planetas más brillantes, Júpiter y
Venus, como lo hicieron las novas ya observadas por Tycho y por Kepler.
La nova más notable descubierta desde los inicios del telescopio no fue reconocida
como tal. El astrónomo Ernst Hartwig la observó en 1885, pero, incluso en su ápex,
alcanzó sólo la séptima magnitud y nunca fue visible por el ojo desprovisto de
instrumentos.
Apareció en lo que entonces se llamaba la nebulosa Andrómeda y, en su momento
culminante, tenía una décima parte del brillo de la nebulosa. En aquel momento, nadie
se percató de lo distante que se encontraba la nebulosa Andrómeda, o comprendió que
era en realidad una galaxia formada por varios centenares de miles de millones de
estrellas, por lo que el brillo aparente de la nova no ocasionó particular excitación.
Una vez que Curtís y Hubble elaboraron la distancia de la galaxia de Andrómeda (como
llegado el caso se la llamaría), el brillo de esa nova de 1885 dejó de repente
paralizados a los astrónomos. Las docenas de novas descubiertas en la galaxia de
Andrómeda por Curtis y Hubble fueron muchísimo más apagadas que esa otra tan
notablemente brillante (a causa de su distancia).
En 1934, el astrónomo suizo Fritz Zwicky comenzó una búsqueda sistemática de
galaxias distantes en busca de novas de inusual brillo. Cualquier nova que brillase de
forma similar a la de 1885 en Andrómeda sería visible, pues semejante nova es casi
tan brillante como una galaxia entera por lo que, si la galaxia puede verse, también
pasará lo mismo con la nova. En 1938, había localizado no menos de doce de tales
novas tan brillantes como una galaxia. Llamó a esas novas tan extraordinariamente
brillantes supernovas. Como resultado de ello, la nova de 1885 fue denominada al fin S
Andrómeda (la S por su calidad de supernova).
Mientras las novas ordinarias pueden alcanzar en magnitud absoluta, de promedio, -8
(serían 25 veces más brillantes que Venus, si fuesen vistas a una distancia de 10
parsecs), una supernova llegaría a tener una magnitud absoluta de hasta -17. Tal
supernova sería 4.000 veces más brillante que una nova ordinaria, o casi
1.000.000.000 de veces tan brillante como el Sol. Por lo menos, sería así de brillante
en su temporal momento culminante.
Mirando de nuevo hacia atrás, nos percatamos de que las novas de 1054, 1572 y 1604
fueron asimismo supernovas. Y lo que es más, debieron haber estallado en nuestra
propia galaxia, teniendo en cuenta su extrema brillantez.
También han debido ser supernovas cierto número de novas registradas por los
meticulosos astrónomos chinos de los tiempos antiguos y medievales. Se informó
acerca de una de ellas en una fecha tan temprana como 185 d. de J.C., y una
supernova de la parte más alejada del sur de la constelación del Lobo, en 1006, debía
haber sido más brillante que cualquier otra aparecida en los tiempos modernos. En su
momento culminante, habría sido 200 veces más brillante que Venus y una décima
parte tan brillante como la Luna llena.
A juzgar por los restos dejados, los astrónomos sospechaban que, incluso una
supernova más brillante (una que en realidad hubiese rivalizado con la Luna llena),
apareció en el extremo meridional de la constelación de Vela hace 11.000 años,
cuando no había astrónomos que pudiesen observarla, y el arte de escribir aún no se
había inventado. Es posible, no obstante, que ciertos pictogramas prehistóricos
hubiesen sido bosquejados para referirse a esta nova.
Las supernovas no son del todo diferentes en conducta física, respecto de las novas
ordinarias, y los astrónomos están ansiosos por estudiar con detalle su espectro. La
principal dificultad radica en su rareza. Unas 3 cada 1.000 años es el promedio para
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cualquier galaxia según Zwicky (sólo 1 cada 1.250 novas ordinarias). Aunque los
astrónomos han conseguido localizar hasta ahora más de 50, todas ellas lo han sido en
galaxias distantes y no han podido estudiarse en detalle. La supernova de 1885 de
Andrómeda, la más cercana a nosotros en los últimos 350 años, apareció un par de
décadas antes de que la fotografía astronómica se hubiese desarrollado plenamente:
en consecuencia, no existe ningún registro permanente de su espectro.
