Una mirada a la oscuridad



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Quizá debería haberse arrepentido. Pero no lo hizo. Aquella vida había estado falta de excitación, de aventura. Demasiado segura. Todos sus elementos estaban delante de sus ojos y no podía esperarse nada nuevo, jamás. En cierta ocasión había pensado que era similar a un pequeño bote de plástico que navegara sin cesar, sin problema alguno, hasta que se hundiera para siempre, constituyendo un alivio secreto para todo el mundo.

Pero en este mundo de oscuridad en que ahora vivía, cosas horribles, sorprendentes (y sólo muy de vez en cuando alguna cosa maravillosa) caían sobre él incesantemente. No podía fiarse de nada. Como el destrozo deliberado y diabólico que había sufrido su cefalocromoscopio Altec, el aparato que constituía la parte placentera de su vida, el momento diario que todos aprovechaban para relajarse y ponerse cómodos. Considerando el asunto de modo racional, no era lógico que alguien destrozara el aparato. Pero entre estas largas y oscuras sombras del atardecer no había mucho de racional, al menos en un sentido estricto. La misteriosa acción podía haber sido obra de cualquiera y por casi cualquier motivo. De cualquier persona que conociera o hubiera conocido. Cualquiera de entre el centenar de cabezas alucinadas, flipados de todos los tipos, drogadictos quemados o paranoicos con rencores alucinantes, actuaba en la realidad, no en la fantasía. A decir verdad, podía ser alguien al que nunca había conocido, alguien que había escogido su teléfono al azar en la guía telefónica.

O su mejor amigo.

Quizá Jerry Fabin, pensó, antes de que se lo llevaran. Un chalado, un coco envenenado. El y sus millones de áfidos. Acusando a Donna —en realidad a todas las chicas— de «contaminarle». Vaya chiflado. Pero, pensó, si Jerry hubiera querido fastidiar a alguien habría sido a Donna, no a mí. Además, ¿habría sabido Jerry sacar la tapa inferior del aparato? Podía haberlo intentado, pero aún estaría haciéndolo, roscando y desenroscando la misma tuerca. O habría utilizado un martillo para sacar la tapa. Además, si Jerry Fabin hubiera sido el culpable, el aparato estaría lleno de huevos de piojos que habrían caído allí. Bob Arctor rió maliciosamente en su interior.

Pobre diablo, pensó, y dejó de reírse mentalmente. Pobre diablo fracasado. En cuanto restos de complejos metales pesados lleguen a su cerebro... se acabó. Uno más de una larga hilera, una triste entidad entre muchas otras como él, un número casi infinito de retrasados mentales. La vida biológica prosigue, meditó. Pero el alma, la mente... todo muere. Una máquina refleja. Como un insecto. Repitiendo una y otra vez pautas, o una sola pauta, condenadas al fracaso. Sean apropiadas o no.

¿Cómo había sido Jerry?, siguió pensando. No lo había conocido tanto como para saberlo. Charles Freck decía que en otros tiempos Jerry se había comportado muy bien. Sin haberlo visto, pensó Arctor, no puedo creerlo.

Quizá debía informar a Hank del sabotaje del cefaloscopio. Ellos comprenderían al instante las implicaciones del hecho. Aunque pensándolo bien, ¿qué podían hacer por él?

Este trabajo no compensa, reflexionó. No hay bastante dinero para pagarlo en todo el jodido planeta. Pero daba igual; el problema no era de dinero. «¿Cómo es que se ha metido en este trabajo?», le había preguntado Hank. ¿Qué sabía un hombre cualquiera, trabajando en lo que fuese, acerca de sus motivaciones reales? Aburrimiento, quizá. El deseo de un poco de acción. Una hostilidad secreta hacia todas las personas que le rodeaban, sus amigos e incluso las chicas. O una horrible razón positiva: haber contemplado a un ser humano, alguien al que amabas profundamente, con el que te sentías identificado, con el que sufrías y dormías; alguien al que besabas y protegías y, sobre todo, alguien al que admirabas... Haber contemplado esa cálida personalidad devorada por llamas internas que consumían el corazón y se extendían por el resto del cuerpo. Hasta verla moviéndose y comportándose con idéntica rutina que un insecto, repitiendo una misma frase una y otra vez. Una grabación. Una cinta sin fin.

«—...se que con otro viaje, sólo uno más...»

Me encontraré perfectamente, pensó. Y seguir diciendo eso, como Jerry Fabin, cuando tres cuartas partes del cerebro estaban machacadas.

«—...se que con otro viaje, sólo uno más, mi cerebro se arreglará».

Y entonces tuvo una repentina visión: el cerebro de Jerry Fabin era el saboteado circuito del cefalocromoscopio. Cables cortados, cortocircuitados y retorcidos componentes sobrecargados e inútiles, sobrevoltaje, humo y mal olor. Y alguien sentado allí, con un voltímetro, examinando el circuito y murmurando «¡Dios mío! Hay que cambiar un montón de resistencias y condensadores», y cosas por el estilo. Al final, Jerry Fabin sería un simple zumbido de sesenta ciclos por segundo y todos renunciarían a repararlo.

Y en el cuarto de estar de Bob Arctor, el cefaloscopio de mil dólares, una maravilla técnica creada por Alec y supuestamente reparada, proyectaría sobre la pared un pequeño letrero de letras grisáceas:

SÉ QUE CON OTRO VIAJE, SÓLO UNO MÁS...

Después de eso, tirarían el cefaloscopio, averiado sin reparación posible, y a Jerry Fabin, averiado sin reparación posible, en el mismo cubo de la basura.

Bueno, bueno, pensó. ¿Quién necesita a Jerry Fabin? Nadie que no fuera el mismo Jerry Fabin, que en cierta ocasión había pensado diseñar y construir un tablero de mando para decodificador cuadrafónico y televisión como regalo para un amigo. Cuando le preguntaron cómo llevaría el regalo desde su garaje a la casa de su amigo, siendo así que el aparato iba a medir tres metros de largo y pesaría muchísimo, Jerry había replicado: «No hay ningún problema, hombre. Lo plegaré. Ya tengo las bisagras preparadas, ¿sabes? Lo plegaré, todo entero, lo pondré en un sobre y lo enviaré por correo a mi amigo.»

De todas maneras, pensó Bob Arctor, ya no hará falta que limpiemos la casa tras una visita de Jerry, que nos quitemos de encima todos sus áfidos. Pensando en esto tuvo la misma sensación que si estuviera riéndose. Una vez idearon una pequeña secuencia teatral explicando de modo psiquiátrico las alucinaciones de Jerry, sus áfidos. En realidad, el inventor principal había sido Luckman, que era bueno para eso. Como era de esperar, el protagonista era Jerry Fabin cuando empezaba a ir al colegio. Un día, Jerry llega a casa con los libros bajo el brazo y silbando alegremente. Y en el comedor, sentado junto a su madre, está aquel gran áfido de metro veinte de alto al que su madre contempla con orgullo.

—¿Qué pasa aquí? —pregunta Jerry Fabin.

—Este es tu hermano mayor —dice su madre—, al que hasta ahora no habías conocido. Vivirá con nosotros. Me gusta más que tú. Puede hacer un montón de cosas que tú eres incapaz de hacer.

Y a partir de entonces, los padres de Jerry Fabin le comparan sin cesar, y siempre desfavorablemente, con su hermano mayor, que es un áfido. Conforme los dos van creciendo, Jerry va adquiriendo un complejo de inferioridad, claro está, cada vez más fuerte. Después de acabar el bachillerato, su hermano recibe una beca para la universidad, en tanto que Jerry empieza a trabajar en una gasolinera. Luego, su hermano el áfido se convierte en un doctor o científico de fama. Gana el Premio Nobel. Jerry sigue cambiando neumáticos en la gasolinera, ganando un dólar y medio a la hora. Sus padres no se cansan de recordarle su situación. Una y otra vez le dicen:

—Si hubieras salido igual que tu hermano...

Finalmente, Jerry se va de casa. Pero en su subconsciente sigue creyendo que los áfidos son superiores a él. Al principio supone que está a salvo, pero más tarde empieza a ver áfidos por todas partes, entre su pelo y por toda la casa, porque su complejo de inferioridad se ha convertido en una especie de culpabilidad sexual y los áfidos son un castigo que él mismo se inflige, etc.