Sin embargo, la distribución de las supernovas en el tiempo es algo al azar.
Recientemente, en una galaxia se han detectado 3 supernovas en sólo 17 años. Los
astrónomos en la Tierra puede decirse que son afortunados. Incluso una estrella
particular está llamando ahora la atención. Eta de Carena o Quilla es claramente
inestable y ha estado brillando y apagándose durante un gran intervalo. En 1840, brilló
hasta el punto que, durante un tiempo, fue la segunda estrella más brillante en el
cielo. Existen indicaciones de que pudo llegar al punto de explotar en una supernova.
Pero, para los astrónomos, eso de «llegar al punto» puede tanto significar mañana
como dentro de diez mil años a partir de este momento.
Además, la constelación Carena o Quilla, en la que se encontró Eta Carena, se halla, al
igual que las constelaciones Vela y Lobo, tan hacia el Sur, que la supernova, cuando se
presente, no será visible desde Europa o desde la mayor parte de Estados Unidos.
¿Pero, qué origina que las estrellas brillen con explosiva violencia, y por qué algunas se
convierten en novas y supernovas? La respuesta a esta pregunta requiere una
digresión.
Ya en 1834, Bessel (el astrónomo que más adelante sería el primero en medir el
paralaje de una estrella) señaló que Sirio y Proción se iban desviando muy ligeramente
de su posición con los años, fenómeno que no parecía estar relacionado con el
movimiento de la Tierra. Sus movimientos no seguían una línea recta, sino ondulada, y
Bessel llegó a la conclusión de que todas las estrellas se moverían describiendo una
órbita alrededor de algo.
De la forma en que Sirio y Proción se movían en sus órbitas podía deducirse que ese
«algo», en cada caso, debía de ejercer una poderosa atracción gravitatoria, no
imaginable en otro cuerpo que no fuera una estrella. En particular el compañero de
Sirio debía de tener una masa similar a la de nuestro Sol, ya que sólo de esta forma se
podían explicar los movimientos de la estrella brillante. Así, pues, se supuso que los
compañeros eran estrellas; pero, dado que eran invisibles para los telescopios de aquel
entonces, se llamaron «compañeros opacos». Fueron considerados como estrellas
viejas, cuyo brillo se había amortiguado con el tiempo.
En 1862, el fabricante de instrumentos, Alvan Clark, americano, cuando comprobaba
un nuevo telescopio descubrió una estrella, de luz débil, cerca de Sirio, la cual, según
demostraron observaciones ulteriores, era el misterioso compañero. Sirio y la estrella
de luz débil giraban en torno a un mutuo centro de gravedad, y describían su órbita en
unos 50 años. El compañero de Sirio (llamado ahora «Sirio B», mientras que Sirio
propiamente dicho recibe el nombre de «Sirio A») posee una magnitud absoluta de
sólo 11,2 y, por tanto, tiene 1/400 del brillo de nuestro Sol, si bien su masa es muy
similar a la de éste.
Esto parecía concordar con la idea de una estrella moribunda. Pero en 1914, el
astrónomo americano Walter Sydney Adams, tras estudiar el espectro de Sirio B, llegó
a la conclusión de que la estrella debía de tener una temperatura tan elevada como la
del propio Sirio A y tal vez mayor que la de nuestro Sol. Las vibraciones atómicas que
determinaban las características líneas de absorción halladas en su espectro, sólo
podían producirse a temperaturas muy altas. Pero si Sirio B tenía una temperatura tan
elevada, ¿por qué su luz era tan tenue? La única respuesta posible consistía en admitir
que sus dimensiones eran sensiblemente inferiores a las de nuestro Sol. Al ser un
cuerpo más caliente, irradiaba más luz por unidad de superficie; respecto a la escasa
luz que emitía, sólo podía explicarse, considerando que su superficie total debía de ser
más pequeña. En realidad, la estrella no podía tener más de 26.000 km de diámetro, o
sea, sólo 2 veces el diámetro de la Tierra. No obstante, ¡Sirio B tenía la misma masa
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que nuestro Sol! Adams trató de imaginarse esta masa comprimida en un volumen tan
pequeño como el de Sirio B. La densidad de la estrella debería ser entonces de unas
130.000 veces la del platino.