La historia ya no parecía tan divertida, ahora que se habían llevado a rastras a Jerry en plena noche y a petición de sus propios amigos. Todos los que estaban con Jerry aquella noche habían tomado la decisión: era algo que no admitía retrasos ni podía evitarse. Aquella noche, Jerry había amontonado todo maldito objeto que hubiera en su casa en la puerta principal. Cuatrocientos kilos de todo lo imaginable, incluyendo sofás, sillas, el refrigerador y la televisión. Luego explicó a todos los presentes que en la calle había un áfido gigante y superinteligente, procedente de otro planeta, preparado para atacarle y capturarle. Y luego aterrizarían más áfidos, aun cuando pudiera deshacerse del primero. Estos áfidos extraterrestres superaban en inteligencia a cualquier humano, e incluso atravesarían las paredes si fuera preciso, revelando así sus poderes secretos. Para salvarse durante el mayor tiempo posible, debía anegar la casa con gas de cianuro, maniobra que ya estaba dispuesto a realizar. ¿Cómo? Ya había cerrado herméticamente todas las puertas y ventanas. Luego propuso abrir los grifos de la cocina y el baño para inundar la casa, diciendo que el depósito de agua caliente del garaje estaba repleto de cianuro, no de agua. Hacía mucho tiempo que sabía lo que iba a suceder y reservaba el depósito para el final, como último recurso defensivo. Todos ellos morirían, claro, pero los superinteligentes áfidos serían mantenidos a raya.

Sus amigos telefonearon a la policía, que echó abajo la puerta principal y se llevó a rastras a Jerry hasta la clínica neurológica para afásicos. Lo último que Jerry les dijo fue:

—Traedme mis cosas más tarde... Traedme mi chaqueta nueva, la que tiene cuentas en la espalda.

Jerry acababa de comprar aquella chaqueta. Le gustaba mucho. Prácticamente era lo único que le gustaba. Pensaba que todas sus otras cosas estaban contaminadas.

No, pensó Bob Arctor, ya no parece divertido. ¿Y por qué había sido divertido antes? Quizás había sido un producto del miedo, el miedo pavoroso que todos habían sentido las últimas semanas que visitaron a Jerry. Este les había explicado que algunas veces, por la noche, recorría la casa pistola en mano, advirtiendo la presencia de un enemigo desconocido, dispuesto a disparar primero para evitar que le mataran. Igual que su enemigo, claro.

Y ahora soy yo el que tiene un enemigo, pensó Bob Arctor. O al menos tengo sus huellas, signos de su presencia. Otro chinche agonizando, como Jerry. Y cuando esa mierda llega a su etapa final, se dispara, a toda velocidad. Mejor que cualquier Ford o GM especial de los que anuncian por TV en horas punta.

Llamaron a la puerta de su dormitorio. Tocó la pistola que había dejado de la almohada.

—¿Qué hay? —dijo.

Murmullos. La voz de Barris.

—¡Entra! —contestó Arctor. Alargó la mano para encender la luz de la mesilla.

—¿Aún despierto? —Barris entró en la habitación. Parpadeaba.

—Me ha despertado un sueño —explicó Arctor—. Un sueño religioso. Escuché un trueno impresionante y, de repente, el cielo se abrió. Apareció Dios y Su voz retumbó en mis oídos... ¿Qué demonios decía? ¡Ah, sí! «Estoy irritado por tu causa, hijo mío.» Tenía el rostro muy serio. Yo estaba temblando, en el sueño. Alcé los ojos y dije: «¿Qué debo hacer, Señor?» Y El me contestó: «No vuelvas a dejarte abierto el tubo de pasta dentífrica.» Y entonces comprendí que se trataba de mi ex esposa.

Barris se sentó, puso una mano en cada una de sus rodilleras de cuero, las restregó, agitó la cabeza y miró a Arctor. Parecía estar de muy buen humor.

—Bueno —dijo animadamente—, tengo una visión teórica inicial en cuanto a quién pudo haber estropeado con malicia tu cefaloscopio. Y tal vez vuelva a hacerlo.

—Si vas a decirme que fue Luckman...

—Escucha. —Barris estaba muy agitado y no dejaba de moverse—. ¿Q-q-qué me dirías si te explicara que durante varias semanas he presentido una avería grave en algún aparato de la casa, en especial en alguno caro y difícil de reparar? ¡Mi teoría exigía que esto se produjera, y ahora tengo la confirmación!

Arctor le dirigió una mirada escrutadora. Barris fue calmándose poco a poco hasta recuperar su radiante sonrisa.

—Tú —dijo señalando a Bob.

—Piensas que yo lo hice —concretó Arctor—. Que estropeé mi propio cefaloscopio, un aparato que ni siquiera está asegurado. —Sintió que el enfado y la rabia se apoderaban de él. Y, además, era muy tarde. Necesitaba dormir.

—No, no —se apresuró a replicar Barris, algo apurado—. Estás contemplando a la persona que lo hizo. Yo estropeé tu cefaloscopio. Eso quería decir, pero no me dejaste hacerlo.

—¿Tú? —Atónito, contempló a Barris. Los ojos de su amigo parecían haberse oscurecido por alguna extraña sensación de triunfo—. ¿Por qué?

—Bueno, mi teoría es que yo lo hice —dijo Barris—. Evidentemente, bajo sugestión poshipnótica. Y con un bloqueo amnésico, de modo que no puedo acordarme. —Empezó a reír.

—Hablaremos más tarde —dijo Arctor. Apagó la luz—. Más tarde.

—¡Hey! ¿Es que no lo comprendes? —Barris se puso en pie, vacilando—. Poseo conocimientos electrónicos avanzados y tengo acceso al aparato... Vivo aquí. Lo único que no puedo imaginarme es el motivo para hacerlo.

—Lo hiciste porque no tienes un dedo de cerebro —dijo Arctor.

—Tal vez me empujaban fuerzas secretas —murmuró Barris. Estaba perplejo—. ¿Pero cuáles serían los motivos de esas fuerzas? Es posible que pretendan crear sospechas y problemas entre nosotros, que quieran que nos enfrentemos, que nos peleemos, todos nosotros, porque no sepamos en quién confiar o desconfiar...

—Si es así, lo han logrado.

—¿Pero por qué quieren hacer eso? —Barris se dirigió hacia la puerta, agitando las manos—. Todo ese jaleo... Sacar la tapa inferior, obtener una llave maestra para abrir la puerta...

Me alegraré, pensó Bob Arctor, cuando estén instaladas las holocámaras por toda esta casa. Tocó su arma para sentirse seguro y luego se preguntó si debía comprobar que estuviera cargada. Pero después, reflexionó, seguiré preguntándome si alguien ha quitado el percutor o la pólvora de las balas y así sucesivamente, en una obsesión, insuperable. Como un niño contando baldosas en la acera para calmar su miedo. El pequeño Bobby Arctor volviendo a casa después de haber salido del colegio, con los libros escolares bajo el brazo, asustado ante los seres desconocidos que le esperan en su camino.

Alargó un brazo y empezó a buscar a tientas entre el colchón y el somier, hasta que sus dedos tropezaron con una cinta adhesiva. La arrancó, mientras Barris le observaba, y sacó de ella dos tabletas de sustancia M cortada con quaak. Se las llevó a los labios y las tragó en seco. Volvió a tumbarse, suspirando.

—Lárgate —dijo a Barris.

Y se durmió.

V
Para que los dispositivos electrónicos de vigilancia fueran instalados adecuadamente (es decir, sin fallo alguno) en la casa de Bob Arctor, era preciso que éste saliera de la vivienda durante algún tiempo. La operación incluía también el teléfono, aunque ya estuviera intervenido, y por lo general se iniciaba observando la casa en cuestión hasta asegurarse de que no quedaba nadie en ella y de que nadie iba a regresar demasiado pronto. En algunas ocasiones, las autoridades debían aguardar durante días o incluso varias semanas. Por fin, cuando la espera no daba resultado, se inventaba una excusa: los residentes eran informados de la llegada inmediata de un fumigador (u otra persona de oficio poco sospechoso) que estaría en la casa una tarde entera, por lo que todo el mundo debía irse hasta, digamos, las seis en punto.

Pero en este caso, fue el servicial sospechoso Robert Arctor el que se apresuró a salir de la casa, llevándose también a los otros dos inquilinos, para examinar un cefalocromoscopio que alquilarían hasta que Barris reparara el de Bob. Se vio a los tres hombres alejarse en el coche de Arctor, todos con un aspecto serio y resuelto. Más tarde, en un lugar apropiado (la cabina telefónica de una gasolinera), Fred utilizó el emisor de su monotraje mezclador para informar que nadie estaría en la vivienda hasta la noche; que los tres inquilinos estaban decididos, por lo que sabía, a ir hasta San Diego para recoger un cefaloscopio de segunda mano y robado que algún tipo vendía por unos cincuenta dólares. Un precio muy conveniente, ya que justificaba la conveniencia del viaje y la pérdida de tanto tiempo.