Esto significaba, nada menos, un estado totalmente nuevo de la materia. Por fortuna,
esta vez los físicos no tuvieron ninguna dificultad en sugerir la respuesta. Sabían que
en la materia corriente los átomos estaban compuestos por partículas muy pequeñas,
tan pequeñas, que la mayor parte del volumen de un átomo es espacio «vacío».
Sometidas a una presión extrema, las partículas subatómicas podrían verse forzadas a
agregarse para formar una masa superdensa. Incluso en la supernova Sirio B, las
partículas subatómicas están separadas lo suficiente como para poder moverse con
libertad, de modo que la sustancia más densa que el platino sigue actuando como un
gas. El físico inglés Ralph Howard Fovvler sugirió, en 1925, que se le denominara «gas
degenerado», y, por su parte, el físico soviético Lev Davidovich Landau señaló, en la
década de los 30, que hasta las estrellas corrientes, tales como nuestro Sol, deben de
tener un centro compuesto por gas degenerado.
El compañero de Proción («Proción B»), que detectó por primera vez J. M. Schaberle,
en 1896, en el Observatorio de Lick, resultó ser también una estrella superdensa,
aunque sólo con una masa de 5/8 de veces la de Sirio B. Con los años se descubrieron
otros ejemplos. Estas estrellas son llamadas «enanas blancas», por asociarse en ellas
su escaso tamaño, su elevada temperatura y su luz blanca. Las enanas blancas tal vez
sean muy numerosas y pueden constituir hasta el 3 % de las estrellas. Sin embargo,
debido a su pequeño tamaño, en un futuro previsible sólo podrán descubrirse las de
nuestra vecindad. (También existen «enanas rojas», mucho más pequeñas que
nuestro Sol, pero de dimensiones no tan reducidas como las de las enanas blancas. Las
enanas rojas son frías y tienen una densidad corriente. Quizá sean las estrellas más
abundantes, aunque por su escaso brillo son tan difíciles de detectar, como las enanas
blancas. En 1948 se descubrieron un par de enanas rojas, sólo a 6 años luz de
nosotros. De las 36 estrellas conocidas dentro de los 14 años luz de distancia de
nuestro Sol, 21 son enanas rojas, y 3, enanas blancas. No hay gigantes entre ellas, y
sólo dos, Sirio y Proción, son manifiestamente más brillantes que nuestro Sol.)
Un año después de haberse descubierto las sorprendentes propiedades de Sirio B,
Albert Einstein expuso su Teoría general de la relatividad, que se refería,
particularmente, a nuevas formas de considerar la gravedad. Los puntos de vista de
Einstein sobre ésta condujeron a predecir que la luz emitida por una fuente con un
campo gravitatorio de gran intensidad se correría hacia el rojo («corrimiento de
Einstein»). Adams, fascinado por las enanas blancas que había descubierto, efectuó
detenidos estudios del espectro de Sirio B y descubrió que también aquí se cumplía el
corrimiento hacia el rojo predicho por Einstein. Esto constituyó no sólo un punto en
favor de la teoría de Einstein, sino también en favor de la muy elevada densidad de
Sirio B, pues en una estrella ordinaria, como nuestro Sol, el efecto del corrimiento
hacia el rojo sólo sería unas 30 veces menor. No obstante, al iniciarse la década de los
60, se detectó este corrimiento de Einstein, muy pequeño, producido por nuestro Sol,
con lo cual se confirmó una vez más la Teoría general de la relatividad.
Pero, ¿cuál es la relación entre las enanas blancas y las supernovas, tema este que
promovió la discusión? Para contestar a esta pregunta, permítasenos considerar la
supernova de 1054. En 1844, el conde de Rosse, cuando estudiaba la localización de
tal supernova en Tauro —donde los astrónomos orientales habían indicado el hallazgo
de la supernova de 1054—, observó un pequeño cuerpo nebuloso. Debido a su
irregularidad y a sus proyecciones, similares a pinzas, lo denominó «Nebulosa del
Cangrejo». La observación, continuada durante decenios, reveló que esta mancha de
gas se expandía lentamente. La velocidad real de su expansión pudo calcularse a partir
del efecto Doppler-Fizeau, y éste, junto con la velocidad aparente de expansión, hizo
posible calcular la distancia a que se hallaba de nosotros la nebulosa del Cangrejo, que
era de 3.500 años luz. De la velocidad de la expansión se dedujo también que el gas
había iniciado ésta a partir de un punto central de explosión unos 900 años antes, lo
cual concordaba bastante bien con la fecha del año 1054. Así pues, apenas hay dudas
de que la Nebulosa del Cangrejo —que ahora se despliega en un volumen de espacio
de unos 5 años luz de diámetro— constituiría los restos de la supernova de 1054.