Además, esto daba a las autoridades la oportunidad de efectuar una breve investigación ilegal sin que nadie lo viera, mejorando así la que ya realizaban sus agentes secretos. Sacarían los cajones de las mesas para comprobar lo que se ocultaba tras ellos. Desmontarían las lámparas en busca de cientos de tabletas. Escudriñarían los retretes tratando de encontrar pequeños envoltorios de papel higiénico ocultos a la vista en lugares donde el agua los inundaría automáticamente. Examinarían el compartimento refrigerante de la nevera para ver si alguno de los paquetes de judías y guisantes congelados contenía en realidad droga astutamente camuflada. Y mientras tanto, se instalarían las complicadas holocámaras y los agentes irían sentándose en diversos lugares de la casa para comprobar el correcto funcionamiento de los aparatos. Lo mismo harían con los dispositivos de escucha, pero la parte de video era más importante y requería mucho tiempo. Las cámaras, claro está, serían invisibles, operación que exigía gran habilidad. Había que probar distintas ubicaciones. Pagaban muy bien a los técnicos especializados en este tipo de montajes, ya que si cometían un error y un inquilino descubría alguna de las holocámaras, todos los ocupantes de la casa sabrían que estaban siendo vigilados y abandonarían todas sus ocupaciones ilegales. Incluso entraba dentro de lo posible que arrancaran todo el sistema de vigilancia y lo vendieran.

Ante los tribunales, pensó Bob Arctor mientras conducía por la autopista sur de San Diego, había sido problemático culpar a alguien de robo y venta de dispositivos electrónicos instalados ilegalmente en su residencia. Para forzar el arresto, la policía se veía obligada a basarse en otra violación de la ley. No obstante, los revendedores de droga reaccionaban al instante en una situación análoga. Recordó el caso de un traficante de heroína que había querido vengarse de una chica. Colocó dos sobres de heroína en la empuñadura de la plancha de la mujer y después llamó de forma anónima a la policía para dar el soplo: NOSOTROS LA PASAMOS. Antes de que se comprobara el informe, la chica descubrió la droga, pero en lugar de deshacerse de ella, la vendió. Llegó la policía, no encontró nada, obtuvo un registro vocal de la llamada anónima y detuvo al traficante por facilitar falsa información a las autoridades. El revendedor, en libertad bajo fianza, se presentó una noche en casa de la chica y la golpeó casi hasta matarla. Fue detenido por segunda vez y, preguntado por el motivo que le había llevado a golpear así a la víctima —le sacó un ojo y le rompió los dos brazos y varias costillas—, explicó que la chica se había apoderado de dos sobres de heroína que le pertenecían, que los había vendido muy caros, y que no quería darle siquiera una parte del beneficio. Así es la mente de los revendedores, pensó Arctor.

Dejó que Luckman y Barris se encargaran solos de hacer el numerito de regateo para la compra del cefaloscopio. De ese modo se libraba de ellos, evitaba que volvieran a la casa mientras se instalaba el equipo de vigilancia, y podía visitar a cierta persona que no veía desde hacía un mes. Venía muy poco por aquí y, además, la chica parecía no hacer otra cosa más que inyectarse meta dos o tres veces al día y trabajar de puta para pagar la droga. Vivía con su proveedor, que también, claro está, era su hombre. Dan Mancher solía estar fuera durante el día, cosa que le convenía. También era adicto, pero Arctor no sabía a qué. A diversas drogas, eso seguro. En cualquier caso, Dan se había convertido en un tipo raro, vicioso, violento y de conducta incierta. Era extraño que la policía local no le hubiera detenido hacía mucho tiempo por infracciones relacionadas con la-alteración-del-orden-público. Tal vez sobornaba a los polizontes. O, lo más probable, la policía no se preocupaba por Mancher. Este tipo de gente vivía en barriadas superpobladas, entre pobres y jubilados. La policía sólo iba allí en caso de crímenes mayores; Cromwell Village era una serie de edificios rodeados de basura, aparcamientos y calles de grava.