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No se ha observado una región similar de gas turbulento en las localizaciones de las
supernovas indicadas por Tycho y Kepler, aunque sí se han visto pequeñas manchas
nebulosas cerca de cada una de aquéllas. Sin embargo, existen unas 150 nebulosas
planetarias, en las cuales los anillos toroidales de gas pueden representar grandes
explosiones estelares. Una nube de gas particularmente extensa y tenue, la nebulosa
del Velo, en la constelación del Cisne, puede muy bien ser los restos de una supernova
que hizo explosión hace 30.000 años. Por aquel entonces debió de producirse más
cerca y haber sido más brillante que la supernova de 1054, mas por aquel tiempo no
existía en la Tierra civilización que pudiera registrar aquel espectacular acontecimiento.
Incluso se ha sugerido que esa tenue nebulosidad que envuelve a la constelación de
Orion, puede corresponder a los restos de una supernova más antigua aún.
En todos estos casos, ¿qué ocurre con la estrella que ha estallado? ¿Se ha
desvanecido, simplemente, en un enorme chorro de gas? ¿Es la nebulosa del Cangrejo,
por ejemplo, todo lo que queda de la supernova de 1054, y esto simplemente se
extenderá hasta que todo signo visible de la estrella haya desaparecido para siempre?
¿O se trata sólo de algunos restos dejados que siguen siendo una estrella, pero
demasiado pequeña y apagada para poder detectarla? Si es así, ¿serían todas las
enanas blancas restos de estrellas que han explotado? ¿Y serían, por así decirlo, las
estrellas blancas los restos de estrellas en un tiempo parecidas a nuestro Sol? Estas
cuestiones nos llevan a considerar el problema de la evolución de las estrellas.
La evolución de las estrellas
De las estrellas más cercanas a nosotros, las brillantes parecen ser cuerpos calientes, y
las de escaso brillo, fríos, según una relación casi lineal entre el brillo y la temperatura.
Si las temperaturas superficiales de las distintas estrellas, familiares para nosotros,
caen dentro de una banda derecha, que aumenta constantemente desde la de menor
brillo y temperatura más baja, hasta la más brillante y caliente. Esta banda se
denomina «secuencia principal». La estableció en 1913 el astrónomo americano Henry
Norris Russell, quien realizó sus estudios siguiendo líneas similares a las de
Hertzsprung (el astrónomo que determinó por primera vez las magnitudes absolutas
de las cefeidas). Por tanto, una gráfica que muestra la secuencia principal se
denominará «diafragma de Hertzsprung-Russell», o «diagrama H-R» (fig. 2.5).
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Pero no todas las estrellas pertenecen a la secuencia principal. Hay algunas estrellas
rojas que, pese a su temperatura más bien baja, tienen considerables magnitudes
absolutas, debido a su enorme tamaño. Entre esos «gigantes rojos», los mejor
conocidos son Betelgeuse y Antares. Se trata de cuerpos tan fríos (lo cual se descubrió
en 1964), que muchos tienen atmósferas ricas en vapor de agua, que se
descompondría en hidrógeno y oxígeno a las temperaturas, más altas, de nuestro Sol.
Las enanas blancas de elevada temperatura se hallan también fuera de la secuencia
principal.
En 1924, Eddington señaló que la temperatura en el interior de cualquier estrella debía
de ser muy elevada. Debido a su gran masa, la fuerza gravitatoria de una estrella es
inmensa. Si la estrella no se colapsa, esta enorme fuerza es equilibrada mediante una
presión interna equivalente —a partir de la energía de irradiación—. Cuanto mayor sea
la masa del cuerpo estelar, tanto mayor será la temperatura central requerida para
equilibrar la fuerza gravitatoria. Para mantener estas elevadas temperaturas y
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presiones de radiación, las estrellas de mayor masa deben consumir energía más
rápidamente y, por tanto, han de ser más brillantes que las de masa menor. Ésta es la
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