Nada contribuía tanto a la mugre como un montón de estructuras graníticas diseñadas para evitarla. Bob aparcó, encontró las escaleras que buscaba, apestando a orina, las subió en la oscuridad y llegó a la puerta G del edificio n.º 4. Delante había una botella de lejía, llena, y la cogió sin pensarlo, mientras se preguntaba cuántos niños jugarían por allí y recordando por un momento a sus propias hijas y todo lo que había hecho para protegerlas durante varios años. Como ahora, recogiendo aquella botella. La utilizó para llamar a la puerta.

Escuchó el ruido del cerrojo y se abrió la puerta, retenida por una cadena. La chica, Kimberly Hawkins, le escrutó.

—¿Qué hay? —dijo.

—Hola. Soy yo, Bob.

—¿Qué se te ha perdido por aquí?

—Una botella de lejía.

—No hagas bromas.

Kimberly, de mala gana, quitó la cadena. También su voz demostraba indiferencia. Arctor vio que la chica estaba deprimida, muy deprimida. Además, tenía un ojo morado y un labio partido. Y al apartar la vista observó que estaban rotas todas las ventanas de aquel pequeño y descuidado apartamento. El suelo estaba lleno de vidrios, mezclados con botellas de Coca y ceniceros desparramados.

—¿Estás sola? —preguntó.

—Sí. Dan y yo nos peleamos, y él se marchó. —La chica, medio chicana, menuda y no demasiado guapa, pálida como una drogadicta que se derrumba, bajó su mirada vacía, y Bob advirtió que su voz era áspera. Algunas drogas causaban ese efecto, igual que una inflamación de garganta. El apartamento no sería muy cálido, no con las ventanas rotas.

—Te ha dado una paliza. —Arctor dejó la botella de lejía en un estante, sobre algunas novelas porno, algunas muy anticuadas.

—Pues menos mal que no tenía su navaja. Su cuchillo Case. Ahora lo lleva en el cinturón, en una funda. —Kimberly se sentó en un mullido sillón del que sobresalían los muelles—. ¿Qué quieres, Bob? Estoy chafada, te lo aseguro.

—¿Quieres que él vuelva?

—Bueno... —Contrajo un poco los hombros—. ¿Quién sabe?

Arctor se acercó a la ventana y miró la calle. Dan Mancher aparecería tarde o temprano, de esto no había duda. La chica era una fuente de ingresos y Dan sabía que Kimberly necesitaría obtener droga de alguna parte, ya que su proveedor se había ido.

—¿Cuánto puedes aguantar? —preguntó.

—Un día más.

—¿Puedes conseguirla en otro sitio?

—Sí, pero no tan barata.

—¿Qué le pasa a tu garganta?

—Un resfriado. Del aire que entra.

—Deberías...

—Si voy al médico, el tipo verá que estoy hecha polvo. No puedo ir.

—A un médico no le importaría eso.

—Claro que le importaría. —Kimberly se puso repentinamente tensa, escuchando el sonido irregular y potente del tubo de escape de un coche—. ¿Es el coche de Dan? ¿Un Ford Torino 79 de color rojo?

Arctor se asomó a la ventana y observó la calle, llena de basura. Un Torino rojo, muy abollado, acababa de aparcar, despidiendo un humo negruzco por sus tubos de escape. Se abrió la puerta del conductor.

—Sí —contestó Bob.

Kimberly echó los dos pestillos extras de la puerta.

—Seguro que lleva su cuchillo —dijo.

—¿Tienes teléfono?

—No.


—Deberías tener teléfono.

La chica le respondió con un gesto de indiferencia.

—Te matará —dijo Arctor.

—No ahora. Estás tú.

—Lo hará después, cuando yo me vaya.

Kimberly volvió a sentarse y se encogió de hombros.

Al cabo de unos instantes, escucharon pasos fuera de la casa, y luego una mano llamó a la puerta.

—¡Abre la puerta! —gritó Dan.

—¡No! —contestó Kimberly—. ¡Tengo visita!

—¡Muy bien! —chilló Dan—. ¡Voy a pincharte los neumáticos!

Dan corrió escaleras abajo. Arctor y la chica le vieron por una de las ventanas rotas. Era un tipo enjuto, de pelo corto y apariencia homosexual. Se acercó al coche de Kimberly blandiendo un cuchillo.


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